Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
viernes, enero 06, 2023
MEMORIA DE LOS ZAPATOS
Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
lunes, enero 02, 2023
GALLETAS DE COCO
A mi amiga Sol,
que sabe de estas cosas.
Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di
cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de
gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la
permanente.
Fue por mi costumbre de
ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo
lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras
espera. Éste anunciaba una feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada
que hacer ese fin de semana y decidí ir.
Era en un terreno baldío
en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba
pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados
entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle
porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y
todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe
cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como
feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas
con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de
carrito de helados.
La mujer del permanente
morado tenía un puesto de galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría
pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de
hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena
y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y
eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y
no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí
irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de
caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada
grasa.
En todas partes había
mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana.
Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa
trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados.
Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis
galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.
—Para la puesta de sol,
todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer
del permanente morado.
Le sonreí nada más.
—¿A ti no te gusta bailar?
—me preguntó.
—No sé cómo se baila esa
música.
—Como quieras. Yo ya me
voy.
—¿Y las galletas? Están
muy buenas.
—Ya las vendí todas y no
tengo masa para hacer más.
Ciertamente, se había
quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que
dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del
cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.
La vi caminar hacia la
salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y
corrí a alcanzarla.
—Oye, ¿vas para la ciudad?
—Sí. ¿Tú también?
—Sí. ¿Puedo irme contigo?
Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.
—La parada del autobús
está aquí cerca.
—Me he de haber bajado
antes.
—Vamos, pues —me dijo, y
se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.
En el camino empezamos a
platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la
zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar
por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos
la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los
jóvenes. Los pájaros terminaban su día
de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.
—Antes había urracas por
aquí.
—¿Urracas? No recuerdo
haber visto ninguna.
—Porque ya no hay. Se
fueron cuando llegaron las fábricas.
No dije nada más. No supe
qué decir.
—Crecí por aquí cerca
—continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.
—¿Tenías una bicicleta? Ya
sé de qué color era —bromeé.
El cielo se había puesto
amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos
en su casa.
Muchas personas dicen que
su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.
Me fui a vivir con ella, a
su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas
que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a
hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba
de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar
volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis
ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y
corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso,
imparable, que inundó todo mi mundo.
Lo único que me calma es
estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a
shampú de uva de su pelo rizado.