viernes, enero 06, 2023

MEMORIA DE LOS ZAPATOS


Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
Aclaro que el calzado para hombre dejó de atraerme. De niño sí me emocionaba. Nunca era yo tan feliz como cuando tenía zapatos nuevos: me los miraba y me los miraba. Mis pies dentro de unos zapatos impecables eran la parte favorita de mi cuerpo. No quería que nada los ensuciara. No me atrevía a salir con ellos a la calle. Tampoco quería que se les hicieran arrugas por el uso, así que trataba de caminar sin flexionar los pies. Recuerdo dos ocasiones en que no quise quitármelos ni para dormir. Mis padres no lograron convencerme de que dormir con los zapatos puestos era muy incómodo. Creo que empecé a perderles el gusto cuando mantenerlos limpios se volvió mi obligación. Mi papá era muy estricto con eso: para él era una cuestión de autoestima, de respeto a uno mismo y a la sociedad. Y sus hermanos habían crecido compartiendo esa idea. No recuerdo haber visto a mis tíos con unos zapatos sucios o sin brillo.
Más tarde, cuando descubrí la literatura, vi que yo no era el único que se traía ese asunto y poco a poco, con las lecturas ya de juventud, lo iría confirmando. Así fue mi encuentro con la Cencienta, el gato con botas, los zapatos rojos de Dorothy en El mago de Oz; los zapatos de granito de la reina de los goblins en La princesa y el goblin, de George MacDonald y, por supuesto, Karen, la frívola muchacha del cuento “Los zapatos rojos”, de Hans Christian Andersen, que era una campesina pobre y luego de ser adoptada en una casa rica se envanece tanto de sus zapatos que se vuelve esclava de ellos. Entre mis lecturas de adulto, me viene a la mente la ansiedad de Raskolnikov por limpiar la sangre de sus botas en Crimen y castigo y luego la metáfora social en Tess de los d'Urberville, donde Angel Clare, de camino a la iglesia, debe cargar a Tess a través del lodo para que no se ensucie los zapatos, y tiempo después, siendo ya ella una mujer caída, la familia de él encuentra sus botines sucios y los echa a la basura. Ya en tiempos de mi afición al género policíaco, me dejé fascinar por Vivian, una de las heroínas de El sueño eterno, de Raymond Chandler, quien aparece con unos elegantes zapatos masculinos.
Cuando tenía ocho años y estaba en tercer grado de primaria, decidí que ya no quería ir a la escuela. No le veía sentido. Lo dije así a mis padres. Dialogamos seriamente y al final ellos me dijeron que me entendían, pero que si no quería estudiar tendría que trabajar. Mi madre se encargó de buscarme empleo. “Empiezas mañana”, me dijo esa misma tarde. La verdad es que yo hubiera querido unos días para poner en orden mi vida antes de empezar, pero ya estaba hecho. Me pagarían un peso diario, de los pesos de 1971. En efecto, al día siguiente me presenté al que sería mi primer empleo en la vida, en la zapatería de don Toño y doña Bety Chaparro. No recuerdo en qué orden hice todo, pero barrí, trapeé, acomodé cajas de zapatos, las desempolvé, limpié vidrios... me dieron una hora para ir a mi casa a comer y luego seguí hasta la hora de cerrar, cuando recibí mi billete de un peso. Terminé el día muerto de cansancio y, antes de irme a dormir, contemplé mi peso y le dije a mi mamá que lo había pensado bien y la escuela no era tan mala, después de todo. A la mañana siguiente fui a la zapatería sólo a presentar mi renuncia y en la tarde acudí a casa de un compañero de clases a que me pasara los apuntes y la tarea. Nunca supe que mi madre había hablado con la señora Bety para garantizar que tendría yo una inmersión cultural completa en el mundo del trabajo asalariado y la explotación capitalista, tan completa que se convertiría en una lección de vida.
Casi siempre, mis padres nos compraban los zapatos en ese negocio, por ser el que nos quedaba más cerca: cruzando la calle. Ocasionalmente íbamos a Pachuca a comprarlos. Y luego, en la otra calle de las dos que se encontraban en la esquina de mi casa, abrieron la zapatería Los Globos, del arquitecto Nacho Martínez. Empezó a gustarnos ir ahí porque claro, como el dueño era arquitecto, el local se veía muy bonito al principio. Luego como que fue viniendo a menos.
En fin, por ahí van mis recuerdos de infancia de los zapatos. De los de la edad adulta hablaré otro día, cuando tenga tiempo de organizarlos en mi memoria, pero siempre se me han aparecido cargados de erotismo. Además soy alguien que ha caminado mucho literalmente, tanto en la naturaleza como en las calles de muchas ciudades. Para mí los zapatos son la memoria material de los caminos que uno ha andado.

lunes, enero 02, 2023

GALLETAS DE COCO

A mi amiga Sol, que sabe de estas cosas.

 


Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la permanente.

         Fue por mi costumbre de ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras espera. Éste anunciaba una feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada que hacer ese fin de semana y decidí ir.

         Era en un terreno baldío en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de carrito de helados.

         La mujer del permanente morado tenía un puesto de galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada grasa.

         En todas partes había mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana. Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados. Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.

         —Para la puesta de sol, todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer del permanente morado.

         Le sonreí nada más.

         —¿A ti no te gusta bailar? —me preguntó.

         —No sé cómo se baila esa música.

         —Como quieras. Yo ya me voy.

         —¿Y las galletas? Están muy buenas.

         —Ya las vendí todas y no tengo masa para hacer más.

         Ciertamente, se había quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.

         La vi caminar hacia la salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y corrí a alcanzarla.

         —Oye, ¿vas para la ciudad?

         —Sí. ¿Tú también?

         —Sí. ¿Puedo irme contigo? Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.

         —La parada del autobús está aquí cerca.

         —Me he de haber bajado antes.

         —Vamos, pues —me dijo, y se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.

         En el camino empezamos a platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los jóvenes.  Los pájaros terminaban su día de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.

         —Antes había urracas por aquí.

         —¿Urracas? No recuerdo haber visto ninguna.

         —Porque ya no hay. Se fueron cuando llegaron las fábricas.

         No dije nada más. No supe qué decir.

         —Crecí por aquí cerca —continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.

         —¿Tenías una bicicleta? Ya sé de qué color era —bromeé.

         El cielo se había puesto amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos en su casa.

         Muchas personas dicen que su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.     

         Me fui a vivir con ella, a su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso, imparable, que inundó todo mi mundo.

         Lo único que me calma es estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a shampú de uva de su pelo rizado.