Cada vez que
tengo que pasar por la casa de las celosías verdes me cruzo a la banqueta de
enfrente. Es que da miedo: está lleno de gatos. En serio, yo he contado
veintidós, pero debe de haber más. Es una construcción vieja. En teoría no está
abandonada, pero nunca se ve a nadie por ahí y nadie cuida el jardín. Los
gatos, que habrán encontrado la manera de meterse a las habitaciones o a los
sótanos, han hecho su madriguera en esa casa y siempre están cuidándola. Pero
lo que me da miedo no es eso, sino que me hablen. Sí, sí, eso dije: esos gatos
hablan.
La primera vez que ocurrió iba yo
distraído, leyendo sin poner atención la placa según la cual en ese inmueble
vivió un poeta famoso del siglo XIX. Y he aquí que alguien me dice:
—Buen día, caballero.
Ni me asusté ni me sorprendí. Era una
voz común de hombre maduro, educado, y pensé que venía del interior: el dueño,
que deseaba hacer amistad o necesitaba ayuda. Me asomé hasta donde lo permitía
la reja de entrada. Aún intentaba escudriñar entre las sombras que parecían
moverse detrás de las celosías, cuando volví a oírlo:
—Buen día, caballero.
La voz no venía de ninguna parte en el
interior. Venía de... un gato gris, enorme, que estaba echado en los peldaños
de la puerta principal y me miraba entrecerrando los ojos.
—Le he dado los buenos días, señor.
Aquello se me hizo tan raro que no me
creí a mí mismo. Le di la espalda al gato y a la casa y reanudé mi marcha sin
contestar. Me alejé lo más rápido posible. Varias veces, en el transcurso del
día, volví a pensar en el suceso. El miedo de sentir que está uno volviéndose
loco es horrible. Por ese mismo miedo volví: quería ver si era cierto; es
decir, si volvía a pasar. Porque si volvía a pasar, entonces sí tendría que tomarme
el asunto en serio y llegar a alguna conclusión. Estaba nervioso cuando llegué
a la casa, así que no pude evitar mirar a los gatos como si hubieran sido
alacranes.
Me le quedé viendo al que estaba más
cerca de la reja. Me incliné hacia él con cara de confesor o de psicoanalista
que se dispone a escuchar. El ingrato animal me correspondió con una mirada de
desprecio, se dio vuelta y me tiró un pedo antes de irse. Intenté con otro, con
resultados semejantes. ¿Entristecerme? ¿Enfadarme? Todo lo contrario: estaba
feliz (¡No estoy loco! ¡Ah, no estoy loco! ¡Aleluya!) Ya me marchaba silbando
una canción alegre cuando oí una voz femenina que me decía:
—Adiós, guapo.
Sentí que me echaban hielo en la
espalda y lenta, muy lentamente, me volví.
—¿No te ibas? —me reprochó la misma
voz. Venía de una gata (supongo que era gata) blanca. De nadie más que de ella.
Con toda claridad había visto su hocico apestoso a gato moviéndose al tiempo
que emitía las palabras.
—¿Me-me-me hablaste? —tartamudeé.
La gata entrecerró los ojos.
—A ver —le supliqué—. Dilo otra vez.
En ese momento me sobresaltó una
presencia que no había sentido venir.
—¿A usted también le da por platicar
con los gatitos? —me preguntó, enternecida, una viejecilla. Me dio horror la
pregunta.
—No se apene —me dijo, con el mismo
tono de ternura—. Yo también lo hago cada que vengo a dejarles sus galletas.
—¿Y... y... le contestan?
—¡Claro! Son animalitos muy
entendidos.
—Pero... ¿pueden... hablar?
—¡Hablar! —se rió la viejecilla—. Por
supuesto que no. Aunque usted y yo queramos verlos como bebés, son gatos.
—Sí, sí, pero... dijo usted que
platicaba con ellos.
—Fue un decir, caballero —volvió a
reírse la buena señora—. No habrá usted pensado que estoy loca, ¿verdad?
“El loco soy yo”, me dieron ganas de
decirle, pero me quedé callado. Ella continuó:
—Lo que pasa es que les hablo y bueno,
ellos me contestan con maullidos, a veces sólo con la mirada. Son muy
expresivos los gatitos, ¿verdad? Y muy inteligentes. Mire usted, como saben que
les traigo de comer, ya están todos aquí.
Ciertamente, mientras yo
estaba distraído en la conversación, un montón de pulgosos de todos colores se
había concentrado detrás de la reja y en la banqueta, alrededor de nosotros.
Dos de ellos se le tallaban en las pantorrillas a la viejecita. Me habría
echado a correr si el terror no me hubiera paralizado. Como fuera, logré
disimular.
—Bueno —balbuceé—, tengo
que irme. Un placer conocerla, señora.
—Encantada, caballero.
Me alejé despacio,
volteando cada tantos pasos a ver si todo era normal. Y sí, podríamos decir. La
viejecilla se quedó ahí alimentando a esos siniestros animales y hablándoles
como si fueran niños. Ellos se limitaban a maullar. Maullar.
Ese mismo viernes, en la
reunión semanal de café, les pregunté a mis contertulios.
—¿Ustedes han oído un
gato que hable?
—Claro —me contestó uno
de ellos—. Ahí tienes a Benito, Demóstenes, Cucho, Espanto...
—Silvestre —dijo otro.
—Silvestre no habla,
idiota —le rebatió otro más.
Nadie tomó en serio mi
inquietud.
—Son gatos, no pericos
—me dijo mi anciana madre el día que fui a visitarla y le pregunté.
Por su parte, mi hermana
me regañó:
—Ya no leas tanto, te
estás volviendo loco.
Total, que mejor dejé de
comentarle a la gente. Pero sé que los gatos de esa casa hablan; los he
escuchado en otras ocasiones y ni siquiera tengo la satisfacción de decir que
me han revelado algo de lo mucho que han de saber. Me dicen sólo lo necesario
para angustiarme: un saludo, una frase suelta. Por eso ahora procuro no pasar
por ahí. La calle no puedo evitarla porque necesitaría dar un gran rodeo, pero
trato de caminar por la banqueta de enfrente. Aun así, se me ponen los pelos de
punta cuando oigo una voz felina que me dice:
—Buen día, caballero.
7 comentarios:
Uno y sus alucines... Da miedo. A veces cierro los ojos frente a uno de ellos: "?existen de verdad? es que son tan bonitos tan perfectos, tan en su papel". Y ahí están, próximos, entretejiendo una comunicación cada vez más precisa conmigo...(incluyo a los perros).
Sí, Yolanda. Son mágicos.
A mí me gustan mucho estos cuentos fantásticos, son muy divertidos.
Claro que los gatos hablan, y no sólo por mágicos, también por misteriosos. ¡Bien, amigo!
Gracias, Amélie.
Gracias, Luciano.
Publicar un comentario