miércoles, diciembre 17, 2014

El MIEDO A LOS GATOS



Cada vez que tengo que pasar por la casa de las celosías verdes me cruzo a la banqueta de enfrente. Es que da miedo: está lleno de gatos. En serio, yo he contado veintidós, pero debe de haber más. Es una construcción vieja. En teoría no está abandonada, pero nunca se ve a nadie por ahí y nadie cuida el jardín. Los gatos, que habrán encontrado la manera de meterse a las habitaciones o a los sótanos, han hecho su madriguera en esa casa y siempre están cuidándola. Pero lo que me da miedo no es eso, sino que me hablen. Sí, sí, eso dije: esos gatos hablan.
          La primera vez que ocurrió iba yo distraído, leyendo sin poner atención la placa según la cual en ese inmueble vivió un poeta famoso del siglo XIX. Y he aquí que alguien me dice:
          —Buen día, caballero.
          Ni me asusté ni me sorprendí. Era una voz común de hombre maduro, educado, y pensé que venía del interior: el dueño, que deseaba hacer amistad o necesitaba ayuda. Me asomé hasta donde lo permitía la reja de entrada. Aún intentaba escudriñar entre las sombras que parecían moverse detrás de las celosías, cuando volví a oírlo:
          —Buen día, caballero.
          La voz no venía de ninguna parte en el interior. Venía de... un gato gris, enorme, que estaba echado en los peldaños de la puerta principal y me miraba entrecerrando los ojos.
          —Le he dado los buenos días, señor.
          Aquello se me hizo tan raro que no me creí a mí mismo. Le di la espalda al gato y a la casa y reanudé mi marcha sin contestar. Me alejé lo más rápido posible. Varias veces, en el transcurso del día, volví a pensar en el suceso. El miedo de sentir que está uno volviéndose loco es horrible. Por ese mismo miedo volví: quería ver si era cierto; es decir, si volvía a pasar. Porque si volvía a pasar, entonces sí tendría que tomarme el asunto en serio y llegar a alguna conclusión. Estaba nervioso cuando llegué a la casa, así que no pude evitar mirar a los gatos como si hubieran sido alacranes.
          Me le quedé viendo al que estaba más cerca de la reja. Me incliné hacia él con cara de confesor o de psicoanalista que se dispone a escuchar. El ingrato animal me correspondió con una mirada de desprecio, se dio vuelta y me tiró un pedo antes de irse. Intenté con otro, con resultados semejantes. ¿Entristecerme? ¿Enfadarme? Todo lo contrario: estaba feliz (¡No estoy loco! ¡Ah, no estoy loco! ¡Aleluya!) Ya me marchaba silbando una canción alegre cuando oí una voz femenina que me decía:
          —Adiós, guapo.
          Sentí que me echaban hielo en la espalda y lenta, muy lentamente, me volví.
          —¿No te ibas? —me reprochó la misma voz. Venía de una gata (supongo que era gata) blanca. De nadie más que de ella. Con toda claridad había visto su hocico apestoso a gato moviéndose al tiempo que emitía las palabras.
          —¿Me-me-me hablaste? —tartamudeé.
          La gata entrecerró los ojos.
          —A ver —le supliqué—. Dilo otra vez.
          En ese momento me sobresaltó una presencia que no había sentido venir.
          —¿A usted también le da por platicar con los gatitos? —me preguntó, enternecida, una viejecilla. Me dio horror la pregunta.
          —No se apene —me dijo, con el mismo tono de ternura—. Yo también lo hago cada que vengo a dejarles sus galletas.
          —¿Y... y... le contestan?
          —¡Claro! Son animalitos muy entendidos.
          —Pero... ¿pueden... hablar?
          —¡Hablar! —se rió la viejecilla—. Por supuesto que no. Aunque usted y yo queramos verlos como bebés, son gatos.
          —Sí, sí, pero... dijo usted que platicaba con ellos.
          —Fue un decir, caballero —volvió a reírse la buena señora—. No habrá usted pensado que estoy loca, ¿verdad?
          “El loco soy yo”, me dieron ganas de decirle, pero me quedé callado. Ella continuó:
          —Lo que pasa es que les hablo y bueno, ellos me contestan con maullidos, a veces sólo con la mirada. Son muy expresivos los gatitos, ¿verdad? Y muy inteligentes. Mire usted, como saben que les traigo de comer, ya están todos aquí.
          Ciertamente, mientras yo estaba distraído en la conversación, un montón de pulgosos de todos colores se había concentrado detrás de la reja y en la banqueta, alrededor de nosotros. Dos de ellos se le tallaban en las pantorrillas a la viejecita. Me habría echado a correr si el terror no me hubiera paralizado. Como fuera, logré disimular.
          —Bueno —balbuceé—, tengo que irme. Un placer conocerla, señora.
          —Encantada, caballero.
          Me alejé despacio, volteando cada tantos pasos a ver si todo era normal. Y sí, podríamos decir. La viejecilla se quedó ahí alimentando a esos siniestros animales y hablándoles como si fueran niños. Ellos se limitaban a maullar. Maullar.
          Ese mismo viernes, en la reunión semanal de café, les pregunté a mis contertulios.
          —¿Ustedes han oído un gato que hable?
          —Claro —me contestó uno de ellos—. Ahí tienes a Benito, Demóstenes, Cucho, Espanto...
          —Silvestre —dijo otro.
          —Silvestre no habla, idiota —le rebatió otro más.
          Nadie tomó en serio mi inquietud.
          —Son gatos, no pericos —me dijo mi anciana madre el día que fui a visitarla y le pregunté.
          Por su parte, mi hermana me regañó:
          —Ya no leas tanto, te estás volviendo loco.
          Total, que mejor dejé de comentarle a la gente. Pero sé que los gatos de esa casa hablan; los he escuchado en otras ocasiones y ni siquiera tengo la satisfacción de decir que me han revelado algo de lo mucho que han de saber. Me dicen sólo lo necesario para angustiarme: un saludo, una frase suelta. Por eso ahora procuro no pasar por ahí. La calle no puedo evitarla porque necesitaría dar un gran rodeo, pero trato de caminar por la banqueta de enfrente. Aun así, se me ponen los pelos de punta cuando oigo una voz felina que me dice:
          —Buen día, caballero.

jueves, diciembre 04, 2014

Del Diccionario Enciclopédico de la Antigüedad Moderna




Monroe, Marilyn. Deidad femenina con características ctónicas y uranias cuyo culto floreció hacia el final del siglo ii a.A. Parece haber sido una figura de suma importancia para los ritos de la sexualidad que se celebraban en la antigüedad moderna. Relacionada directamente con el amor erótico y la belleza femenina, debió de crecer en importancia tras su (¿voluntario?) descenso al inframundo, sustituyendo a otras deidades lácteas de aquella era. Según Ürich, el culto de Marilyn Monroe tuvo su origen en las ciudades-estado al oeste de las Montañas Rocosas, hallándose vestigios de éste en numerosas ruinas, tablillas y objetos de alfarería rústica. De allí, el culto habría irradiado  hacia los territorios subtropicales del sur y hacia las tierras civilizadas más allá de los océanos Atlántico y Pacífico. Esta expansión tuvo lugar gracias a una forma primitiva de registro de la realidad conocida como cine, la cual consistía en la impresión químicomecánica de formas unidimensionales sobre placas continuas de un material ya desaparecido llamado celuloide. Este medio de registro llegó a adquirir gran popularidad, propiciando el desarrollo de importantes centros de culto llamados salas de cine (cinemas). Algunos de sus artífices lograron llevarlo a un grado avanzado de sofisticación y llegó a considerarse una de las bellas artes. La iconografía de Marilyn Monroe muestra una figura femenina de raza blanca, con cabellos cortos y rubios y características antropométricas de tipo opíparo. La postura es variable, habiéndose encontrado imágenes que la muestran desnuda en actitud yacente, así como cubierta con ropas de un material llamado tela, supuestamente extraído de fibras vegetales. En la mitología de la antigüedad moderna aparece protagonizando historias de amor y voluntarismo social (Lorch), las cuales debieron ejercer gran impacto sobre la conducta colectiva de aquellos seres, especialmente en las hembras, quienes trataron de adquirir por imitación las características morfológicas y las actitudes del numen. Los machos, por su parte, la convirtieron en un fetiche libidinal de primer orden, a juzgar por los testimonios hallados en diferentes complejos arqueológicos. Respecto a los sitios de culto, se sabe que el más importante estaba ubicado en el distrito de Khölivuth; aunque no tenía funciones oraculares, el templo llegó a ser un importante foco de irradiación cultural y objetivo de largas peregrinaciones. El culto de Marilyn Monroe debió de desaparecer a finales del siglo I a.A, durante una de las primeras tormentas ígneo sulfurosas que acabaron con la antigüedad moderna (ürich, lorch).

miércoles, octubre 15, 2014

Material de la sombra 1

Foto: Tayfunes



Hace rato estoy oyendo el rechinar de un columpio que se mece. Pero aquí no hay columpios. Uno podría, sin embargo, imaginarlo. Basta con cerrar los ojos y poner atención al sonido que va y viene: para acá, para allá, criiiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... No tiene hora fija para columpiarse; a veces lo hace en la mañana, a veces en la tarde, a veces en la mañana y en la tarde. Lo hace incluso en invierno, cuando el columpio, si existiera, estaría cubierto de hielo. Criiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... es algo como para arrullarse y quedarse dormido. Lástima que no le guste columpiarse en las noches, cuando tanto silencio me produce insomnio.

Si ese jardín fuera mío, compraría un columpio. Pero aquí no hay jardín.

miércoles, julio 02, 2014

LA TRISTEZA DEL RUSO





No era ruso, por supuesto, pero le apodaban así porque tenía el pelo casi blanco de tan rubio y se parecía a Ivan Drago, el ruso gigantón que había peleado contra Rocky en la película. Doce años de levantar pesas le habían dado una musculatura impresionante.
          Le gustaba el apodo. En realidad, le parecía que cualquier apodo era preferible a su nombre. Se llamaba Florentino. Y el problema no era el nombre en sí, sino el diminutivo, que se le hacía poco masculino. En la secundaria había tenido que moler a golpes a los pocos que se atrevieron a llamarlo “Flor”. Así fue como se le hizo costumbre pelear. Flor. Odiaba ese nombre, aun en las mujeres. Por eso se presentaba así: “Me dicen El Ruso”.
          En el barrio todo el mundo sabía que trabajaba para la policía. Así funcionan las cosas en una comunidad pequeña: los secretos de uno son de todos. Nadie tenía por qué traicionarlo: era un vecino callado y solitario, pero amable. Varias veces se le veía ayudando a alguna señora a cargar su bolsa de comestibles o regañando a los niños que jugaban en la cuadra sin fijarse de los coches. A la señorita de la tienda le daba ternura que pasaba a hacer sus compras y, como no tenía perro que le ladrara (sólo un gato que quién sabe si tendría nombre), se llevaba una cosa de cada cosa: un pan, un jitomate, una cerveza, una manzana, etcétera. Claro, y leche y una bolsita de croquetas para su gato. Como que no se le ocurría que comprar las cosas al mayoreo podía ser más barato y más cómodo. Pagaba y daba las gracias sin sonreír, como siempre. Tal vez quería ocultar que la señorita le gustaba, porque con los otros vecinos llegaba a ser un poquitito más expresivo.
          En su trabajo era distinto: ahí no podía ser amable. Sabía que era por su físico, más que por otra cosa, que los demás policías habían hecho de él una leyenda negra. Lo utilizaban para aterrar a los detenidos, muchas veces sin que fuera siquiera necesaria su presencia: “Déjalo ya —decían, cansados de golpear a algún sospechoso—. Si no canta, se lo dejamos al Ruso para que él lo interrogue”.
          Así era. Pero esta historia se trata de cuando se murió su gato, no de otra cosa. Nadie supo qué le pasó. Parece que ya estaba muy viejo, nada más. El hecho es que, un día, El Ruso se apareció por la tienda con cara de niño regañado y no compró una cosa de cada cosa, sino varias, como haciéndose provisiones. Excepto croquetas.
          —¿Y al gato no le va a comprar nada? —le preguntó la señorita.
          —Se me murió —respondió él. Dejó el dinero en el platón de la báscula y se fue sin esperar el cambio.
          No salió en todo el día. La señorita les contó lo del gato a todos los vecinos que llegaron a comprar algo y, para cuando se hizo de noche, el solitario duelo del Ruso era ya un chisme grande. Los vecinos más metiches y desquehacerados estuvieron pendientes de la puerta de su departamento y de la luz de la ventana, en la noche. Y El Ruso siguió sin salir. No salió tampoco al día siguiente. Quién sabe qué le haría al cuerpo del gato; tal vez lo estuvo velando. Los empleados del carro de la basura dijeron que no les había llegado.
          Al tercer día, la curiosidad se había convertido en una angustia vaga, no declarada. El barrio se sentía desprotegido sin su guardián. Alguien habló de ir a tocarle a la puerta para preguntarle si estaba bien, pero nadie quería arriesgarse a hacerlo enojar. Se echaron volados. Le tocó al de la tintorería, el más cobarde de todos. No le sirvió de nada armarse de valor: El Ruso no quiso abrirle. Finalmente, un chico de la escuela tuvo la idea que hacía falta: se puso a gritarle “¡Flor! ¡Florecita!” desde la calle.
          Sólo entonces salió el Ruso. Salió en chinga, resuelto a castigar al insolente. Le pareció que muchos pares de ojos lo observaban, disimulados detrás de las cortinas de las ventanas, pero no encontró a quien se había atrevido a perturbar su duelo. Y el duelo terminó ahí.
          La vida del barrio volvió a la normalidad.