—Vamos a buscar en el tuyo —sugirió Oana.
—¿Por qué en el mío? —Petru se rascó la
cabeza bajo el gorro negro que llevaba puesto.
—Yo ya no tengo datos. Me quedé sin
saldo.
—Está bien —respondió el muchacho, y
empezó manipular su celular—. ¿Cómo se llama la página?
—Flash.
Se hallaban sentados en una banca de la
plaza Unirii, muy cerca de la Universidad Babes-Bolyai, en Cluj, Transilvania.
Frente a ellos se erguía la catedral de San Miguel: un edificio imponente, de
fachada gótica. Era octubre y otra vez, por la pandemia, las clases
presenciales se habían mudado a las plataformas en línea. Sólo seguían abiertas
las oficinas administrativas y las bibliotecas, aunque no se permitía estudiar
ahí; era para recoger y devolver libros. Con ese pretexto, muchos de los
estudiantes continuaban merodeando la universidad. Lo cierto es que extrañaban
esos edificios viejos y sombríos, extrañaban reunirse. Como hacía frío, habían
empezado ya a ponerse ropa de invierno: abrigos de lana, bufandas largas,
gorros tejidos. Los jardines lucían cubiertos de hojas secas, y una niebla
opaca velaba las distancias.
—No es por desanimarte, pero no hay
nada. Mira: no hay más de diez anuncios y todos son de departamentos caros, en
el centro.
—Hoy es martes, ¿no? Al rato actualizan
la página.
—¿Cómo sabes?
Oana se encogió de hombros:
—Conozco bien esa página.
—De todas maneras, yo creo que no es
buen momento para mudarnos. Por la pandemia.
—Al contrario —respondió Oana,
decidida—. Ahora es la oportunidad porque muchos estudiantes se han regresado a
su pueblo. Están dejando su departamento y ya sabes: baja la demanda, bajan los
precios.
Pero Petru seguía reacio a sentir
entusiasmo:
—¿Qué hacemos entonces?
—Vamos a la tienda a comprar cigarros y
luego seguimos, ya que hayan actualizado la página.
Tomaron sus mochilas y se levantaron de
la banca. Cruzando la plaza estaba el
minisúper. Ahí se pusieron sus máscaras y compraron una cajetilla de cigarros
Carpati, un chocolate y dos botellas de agua. Al salir volvieron a la banca de
antes y se sentaron a fumar. La niebla se había levantado un poco y empezó a
haber más transeúntes, muchos con máscara aunque todavía no era obligatorio
usarla en la calle. A Oana le gustaba esa parte de la ciudad: edificios
antiguos, umbrosos, muchos de estilo neoclásico. Era la más bonita de la
ciudad.
Fumaban en silencio, Oana observando el
paisaje y Petru mirando en su celular los anuncios de computadoras de segunda
mano. No pensaba comprar nada, pero le gustaba enterarse de los precios.
Llevaban casi seis meses de novios y
les parecía que ya era tiempo de mudarse juntos, además de que ninguno de los
dos estaba satisfecho con el lugar donde vivía actualmente. Oana compartía con
otras dos estudiantes un departamento en un edificio multifamiliar de la época
del socialismo: un espacio muy pequeño, sin sala de estar ni comedor, sólo la
cocina, el baño y dos recámaras. De éstas, ella compartía la más grande con una
chica moldava de la Facultad de Odontología. Con frecuencia tenían clases por
video a la misma hora y era muy difícil no estorbarse. Además, Oana no se
sentía libre de encender la televisión ni de oír música, como no fuera con
audífonos.
Petru, por su parte, vivía en un
edificio del mismo tipo con otros cuatro compañeros. Era muy lejos de la
Universidad, en un barrio de obreros y pandillas de adolescentes, y ya estaba
cansado de tener que tomar un autobús y luego un trolebús y perder más de una
hora cada día, media de ida y media de regreso. Demasiado tiempo para una
ciudad pequeña. Además, la calefacción no funcionaba bien y salía muy cara, así
que sólo podían encenderla un rato en las noches.
—Piden mucho dinero en todos —comentó
él con desaliento, cuando ya estaban mirando otra vez los anuncios de apartamentos.
Oana le quitó el celular y se puso a
buscar ella también, mientras fumaba. Antes de llegar a la misma conclusión que
Petru, pasó a la sección de “Amigos”. Ahí, entre las ofertas de “caballero sin
vicios, de buen carácter, trabajador” y “dama de busto grande, bien
conservada”, encontró un anuncio:
—¡Mira esto! —dijo, exhalando una
bocanada de humo azul que rápidamente se mezcló con la niebla— “Caballero de
edad muy avanzada, sin familia, enfermo, busca persona o pareja que quiera
darle compañía y cuidados sencillos. Ofrece a cambio planta alta de la casa,
más la propiedad del inmueble a su deceso. 0670-538375, noches”. ¿Qué te
parece?
El muchacho se quedó pensando. Torció
la boca:
—¿Vivir con otra persona?
—Así estamos, Petru. ¿O tú vives solo?
—Pero es gente de nuestra edad.
—¿Y?
—No sé. No me gusta la idea de tener
que cuidar a un enfermo. Quién sabe si no tendrá covid.
—Si fuera eso, no diría que requiere
sólo cuidados sencillos. Además al final nos quedaríamos con la casa, ¿te das
cuenta? Tendríamos una casa propia sin haber gastado nada.
—¿Y qué tal si un día tronamos?
—Pues entonces uno de los dos se queda
con la propiedad y le da al otro la mitad de lo que vale. ¿Se te hace justo?
Petru seguía indeciso. El sol salió un
poco, sin calentar, dándole a la niebla un brillo de seda, y luego volvió a
desaparecer.
—Tenemos de aquí a la noche para
pensarlo —insistió Oana—. Pero yo creo que podríamos llamar y hacer una cita.
Si no nos gusta nos olvidamos del asunto.
—Está bien.
Se levantaron otra vez de la banca y
echaron a andar hacia la biblioteca de la Universidad.
+++
Eran las siete de la noche cuando los
muchachos empujaron la verja del jardín y entraron. No se veía ninguna luz en
la casa. Las plantas parecían descuidadas, oprimidas por la hierba, como si
nadie se hubiera ocupado de ellas en mucho tiempo. Sobre una rama de un durazno
seco, un búho vigilaba.
—Pasen ustedes —dijo una voz desde el
interior, antes de que los jóvenes llamaran. Seguramente los habían visto por
la ventana.
En cuanto entraron hubo algo que
deprimió a Oana: con todo y que llevaba puesto el cubreboca, sintió el olor a
aire encerrado, a objetos viejos, a moho, a medicamentos. La única ventana se
hallaba cubierta con una cortina gruesa, de modo que no entraba ni siquiera la
poca luz del alumbrado público; la habitación estaba iluminada con una lámpara
de gas, una de esas pesadas lámparas de la época socialista que irradiaban una
luz azulescente, helada. Petru no se fijó en nada de eso; ni siquiera miró los
aristocráticos retratos pintados al óleo que decoraban dos de las paredes. Se
concentró en examinar el estado de los muros y del techo, de las puertas, la
tubería... ¿no había calefacción? Se sentía frío ahí. Por eso los chicos no se
habían quitado sus abrigos.
—Llamamos por teléfono hace un rato
—explicó Oana.
—Sí, ya lo sé. Siéntense —la voz,
fatigada pero todavía agradable, varonil,
venía de un anciano que los miraba desde un sillón, con una piel de
carnero sobre las piernas—. Perdonen que no les ofrezca nada de tomar, pero
tendrían que quitarse la máscara y en esta época uno no sabe de dónde puede
venir el peligro.
—No se preocupe.
—Puedo darles unas galletas de gengibre
para que se las lleven —el caballero ya hacía esfuerzos por levantarse, pero la
muchacha lo detuvo.
—No se moleste, por favor —se dio
cuenta de que quien estaba frente a ella no era un ser humano normal: tenía un
color malsano, como de pescado crudo, y los ojos rojos como de conejo.
Oana volteó a ver a Petru, a ver si
también él se había dado cuenta de esos detalles, pero el chico seguía
distraído examinando el estado del inmueble.
El piso se hallaba cubierto con retazos
de alfombras de distintos colores y texturas, uno sobre otro, tratando de
mantener algún calor en la habitación. Y junto al sillón donde el anciano
estaba sentado había un librero lleno de libros y luego un anaquel con algunos
juguetes de plástico, una caja de galletas, un par de platos pintados a mano
con escenas de pastores enamorados, un reloj mecánico...
—Entonces vienen por lo del anuncio.
—Así es, señor.
El anciano iba a responder algo, pero
de pronto comenzó a toser. Un pájaro, hasta ese momento oculto en una repisa
con libros, se asustó con su espasmódica tos y empezó a revolotear por toda la
habitación buscando una salida.
—Ha de haber entrado con ustedes —acusó
el viejo, en cuanto pudo volver a hablar. Se quitó la máscara y se limpió con un
pañuelo la saliva de la tos. Entonces Oana vio que, entre sus labios llenos de
arrugas, asomaban dos colmillos, uno de oro, el otro normal pero con la punta
rota.
—No lo vi —se defendió la chica.
—Ni yo —añadió Petru.
—Ahora ayúdenme a sacarlo. No quiero
que se muera aquí —mientras decía esto, el anciano volvió a ponerse el
cubreboca, se levantó y fue a abrir la ventana. Entró el frío de la noche,
haciéndolo toser otra vez—. Ahí, junto a la lámpara, está mi bastón. Ayúdenme a
sacarlo.
Petru tomó el objeto —un hermoso bastón
de ébano— y empezó a perseguir al pájaro, que agitaba sus alas lleno de miedo,
chocando contra los vidrios altos de la ventana, contra los libros, contra los
retratos de siniestros aristócratas de siglos pasados. Oana lo miraba con
angustia. Hubiera querido detener esa persecución, pero Petru, al contrario,
trataba de darse prisa para poder cerrar la ventana lo más pronto posible y que
el anciano no se soltara a toser otra vez. Corría y saltaba de un lado a otro
dando bastonazos, y el pájaro chillaba y se golpeaba contra las cosas, hasta
que por fin dio con la ventana abierta y se fue.
Recuperada la calma, el anciano volvió
a su lugar, se cubrió las piernas otra vez con su piel de carnero y empezó a
hablar:
—Parecen buenos muchachos ustedes. ¿Les
gusta la casa? ¿Quieren verla toda? Vayan a mirarla. Yo los espero aquí.
Llévense la lámpara.
Oana iba a rehusar, pero Petru se
levantó de inmediato.
—Me gustaría ver la parte de arriba.
—Vayan ustedes. Pero les advierto que,
como ya no subo para allá, todo está hecho un desorden. Tendrán que limpiar.
—Vamos —le dijo Petru a Oana, que
seguía sentada.
—Ve tú. Yo me quedo a acompañar al
señor.
—Vaya usted también, señorita. Necesita
ir conociendo la casa.
El hombre parecía dar por hecho que
iban a quedarse. Pero Oana se sentía cada vez más angustiada, como que algo le
oprimía el pecho y no la dejaba respirar. Siguió a Petru, no porque quisiera
ver también el estado de la casa, sino para poder decirle que ya se fueran.
—Espérate —le respondió él—. Mira esta
habitación. Podría ser mi estudio.
—Vámonos —insistió Oana.
—¿Por qué?
—¿No te has dado cuenta?
Petru no respondió. Se quedó esperando
a que ella se explicara.
—¿No te has dado cuenta? —repitió
Oana—. ¡Este hombre es un vampiro!
—Y qué, ¿te da miedo?
—No es eso. Tú no me entiendes. ¿No ves
que ya casi no quedan vampiros en Transilvania? Éste ha de ser el último. ¡Y va
a morirse!
—¿Por qué habría de morirse, si es un
vampiro? Los vampiros con inmortales.
—¡Por el covid, idiota! —gritó ella en
voz baja— ¿No sabes que es una enfermedad de los murciélagos? De ahí se pasó a
los humanos.
Petru recordó un artículo que había
leído hacía tiempo acerca de la extinción de los vampiros en toda la cordillera
de los Cárpatos. La persecución había empezado en la época del socialismo,
cuando les confiscaron sus propiedades y los obligaron a trabajar. Todos sin
excepción se negaron, demostrando con ello ser la última escoria de una
aristocracia decadente que había vivido alimentándose de la sangre del obrero.
Se creó un departamento especial dentro de la Securitate para rastrearlos: un
cuerpo secreto dentro de la policía secreta, con autonomía para reclutar
informantes. Funcionó bien. Muchos vampiros fueron ejecutados sin mayor juicio,
pero, como las balas de plata le parecieron al gobierno de Ceausescu un lujo
ridículo, a todos los demás los enviaron a los campos de trabajo. Unos cuantos
sobrevivieron, escondiéndose. La gente los protegía: eran un símbolo nacional y
el último vestigio de la pasada grandeza de Transilvania. Pero el proceso de
extinción ya no podría detenerse; tras el cambio de sistema, se encargaron de
completarlo factores tan diversos como la contaminación y el calentamiento
global, con el consiguiente acortamiento de los periodos de apareamiento.
Aunque la causa principal fue la criminalización de sus hábitos alimenticios,
consecuente con el nuevo pensamiento democrático. Al perder acceso a la sangre
humana, fuente de su eterna juventud, los vampiros comenzaron a envejecer igual que los seres
humanos comunes y corrientes. Una comisión especial de la Unión Europea
investigaba fuentes alternativas, pero hasta ahora no habían tenido resultados.
Y ahora la pandemia...
—Va a morirse —repitió Oana, con una
tristeza impotente.
—Bueno, para eso vinimos, ¿no? Para
cuidarlo y luego... pues luego nos quedamos con la casa. Es él quien propone el
trato.
—¡Vámonos ya, por favor!
Oana bajó las escaleras de prisa y
salió a la calle. No se sintió capaz de despedirse del vampiro. Petru entendió que
más le valdría seguirla y eso quiso hacer, pero el anciano lo detuvo:
—¿Se enojó la señorita?
—Eh... no... no sé... creo que se
sintió mal.
—¿No quiere llevarse una galletas de
gengibre? A la mejor así la contenta. Yo de todas maneras no puedo comer esas
cosas. Me las trajo la vecina, que es...
Petru llevaba prisa y tuvo que
interrumpirlo:
—No, señor. Gracias. Ya me voy.
—¿Sí les interesó la casa?
Esta última pregunta ya no la oyó el
chico.
Pensó que Oana estaría esperándolo en
la calle, pero no fue así. Se había ido. Él pensó marcarle al celular, pero
luego descartó la idea. La conocía: era mejor esperar que se calmara. De
cualquier manera, revisó su teléfono por si tenía algún mensaje o llamada
perdida de ella. Pero no, no había nada.
Se fue andando hacia la parada del
trolebús, despacio, un poco molesto porque no lograba entender qué había
pasado. Al final de la cuadra vio un bar de mala muerte en el que ni él ni Oana
habían reparado cuando llegaron. Dos muchachas gitanas, bajitas, habían salido
a fumar; una de ella buscaba algo neuróticamente en su bolso de charol. Petru
se imaginó al vampiro, muchos años atrás, rondando por ahí de madrugada en
busca de jóvenes ebrios. Tal vez los seguía hasta que se despedían de sus
compañeros de parranda y cada quien se iba por su lado. Entonces elegiría al
más apetecible o al más vulnerable. Chicos como él, como Oana, como esas chicas
que habían salido a fumar... ésos eran sus víctimas. ¿Por qué simpatizar con un
criminal así? ¿Sólo porque eran una especie de símbolo nacional? Qué absurdo.
Era como querer levantarle una estatua a Vlad Tepes.
Reconoció desde lejos a Oana. Estaba
sentada en la banca de hierro de la parada, esperándolo. ¿O esperando el
trolebús nada más? Ella no lo vio venir, pero no se sorprendió.
—¿Qué pasó, Chiquita? ¿Por qué te
saliste así?
—No me entiendes, ¿verdad, Petru? —le
respondió ella sin voltear a mirarlo. Había una tristeza enorme en sus ojos.
—¿Qué es lo que debo entender?
—Yo no soportaría verlo morir. Estaba
acabado ya, ¿te diste cuenta? ¿Cuánto tiempo hará que no bebe sangre? Y luego
el pájaro... ¿cómo pudiste hacer algo así?
—¿Qué hice?
—¿Cómo pudiste? ¡Estaba aterrado! Igual
que él. Ha de tener tanto miedo...
Petru se quedó callado, observándola.
No quiso insistir, pero sintió que estaban dejando ir una oportunidad. Ya
habría otra. Sacó su celular y se puso a ver los anuncios de computadoras de
segunda mano.
—No soportaría verlo morir —repitió
Oana.
—¿Vamos a perder esta oportunidad por
un símbolo nacional?
—Eso del símbolo no lo dije yo. Yo
detesto esas cosas que sólo dividen a la gente.
—¿Entonces?
—Es que los vampiros son seres tan
mágicos, tan bellos... —todo esto lo decía Oana sin mirarlo. Sus ojos parecían
enfocados al oscuro fondo de la calle, por donde vendría el trolebús, pero no
miraba nada realmente.
Petru la abrazó porque hacía frío y
porque no quería verla triste. No le hizo falta entender sus sentimientos para
abrazarla con todo su corazón. “Ya habrá otra oportunidad”, se repitió.