miércoles, diciembre 09, 2009

Los iluminados

Los iluminados, publicado por la editorial Progreso en su colección Rehilete, es una novela para niños que se desarrolla en los años 20, en algún lugar del occidente de México, en el contexto de la revuelta cristera. Es la continuación de La guerra de los gatos, publicada por la misma casa editorial. Como aquélla, es una obra que busca estimular en los niños el interés por la historia y la literatura y, por supuesto, entretenerlos. Ofrezco aquí un fragmento como botón de muestra:

Una calma extraña se respiraba en el pueblo. No era la calma de los días felices, como la que se sentía al día siguiente de la fiesta del santo patrón, cuando todo el mundo estaba desvelado y cansado por la procesión y luego los cohetes y la verbena. Esta calma era distinta: era como la que sobrevenía tras la muerte de una persona importante o cuando había granizado mucho y se habían perdido las cosechas. En la plaza municipal no se veía ni un alma. Lo único que parecía tener movimiento era una hoja seca que el viento llevaba de aquí para allá. Los portales se veían desiertos. La esbelta torre de la iglesia se recortaba contra un cielo blanco que presagiaba frío. Todo estaba en silencio. Ni siquiera los perros ladraban.

A un costado de la plaza se hallaba el negocio del señor Stefan Preiss, pastelero austriaco que habría podido hacer una fortuna en Colima o en Guadalajara, pero que, por un incomprensible capricho suyo había preferido venir a enterrarse a este pueblo olvidado del occidente de México donde sólo cuatro personas —el doctor, el boticario, el sacerdote y la esposa del alcalde— eran capaces de valorar sus creaciones. Por eso hacía sus pasteles muy de vez en cuando y sólo por encargo, y en cambio se dedicaba a hornear pan, un pan sabroso y llenador que los paisanos le compraban satisfechos de pagar el precio.

La casa era grande, con todo y que los señores Preiss vivían solos; es decir, sin compañía humana. No habían podido tener hijos, y tal vez por eso la señora Preiss había canalizado sus instintos maternales hacia sus mascotas: un gato, un sabueso viejo y una cotorra huasteca de lengua negra. Al perro lo llamaban Coronel porque lo habían heredado todavía pequeño de un soldado que murió en la Revolución y porque, según Stefan era valiente y disciplinado como un coronel de húsares a quien conociera hacía muchos años en el palacio de Schönbrunn; la guacamaya se llamaba Marlene, y al gato, como era negro, le habían puesto el nombre del pastel sacher hecho con chocolate oscuro de la mejor calidad, aristocrática tradición vienesa y orgullo de la casa Preiss.

Pues esa mañana de domingo estaba Sacher echado en el alféizar de la ventana, mirando hacia la desierta plaza municipal. De todos los habitantes de la casa, él fue el primero que se dio cuenta de que algo raro ocurría en el pueblo. Aunque al parecer los humanos ya lo esperaban. Seguramente habían estado hablando a espaldas de él y poseían información privilegiada. Esto era algo que un gato que se dice gato no podía tolerar. El mal humor de Sacher iba en aumento a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía y el pueblo seguía igual de muerto. Para colmo, Marlene no lo dejaba tomar su siesta en paz. Insistía en repetir a gritos las tonterías que le enseñaban sus dueños.

Aquí entre nos, Sacher miraba de arriba abajo a cualquier animal que no perteneciese a la familia de los felinos. Marlene le parecía irremediablemente estúpida, incapaz de pensar por sí misma, feliz en su jaula de oro como esas niñas mimadas que mientras tengan todos los lujos en casa no desean mirar nada del mundo. Así era ella: carente de curiosidad científica, de espíritu de aventura, de audacia. El Coronel sí tenía espíritu de aventura, pero era moralista, se tomaba todo demasiado en serio y eso exasperaba a Sacher. Si sus amos le encomendaban alguna tarea sencilla, al alcance de su limitado talento, era el perro más feliz del mundo. Y si luego de cumplirla bien recibía una caricia como recompensa, actuaba como si el emperador de Austria-Hungría le hubiese puesto en el pecho una condecoración. Qué cosa más patética, pensaba Sacher.

Con los que sí tenía buena relación era con los gatos de los vecinos, la gata gordita del cura y los gatos vagos que se reunían en las noches para tomar el fresco en la plaza y se contaban todos los chismes de sus respectivas casas: que si la niña mayor de los Sandoval recibió a escondidas una carta de su novio, que si la señora del alcalde llamó a su esposo “bruto” e “ignorante” en medio de una discusión, que si el doctor Solís se tomaba cada noche un jarro de tequila, que si doña Anita la que prestaba a rédito tenía una olla llena de dinero y la muy agarrada quería que sus gatos vivieran de puros ratones... en fin, que se pasaban en la chorcha hasta la madrugada, como cualquier persona que haya observado la vida de los gatos habrá de imaginarse. Pero Sacher no había escuchado ahora nada que pudiese relacionar con esa extraña quietud del pueblo.

Echado en el alféizar de la ventana, pretendía dormir mientras a su espalda el señor Preiss leía un periódico en el sofá y su esposa, sentada junto a él, hacía una labor de bordado. Cualquiera habría dicho que el gato, efectivamente, dormía, pero la verdad es que por lo menos dos de sus sentidos se hallaban bien despiertos: sus ojos en la plaza y sus oídos en la sala, en espera de cualquier comentario que le ayudase a develar el misterio.

Finalmente, como a eso de las 11 de la mañana, se rompió la inmovilidad de tarjeta postal del paisaje pueblerino. La señora del alcalde venía cruzando la plaza. A Sacher no le caía bien porque tenía la costumbre de querer acariciarlo cada vez que venía de visita. Por eso la otra vez que lo agarró de malas pulgas él no pudo ocultar su disgusto y le lanzó un rasguño. Pero esa mañana de domingo le dio gusto verla. Esperó un poco y, cuando vio que la señora ciertamente venía hacia la casa, se levanto de la ventana, fue a ronronearle a Eva Preiss y se echó en su regazo en espera de oír el llamador de la puerta.

jueves, noviembre 12, 2009

LA VIEJA CINETECA NACIONAL

Tenía quince o dieciséis años cuando empecé a ir a la Cineteca Nacional, la que estaba en Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, la que se acabó en un incendio en circunstancias sospechosas.

En aquellos años —finales de los setenta, principios de los ochenta— yo acababa de llegar de mi pueblo y me parecía que toda la inteligencia del mundo se hallaba concentrada en el Distrito Federal. Sólo ahí la gente podía hablar de literatura, de psicoanálisis, de materialismo histórico, de cine. Los jóvenes que conocía, universitarios ya cuando yo acababa de salir de la secundaria, hacían malabares con libros y películas como los cirqueros los hacen con pelotas: ahí iban Einsenstein, Marx, Fromm, Revueltas, Jodorowsky, Benedetti, Marcuse, Visconti, Sartre, Lezama Lima, Bergman, Adorno, Buñuel, Cazals, Brecht... eso era lo que leía y veía la gente culta, los intelectuales con quienes yo me sentía tan en desventaja.

En mi pueblo no había ni una librería, la gente que leía se había quedado con Ignacio Manuel Altamirano y en los dos cines que teníamos sólo daban películas del Santo, de Chabelo o de John Wayne. Y he aquí que estando todavía en tercero de secundaria empecé a frecuentar malas amistades, “hippies” como los llamaban mis padres: los malabaristas de libros, que eran provincianos también pero estaban estudiando en el CCH o en la UNAM y viajaban cada semana a la capital. Los veía los domingos en la tarde en la estación de autobuses con sus morrales de cuero, sus huaraches y sus greñas. Tomaban cerveza y discutían dividiendo a la humanidad en “revolucionarios” y “reaccionarios”. Y citaban a éste y a aquel autor y se referían a ésta y a aquella película y a un lugar legendario que llamaban “la Cineteca”. Yo no decía nada para no quedar en vergüenza, pero quería ser como ellos. Quería llegar a ser uno de ellos. Era una época en que muchas cosas se hacían con pasión: se pensaba, se discutía, se leía con pasión, se veía cine con pasión.
En cuanto pude viajar con cierta libertad al Distrito Federal, a visitar a mis tíos que vivían allá, me puse a averiguar dónde estaba la Cineteca. No quería preguntarle a ninguno de mis amigos para que no se dieran cuenta de que no sabía, y me tomó cierto tiempo llegar. Pero finalmente llegué. Y me encantó. Al paso del tiempo me volví tan adicto que me aparecía por ahí desde en la mañana, compraba cuatro boletos de una vez y me disponía a pasar el día viendo películas. Recuerdo que las colas eran larguísimas, sobre todo los fines de semana. Pero incluso eso me gustaba porque para mí era un espectáculo observar a toda esa gente que sacaba sus libros y se ponía a leer mientras avanzaba la fila. Los que iban en pareja o en grupo se ponían el libro en la axila y mejor platicaban. De ellos aprendí muchas palabras que no se usaban en mi pueblo. Aprendí que no era necesario que alguien supiera mucho para llamarlo “maestro”, por ejemplo. Y que creer en Dios era algo muy estúpido, tan estúpido como escribir o leer poesía rimada. Aunque no sólo esa clase de gente iba; también iban fresas, pero los “revolucionarios” fueron siempre la mayoría.

Sí, esas horas que pasé haciendo cola en la Cineteca se quedaron en mi memoria tanto como las películas que fui a ver y que me enseñaron cómo había sido la Guerra Civil española o cómo era la vida al otro lado de la Cortina de Hierro. Cuando al pasar el tiempo me acostumbré a la gente que iba ahí y perdí el interés en sus conversaciones —tal vez porque sin darme cuenta había realizado mi sueño de convertirme en uno de ellos—, empecé a mirar a las muchachas y a tratar de hacerles la plática. Nunca fue fácil, un poco por mi timidez de provinciano y otro poco porque ellas mismas parecían encerradas en una cápsula invisible. Las que iban acompañadas quedaban fuera de consideración, y las que iban solas sacaban su libro y se ponían a leer, como ya he dicho, y no les gustaba que las interrumpieran. Apenas si levantaban los ojos cuando el de atrás les decía que la cola ya había avanzado.

Algunas personas hacían lo mismo que yo: llegaban desde temprano, compraban boletos para todas las películas y se pasaban el día en la Cineteca. Es que había todo lo necesario allí; estaban las tres salas de proyección: la Fernando de Fuentes, que tenía 700 butacas, me parece; el Salón Rojo, como la cuarta parte de grande, y una sala muy pequeña cuyo nombre ya no recuerdo y que no siempre estaba abierta al público. Aparte había un restaurante donde los fumadores podían hacer todo el humo que quisieran sin que nadie los molestara, y una librería pequeña pero fascinante: no sólo vendían libros sino también música, pósters europeos y tarjetas postales que no se conseguían en ninguna otra parte de la ciudad. Y bueno, si uno se aburría de estar ahí tantas horas podía salir a comer a media jornada. Al lado se encontraba un Wings y, un poco más lejos, cerca del metro General Anaya, había varias fondas.

Algunas personas tenían una sala favorita. Yo no. Me gustaba la Fernando de Fuentes por grande y el Salón Rojo por pequeña. Para llegar a una de las dos —o tal vez a las dos, ya no recuerdo— había que subir una escalera en cuyo descanso había un mural. He olvidado los detalles del mismo, pero me gustaba. Además ahí comenzaba el momento esperado, el inicio del ritual: ese instante de emoción en que avisaban que ya se podía pasar y uno desfilaba hacia la sala en medio de una multitud igualmente ávida, caminando despacio porque todo se volvía entonces lento, lento. Terminaba de subir la escalera, cruzaba la puerta con sus cortinas rojas y, una vez dentro, ubicaba su lugar favorito con la esperanza de que estuviera libre.

Un cambio misterioso operaba en los espectadores en cuanto tomaban asiento: las tensiones y las miserias de la vida cotidiana quedaban fuera, en el mundo de los espacios soleados y los volúmenes reales, y venía en cambio el sueño de las tierras lejanas. Se sumergía uno en esa noche artificial que iba cayendo poco a poco, a medida que las luces se apagaban. Y en el momento en que la oscuridad era invadida por el resplandor azulescente de la pantalla, todo se transformaba por el arte de esa magia que era la magia del cine: las parejas dejaban de hablar o de besarse y se tomaban de la mano, los solitarios respiraban hondo, se relajaban y se quitaban las máscaras que usaban en su vida real, esas máscaras de seriedad o de inteligencia. Es que sólo en el cine el rostro se libera totalmente y uno es capaz de hacer las caras más tontas, caras de sorpresa, de terror, de ternura, de lujuria, de tristeza sin siquiera darse cuenta de ello. Y sin temer que otros lo estén mirando.

Esa libertad duraba hasta después de que aparecían en la pantalla los créditos secundarios y se encendían las luces. Porque si la película era buena —y casi siempre lo era— los espectadores salían sonriendo, con una expresión de satisfacción que se reflejaba de uno a otro.

La vieja Cineteca fue destruida por un incendio en 1982, en circunstancias que nunca quedaron claras. Había durado menos de diez años. Se hizo otra después, en otro lugar. Pero ya no fue lo mismo: una época había concluido.

jueves, octubre 15, 2009

Breve nota sobre los vinos húngaros

En estos días de octubre se celebra la vendimia en las regiones vitivinícolas húngaras: tradición muy antigua, cargada de simbolismo telúrico y dionisíaco. Pero también entrañable y familiar. Ciertamente, es costumbre que todos los miembros de la familia, aun los que se han ido a vivir lejos, vengan a casa para ayudar a cortar las uvas. Es un trabajo arduo, no por lo de cortar racimos, que eso hasta los niños pueden hacerlo, sino por lo de estar acarreando los canastos llenos. Sin embargo se disfruta porque es una ocasión de reunión familiar y de compartir los frutos de la tierra. Ahora son sólo las uvas, pronto será el vino.

En Hungría hay varias regiones vitivinícolas de fama legendaria. Una es la que se encuentra en el norte del país, cerca de la frontera con Eslovaquia. A ésta pertenece la población de Tokaj, famosa por su producción de vino blanco, del cual dijo el rey Luis XIV de Francia: “Es el rey de los vinos y el vino de los reyes”. En época más reciente aparece mencionado como algo muy especial en la Trilogía de la materia oscura, de Philip Pullman. Es el vino que Lord Azriel está a punto de beber al inicio de La brújula dorada. Hay varios tipos de vino de Tokaj, seco y dulce. El sárgamuskotály tiene un hermoso color dorado y un sabor exquisito. El ászú está hecho de pasas, y su grado de calidad se estima en puttonyos, siendo el más elevado de seis.

Estos son vino blancos. En cuanto a tintos, mis favoritos son el de Villány y el de Eger, sobre todo el primero. Tiene mucho cuerpo y un sabor suave y profundo al mismo tiempo, de fruta y madera. De Eger, el más tradicional es el Bikavér, de hermoso color sangre. Vale la pena ir a probarlo en la misma ciudad de Eger; ahí, arropado por las montañas, hay un pequeño valle lleno de cuevas que por su frescura y su humedad óptimas se usan para guardar el vino. Le llaman Valle de las Muchachas Bonitas, nombre que tiene muy merecido, y es un lugar encantado, como se imagina uno el Shire de El Señor de los Anillos. Ahí las bodegas están abiertas al público, con sus techos redondos y bajos, sus añejos barriles, su profundo olor de hongos, de tierra, de fruta madura. Uno se sienta a la mesa y pide un vaso de vino, que es muy bueno y barato. Cada bodega pertenece a una familia distinta, y en cada una el vino tiene un sabor diferente. Por eso vale la pena tomarse solo una copa en cada sitio y luego emigrar al siguiente. Y luego al siguiente y al siguiente. Es parte de la magia del lugar. En las noches de verano, los gitanos se aparecen por el bosque circundante y acompañan la degustación con esa música melancólica y apasionada que tocan en el violín. Y a veces hay quienes encienden una fogata y se ponen a asar tocino, no del de estilo inglés, que tiene mucha carne, sino del de por acá, que es casi pura grasa. Lo dejan escurrir sobre trozos de pan y con este pan se saborean el vino. La primera vez que estuve ahí, haciendo todo eso, me sentía como en un cuento de hadas.

Así como hay paisajes para todos los estados de ánimo, así hay vinos. Ciertos vinos te dan cosquillas en la lengua y te hacen hablar como perico; otros, se te van a las piernas y sientes que necesitas moverte: son los vinos de bailar. También hay vinos de cantar, vinos de hacer el amor, vinos de llorar. Una vez, en el lago Balaton, al oeste de Hungría, probé un exquisito vino de llorar; era una bebida tan conmovedora que me senté en la playa a tomarme la botella y me puse a mirar el horizinte sintiendo que todo yo me deshacía en lágrimas, unas lágrimas dulces que no paraban de correr. Estuve moqueando hasta que se hizo de noche. La botella había desaparecido, tal vez en la profundidad del lago.

jueves, agosto 27, 2009

La Gorda

Hoy pasó una voz por la ventana.
Creí que era la Gorda.

La Gorda era inmensa;
de sus pechos brotaban pichones
por toda la casa.
Hacia ellos corría el verano
como un niño de pudor oscuro.
Se oía en su vientre la música de las esferas.

Ella bastaba para poblar el mundo,
para contenerlo.

Dormía llenando la cama
y su sueño era un hervor de carne satisfecha.
Cuando era amante
su cuerpo cantaba como un globo de lluvia.

La Gorda iba por la calle
como una bestia de miel
en un jardín de juguete.

Cuánto he estirado mi tristeza
para que su ausencia tenga sitio.

jueves, mayo 14, 2009

Ivonne Thein y la enfermedad como belleza

Viendo la serie de fotos de Ivonne Thein, 32 kilos, pienso en el romanticismo, en los modernistas románticos y en particular en Edgar Allan Poe.

En estas 14 fotografías se muestran mujeres exageradamente flacas (cuyo peso podría ser en efecto de 32 kilos), casi todas en posiciones que evocan enfermedad, dolor, desamparo, tristeza. Algunas tienen incluso vendajes médicos. No se les ve la cara, pero ése es el propósito: que el cuerpo lo exprese todo.

Ver estas fotos es una experiencia perturbadora, como puede serlo ver cualquier característica humana llevada al extremo. Pero el arte de Ivonne Thein no es el del reportero gráfico. Las fotos han sido manipuladas digitalmente porque lo importante no es mostrar fenómenos de circo sino elaborar un comentario visual sobre un hecho de la historia de la sensibilidad.

Hay quienes dicen que la historia evoluciona en círculos, y es posible que así sea. En todo caso, esta serie de fotografías me hacen pensar que una parte de nosotros está volviendo a ser romántica en el sentido más mórbido del concepto. Me explico:

Desde el siglo XVIII, dice Mario Praz, cierto tipo de libertinos encuentra insípida la belleza si no está impregnada d'un air de corruption. El descubrimiento de la fealdad —explica— “como fuente de deleite y de belleza terminó por actuar sobre el mismo concepto de belleza: lo horrendo pasó a ser, en lugar de una categoría de lo bello, uno de los elementos propios de la belleza.” Para los románticos, ciertamente, la hermosura de una mujer parece aumentar justo gracias a aquellas cosas que deberían contradecirla: lo horrendo. Surge así el culto gótico y decadentista de las bellezas pálidas, tísicas o cadavéricas: la belleza más alta es la de la juventud tocada en flor por la garra de la muerte. Así lo dice Edgar Poe en La filosofía de la composición. Gracias a la muerte o, en un primer efecto, a la enfermedad, la gloria del alma femenina, realmente espiritualizada, se hace manifiesta en la carne.

El hombre romántico, en general, anhelaba la paz de la tumba. Espiritualizó así el sádico y exquisito placer estético del sufrimiento humano. Se trataba, posiblemente, de afirmar la autonomía absoluta del yo por medio de una conciliación entre la voluntad y lo inevitable. El romántico estaba obsesionado con la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su cuna. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, precisamente, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven que en la primavera de su vida lleva marcadas las uñas de la muerte.

¿Es descabellado que las obras de esta fotógrafa alemana me hayan llevado a estas reflexiones?

Y sin embargo no es un caso único. La sensibilidad emo, con sus referencias al suicidio y su culto a la anemia forma parte del mismo fenómeno, me parece. Y la nueva moda Crepúsculo, con sus héroes de carne fría, ojeras, piel cadavérica y aspecto de seropositivos, ¿no lo son también? La idea de crear estas 14 fotografías le vino a Ivonne Thein luego de leer un artículo sobre el movimiento pro-ana (pro-anorexia). Las personas que promueven éste sostiene que la anorexia es un estilo de vida que uno elige, como ser vegetariano, gay o budista. Si esto es así, yo diría que la enfermedad es también un estilo de vida. Y entonces habría que revisar el conjunto de enunciados que la presentan como algo indeseable y que condenan al que voluntariamente opta por enfermarse o por parecer enfermo. Después de todo no sería tan novedoso como parece: en la época romántica estaba de moda la tuberculosis. El look tísico representaba un estilo de vida que podía ser deseable.

Creador de una estética psicologista que sobrevive hasta nuestros días, cobrando, al parecer, nuevo impulso, Edgar Allan Poe enunció una doctrina según la cual la belleza no es una cualidad sino un efecto, un estado del ánimo producido por un rapto de la imaginación.

Es de esta manera como sugiero que habría que ver las fotos de Ivonne Thein, los iconos identitarios de los emo kids y a las bellas y bellos de la saga Crepúsculo.


jueves, marzo 19, 2009

Teatro de sombras

La semana pasada volví a ver sombras. Se habían ausentado desde finales de noviembre, como sucede generalmente en cuanto el sol se oculta tras la uniforme blancura de las nubes invernales. Es curioso que uno pueda extrañar las sombras. Cuando vivía yo en un país cálido ni siquiera pensaba en ellas. Estaban ahí. Mi sombra iba conmigo a todas partes; a veces se adelantaba, a veces marchaba a mi lado como una compañera de lucha, a veces iba detrás como un perrito. Tan silenciosa siempre que rara vez me acordaba de su existencia.

Aquí también deja uno de pensar en su sombra, luego de los primeros dos o tres meses de no verla. Es que la cosa sucede de manera gradual y por eso ni siquiera se da uno cuenta. Un día, casi siempre a finales de noviembre, las sombras se enferman: comienzan a perder peso, a adelgazarse como consumidas por una misteriosa anemia. Se vuelven pálidas. Aunque hay días, todavía en diciembre, cuando amanecen bien y tratan de llevar su vida normal. Salen a la calle. Toman un poco de sol en los jardines cubiertos de hojas secas. Es esa triste y breve mejoría que suele anunciar los finales. Y el final llega de manera silenciosa, solapada. Uno no se da cuenta hasta varios meses después, cuando empieza a extrañar. No es bueno eso de olvidar que tiene uno una parte oscura. Que el mundo entero tiene también una parte oscura. En febrero la nostalgia se vuelve insoportable. Se siente uno incompleto, mutilado.

La semana pasada, decía, volví a ver sombras. Salí a la calle y ahí estaban, por todas partes. Es como una explosión de vida: la gente tiene sombra otra vez, y los árboles, los postes de luz, los edificios, los coches tienen sombra. El mundo está en orden.

viernes, febrero 13, 2009

Para comerte mejor

Si, como decía Bachelard, cuando uno es feliz el mundo se vuelve comestible, no es menos cierto que cuando uno está enamorado la amada se convierte en un festín. Esto se lo dicen los amantes reiteradamente, cientos de veces y en cientos de formas. El lenguaje amoroso está lleno de evocaciones antropofágicas. “Te voy a comer”, “Te voy a devorar”, “Qué rico” (por citar sólo las frases menos subidas, ya que se usan otras que incluyen verbos como “mamar”, “chupar”, “tragar”). Sin duda hay algo detrás de esta manera de expresar cariño. Es una ferocidad caníbal la intensidad del deseo.

Durante el acto sexual, la carne del hombre entra en contacto con el cuerpo de la mujer; ella se lo come y por eso en sus órganos genitales, como en los digestivos, hay labios y trompas. Se lo zampa, lo envuelve en su exquisita garganta; se adueña de una parte de su sustancia y luego lo regurgita. Por un momento ha accedido a la totalidad mágica numinosa de los dos sexos. Ella es en realidad el agente activo; el hombre, que se deja devorar, es el agente pasivo. Edgar Allan Poe, quien lo había entendido así, tenía terror de una forma sutil de antropofagia: en sus pesadillas, la vagina de las mujeres tenía dientes.

“El último tabú”, llaman algunos antropólogos sociales al canibalismo, dando a entender que aun el más perverso de los depravados piensa dos veces antes de llevar a lo literal las metáforas amatorias. Sin embargo, el tabú no es universal y, en todo caso, resulta difícil de rastrear. Entre nosotros mismos, los cristianos de Occidente, ha permanecido en el terreno del sobreentendido. La carne del prójimo no se encuentra en la lista de los alimentos prohibidos por Moisés, que por lo demás es explícita y rigurosa. Tal vez precisamente por eso el asunto se ha colado por diferentes rendijas.

“Coman de mi carne y beban de mi sangre”, nos dice el Salvador a todos los creyentes durante la comunión. Se trata de algo más fuerte, más cercano a la realidad que una metáfora; se trata de un rito, de la puesta en escena de un dogma. El comulgante no piensa que está escuchando una bella y escalofriante sinécdoque; cree realmente que está comiéndose a su Señor. Peor aún: asume que se lo está comiendo vivo. Este acto nos resultaría aterrador si fuéramos sinceros en nuestro rechazo a la antropofagia. Sin embargo, parece ser que para el inconsciente comerse a alguien es de verdad un acto de amor. El bebé que mama del pecho de su madre, ¿no la está devorando amorosa, dulce, lentamente? Y al ir desarrollando el hábito de chuparse los dedos de las manos e incluso de los pies, ¿no expresa un impulso de comerse a sí mismo?

Comerse a alguien equivale a apropiarse de lo más valioso que ese ser posee. Durante la comunión, recibimos en nuestro cuerpo la divinidad de Dios. En algunos pueblos mesoamericanos, alimentarse con la carne de un guerrero era la única manera posible de adueñarse de su valor. Al comerse a una persona, uno se come lo que ama en ella. No es necesario que se trate de una cualidad especial, ya que basta ser humano para ser amable; es decir, comestible. Por eso algunos pueblos del neolítico europeo practicaban un ritual llamado petrofagia: desenterrar a los muertos para comérselos. Aquí no se trataba ni del valor guerrero ni de ninguna otra virtud; era un simple y llano acto de amor.

Según el mito gnóstico, la caída del hombre es la caída del alma en la densidad de la materia. La carne es sucia no por ser carne, sino porque el alma se encuentra atrapada en ella. Pero cuando el ser carnal muere, el alma se libera de su cárcel y la ceniza se vuelve pura, santa. Entonces comer carne, especialmente carne humana cruda es consumir materia en estado de purificación. Decía Diego Rivera que es un alimento bueno, fino al paladar.

lunes, enero 26, 2009

El mejor invento de la civilización

Para compartir los cuerpos.

(Foto de Amélie Oláiz)

Clinofilia se llama la adicción a la cama; clinofílicos, los millones de seres humanos que la amamos. Es que, ¿quién está exento de este amor? Cervantes siempre quiso tener una buena cama y muy pocas veces pudo disfrutarla. Y Shakespeare, en su testamento, le dejó a su esposa la segunda mejor de sus camas. ¿Para quién era la mejor? Nadie lo sabe: se quedó para siempre como uno de los muchos misterios de la historia literaria.

La cama es mudo testigo de los sucesos más importantes del individuo, que en ella nace, se reproduce y muere. Pero no nada más eso, en ella se puede hacer todo: leer, ver la televisión, escuchar música, fumar, escribir, dibujar, jugar, estudiar, discutir, emborracharse, recibir a los amigos, mirar las estrellas, ganar dinero... ahí es uno feliz y ahí se refugia cuando se siente desdichado. Baste recordar la típica escena de la adolescente que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se echa a llorar. Tal vez la mayor parte de las lágrimas que una persona llora en su vida las derrama sobre la almohada. Es el lugar de la depresión, de la resaca alcohólica, de muchos intentos de suicidio. De los crímenes pasionales. ¿No es en la cama donde Otelo mata a Desdémona?

Los romanos tenían lechos especiales para comer, para hacer el amor y para estudiar. Y se dice que Luis XI y después otros reyes de Francia tenían una cama en la sala del trono y ahí atendían los asuntos de Estado. Es que el catálogo de las camas recorre toda la escala social, desde las camas de varas de los campesinos, las camas de piedra de los presos y los catres de campaña de los soldados hasta las suntuosas yacijas de bronce o de maderas preciosas con doseles e incrustaciones de perlas y gemas.

Todo esto es sin contar su función principal, la que anuncian los fabricantes: la cama es para dormir. ¿Cuánto tiempo pasa uno en ella entonces? Una persona que duerme ocho horas diarias, a los sesenta años de edad se ha pasado veinte años durmiendo. Veinte años en la cama.

Es cierto que la odian los cuáqueros y los enfermos, pero en cambio la aman los lascivos, los abúlicos, los poetas y los gatos. Y el enamorado o enamorada que, tras la partida del amante, se pone a oler las sábanas con ensoñación. Es que aquel que se ha ido ya de la casa aún perdura un poco en la cama. Y el aroma de su cuerpo está ahí para asegurarnos que lo vivido fue real, que aquello no fue un sueño, y también para apuntalar la promesa del retorno. “¡Volverá!”, dice el olor a besos que guardan las sábanas. “¡Volverá!”, grita el vello púbico que se quedó escondido en algún pliegue de la sábana.

La cama tiene el aliento marino de las mujeres que duermen satisfechas. Huele a sol en la mañana; y en la noche, a luna, a la brisa de flores nocturnas que entra por la ventana abierta meciendo las cortinas sobre los cuerpos entrelazados.

Odiseo debe volver a Ítaca. Ítaca es el nombre de su isla, pero el héroe no quiere simplemente arribar a la costa. Eso no tendría sentido. Él se propone llegar a su casa: una Ítaca dentro de otra Ítaca. Y dentro de esta Ítaca que es su casa hay otra más: la alcoba de su mujer. Y dentro de ésta se halla la última, la verdadera Ítaca: la cama que él construyó con el tronco de un corpulento olivo. Se trata de un simbolismo prodigioso: la cama es el árbol, que es el puente entre el cielo y la tierra. La cama nos conecta con nuestras raíces, pero también con esas ramas nuestras que aspiran a lo Alto.

miércoles, enero 14, 2009

El músculo de la escritura

Así como existe un músculo para dar patadas y uno para jalar poleas, así hay un músculo de la escritura. Funciona con la misma lógica de los otros: cuanto más se ejercita, más fuerza y resistencia es capaz de desarrollar. Y en consecuencia, si nunca o casi nunca se utiliza, se atrofia. En circunstancias tales, lo que uno puede producir es poco, deficiente y cuesta mucho trabajo. Todo el mundo ha experimentado lo difícil que es componer el primer párrafo de un escrito. Es la famosa angustia de la página en blanco de la que hablan muchas personas, incluyendo escritores profesionales. Y también hemos experimentado, aunque quizás sin pensar en ello, que, una vez que el músculo de la escritura se calienta, el trabajo resulta más fácil. Llega un momento en que ya no cuesta esfuerzo: se empieza a escribir como por dictado. Se alcanza ese estado de armonía con el quehacer creativo que algunos llaman “inspiración”.

Hay que escribir, entonces, con tanta asiduidad como sea posible, tratando de cultivar sistemáticamente el músculo de la escritura. Esto significa que, al mismo tiempo que crece, debe ir disciplinándose, aumentando la calidad del entrenamiento. Quienes lo hacen profesionalmente han pasado por este proceso y pueden dar cuenta de sus distintas fases y de cómo, al paso del tiempo y gracias al entrenamiento, la técnica se vuelve instintiva, al grado de que uno deja de pensar en ella. Pregúntese a un futbolista cómo da tal patada, o a un boxeador cómo logra determinado golpe. Dirá que no sabe. Es algo que “sale” cuando es necesario. De la misma manera, hay poetas que escriben endecasílabos sin contar las sílabas con los dedos. Les “salen” así. Y es entonces cuando empieza a hablarse de virtuosismo, de duende.

El espectador que presencia una función de ballet tiene la ilusión de que el cuerpo de la bailarina está sujeto a leyes físicas diferentes de las que nos rigen al resto de los mortales. Y esto es porque lo que hace da la impresión de no costarle ningún esfuerzo. Lo mismo sucede con toda gran obra de la literatura, sea poesía, novela, relato, ensayo. Las palabras en ella parecen tan ingrávidas como el cuerpo de la danzante; se elevan en el aire sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin técnica. Es que la técnica ya no se ve: se ha vuelto naturaleza. Pero cuánto debió trabajar el autor, como cuánto debió trabajar la bailarina para llegar a eso. Qué formidable músculo de la escritura se necesita desarrollar para llegar a parecer “natural”.