(De mi libro de minicuentos
Dibujos a lápiz, publicado en octubre
de 2015 por el Consejo Estatal
para la Cultura y las Artes de Hidalgo y la Editorial Puente)
Treinta años después
de su matrimonio con Jane, Tarzán era un cincuentón calvo y con sobrepeso.
Habían tenido dos hijos y ya no
vivían con ellos.
Tarzán trabajaba en un periódico,
poniendo en orden alfabético los anuncios clasificados. Era un trabajo que
nadie quería hacer, pero a él le parecía entretenido.
En las tardes llegaba cansado a su
apartamento y, después de comer con su amada Jane, se ponía sus pantuflas de
zarpas de tigre, se sentaba en su sillón reclinable y buscaba el control remoto
de la televisión para mirar los documentales de Animal Planet. Apenas si
podía creer que alguna vez él hubiera estado cerca de todo aquello.
Los viernes iba a un bar a jugar
dominó con sus amigos, y los sábados los pasaba con su mujer en el centro
comercial. Llegaban por la mañana y se ponían a mirar las tiendas, compraban
alguna cosita que estuviera de oferta. Luego se sentaban a comer una pizza, y
en la tarde se metían a una sala de cine. No había para qué salir del edificio.
A veces hacían el amor al llegar
casa, pero Tarzán ya no tenía los bríos de la juventud; ya no era el salvaje
hipersexual de quien Jane se enamorara un lejano día, en una igualmente lejana
selva africana. Ya ni siquiera le salía su grito. En realidad siempre le había
costado trabajo excitarse con el cuerpo lampiño y relativamente inodoro de su
mujer. Extrañaba a sus antiguas amantes, las hirsutas gorilas de la selva. Ésas
—se decía lleno de nostalgia— sí que eran hembras.