Hacía un buen
rato que todos habíamos terminado de comer, pero como a mí me tocaban los
trastes, me quedé en la cocina. Terminé de lavar, sequé todo, guardé todo y
volví a la mesa a comer galletas; era mi postre y era una mínima recompensa por
mi trabajo. De pronto sentí raro que hubiera tanto silencio y me vino el
presentimiento: el abuelo. Me levanté como resorte y fui a la sala en busca de
mi mamá, quien estaba viendo la televisión en el sofá:
—¿Y el abuelo?
—¡Mi papá! —exclamó ella, y se levantó
también.
Fuimos juntos a la habitación del
viejo. Efectivamente, había escapado una vez más. Siempre se las arreglaba: a
veces se brincaba por la ventana, a veces hurtaba las llaves de alguien o
esperaba a que nos descuidáramos y dejáramos la puerta sin cerrojo... sus
estratagemas eran diversas. Lo que no cambiaba eran las consecuencias. El
abuelo estaba pirado, loco, borderline.
De verdad. Tenía una necesidad compulsiva de demostrar que era más listo que
todas las demás personas. Por eso le daba por escapar cuando había tenido una
pelea con mi madre o con alguno de nosotros, o cuando sentía que de alguna
manera habíamos vulnerado su autoestima. Así nos lo dijo el doctor: era su
manera de castigarnos. Se salía a la calle, tomaba el tranvía y se iba a robar
a las tiendas. Sabía hacerlo y en general lograba burlar vigilantes, espejos,
sensores y circuitos cerrados. Llegaba a la casa con su bolsa llena de
porquerías: dulces, pantimedias, latas de atún, cremas faciales, velas perfumadas...
pero cuando en verdad quería castigarnos, dejaba que lo cacharan. Y entonces
sí: venían los problemas. Llamaba por teléfono —o hacía que llamaran los
empleados de la tienda— para que fuéramos a rescatarlo. Y ahí íbamos, a veces
mi pobre madre y yo. Hablábamos con el empleado, le explicábamos que el viejo
estaba mal de la cabeza, nos disculpábamos y pagábamos o devolvíamos lo robado.
Algunas personas eran amables y no llevaban el problema a mayores. Hasta les
caía en gracia lo del viejito cleptómano. Pero otros se engorilaban y empezaban
a amenazar con que iban a llamar a la policía y sólo se calmaban si pagábamos
el triple de lo que costaba la mercancía robada. No siempre era posible, claro.
Entonces había que pelear. Pero hasta eso, el abuelo era considerado: entraba a
tiendas baratas y se birlaba sólo cosas baratas; nunca se metió a una joyería,
por ejemplo, aunque yo sé que tenía esa fantasía.
Pues otra vez se había metido en líos.
O estaba por hacerlo. Le marqué al celular, resignado. Desde la mesa de la
cocina empezó a sonar, inmediatamente, su canción favorita: We are the Champions. Genial: no se lo
llevó.
—Ya vendrá —le dije a mi madre, que me
miraba con su eterna cara de preocupación.
—Tu hermano va a llegar tarde —me
contestó—. Fue a hacer un trabajo en equipo.
—Pues yo no voy a ir a buscar a mi
abuelo. No tengo idea de dónde esté.
Mi madre se me quedó viendo ya sin
decir nada, con los ojos vidriosos de angustia.
Pero no quise dejar que me manipulara.
—Siempre agarra un camino distinto —le
expliqué.
Empezó a estrujarse las manos.
No le hice caso. Regresé a la cocina a
servirme un vaso de agua de tamarindo. Le eché hielos y me lo subí a mi cuarto.
Me eché en la cama a oír música, a ver si me quedaba dormido y cuando
despertara ya no me dolía la cabeza. Pero de pronto sentí que mi madre me
estaba observando desde la puerta. Volteé. No había nadie ahí: la puerta estaba
cerrada. Era el resultado de dieciséis años de condicionamiento moral familiar.
Sencillamente no podía librarme de él. Me levanté y volví a la sala, donde mi
madre no había dejado de retorcerse las manos. Tomé mi sudadera, que había
dejado aventada en el respaldo del sofá.
—Dame dinero, pues.
Con más angustia que si yo hubiera
seguido negándome, me entregó un billete que ya tenía preparado —así de bien me
conoce— y todavía tuvo la desfachatez de encargarme que no me tardara.
Una vez en la
calle, la pregunta era: ¿derecha o izquierda? Por la izquierda se iba al
mercado, al cine El Ángel Azul y a la estación del tren: tiendas que iban de
medio pelo a más o menos; por la derecha, al centro y a los portales y luego a
la plaza comercial y al parque. Tomé este camino.
En la primera cuadra había una tienda
de deportes, una de regalos y una tabaquería. Ni siquiera me asomé: ésa no era
la línea de mi abuelo. A partir de la segunda cuadra empecé a mirar adentro:
libros, música y DVDs, perfumes, papelería, lencería, arreglos florales... Ni
sus luces. También por ahí estaba la pastelería El Tiempo Perdido, así que pasé a
comprarme una magdalena aprovechando que llevaba dinero. Me atendió la hija de
la dueña, una chica de lentes que me gusta y a quien pienso invitar a salir un
día de éstos, cuando su madre no esté ahí cuidándome los ojos.
Me fui comiendo en el camino y me
alegré un poco con eso. Luego vi a otra muchacha que me pareció interesante:
tenía aspecto de vaga, pero una cara linda, entre melancólica y agresiva, algo
así. Estaba parada ante el aparador de una zapatería, comentando con un chico
de pelo largo que parecía niña.
Llegué a Plaza Marsh —nuestro flamante
centro comercial con dos plantas completas de como veinte tiendas cada una y
cuatro salas de cine—. Recorrí el primer pasillo, luego el segundo y ahí... ahí
lo encontré. Estaba en una tienda de ropa para caballeros y de inmediato vi
cuál era el objetivo de la presente misión: las corbatas. No era mala idea: una
corbata ocupa poco espacio, no pesa, se oculta fácilmente. El viejo hacía como
que las miraba con ojos de conocedor sin poder decidirse entre una roja con
lunares blancos y una azul con rayas diagonales verdes y amarillas. Conozco los
métodos de mi abuelo: la que pensaba llevarse no era ninguna de esas dos; ésa
ya la tenía en el bolsillo del saco. Ahora tomaría una chamarra cualquiera y se
la llevaría al probador; una vez ahí le quitaría el clip magnético a la corbata
con una herramienta especial que había diseñado él mismo... y ya estaba.
Sin embargo, fuera porque ya lo
conocían ahí o porque su actitud resultara sospechosa, una de las empleadas no
dejaba de vigilarlo disimuladamente. Él seguro se había dado cuenta: tiene el
mismo sexto sentido de las muchachas bonitas, que les advierte enseguida cuando
alguien las está mirando. Como quiera, peligraba la misión. Y yo no tenía el
mínimo interés en volver a caer en una de esas situaciones humillantes en que
hay que entrar al rescate, explicar, disculparse, pagar, sonreír
vergonzosamente... se me ocurrió hacer lo que nunca había hecho. Caminé
directamente hacia la señorita, quien no le quitaba los ojos de encima al viejo
y le pregunté si tenía calcetines negros. Me llevó al fondo de la tienda y ahí
se puso a mostrarme distintos modelos, que yo miraba indeciso. Finalmente le di
las gracias y me fui a mirar las chamarras. El abuelo iba saliendo.
Por supuesto, me esperaba afuera.
—¡Estuvimos geniales! —me dijo con un
entusiasmo ridículamente infantil. Y sacó de su bolsillo, no una sino dos
corbatas.
—Escoge la que quieras —me dijo—. Es tu
parte del botín.
Acepté, más por diversión y por ahorrar
palabras que por otra cosa, y tomé la más bonita de las dos corbatas: una
amarilla con dibujos de los Simpson. Nos fuimos a casa en silencio, el abuelo
caminando detrás de mí como perrito satisfecho de su paseo. Le dije a mi mamá
que no había pasado nada, que había interceptado a su señor padre antes de que
pudiera hacer una travesura, y le devolví su dinero, menos lo de la magdalena.
Ella no preguntó más y el resto de la tarde transcurrió en paz.
Sin embargo, en la noche, cuando ya era
yo el único que seguía despierto y estaba en la computadora checando el Face,
el viejo se acercó a mí sigilosamente y me dijo en voz baja:
—Oye, la operación de hoy estuvo de
veras genial. ¿Qué te parece si nos hacemos socios? Vamos a michas.
Aparté la vista de la
pantalla y me le quedé viendo.
—Ándale —insistió—.
Haríamos algunas operaciones facilitas, de entrenamiento, y luego nos vamos a
la joyería Gina, ¿qué te parece? Ya la tengo bien estudiada. Todo el plan
hecho.
No pude evitar sonreír.
La idea no era tan descabellada. Tal vez el abuelo estaba pirado, pero en eso
de robar cosas tenía su talento.
—¿Lo puedo pensar? —le
pregunté, con miedo de sonar como niña en su primer noviazgo.
—Piénsalo de aquí a
mañana. ¡Rayos! Vas a ver que no te arrepientes. Haremos el dream team y luego hasta podemos
especializarnos en obras de arte o algo así de picudo —con esto dio por
terminado su discurso de convencimiento y se retiró a su cuarto con cara de
ensoñación.
Yo me quedé un rato más
en la computadora y, por supuesto, pensando en la propuesta. Sí, sonaba
tentador, pero había cosas que me daban mala espina. Por eso le dije que
necesitaba pensarlo, no por hacerme el interesante. Me fui a dormir con la
pregunta en la mente y al otro día la traje conmigo todo el tiempo como un
zumbido en los oídos.
El abuelo no me buscó ni
intentó salirse a la calle ni hizo nada loco. Se la pasó oyendo música: sus
viejos discos de Emerson, Lake & Palmer. Cómo no iba a estar tranquilo.
¿Qué podía perder? Si nos caían en algo gordo, él de todas maneras ya estaba
viejo: había vivido todo lo que tenía que vivir. No pasaría muchos años en la
cárcel de cualquier manera. Y a la mejor hasta le rebajaban la condena en
atención a su avanzada edad. En cambio yo... el reformatorio, el estigma de la
sociedad, la pena para mis padres. Ahora que, ¿y si hacíamos nada más lo de la
joyería y que ahí muriera? Con lo que sacáramos se resolverían las necesidades
más inmediatas de la familia. Mi papá podría pagarle al banco, mi mamá ya no
tendría que trabajar tanto, por lo menos unos meses... yo me compraría una
MacAir y unos Converse... Pero, ¿cómo le haríamos para vender las cosas? Habría
que esperar a que se enfriaran, como decían en las películas, y mientras tanto
no podríamos dormir en paz ni una sola noche. Y seguro el abuelo querría hacer otros
robos. Podría chantajearme si yo no aceptaba; ahora tendría con qué.
Mi ángel bueno y mi
ángel malo siguieron peleándose así todo el día, sin que ninguno de los dos
pudiera llegar a una victoria clara.
Finalmente, en la noche,
llegó el momento que temía: el abuelo vino a verme a la computadora. Lo sentí
acercarse desde mucho antes que llegara. Y bueno, no tenía yo ninguna respuesta
para él, no había podido llegar a nada. Pero él no me preguntó.
—No sé qué hayas pensado
—me dijo—, pero creo que yo me rajo.
Sonreí con desencanto a
pesar de todo.
—¿Ya no me vas a invitar
a tu dream team? —le pregunté.
—Ya no habrá tal cosa.
Me retiro. A partir de hoy soy un hombre nuevo. No más sobresaltos, no más
humillaciones ni vergüenzas para la familia.
—¿Es en serio, abuelo?
—Completamente.
—¿Y crees que te lo va a
creer mi mamá?
—Me creerá porque nunca
antes se lo había prometido. Y nunca le he dejado sin cumplir una promesa. Pues
qué te crees: soy ratero, pero honorable.
Sentí que un gran peso
desaparecía de mis espaldas. Adiós ayuda para mis padres, adiós MacAir, adiós
autoestima, adiós todo. Pero qué geníal sería ya no tener que vigilar al
abuelo, ya no ver a mi madre tronándose los dedos de preocupación; eso sería en
sí una gran ayuda para ella. Cuando me
convencí de que el viejo hablaba en serio, de que no me iba a salir con una
broma tonta, me vino la idea de volteársela:
—¿Le vas a sacar
entonces? Yo ya estaba listo, jefe. Hasta la mochila tenía preparada.
—Ya te dije.
—Para eso me gustabas,
sacatón.
Y así lo seguí
jorobando, no sólo unos días, sino todos los meses que le quedaban de vida.
Porque, ciertamente, el abuelo cumplió su promesa y no volvió a dar lata. Pero
tampoco volvió a vérsele en los ojos el brillo de antes, de cuando lograba
escapar a nuestra vigilancia y salirse a robar a las tiendas. Sin esa emoción,
lo poco que le quedaba de vitalidad se resecó como un charco al sol.
Le daría gusto saber que
en su funeral, a pesar del regaño de mi madre y las miradas criticonas de
muchos de los asistentes, usé la corbata de los Simpson que fue lo primero y lo
último que robamos juntos.
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