miércoles, septiembre 29, 2010

Enfrente de la casa, toda la noche

Este relato aparece en mi libro Los pobres de espíritu (México, Patria/Nueva Imagen, 2005). Lo publico ahora otra vez, en este espacio, en memoria de los hechos violentos que tuvieron lugar el 2 de octubre de 1968 y la guerra sucia que se desató después. También porque, como lo demuestra la coincidencia temática con el poema de Kányadi que me disparó la escritura del texto, creo que todos los días, hoy mismo, hay alguien viviendo una situación parecida en alguna parte del mundo. A ellos está dedicado.



Foto: Red Latina sin fronteras
Sobre un poema de Sándor Kányádi

—¿Qué haces aquí?
    Betania estaba parada en una esquina, a dos cuadras de su casa. Nerviosa. De no haber sido por el poco esmero que ponía en arreglarse habría parecido una prostituta novata. Porque llevaba un vestido viejo y el pelo mal recogido en un chongo.
    —¿Qué haces aquí? —le repitió Álvaro la pregunta.
    —Hay un jeep enfrente de la casa —le respondió ella.
    Era al atardecer, un atardecer de naranja y polvo de oro, y las calles se hallaban llenas de gente y coches y autobuses urbanos que dejaban estelas de humo negro. Los vendedores ambulantes recogían sus puestos dejando montones de basura.
     Álvaro colocó su portafolio en el piso, entre sus piernas, y se quitó el saco para ponérselo en los hombros a Betania.
    —No tengo frío —lo rechazó ella con suavidad.
    —Estás temblando.
    —No es de frío —metió la mano en el bolsillo del saco de su marido y tomó la cajetilla de cigarros. Con trabajos pudo abrirla y sacar uno. Álvaro se lo encendió.
    —Está ahí desde hace dos horas —le explicó ella—. Había tres militares al principio. Ahora sólo hay dos. Están mirando hacia el edificio.
    Álvaro la tomó del brazo y la hizo andar calle arriba, en dirección su casa. Pero ella se detuvo.
    —Vámonos a dormir a otro lado. A casa de Rosa.
    Ya había oscurecido. La señora que vendía quesadillas en las noches en la entrada de su vecindad acababa de abrir. Estaba echando el aceite en el comal.
    —Cálmate. Si vinieran por nosotros ya habrían entrado al departamento. ¿A poco crees que se iban a quedar ahí afuera esperándonos?
    —¿Y si te están esperando a ti? Tal vez ya saben a qué horas llegas de la Universidad.
    —Si vinieran por mí, de todos modos habrían entrado. Estarían esperándome en la sala. Ya ves cómo le hicieron a Miguel.
    —Vámonos a dormir con Rosa, Álvaro.
    —No pasa nada, mi amor —la abrazó por la cintura y la hizo seguir andando—. Tengo que calificar los exámenes del viernes. Mañana es el último día para firmar actas.
    Finalmente llegaron al edificio donde vivían. Varios muchachos jugaban futbol en la calle. Uno de ellos retuvo el balón con el pie mientras Betania y Álvaro terminaban de pasar. Al fondo de la calle, efectivamente, había un jeep. Entre las sombras, los cascos de los soldados se veían casi negros, como de plomo.
    Entraron rápidamente y subieron hasta el cuarto piso, donde estaba su departamento.
    Sin encender la luz, Álvaro dejó su portafolio en el sofá y fue a la cocina a beber agua.
    —¿Te caliento la comida de en la tarde? —le preguntó Betania. Estaba aún muy alterada.
    —Mejor vamos a las quesadillas, ¿no?
    —¿Ahí están todavía? —preguntó ella con el tono de una niña que tiene miedo a un monstruo.
    Álvaro se asomó por la ventana. Los muchachos de la cuadra seguían jugando. Al fondo de la calle, el jeep acechaba inmóvil, negro, como un montón de fierros viejos.
    Betania comprendió.
    —Mejor ya no hay que salir. Yo creo que no nos vieron llegar gracias a los chavos. Hemos tenido suerte.
    —No nos vieron llegar porque no nos estaban esperando —pero la verdad era que él también comenzaba a inquietarse. Se rascó la parte calva de su cabeza. ¿Qué estaban haciendo ahí esos militares? ¿Por qué se habían estacionado en ese lugar? Y parecían estar mirando precisamente hacia el edificio. A Miguel Contreras, que trabajaba en la misma Facultad, se lo habían llevado hacía dos semanas.
    —¿Ya no has hablado en tu clase en contra del gobierno?
    —Tenemos que apoyar a los estudiantes —Álvaro se apartó de la ventana y encaró a su mujer, quien lo miraba en la penumbra.
    —Apóyalos, pues, pero no les des más alas. Ya sabes que hay orejas en todas partes.
    Álvaro buscó su saco: estaba colgado en el respaldo de una silla. Sacó un cigarro y le ofreció otro a Betania. Fumaron en silencio; sólo se veían, en la oscuridad, las dos brasas rojas y el cuadro de claridad de la ventana. Cuando terminaron, él volvió a asomarse, rápidamente. Luego vio las manecillas fosforescentes de su reloj.
    —Ya son las ocho. ¿A qué hora pensarán irse?
    —Te digo que están ahí desde las cinco.
    —Si me estuvieran buscando ya habrían venido.
    —Tal vez. Tal vez están esperando a que no haya nadie en la calle. Nadie que vea.
    Betania volvió a temblar. Hablaba en voz baja, como si pudieran oírlos.
    —Ven —le dijo su esposo—. Vamos a la cocina. Ahora caliento yo la cena —él también había empezado a temblar, ligeramente.
    Encendieron la luz de la cocina casi con miedo y trataron de hablar de otras cosas mientras cenaban. Él se puso a contarle de la Facultad, como siempre. Un alumno a quien tenía por brillante había salido mal en los exámenes y deseaba ayudarlo. Después de todo, su distracción se debía a que estaba muy involucrado en el movimiento: llevaba a la práctica lo que había aprendido en la teoría.
    Betania, por su parte, le contó de su hermana Rosa: el marido la había golpeado y sin embargo ella aún parecía quererlo; se había dejado embarazar nuevamente y seguía con él en lugar de irse a vivir con sus padres, como ellos le habían propuesto. Según ella, no era que lo amara sino que quería conservar su familia. Álvaro se enojaba mucho al oír esas historias: decía que Rosa era una pendeja y que todavía le faltaba escarmentar más.
    Cuando terminaron de cenar, fue Betania quien se asomó a la ventana de la sala, sin encender la luz.
    —Ya se estacionaron más para acá.
    Estaba pálida.
    Álvaro se puso pálido también.
    Efectivamente, los muchachos ya no estaban jugando, nadie andaba por la calle y el jeep se encontraba ahora justo frente a la entrada del edificio. Nada se movía en ese trozo de paisaje urbano. Nada. Ni siquiera los dos cascos, negros bajo la luz del alumbrado.
    —Vámonos a casa de Rosa —Betania sentía la boca seca.
    —No friegues. Eso sí les llamaría la atención. Se les iba a hacer muy raro que saliéramos a estas horas.
    —Pueden pensar que vamos a cenar.
    —¿Cómo crees? Ya es tarde para salir a cenar. Además han de haber visto que estaba encendida la luz de la cocina.
    —¿Y si dejamos la luz encendida y tratamos de salir por otro lado?
    —¿Por dónde? No se puede.
    Betania se sentó en el sofá, sobre la franja de claridad que llegaba de la cocina. Álvaro la alcanzó ahí y la abrazó. Se quedaron callados largos minutos. Luego ella empezó a llorar. Su esposo se dio cuenta y le levantó la cara.
    —¿Por qué tienes que estar en contra del gobierno? ¿No podemos vivir en paz como todos, como Rosa?
    —Uy, sí, bien en paz que vive Rosa.
    Betania no pudo evitar reírse.
    —Vámonos a vivir a otra ciudad, ¿sí? —le suplicó, limpiándose las lágrimas.
    —Los problemas son en todo el país, ¿no te das cuenta?
    —Los problemas son los que tú te has buscado con tus ideas.
    “Con tus ideas”: el sonido de estas palabras se quedó flotando en la semioscuridad de la habitación, en el silencio de la calle que se extendía, infinita, siniestra, más allá de la ventana. Los soldados podrían haberlas oído, tan cerca como estaban ahora, ahí enfrente, esperando. ¿Esperando qué? Los dos esposos se quedaron quietos, como si pudieran descubrirlos si se movían.
    Álvaro se sentía dividido entre hacerle caso a su mujer, ponerse a salvo, por ella, y seguir comprometido con el movimiento; entre echarse a correr y enfrentar lo que pudiese venir aun a riesgo de que Betania, ya no sólo él, saliera lastimada. La abrazó, aspiró el olor de su cabeza y, de pronto, sintió una confianza muy grande en que nada malo les ocurriría si estaban juntos.
    —Voy a calificar mis exámenes —dijo, resuelto, y se levantó a encender la luz de la sala con mano firme. De algún modo, Betania pareció contagiarse con esta actitud. La tranquilizó ver cómo su esposo sacaba los exámenes del librero de la sala y se los llevaba a la mesa del antecomedor; luego se ponía los lentes de arillos negros, sacaba una pluma de su portafolio y comenzaba a leer, con toda calma y amoroso interés, esas hojas blancas, rayadas, cuadriculadas, llenas de tachaduras, escritas a veces con lápiz, casi siempre con tinta azul o negra. Respiró agradecida: la calma había vuelto a su hogar.
    —¿Te puedo interrumpir? —le preguntó a su esposo, tímidamente. Ya sabía que él se enojaba si lo interrumpían.
    Él levantó la vista en actitud de escuchar.
    —¿Vendrán por alguien del edificio?
    Álvaro pasó lista mentalmente a los vecinos.
    —Capaz que ya saben que el del 201 vende mota.
    —No creo que sea eso; si fuera eso habría venido la Judicial, no los soldados.
    Álvaro hizo una mueca ambigua, se rascó la calva y volvió a los exámenes.
    —Voy a asomarme por la cocina —anunció Betania.
    Volvió luego de un instante. No fue necesario interrumpir otra vez a su esposo porque él mismo preguntó:
    —¿Siguen ahí?
    —Sí.
    Por lo menos no estaba tan nerviosa como en la tarde, cuando fue a esperarlo a la parada del microbús.
    —¿No tienes sueño?
    —Un poco. Pero no me quiero ir a dormir sola. Tengo miedo.
    —¿No se te ha quitado?
    —No.
    Después de unos instantes añadió, como si sintiera que debía explicar algo:
    —Ahí está el jeep.
    Álvaro no le contestó. Él también seguía nervioso y no estaba muy concentrado. Quería terminar pronto.
    Betania se sentó en el sofá y comenzó a tronarse los dedos: esa costumbre que lo sacaba de quicio. Sin embargo, por esta vez, porque estaba nerviosa, no le dijo nada.
    Transcurrieron minutos. Una hora. Casi a la una de la mañana, Álvaro puso un 9 en el último examen y se quitó los lentes. Betania se hallaba dormida en el sofá, en posición fetal, como niña. Junto a ella, en el suelo, se veían sus zapatos cafés: ya muy viejos, observó Álvaro con cierto sentimiento de culpa.
    Se levantó, se dio un poco de masaje en los riñones y fue a la cocina para mirar por la ventana. Enseguida volvió a la sala y despertó a su mujer.
    —¿Qué pasa? —le preguntó ella, limpiándose la baba que le había escurrido de los labios mientras dormía— ¿Ya no está el jeep?
    —El jeep sí, pero los soldados se han ido.
    Betania se levantó como un resorte y, sin ponerse los zapatos, fue a la ventana.
    —Qué miedo —dijo.
    —¿Cómo que qué miedo? ¡Ya se fueron!
    —Álvaro, si el jeep está ahí es que no se han ido. No iban a tomar el metro, ¿verdad?
    Él sintió que la cena le regresaba del estómago a la boca: una masa seca y agria. No había pensado en eso.
    —¿Y si vienen para acá?
    Betania fue a la entrada del departamento, se aseguró de que la cadena estuviera puesta, se asomó por la mirilla y luego pegó el oído en la puerta.
    —¿Oyes algo? —él estaba paralizado en medio de la sala.
    —Nada —le dijo ella después de unos instantes. Sin embargo se quedó ahí, pegada a la puerta.
    —¿Adónde habrán ido? —dijo uno de los dos.
    —¿Adónde habrán ido? —repitió el otro.
    Realmente no se oía nada fuera de lo normal: un mueble que se arrastraba en algún piso, alguien que le jalaba a la taza del baño. Y el rumor asordinado y casi dulce de la ciudad: algún camión lejano que cambiaba velocidades, una ambulancia.
    —Vámonos a dormir —propuso él sin mucha fuerza. Estaba cansado, aturdido.
    Betania se despegó de la puerta.
    —Es que ahora estamos peor que antes. Antes siquiera los teníamos ubicados.
    —Vámonos a dormir.
    —Esta puerta no es muy resistente. Pueden romperla en cualquier momento.
    —Vámonos a dormir, Betania.
    —Está bien.
    Mientras él se adelantaba a la recámara, ella apagó la luz de la sala y fue a la cocina. Volvió a asomarse: el jeep seguía ahí, vacío. Sacó de un cajón del gabinete un cuchillo cebollero y se lo llevó a la recámara.
    —¿Para qué quieres eso? —le preguntó su marido, ya en pijama.
    —Por si entran aquí.
    —¿Y para qué crees que te va a servir? Éstos no son rateros: son cabrones entrenados para matar.
    —No sé —Betania puso el cuchillo debajo de su almohada y comenzó a desvestirse. Pero a medio hacerlo cambió de opinión: se metió con toda su ropa bajo las mantas.
    Ninguno de los dos podía dormir, pero no hablaron más. Antes de cerrar los ojos, Álvaro vio la cara de su mujer recortada en la oscuridad; vio que movía los labios y comprendió que estaba orando.
    Casi a las tres de la mañana, Betania se levantó a la sala para asomarse una vez más. Cuando volvió, Álvaro le preguntó en voz baja, como si hubiera alguien que pudiese despertar:
    —¿Los viste?
    —No —le contestó ella en voz igualmente baja y se metió entre las sábanas con un escalofrío—. Ahí sigue el jeep, pero ellos quién sabe dónde están.
    Siguieron intentando dormirse. Después de las cinco, cuando se oyó el canto de un gallo a lo lejos, Álvaro se levantó. Fue primero al baño y luego a la sala. Betania no quiso esperarlo para preguntarle: lo alcanzó en la ventana.
    El jeep se había ido. Una mujer con una canasta enorme caminaba por la banqueta en la oscuridad azul de la madrugada. A lo lejos, más allá de las últimas azoteas, el borde del cielo se veía blanco.

14 comentarios:

yoviznita dijo...

GRacias Agustín.
Me recuerda el ambiente del inicio de Dos crímenes . Sobre todo, refresca la memoria.
Saludos.

Anónimo dijo...

Es extraordinario poder descubrir a través de unas líneas la sensibilidad del artista al describir con gran lujo de detalle el sentir de un pueblo reprimido. Muchas felicidades Agustin Cadena por plasmar la gran riqueza literaria que encierra un gran movimiento de lucha como lo es octubre del 68. Continúa contagiandonos de tu gran talento. Felicidades... Laura Martínez Martín

Agustin Cadena dijo...

Gracias, Yoviznita. Saludos también para ti.

Agustin Cadena dijo...

Gracias, Laura. Saludos afectuosos.

Makiavelo dijo...

Angustioso, tremendo. Una buena fotografía que me trae recuerdos.

Saludos.

Agustin Cadena dijo...

Gracias, Makiavelo.
Saludos!

josé manuel ortiz soto dijo...

Agustín, me recuerda una película de Buñuel, creo que era El ángel exterminador. La historia te mantiene en suspenso todo el tiempo.

Un abrazo.

Agustin Cadena dijo...

Gracias, José Manuel. Otro abrazo para ti.

Rubí V. dijo...

Agustin, los temas de violencia como el del 2 de ocutubre del 68 me dejan en silencio, por fortuna en un silencio prudente que me pone a reflexionar. Hoy en día no sólo hay que enfrentarse al autoritarismo que hace uso de la violencia física, sino también al autoritarismo que finge no haber abuso de poder y manipula, o acosa de forma sutil, al que violenta psicológicamente. Un autoritarismo que muchas veces hasta se disfraza muy bien de libertad. Que padre tu historia que invita a pensar sobre dónde estamos parados.
Te mando abrazos muchos, muchos.

Agustin Cadena dijo...

Gracias por el comentario, Rubí bella. Yo también te mando muchos abrazos. Muchos, muchos.

www.amarantacaballero.blogspot.com dijo...

Gracias por el link al texto. Y por el magnifico texto. Saludos

Agustin Cadena dijo...

Gracias, Amaranta. Celebro que te haya gustado. Saludos.

cristina dijo...

Vuelvo al relato y vuelve el desasosiego de la primera lectura.
Sólo un gran escritor como tú puede logarlo.

Cristina

Agustin Cadena dijo...

Gracias, Cristina.
Te mando un abrazo fuerte, con mucho afecto.