jueves, septiembre 06, 2018

Gestación


La solitaria no sabe cómo llegó a estar donde está. Ella se cree un fetito. Y, lógicamente, piensa que el hombre que la padece es su madre. En concordancia, se le antoja lo más normal demandar comida y no hacer nada ahí más que crecer y crecer.
         Su “mamá” tiene una versión distinta. Sabe que es un hombre y que está enfermo. Un médico se lo dijo y empezó a darle pastillas.
         “Abortivos”, piensa la solitaria, sintiéndose atacada. Pero es fuerte y resiste. El amor que sentía hacia su “mamá” se transforma en hirviente ira. Ya no quiere “nacer”. Teme que, si nace, tratarán de matarla en el exterior, como hicieron con algunos dioses. Ella no es un dios y no sabría defenderse, así que tiene miedo. Se da prisa en crecer para hacerse más resistente a los venenos del médico. En poco tiempo ya es tan grande que la comida ingerida por su “mamá” no le basta. Entonces empieza a morder lo que encuentra con sus dientes feroces de lobo diminuto.
         El bisturí del patólogo la trae al mundo. Ella llama a eso “cesárea”.
         Sin nalgada de por medio, su inocente llanto de recién nacida se deja oír entre las frías paredes de la morgue.

miércoles, septiembre 05, 2018

El regalo del artista


Aquella mañana de septiembre de 1922, Arminda desayunó sólo dos rebanadas de pan con una taza de té aguado. Era todo cuanto tenía. Dos días atrás había raspado con un cuchillo lo último que le quedaba de mantequilla. Sin embargo se sentía emocionada. A mediodía iba a posar para Remo en el parque, a la orilla del estanque. Él se lo había pedido contra su costumbre. Normalmente, la pintaba en aquella ratonera de ático que él llamaba “su taller”. Ahí, con el sol de la mañana entrando por la ventanilla abierta, Arminda se quitaba la ropa y posaba para él. A veces se dejaba las medias y los zapatos.
 
 Pero aquella mañana, Remo le pidió que fuera al parque con su ropa más bonita. Quería hacer un retrato de tono campestre. Y ella, que nunca la negaba nada porque lo amaba, aceptó. Se puso un vestido de crepé color lila y encima su pelisse, revisó que su peinado de carré estuviera en perfecto orden, se pintó los labios en forma de corazón y salió de su vivienda en el segundo piso de la vecindad. Bajó las escaleras haciendo sonar alegremente sus zapatos, cruzó el umbroso patio y salió a la calle.
 
Había mucho tráfico, casi todo coches de motor, pero todavía llegaban a pasar carruajes con caballos o jinetes. La ciudad se resistía a ser moderna, mas la Edad del Progreso avanzaba rápidamente a bordo de esos tranvías amarillos que anunciaban las paradas con campanitas. A ella le gustaban mucho, pero esa mañana no tenía dinero para el pasaje y se resignó a tener que caminar.
Durante casi dos semanas se vieron ahí, en el parque, a la orilla del estanque. Junto con su caballete y sus pinturas, Remo llevaba una botella de vino y un trozo grande de pan. Trabajaban un par de horas, hasta que hacía demasiado calor o necesitaban beber. Luego descansaban echados en la hierba, mirando cómo temblaban las hojas ya amarillas de los álamos y los castaños.
 
El último día, Remo llegó al parque no con la ropa vieja y manchada que usaba para el trabajo, sino con prendas en buen estado y el bombín que guardaba para ocasiones especiales. Con mucho cuidado de no embarrarse de pintura, trabajó sin descanso durante casi cuatro horas. Arminda se sentía impaciente por ver el cuadro, porque sabía que ya casi estaba listo.
 
—Nunca podré darte un joya —dijo él después de dar la pincelada final—, pero será como si te la hubiera regalado —y volteó la pieza terminada para que ella la viera.
 
Y sí, la mujer del retrato era ella, Arminda, pero no era ella. Ésta tenía un vestido de color más vivo que el suyo y, rodeando su cuello lilial, el detalle más luminoso de la pieza: una gargantilla de amatistas.
 
Arminda habría expresado su emoción ante tal belleza, pero en ese instante la hizo sentir escalofríos un ráfaga de ese viento de septiembre que ya anunciaba el otoño y, con él, el frío.