jueves, noviembre 26, 2020

Fantasmafilia

 

Como bien sabe todo el que ha puesto un altar en Día de Muertos, hay que ofrecer algo a los fantasmas si uno quiere que vengan. Algo que apele a los sentidos. Por alguna razón que todavía estoy descifrando, no les mueve mucho el sentido de la vista. Será que finalmente aprendieron a desconfiar de las apariencias, de las engañosas formas del mundo físico. Por razones obvias, tampoco el tacto funciona con ellos. Los otros tres sentidos, sí. Son golosos y de verdad los hacen felices esos banquetes caseros que les ofrecemos cada 2 de noviembre. Con el gusto va el olfato, por supuesto. Yo les tengo su mesa especial —una mesita de madera de cerezo— y ahí les pongo sus golosinas: bombones de chocolate, lágrimas de azúcar con licor de anís, dulces de regaliz, una copa de absenta o algún licor de hierbas amargas. No, no es lo que me gusta a mí. Mi menú depende en realidad de la clase de fantasmas que me interesa invitar a mi casa. Vamos, ¿qué clase de presencias etéricas vendrían si ofrezco uno de esos platillos que halagan a la gente sin modales? Mi oferta está dirigida a espíritus sensibles que vivieron en esa época dichosa en que aún había respeto por los prejuicios y murieron dignamente de tuberculosis o de sífilis.

         Últimamente he detectado una que me tiene entusiasmado. No le interesa la comida y eso ya la eleva por encima de todos los demás. Puedo ordenar los más exquisitos chocolates de Suiza o de Bélgica y me los desprecia. Si acaso se acerca a la absenta. En cambio, ciertos olores le arrancan suspiros que llegan a mecer mis cortinas. Le gustan los perfumes, en especial los cítricos y los florales. Abrir una botella de esas fragancias en mi mesa de ofrendas es como abrir una lata de arenque donde hay gatos.  Mi fantasma toma ante mis ojos la forma de una tenue niebla opalina. Sabe recompensarme: más tarde, ya en la cama, gozaré hasta la ebriedad ese soplo helado que viene a rizar los vellos de mi pecho con retozos de chicuela.