viernes, diciembre 15, 2023

Salir al mundo

 


Ana Pazos. Salir al mundo. Planeta, 2021.

 

Salir al mundo es la primera novela de Ana Pazos, aunque no su primer libro. Es una novela para jóvenes, a juzgar por su circulación en el mercado, pero lo mismo podría presentarse como para adultos. De por sí, las fronteras son borrosas, pero en esta novela lo son todavía más. Hay un personaje dominante –Elisa— y un tema principal: el camino que Elisa debe andar de niña a mujer. Es una bildungsroman con todas las de la ley: una historia de crecimiento interior. El tratamiento de muchas escenas tiene lugar dentro de los lineamientos del género juvenil. Hay aventuras de adolescentes, un primer amor, un casi segundo amor, la búsqueda de Elisa de sí misma y de su poder personal, el descubrimiento de la vocación, la rivalidad entre compañeras y entre mujeres, la vulnerabilidad, la identificación sexual, la atracción por lo prohibido. Sin embargo, la novela echa una mirada a problemas tradicionalmente asociados con la vida adulta: alcoholismo, promiscuidad, depresión, divorcio, responsabilidad, desintegración familiar, manipulación emocional…

         Por supuesto, semejante complejidad requiere una extensa nómina de personajes, tarea difícil para alguien que escribe su primera novela, pero Ana Pazos sale bien librada. Los personajes están bien dibujados y no se confunden unos con otros ni se pierden de vista.

         Por otra parte, con tantos elementos actuando en direcciones diferentes, era preciso encontrar una estructura que sostuviera todo este peso sin desmoronarse. La autora resolvió el desafío recurriendo a una técnica coral, de capítulos a veces muy pequeños que permiten a los múltiples personajes tomar turnos para dar su versión de los hechos.

         En el nivel temático también hay cosas que me entusiasmaron. La primera de las cuatro que voy a comentar es la construcción de un personaje que veo cada vez con más frecuencia en la vida real: la hija que es madre de su madre. Salir al mundo explora el stress que esta situación puede generar en una adolescente, de modo que no nos sorprendemos cuando Elisa tiene ataques de pánico ni cuando se siente tentada a fumar o a beber alcohol siguiendo un impulso de evasión.

En relación con esto, el segundo tema que me parece importante destacar es que vi en  Salir al mundo un estudio sobre el alcoholismo. Virginia, la madre de Elisa,  padece esta condición, con todo lo que implica como contexto. No recuerdo muchas obras en la narrativa mexicana que hayan abordado el tema con la misma agudeza y empatía, fuera de las de Eusebio Ruvalcaba y Armando Ramírez.

El tercer eje temático es el de la orfandad. Hay orfandad en todos los personajes principales de esta novela, de una manera o de otra, pero la que más duele es la de Virginia, por incurable, por radical.

         Por último, me gustó la manera en que la novela expone el poder del arte como herramienta de sublimación y, quizás, de sanación. El arte permite a Elisa pasar de un dolor a otro, de una crisis a otra y, a largo plazo, encontrarle coherencia a la vida. Al final, nos demuestra que el artista es el único ser capaz de realizar el sueño del alquimista: convertir la mierda en oro.

Si inicié estas notas señalando que Salir al mundo es una primera novela es porque me parece extraordinario que una primera novela se sostenga a lo largo de 362 páginas y que además tenga tantas cualidades.

miércoles, noviembre 01, 2023

La ventana


Grande, sin vidrios, como las que hay en los conventos antiguos o en los castillos, así es la ventana. Desde aquí veo una gran parte del cielo y una pequeña parte de la tierra, veinte metro abajo: el parque de juegos infantiles donde nadie juega, delimitado por una línea de cipreses y, más allá, dos casas de paredes blancas. Tal vez no sean casas. Tienen más aspecto de bodegas o talleres. No sé. No sé dónde estoy ni cómo llegué aquí. Sólo tengo la ventana. No hay más: ni una silla ni una cama... nada. Ni un mueble. Ni un objeto. Es sólo la ventana. Y el sonido metálico, frío, de una campana de viento que suena en algún lado.

         Lo bueno es que en esta condición no se siente hambre ni sed ni cansancio ni sueño. No me duelen las piernas de estar parado. Puedo pasar todo el tiempo mirando y creo que eso hago. No es un sueño, lo sé, pero, si lo fuera, sería lo mismo: despertar del sueño de la ventana sólo para ponerme a mirar por la ventana.

         Los carcomidos vienen a veces al parque. Ellos mismos han roto la cerca y ya no hay nada que los detenga. Vienen en rebaños de quince o veinte, siempre hambrientos. El otro día vi mi cuerpo corriendo también con ellos. Entonces entendí. Entendí que perdí mi cuerpo y ya casi nunca sé dónde anda. No sé de sus pasos. No sé de su hambre. No sé de su dolor. Y mi cuerpo tampoco sabe de mí. Ignora que puedo verlo cuando viene al parque y se siente libre de hacer sus desmanes. No me importa. Yo ya no tengo esa responsabilidad. Alguna vez, sí, me identifiqué con ese montón de huesos y carne putrefacta. Vi el mundo a través de esos ojos ahora muertos. Con ese cuerpo amé a una mujer: Irene. Ella también anda por ahí, vagando en alguno de esos rebaños, buscando el olor de los vivos. Quizás ella también se mira desde alguna ventana, sin más vida que la vida de ver pasar el mundo. ¿Te miras, Irene? ¿Me miras a mí? ¿Me reconocerías si me ves pasar?

         Tuvimos dos hijas, ¿cierto? Natalia y Cristina. ¿Dónde están? Siguen vivas, lo sé. Es decir, siguen unidas a su cuerpo con ese hilo delgadísimo y fragilísimo que llamamos “vida”. Y tal vez, cuando les llegue el momento de separarse de él, lo vean bajar a la tierra cristianamente, escondido en un ataúd, y no vuelvan a saber de él. No tendrán que pasar la vergüenza que pasamos nosotros. Pero, ¿vergüenza de qué? ¿Por qué? Yo no soy esa cosa muerta que camina a ciegas y se arrastra gruñendo.

         ¿Te acuerdas, Irene, que cuando empezó la carcoma no lo creíamos? Es que nadie quería creerlo. Decían que era un invento del gobierno para tenernos controlados. Los menos escépticos hablaban de un virus que te daba por comer carne contaminada. Había toda clase de teorías. Tú estabas preocupada por las niñas, pero no por nosotros. Creías que éramos inmortales, ¿no? Un día vimos a los carcomidos. Por primera vez contemplamos el horror cara a cara. Eran trabajadores de la compañía minera. Los vimos avanzar por la calle como si fueran a su jornada, hasta con sus cascos de lámpara puestos. Pero no traían en la manos ni barretas ni palas ni loncheras. Traían los dedos en pedazos y, todavía pegada entre las uñas, la carne de quién sabe qué vecino.

         Como en un sueño de esos que persisten sólo en fragmentos, recuerdo el instante de mi transformación. Primero sentí un tirón muy fuerte, como dicen que se siente cuando se abre el paracaídas en el aire. Pensé que algo o alguien me había golpeado y volví la cabeza. Vi una sombra a mi espalda. Una sombra que me hizo sentir frío y miedo al principio, luego una tristeza muy grande. Dolor. El dolor de que algo era arrancado de mí. Era yo lo que se arrancaba. Yo, que me iba de mí. De pronto ya no tenía poder sobre ese ser que era; no podía regresármelo ni detenerlo, no pude impedirle que fuera a buscar a otros como él ni que empezara a morder y a desgarrar y a matar. Aparté la vista de eso. Quise mirar al frente y seguir... estaba aquí, en la ventana.

         Siempre odié a los vecinos ruidosos. Ahora pienso: si por lo menos alguien pusiera música: la que fuera, no importa. Extraño las voces de la vida: las peleas de los vecinos, los gritos de los borrachos, las motocicletas, los perros... aquí sólo se escucha esa campana de viento que quién sabe cómo se mueve porque no hay viento.

         A mi hija Cristina le gustaba la música. Seguro todavía le gusta. Bueno, a Natalia también le gustaba, pero para bailar. Cristina, en cambio, tocaba la guitarra. ¿Cómo iba esa canción que ensayaba todo el tiempo?

         ¿Eres una trampa, eres un regalo?

         Buscaba en mis tinieblas un camino

         y llegaste y me diste un laberinto.

 

No sólo los carcomidos se acercan por aquí. A veces pasa un ave o una palomilla o veo allá abajo una rata saliendo de las bodegas.

         Los árboles están siempre inquietos, meciéndose sobre sí mismos, como angustiados. Al atardecer empiezan las sombras a hacer en ellos su nido. El parque va llenándose de sombras. Los perfiles de las cosas empiezan a confundirse y luego a borrarse hasta que todo queda oscuro. Entonces levanto la vista y veo que las estrellas han salido. Oscurece un poquito cada muchísimo tiempo. Casi no se nota, pero es innegable. La campana de viento vuelve a sonar. Me hiela oírla, pero también me tranquiliza. De alguna manera sé que cuando deje de sonar, yo dejaré de ser. Me habré reunido con mi cuerpo y esta conciencia que es lo único que soy habrá callado.


viernes, enero 06, 2023

MEMORIA DE LOS ZAPATOS


Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
Aclaro que el calzado para hombre dejó de atraerme. De niño sí me emocionaba. Nunca era yo tan feliz como cuando tenía zapatos nuevos: me los miraba y me los miraba. Mis pies dentro de unos zapatos impecables eran la parte favorita de mi cuerpo. No quería que nada los ensuciara. No me atrevía a salir con ellos a la calle. Tampoco quería que se les hicieran arrugas por el uso, así que trataba de caminar sin flexionar los pies. Recuerdo dos ocasiones en que no quise quitármelos ni para dormir. Mis padres no lograron convencerme de que dormir con los zapatos puestos era muy incómodo. Creo que empecé a perderles el gusto cuando mantenerlos limpios se volvió mi obligación. Mi papá era muy estricto con eso: para él era una cuestión de autoestima, de respeto a uno mismo y a la sociedad. Y sus hermanos habían crecido compartiendo esa idea. No recuerdo haber visto a mis tíos con unos zapatos sucios o sin brillo.
Más tarde, cuando descubrí la literatura, vi que yo no era el único que se traía ese asunto y poco a poco, con las lecturas ya de juventud, lo iría confirmando. Así fue mi encuentro con la Cencienta, el gato con botas, los zapatos rojos de Dorothy en El mago de Oz; los zapatos de granito de la reina de los goblins en La princesa y el goblin, de George MacDonald y, por supuesto, Karen, la frívola muchacha del cuento “Los zapatos rojos”, de Hans Christian Andersen, que era una campesina pobre y luego de ser adoptada en una casa rica se envanece tanto de sus zapatos que se vuelve esclava de ellos. Entre mis lecturas de adulto, me viene a la mente la ansiedad de Raskolnikov por limpiar la sangre de sus botas en Crimen y castigo y luego la metáfora social en Tess de los d'Urberville, donde Angel Clare, de camino a la iglesia, debe cargar a Tess a través del lodo para que no se ensucie los zapatos, y tiempo después, siendo ya ella una mujer caída, la familia de él encuentra sus botines sucios y los echa a la basura. Ya en tiempos de mi afición al género policíaco, me dejé fascinar por Vivian, una de las heroínas de El sueño eterno, de Raymond Chandler, quien aparece con unos elegantes zapatos masculinos.
Cuando tenía ocho años y estaba en tercer grado de primaria, decidí que ya no quería ir a la escuela. No le veía sentido. Lo dije así a mis padres. Dialogamos seriamente y al final ellos me dijeron que me entendían, pero que si no quería estudiar tendría que trabajar. Mi madre se encargó de buscarme empleo. “Empiezas mañana”, me dijo esa misma tarde. La verdad es que yo hubiera querido unos días para poner en orden mi vida antes de empezar, pero ya estaba hecho. Me pagarían un peso diario, de los pesos de 1971. En efecto, al día siguiente me presenté al que sería mi primer empleo en la vida, en la zapatería de don Toño y doña Bety Chaparro. No recuerdo en qué orden hice todo, pero barrí, trapeé, acomodé cajas de zapatos, las desempolvé, limpié vidrios... me dieron una hora para ir a mi casa a comer y luego seguí hasta la hora de cerrar, cuando recibí mi billete de un peso. Terminé el día muerto de cansancio y, antes de irme a dormir, contemplé mi peso y le dije a mi mamá que lo había pensado bien y la escuela no era tan mala, después de todo. A la mañana siguiente fui a la zapatería sólo a presentar mi renuncia y en la tarde acudí a casa de un compañero de clases a que me pasara los apuntes y la tarea. Nunca supe que mi madre había hablado con la señora Bety para garantizar que tendría yo una inmersión cultural completa en el mundo del trabajo asalariado y la explotación capitalista, tan completa que se convertiría en una lección de vida.
Casi siempre, mis padres nos compraban los zapatos en ese negocio, por ser el que nos quedaba más cerca: cruzando la calle. Ocasionalmente íbamos a Pachuca a comprarlos. Y luego, en la otra calle de las dos que se encontraban en la esquina de mi casa, abrieron la zapatería Los Globos, del arquitecto Nacho Martínez. Empezó a gustarnos ir ahí porque claro, como el dueño era arquitecto, el local se veía muy bonito al principio. Luego como que fue viniendo a menos.
En fin, por ahí van mis recuerdos de infancia de los zapatos. De los de la edad adulta hablaré otro día, cuando tenga tiempo de organizarlos en mi memoria, pero siempre se me han aparecido cargados de erotismo. Además soy alguien que ha caminado mucho literalmente, tanto en la naturaleza como en las calles de muchas ciudades. Para mí los zapatos son la memoria material de los caminos que uno ha andado.

lunes, enero 02, 2023

GALLETAS DE COCO

A mi amiga Sol, que sabe de estas cosas.

 


Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la permanente.

         Fue por mi costumbre de ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras espera. Éste anunciaba una feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada que hacer ese fin de semana y decidí ir.

         Era en un terreno baldío en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de carrito de helados.

         La mujer del permanente morado tenía un puesto de galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada grasa.

         En todas partes había mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana. Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados. Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.

         —Para la puesta de sol, todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer del permanente morado.

         Le sonreí nada más.

         —¿A ti no te gusta bailar? —me preguntó.

         —No sé cómo se baila esa música.

         —Como quieras. Yo ya me voy.

         —¿Y las galletas? Están muy buenas.

         —Ya las vendí todas y no tengo masa para hacer más.

         Ciertamente, se había quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.

         La vi caminar hacia la salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y corrí a alcanzarla.

         —Oye, ¿vas para la ciudad?

         —Sí. ¿Tú también?

         —Sí. ¿Puedo irme contigo? Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.

         —La parada del autobús está aquí cerca.

         —Me he de haber bajado antes.

         —Vamos, pues —me dijo, y se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.

         En el camino empezamos a platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los jóvenes.  Los pájaros terminaban su día de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.

         —Antes había urracas por aquí.

         —¿Urracas? No recuerdo haber visto ninguna.

         —Porque ya no hay. Se fueron cuando llegaron las fábricas.

         No dije nada más. No supe qué decir.

         —Crecí por aquí cerca —continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.

         —¿Tenías una bicicleta? Ya sé de qué color era —bromeé.

         El cielo se había puesto amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos en su casa.

         Muchas personas dicen que su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.     

         Me fui a vivir con ella, a su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso, imparable, que inundó todo mi mundo.

         Lo único que me calma es estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a shampú de uva de su pelo rizado.