domingo, octubre 31, 2021

Anuncios clasificados

 


—Vamos a buscar en el tuyo —sugirió Oana.

         —¿Por qué en el mío? —Petru se rascó la cabeza bajo el gorro negro que llevaba puesto.

         —Yo ya no tengo datos. Me quedé sin saldo.

         —Está bien —respondió el muchacho, y empezó manipular su celular—. ¿Cómo se llama la página?

         Flash.

         Se hallaban sentados en una banca de la plaza Unirii, muy cerca de la Universidad Babes-Bolyai, en Cluj, Transilvania. Frente a ellos se erguía la catedral de San Miguel: un edificio imponente, de fachada gótica. Era octubre y otra vez, por la pandemia, las clases presenciales se habían mudado a las plataformas en línea. Sólo seguían abiertas las oficinas administrativas y las bibliotecas, aunque no se permitía estudiar ahí; era para recoger y devolver libros. Con ese pretexto, muchos de los estudiantes continuaban merodeando la universidad. Lo cierto es que extrañaban esos edificios viejos y sombríos, extrañaban reunirse. Como hacía frío, habían empezado ya a ponerse ropa de invierno: abrigos de lana, bufandas largas, gorros tejidos. Los jardines lucían cubiertos de hojas secas, y una niebla opaca velaba las distancias.

         —No es por desanimarte, pero no hay nada. Mira: no hay más de diez anuncios y todos son de departamentos caros, en el centro.

         —Hoy es martes, ¿no? Al rato actualizan la página.

         —¿Cómo sabes?

         Oana se encogió de hombros:

         —Conozco bien esa página.

         —De todas maneras, yo creo que no es buen momento para mudarnos. Por la pandemia.

         —Al contrario —respondió Oana, decidida—. Ahora es la oportunidad porque muchos estudiantes se han regresado a su pueblo. Están dejando su departamento y ya sabes: baja la demanda, bajan los precios.

         Pero Petru seguía reacio a sentir entusiasmo:

         —¿Qué hacemos entonces?

         —Vamos a la tienda a comprar cigarros y luego seguimos, ya que hayan actualizado la página.

         Tomaron sus mochilas y se levantaron de la banca. Cruzando la plaza estaba  el minisúper. Ahí se pusieron sus máscaras y compraron una cajetilla de cigarros Carpati, un chocolate y dos botellas de agua. Al salir volvieron a la banca de antes y se sentaron a fumar. La niebla se había levantado un poco y empezó a haber más transeúntes, muchos con máscara aunque todavía no era obligatorio usarla en la calle. A Oana le gustaba esa parte de la ciudad: edificios antiguos, umbrosos, muchos de estilo neoclásico. Era la más bonita de la ciudad.

         Fumaban en silencio, Oana observando el paisaje y Petru mirando en su celular los anuncios de computadoras de segunda mano. No pensaba comprar nada, pero le gustaba enterarse de los precios.

         Llevaban casi seis meses de novios y les parecía que ya era tiempo de mudarse juntos, además de que ninguno de los dos estaba satisfecho con el lugar donde vivía actualmente. Oana compartía con otras dos estudiantes un departamento en un edificio multifamiliar de la época del socialismo: un espacio muy pequeño, sin sala de estar ni comedor, sólo la cocina, el baño y dos recámaras. De éstas, ella compartía la más grande con una chica moldava de la Facultad de Odontología. Con frecuencia tenían clases por video a la misma hora y era muy difícil no estorbarse. Además, Oana no se sentía libre de encender la televisión ni de oír música, como no fuera con audífonos.

         Petru, por su parte, vivía en un edificio del mismo tipo con otros cuatro compañeros. Era muy lejos de la Universidad, en un barrio de obreros y pandillas de adolescentes, y ya estaba cansado de tener que tomar un autobús y luego un trolebús y perder más de una hora cada día, media de ida y media de regreso. Demasiado tiempo para una ciudad pequeña. Además, la calefacción no funcionaba bien y salía muy cara, así que sólo podían encenderla un rato en las noches.

         —Piden mucho dinero en todos —comentó él con desaliento, cuando ya estaban mirando otra vez los anuncios de apartamentos.

         Oana le quitó el celular y se puso a buscar ella también, mientras fumaba. Antes de llegar a la misma conclusión que Petru, pasó a la sección de “Amigos”. Ahí, entre las ofertas de “caballero sin vicios, de buen carácter, trabajador” y “dama de busto grande, bien conservada”, encontró un anuncio:

         —¡Mira esto! —dijo, exhalando una bocanada de humo azul que rápidamente se mezcló con la niebla— “Caballero de edad muy avanzada, sin familia, enfermo, busca persona o pareja que quiera darle compañía y cuidados sencillos. Ofrece a cambio planta alta de la casa, más la propiedad del inmueble a su deceso. 0670-538375, noches”. ¿Qué te parece?

         El muchacho se quedó pensando. Torció la boca:

         —¿Vivir con otra persona?

         —Así estamos, Petru. ¿O tú vives solo?

         —Pero es gente de nuestra edad.

         —¿Y?

         —No sé. No me gusta la idea de tener que cuidar a un enfermo. Quién sabe si no tendrá covid.

         —Si fuera eso, no diría que requiere sólo cuidados sencillos. Además al final nos quedaríamos con la casa, ¿te das cuenta? Tendríamos una casa propia sin haber gastado nada.

         —¿Y qué tal si un día tronamos?

         —Pues entonces uno de los dos se queda con la propiedad y le da al otro la mitad de lo que vale. ¿Se te hace justo?

         Petru seguía indeciso. El sol salió un poco, sin calentar, dándole a la niebla un brillo de seda, y luego volvió a desaparecer.

         —Tenemos de aquí a la noche para pensarlo —insistió Oana—. Pero yo creo que podríamos llamar y hacer una cita. Si no nos gusta nos olvidamos del asunto.

         —Está bien.

         Se levantaron otra vez de la banca y echaron a andar hacia la biblioteca de la Universidad.

 

+++

 La casa se encontraba en un barrio oscuro y muy venido a menos donde ya sólo vivían gitanos, gente de dudoso oficio y ancianos con pensiones miserables. Sin embargo poseía su encanto: no había mucho tráfico de automóviles, las banquetas tenían grandes árboles que daban sombra durante el día y las casas, aunque un poco deterioradas, conservaban el estilo de los buenos tiempos.

         Eran las siete de la noche cuando los muchachos empujaron la verja del jardín y entraron. No se veía ninguna luz en la casa. Las plantas parecían descuidadas, oprimidas por la hierba, como si nadie se hubiera ocupado de ellas en mucho tiempo. Sobre una rama de un durazno seco, un búho vigilaba.

         —Pasen ustedes —dijo una voz desde el interior, antes de que los jóvenes llamaran. Seguramente los habían visto por la ventana.

         En cuanto entraron hubo algo que deprimió a Oana: con todo y que llevaba puesto el cubreboca, sintió el olor a aire encerrado, a objetos viejos, a moho, a medicamentos. La única ventana se hallaba cubierta con una cortina gruesa, de modo que no entraba ni siquiera la poca luz del alumbrado público; la habitación estaba iluminada con una lámpara de gas, una de esas pesadas lámparas de la época socialista que irradiaban una luz azulescente, helada. Petru no se fijó en nada de eso; ni siquiera miró los aristocráticos retratos pintados al óleo que decoraban dos de las paredes. Se concentró en examinar el estado de los muros y del techo, de las puertas, la tubería... ¿no había calefacción? Se sentía frío ahí. Por eso los chicos no se habían quitado sus abrigos.

         —Llamamos por teléfono hace un rato —explicó Oana.

         —Sí, ya lo sé. Siéntense —la voz, fatigada pero todavía agradable, varonil,  venía de un anciano que los miraba desde un sillón, con una piel de carnero sobre las piernas—. Perdonen que no les ofrezca nada de tomar, pero tendrían que quitarse la máscara y en esta época uno no sabe de dónde puede venir el peligro.

         —No se preocupe.

         —Puedo darles unas galletas de gengibre para que se las lleven —el caballero ya hacía esfuerzos por levantarse, pero la muchacha lo detuvo.

         —No se moleste, por favor —se dio cuenta de que quien estaba frente a ella no era un ser humano normal: tenía un color malsano, como de pescado crudo, y los ojos rojos como de conejo.

         Oana volteó a ver a Petru, a ver si también él se había dado cuenta de esos detalles, pero el chico seguía distraído examinando el estado del inmueble.

         El piso se hallaba cubierto con retazos de alfombras de distintos colores y texturas, uno sobre otro, tratando de mantener algún calor en la habitación. Y junto al sillón donde el anciano estaba sentado había un librero lleno de libros y luego un anaquel con algunos juguetes de plástico, una caja de galletas, un par de platos pintados a mano con escenas de pastores enamorados, un reloj mecánico...

         —Entonces vienen por lo del anuncio.

         —Así es, señor.

         El anciano iba a responder algo, pero de pronto comenzó a toser. Un pájaro, hasta ese momento oculto en una repisa con libros, se asustó con su espasmódica tos y empezó a revolotear por toda la habitación buscando una salida.

         —Ha de haber entrado con ustedes —acusó el viejo, en cuanto pudo volver a hablar. Se quitó la máscara y se limpió con un pañuelo la saliva de la tos. Entonces Oana vio que, entre sus labios llenos de arrugas, asomaban dos colmillos, uno de oro, el otro normal pero con la punta rota.

         —No lo vi —se defendió la chica.

         —Ni yo —añadió Petru.

         —Ahora ayúdenme a sacarlo. No quiero que se muera aquí —mientras decía esto, el anciano volvió a ponerse el cubreboca, se levantó y fue a abrir la ventana. Entró el frío de la noche, haciéndolo toser otra vez—. Ahí, junto a la lámpara, está mi bastón. Ayúdenme a sacarlo.

         Petru tomó el objeto —un hermoso bastón de ébano— y empezó a perseguir al pájaro, que agitaba sus alas lleno de miedo, chocando contra los vidrios altos de la ventana, contra los libros, contra los retratos de siniestros aristócratas de siglos pasados. Oana lo miraba con angustia. Hubiera querido detener esa persecución, pero Petru, al contrario, trataba de darse prisa para poder cerrar la ventana lo más pronto posible y que el anciano no se soltara a toser otra vez. Corría y saltaba de un lado a otro dando bastonazos, y el pájaro chillaba y se golpeaba contra las cosas, hasta que por fin dio con la ventana abierta y se fue.

         Recuperada la calma, el anciano volvió a su lugar, se cubrió las piernas otra vez con su piel de carnero y empezó a hablar:

         —Parecen buenos muchachos ustedes. ¿Les gusta la casa? ¿Quieren verla toda? Vayan a mirarla. Yo los espero aquí. Llévense la lámpara.

         Oana iba a rehusar, pero Petru se levantó de inmediato.

         —Me gustaría ver la parte de arriba.

         —Vayan ustedes. Pero les advierto que, como ya no subo para allá, todo está hecho un desorden. Tendrán que limpiar.

         —Vamos —le dijo Petru a Oana, que seguía sentada.

         —Ve tú. Yo me quedo a acompañar al señor.

         —Vaya usted también, señorita. Necesita ir conociendo la casa.

         El hombre parecía dar por hecho que iban a quedarse. Pero Oana se sentía cada vez más angustiada, como que algo le oprimía el pecho y no la dejaba respirar. Siguió a Petru, no porque quisiera ver también el estado de la casa, sino para poder decirle que ya se fueran.

         —Espérate —le respondió él—. Mira esta habitación. Podría ser mi estudio.

         —Vámonos —insistió Oana.

         —¿Por qué?

         —¿No te has dado cuenta?

         Petru no respondió. Se quedó esperando a que ella se explicara.

         —¿No te has dado cuenta? —repitió Oana—. ¡Este hombre es un vampiro!

         —Y qué, ¿te da miedo?

         —No es eso. Tú no me entiendes. ¿No ves que ya casi no quedan vampiros en Transilvania? Éste ha de ser el último. ¡Y va a morirse!

         —¿Por qué habría de morirse, si es un vampiro? Los vampiros con inmortales.

         —¡Por el covid, idiota! —gritó ella en voz baja— ¿No sabes que es una enfermedad de los murciélagos? De ahí se pasó a los humanos.

         Petru recordó un artículo que había leído hacía tiempo acerca de la extinción de los vampiros en toda la cordillera de los Cárpatos. La persecución había empezado en la época del socialismo, cuando les confiscaron sus propiedades y los obligaron a trabajar. Todos sin excepción se negaron, demostrando con ello ser la última escoria de una aristocracia decadente que había vivido alimentándose de la sangre del obrero. Se creó un departamento especial dentro de la Securitate para rastrearlos: un cuerpo secreto dentro de la policía secreta, con autonomía para reclutar informantes. Funcionó bien. Muchos vampiros fueron ejecutados sin mayor juicio, pero, como las balas de plata le parecieron al gobierno de Ceausescu un lujo ridículo, a todos los demás los enviaron a los campos de trabajo. Unos cuantos sobrevivieron, escondiéndose. La gente los protegía: eran un símbolo nacional y el último vestigio de la pasada grandeza de Transilvania. Pero el proceso de extinción ya no podría detenerse; tras el cambio de sistema, se encargaron de completarlo factores tan diversos como la contaminación y el calentamiento global, con el consiguiente acortamiento de los periodos de apareamiento. Aunque la causa principal fue la criminalización de sus hábitos alimenticios, consecuente con el nuevo pensamiento democrático. Al perder acceso a la sangre humana, fuente de su eterna juventud, los vampiros  comenzaron a envejecer igual que los seres humanos comunes y corrientes. Una comisión especial de la Unión Europea investigaba fuentes alternativas, pero hasta ahora no habían tenido resultados. Y ahora la pandemia...

         —Va a morirse —repitió Oana, con una tristeza impotente.

         —Bueno, para eso vinimos, ¿no? Para cuidarlo y luego... pues luego nos quedamos con la casa. Es él quien propone el trato.

         —¡Vámonos ya, por favor!

         Oana bajó las escaleras de prisa y salió a la calle. No se sintió capaz de despedirse del vampiro. Petru entendió que más le valdría seguirla y eso quiso hacer, pero el anciano lo detuvo:

         —¿Se enojó la señorita?

         —Eh... no... no sé... creo que se sintió mal.

         —¿No quiere llevarse una galletas de gengibre? A la mejor así la contenta. Yo de todas maneras no puedo comer esas cosas. Me las trajo la vecina, que es...

         Petru llevaba prisa y tuvo que interrumpirlo:

         —No, señor. Gracias. Ya me voy.

         —¿Sí les interesó la casa?

         Esta última pregunta ya no la oyó el chico.

         Pensó que Oana estaría esperándolo en la calle, pero no fue así. Se había ido. Él pensó marcarle al celular, pero luego descartó la idea. La conocía: era mejor esperar que se calmara. De cualquier manera, revisó su teléfono por si tenía algún mensaje o llamada perdida de ella. Pero no, no había nada.

         Se fue andando hacia la parada del trolebús, despacio, un poco molesto porque no lograba entender qué había pasado. Al final de la cuadra vio un bar de mala muerte en el que ni él ni Oana habían reparado cuando llegaron. Dos muchachas gitanas, bajitas, habían salido a fumar; una de ella buscaba algo neuróticamente en su bolso de charol. Petru se imaginó al vampiro, muchos años atrás, rondando por ahí de madrugada en busca de jóvenes ebrios. Tal vez los seguía hasta que se despedían de sus compañeros de parranda y cada quien se iba por su lado. Entonces elegiría al más apetecible o al más vulnerable. Chicos como él, como Oana, como esas chicas que habían salido a fumar... ésos eran sus víctimas. ¿Por qué simpatizar con un criminal así? ¿Sólo porque eran una especie de símbolo nacional? Qué absurdo. Era como querer levantarle una estatua a Vlad Tepes.

         Reconoció desde lejos a Oana. Estaba sentada en la banca de hierro de la parada, esperándolo. ¿O esperando el trolebús nada más? Ella no lo vio venir, pero no se sorprendió.

         —¿Qué pasó, Chiquita? ¿Por qué te saliste así?

         —No me entiendes, ¿verdad, Petru? —le respondió ella sin voltear a mirarlo. Había una tristeza enorme en sus ojos.

         —¿Qué es lo que debo entender?

         —Yo no soportaría verlo morir. Estaba acabado ya, ¿te diste cuenta? ¿Cuánto tiempo hará que no bebe sangre? Y luego el pájaro... ¿cómo pudiste hacer algo así?

         —¿Qué hice?

         —¿Cómo pudiste? ¡Estaba aterrado! Igual que él. Ha de tener tanto miedo...

         Petru se quedó callado, observándola. No quiso insistir, pero sintió que estaban dejando ir una oportunidad. Ya habría otra. Sacó su celular y se puso a ver los anuncios de computadoras de segunda mano.

         —No soportaría verlo morir —repitió Oana.

         —¿Vamos a perder esta oportunidad por un símbolo nacional?

         —Eso del símbolo no lo dije yo. Yo detesto esas cosas que sólo dividen a la gente.

         —¿Entonces?

         —Es que los vampiros son seres tan mágicos, tan bellos... —todo esto lo decía Oana sin mirarlo. Sus ojos parecían enfocados al oscuro fondo de la calle, por donde vendría el trolebús, pero no miraba nada realmente.

         Petru la abrazó porque hacía frío y porque no quería verla triste. No le hizo falta entender sus sentimientos para abrazarla con todo su corazón. “Ya habrá otra oportunidad”, se repitió.