miércoles, enero 30, 2019

La balada de las hojas


Foto: Graciela Iturbide
Lo recuerdo bien porque después de ese día nunca volví a tener problemas con las hojas: viernes 6 de junio de 1997. Eran casi las diez de la noche cuando decidimos pedir la cuenta y retirarnos del bar La Ópera. Los músicos habían terminado de tocar su ronda de valses, y Jorge, el poeta under-chic como lo había bautizado la genial Griselda Rosen, parecía saciado de carne a la tártara. Nos sentíamos jóvenes, el ambiente era agradable y la conversación no había decaído, pero por eso mismo sentimos la necesidad de cambiar de aires: algo más estimulante. El pretexto fue la presencia entre nosotros de Gil, un muchacho oaxaqueño cuya meta en la vida era llegar a ser escritor famoso. No es necesario decir que el jovencito era ingenuo. Marcos lo había llevado a La Ópera para que conociera a sus amigos escritores; es decir, a nosotros. Y Gil nos miraba con reverencia y creía todo cuanto decíamos. Todavía no cumplía veinte años. Se convirtió en una especie de mascota de los endurecidos lobos que creíamos ser.
         —¿Quieres ser escritor y nunca te has ido de putas? —más que una pregunta, fue un reproche de Jorge, el under-chic.
         —No, pero ya vivo con mi novia —se disculpó Gil, entre tímido y orgulloso.
         —No te estoy preguntando si ya coges, güey. Una cosa es coger y otra es irse de putas. ¿A poco Marcos no te ha enseñado? Buen maestro que escogiste.
         —No. Es que no me interesa —el muchacho parecía cada vez más turbado, pero aún tenía convicción—. No me llama la atención.
         —¿Por qué? —le pregunté. Lo estábamos acorralando entre todos, a ver si sacaba a relucir su moralina. Entiéndase: nos sentíamos poetas malditos o, por lo menos, de los de la Revista Moderna, que eran malditos versión Tiny Toons.
         —¿No sabes que ahí es donde tiene lugar la iniciación poética?
         —Es el encuentro con la cara oscura de la Diosa Blanca.
         —El rito de Orfeo por el que todo poeta debe pasar.
        —La Dama del Lago dándote las órdenes de la caballería andante.
         —Vamos a llevarlo con La Parca —dijo Gutiérrez, que hasta entonces no había hablado.
         —Pero primero que vaya entrando al ambiente. Para calentar motores.

***

Después de las diez de la noche, El Evento ofrecía su última variedad. Era un table dance en el sótano de un edificio viejo en la calle de López, a una cuadra de la Alameda Central. Seguro muchos de ustedes lo conocieron. Pues de La Ópera allá nos fuimos caminando. Estábamos acostumbrados al lugar y ya no reparábamos mucho en las diferencias que tenía con otros del mismo tipo. Dos grandes ventajas: una, como había pocos clientes era fácil agarrar mesa junto a la pista y quedarse ahí un buen rato sin tomar mucho y sin que los meseros estuvieran jodiendo con que si íbamos a querer algo más; y dos, las chicas cobraban barato y no bailaban una sola canción, sino dos o tres o hasta más por un solo boleto, dependiendo de qué tan bien les cayera el cliente o qué tanto pudieran sacarle después. Eso sí, no había beldades ahí. Todas eran del pueblo, no estudiantes metidas a ficheras como las de otros antros.
         Siguiendo el consejo de Juan Malavé, un autor de novelas policíacas que esa vez no iba con nosotros, pedimos Bacardí blanco: es tan corriente que no vale la pena adulterarlo. En el transcurso de dos cubas, el inexperto Gil pasó de una actitud de asombro a un evidente estado de lujuria. Nos dimos cuenta de que no sólo no se había acostado con una puta, sino que ni siquiera había entrado a un lugar de ésos.
         Me fijé en una mujer que se veía como de cincuenta años pero muy conservada: sólo su cuello y sus manos delataban la edad. Tenía unas piernas bien esculpidas que veinte o treinta años atrás debieron de ser perfectas, nalgas de buena bailadora y cinturita de avispa; sólo las tetas se le veían medio jodidas. Quién sabe cuántas friegas se habrían llevado en ese oficio. Lucía un minivestido de lycra roja y calzones blancos que de vez en cuando asomaban contrastando llamativamente con el vestido. Pero lo más atractivo de ella era su cara: la cara de la lujuria, del vicio; hasta sonreía de lado y se dejaba el cigarro colgando entre los labios pintados, como las mujeres caídas de las viejas películas mexicanas. Era Lupita Tovar en Santa, pero todavía mejor para ese papel, con todo y su edad. Remataba su atuendo una corona de hojas secas.
         Le pedí que se sentara conmigo, viendo que mis amigos ya estaban bien acompañados. Les invitamos copas. Les echamos el cuento de que estábamos celebrando el cumpleaños número dieciocho de Gil y por eso habíamos ido ahí: para apadrinarlo en su debut como hombre. Quién sabe si nos creyeron o no, pero una de ellas, la más joven, le brindó al oaxaqueño su participación en el show. Y se esmeró en la bailada. Se quitó la ropa despacio y con mucha sensualidad y, cuando quedó ya sólo con las zapatillas de plástico transparente, se pegó a nuestra mesa y se puso a mostrar sus encantos en todas las posiciones: en cuclillas y con las piernas abiertas, de espaldas y agachada hasta que sus cabellos barrían la pista, trepada en el tubo, rodando en el piso como gata en celo...
         Íbamos a empezar a comprar boletos para los bailes privados, pero entonces mi cincuentona del vestido rojo me preguntó qué planes teníamos para el estreno de Gil. Le dije, mientiendo quién sabe por qué, que pensábamos buscar una chica en Sullivan o en Insurgentes.
         —Yo sé de una casa —dijo— donde los van a atender como reyes —y como vio que yo ponía cara de interesado, continuó—: Está en la colonia Roma.
         Lo cierto es que su sugerencia no me despertó la menor curiosidad. Yo quería seguir ahí, con ella. Me encantaba su corona. Eran hojas secas de verdad, algunas hasta tierra tenían todavía y olían a bosque húmedo. Y es que creí ver en eso un mensaje del destino porque, justo en esos días, yo tenía en mi casa una plaga de hojas secas. No sé de dónde venían porque yo nunca abría las ventanas (daban a un oscuro y claustrofóbico mini patio: para qué abrirlas). Y para hacerlo más inexplicable, estábamos a principios de junio y ninguno de los árboles de la ciudad había perdido su verdor. Sin embargo aparecían todos los días, en todas las habitaciones, cubriendo los pisos. Yo las barría por la tarde, al llegar de la editorial donde trabajaba, y en la mañana ya andaban ahí otra vez, rodando, arrastradas por el viento de las casas deprimidas.
         La muchacha del show ya había terminado y se hallaba sentada en las piernas de Gil. Como él  ya le estaba proponiendo redimirla de esa vida, mejor pedimos la cuenta y sacamos de ahí a nuestra mascota. Les dije del burdel en la colonia Roma donde nos tratarían como reyes.

***

El taxi hizo escala en un cajero automático, de donde todos menos Gil sacamos dinero, y luego nos dejó ante una casa cubierta de hiedras cerca de la calle de Tonalá. Una puerta grande, de madera labrada y en excelente estado, nos hizo presentir que los manjares del lugar no serían baratos. Seguramente, pensé, Santa (mi Santa de la corona de hojas secas) trabajó aquí en sus buenos tiempos y cuando envejeció ya no la dejaron seguir. ¿Dónde estaría Hipólito? No le dije nada a nadie, pero comencé a sentirme insatisfecho. Se me ocurrió que mejor me hubiera quedado en El Evento; le hubiera dicho a mi Santa cincuentona que lo que me iba a gastar en esta casa fifí mejor me lo gastaba con ella. Pero los otros sí estaban animados. También les había gustado la idea de cambiar la decadencia de La Parca por algo mejor y esto parecía cumplir muy bien con el propósito. Podía satisfacer el under-hedonismo del under-chic.
         Un portero mal encarado, que sostenía de la correa un peor encarado rott-weiler, nos hizo atravesar un jardín bien cuidado, lleno de flores perfumadas y con una fuente blanca con luces azules en el centro. Nos llevó a una sala art nouveau y ahí nos dejó con la promesa de que nos atenderían en seguida. Efectivamente, instantes después llegó una mujer como de cuarenta años, sin aspecto de madame de película; lejos de eso, tenía una cara dulce de tía solterona que hornea galletas para sus sobrinos. Nos preguntó si queríamos tomar alguna copa, cortesía de la casa. Como ya se nos estaban bajando las cubas y no nos sentíamos cómodos, pedimos otra vez ron, sólo que ahora nos dio pena decir la palabra Bacardí. La madrota, edecán, manager o lo que fuera nos dio a escoger entre varias marcas. Jorge, Marcos y yo pedimos Appleton Dorado, Gutiérrez pidió Don Q y Gil un Solera (el Bacardí no tan barato que acostumbrábamos los oficinistas de entonces).
         —Enseguida vienen las copas y las chicas —dijo la mujer, con el acento de alguien que ha vivido mucho tiempo en el extranjero o desea dar esa impresión. A punto de desaparecer por la puerta, se dio la vuelta y nos preguntó si era la primera vez que íbamos y si sabíamos cuánto costaban los servicios. Como negáramos, nos dijo una cantidad: era considerablemente más de lo que esperábamos, pero no quisimos pasar la vergüenza de apurar las copas y retirarnos.
         Resultó que, en cuanto a belleza, las muchachas valían el precio: todas jovencitas con aspecto de hijas de familia. Ni siquiera bajaron en lencería como en otros lugares. Traían ropa de calle, de la que podrían usar perfectamente para ir a sus clases en una universidad privada. Lo único que se les veía,  y eso no a todas,  era un poquito del elástico de los calzones, que los jeans no alcanzaban a cubrir. No, me dije al ver todo ese encanto, no creo que Santa haya trabajado aquí. Ella estaría muy buena, pero seguramente nunca se vio fresa. Y éstas sí. Se presentaron por sus nombres y nos dijeron que escogiéramos con calma, mientras nos terminábamos la copa.
         Todos mis amigos se fueron con alguien, menos yo. Yo no quería acabarme mi sueldo pagando esas muchachas tan caras. Y tampoco tenía ya interés. Mi mente estaba llena de hojas secas.
         Le pedí a la madame otra cuba de Appleton y me quedé en la sala, hojeando una revista de manualidades para señoras, mientras los poetas malditos resolvían sus asuntos.

***

Un par de horas después, ya en la calle, dimos la juerga por terminada y nos despedimos. Cada quien tomó su camino. Se sentía en el aire ese olor profundo de las madrugadas en la Ciudad de México, que parece venir del pasado, de los canales de Tenochtitlán. Volví a pensar en Santa. Ni siquiera le había preguntado su nombre y lo peor era que en El Evento había mujeres que iban una vez o dos y luego no volvía uno a verlas. Me acordé de una ocasión, en Mérida, cuando a un amigo entrañable lo dejó impresionado una muchacha que conoció en un cabaret. Me dijo: "¿Has visto cómo queda una jerga de cantina después de limpiar meados y vómitos de borrachos? Pues así me dejó por dentro esa mujer". Y así me había dejado a mí la cincuentona: Santa. “Santita”, como le decía Hipólito.
         Estaba por amanecer cuando volví a El Evento. Aún no cerraban, pero ya habían apagado las luces de la calle y ya no había cadeneros cuidando la entrada. Bajé al sótano por la escalera en penumbra, sin que nadie me lo impidiera.
         Todo estaba en silencio: ya no había ni música ni clientes ni meseros ni más chicas que Santa. En efecto, ella era la única presencia allí. No se veía muy sobria. O tal vez sólo era que ya estaba cansada de los tacones altos y por eso se movía con torpeza entre las mesas. Estaba barriendo. Acercándome más a ella, vi que tenía el maquillaje todo corrido: el rimmel hasta en la nariz y el labial embarrado. Pero su corona de hojas secas lucía en perfecto estado, brillando en la penumbra como si le hubiera caído encima polvo de mariposas.
         —Ayúdame —me dijo, y me dio otra escoba que estaba por ahí y una bolsa negra de plástico.
         Sólo entonces me di cuenta de que el piso del tugurio estaba cubierto de hojas secas.
         Obedecí. Me puse a barrer y vaya que me costó trabajo. Es que en algunas partes no era posible barrer la hojarasca porque el suelo estaba pegajoso con las bebidas derramadas por los borrachos durante la noche. Apestaba a ron, a cerveza agria, a ceniza de cigarrillos. Varias veces tuve que agacharme y desprender las hojas con los dedos, en pedacitos. Hasta el baño, tan asqueroso, dejé limpio. Di por terminado mi trabajo sólo cuando Santa me dijo:
         —Ya vámonos —y me tomó del brazo como las mujeres de antes tomaban a los hombres de quienes se sentían orgullosas.
         A la luz de la mañana, tan insolente, las arrugas y los arañazos de la vida se le notaban mucho más. No me importó. Nos detuvimos a desayunar tortas de tamal y atole de arroz en un puesto tempranero y luego seguimos hacia mi casa, en la calle Belisario Domínguez.
         Me hizo feliz que Santa no criticara nada, que no dijera nada del desorden de mi vivienda ni del olor a aire encerrado ni de la humedad que había llenado de roña las paredes. Me tomó de la mano y me llevó a la recámara como si ya conociera el lugar y sus rincones.
         —Ponte cómodo, mi amor —me dijo, mientras encendía un cigarrillo y sacaba de su bolso dos condones, un tubo de lubricante K-Y y una botella de algo que parecía aceite para bebé pero era verde como el absinto. Dispuso todo eso en el buró. Luego me preguntó si empezaba a desnudarse o si yo prefería quitarle la ropa. Le dije que lo hiciera ella así como estaba, de pie, para poder verla por todos lados.
         Todavía fumando, se quitó la ropa despacio, con estilo, aunque creo que le dio un poco de asco pisar mi alfombra vieja con los pies descalzos. Sólo la corona se dejó puesta. Sus pechos ya no eran jóvenes ni firmes y tenían los pezones un poco hundidos, pero irradiaban la belleza de una larga experiencia. En su vientre, en un alfabeto que debía leerse con los dedos como el braille, las estrías contaban las historias de todos los hombres que la habían amado.
         Se subió a la cama, me metió entre los labios lo que quedaba de su cigarro y comenzó a darme masaje con su aceite verde en los hombros, luego en la espalda. Se bajó a mis nalgas, me abrió las piernas y metió la mano entre ellas. Sus dedos ahí se volvieron morosos y expertos. De tiempo en tiempo, me daba un rozón en la espalda con sus pezones, que se sentían frescos y suaves. Me dijo: “Voltéate”. Ya boca arriba, tuve las manos libres para acariciarla yo también. Ella continuó con el masaje, pintándome todo de verde sin que yo me diera cuenta.  Quería que me quedara dormido. Y me quedé dormido recordando una trapecista muy bella que vi en el circo hacía muchos años.
         Cuando desperté, Santa ya no estaba por ninguna parte. Tampoco estaban las hojas secas. No volví a tener hojas secas en mi vivienda.

miércoles, enero 23, 2019

EL TEMPLO EN LA COLINA

Imagen: Carl Friedrich Lessing

En lo alto de una colina cubierta de pinos hay una iglesia de piedra rosa. Se dice que el peregrino que entra ahí ya nunca sale.
         Aunque se halla en la cima, no se ve desde abajo porque la tapa el bosque. El camino que asciende es difícil de encontrar. Es una vereda serpenteante que —dicen— aparece y desaparece. Quienes suben, saben que están por llegar cuando se empieza a sentir frío y flota en el aire una fragancia de romero.
         No son los cansados de la vida quienes llegan buscando la iglesia de piedra rosa; son los que tienen anhelo de otro mundo. Casi todos llegan solos, pero a algunos los acompaña un pariente: sus padres, su esposo o su esposa o algún hijo. Se les ve despedirse al inicio del camino, si les es dado que lo encuentren, porque no está permitido que suban acompañantes. Así que el que ya no ha de regresar continúa solo. O casi solo, pues dicen que a partir de ahí lo guía un ángel.
         Por algún motivo, quizá porque son inocentes, a los niños sí se les permite subir y bajar, aunque no entrar a la iglesia de piedra rosa. Y algunos van por curiosidad, en pequeños grupos para cuidarse unos a otros. Desde la orilla del bosque, observan con supersticioso respeto cómo las puertas se abren para recibir al peregrino y se cierran cuando él ha entrado. Hay mucha luz adentro —dicen esos niños—: una luz como de muchísimas velas. Y es de ahí de donde sale el olor a romero.
         Nunca han visto salir a nadie.

EL CUADRO DE LAS HERMANAS (con los personajes de La sed de la mariposa)

Sentado en un sofá destripado, Orlando dejó que su mirada flotara libremente en la penumbra de esa bodega de cosas viejas, yendo de las repisas con libros y libretas escolares al excusado convertido en maceta para helechos, y del pesado televisor de bulbos al altero de cajas que contenían quién sabe qué. Inopinadamente llamó su atención un objeto que se hallaba recargado en la pared, detrás de un montón de discos LP.
         —¿Puedo ver ese cuadro? —le preguntó a Damiana, quien estaba en el otro extremo del sofá acariciando a su gata y distraída en sus propios pensamientos.
         —Si puedes preguntarme eso es porque lo estás viendo, ¿no? —le respondió ella, con su implacable lógica de siempre.
         —Perdón, quise decir: ¿Puedo examinarlo?
         —Estoy cavilando sobre el futuro del planeta y me interrumpes para preguntarme esa idiotez. Examina lo que quieras.
         Aun antes de que terminara la frase, el chico ya se había levantado del sofá. Hizo a un lado los discos, despertando una nube de polvo que brilló en la penumbra como si hubiera sido de oro. Levantó el cuadro, lo sacudió con cuidado y se lo llevó para mirarlo al haz de luz que más o menos lograba entrar por un ventanuco. Era un óleo sobre tela, sin marco, que mostraba a dos muchachas: una sentada en una silla y la otra de pie detrás de ella, peinándola. Orlando lo contempló largamente y al final preguntó:
         —Dam, ¿cómo llegó este cuadro aquí?
         Ella levantó la vista de la gata.
         —A verlo. ¿Qué cuadro es?
         Orlando se lo enseñó desde donde estaba.
         —Ah —dijo ella como si no tuviera importancia—. Mi padre se lo ganó a un borracho en una partida de ajedrez.
         —¿Y no sabes que puede valer mucho?
         —¿Crees? —Damiana se levantó por fin del sofá.
         —Estoy casi seguro.
         —¿Cómo de cuánto estamos hablando?
         —No sé. Mucho.
         —Pero, ¿como cuánto es “mucho”, Orly de frambuesa?
         —Bueno, no tanto como un Matisse o un Van Gogh, pero creo que con lo que te pagaran por él podrías dejar de delinquir unos meses.
         —¿Estás seguro?
         —Seguro seguro, no. No soy experto. Pero podríamos preguntar.
         Damiana se quedó pensando. Tenía a Orly por un chico inteligente y no se tomaba a broma nada que él dijera en serio.
         —¿Tú conoces a alguien que pudiera decirnos? —le preguntó.
         —No. Pero podríamos llevarlo a una galería.
         —¿Para que me estafen? ¡No, gracias! —reclamó ella, casi ofendida.
         Orlando ya estaba acostumbrado a la peculiar lógica de sus reacciones y sonrió:
         —Perdón, Dam, pero si tanto lo valoras, ¿por qué lo tenías ahí arrumbado?
         —No estaba “arrumbado”. Aquí todo tiene su lugar.
         —Bueno —sonrió el chico una vez más—, voy a ver si en internet averiguo cuanto puede valer —sacó su celular y le tomó una foto al cuadro—. Ya me voy.
         —¿Ya te vas, Orly de pistache?
         —Sip.
         —Está bien.
         Ella lo dejó ir, cerró la puerta y volvió a su sofá para pensar.
         Toda su vida la había pasado ahí. Esa bodega era la parte trasera de su casa, y su padre se la había dado a ella, junto con todo lo que contenía, que eran los recuerdos de la familia. Así veía el señor todo eso que para la gente normal era basura. “Son recuerdos”, decía, y no permitía que se tirara nada. Por eso nunca se le ocurrió a ella que entre todos esos triques pudiera haber algo valioso. ¿Sería verdad lo que decía Orly? ¿Y si era una broma nada más?
         Damiana no pudo quitarse el cuadro de la mente. Volvió a examinarlo quién sabe cuántas veces, como si tratara de descifrar un texto en un idioma arcaico. Y en la noche tuvo pesadillas con él. Soñó que ella era una de las chicas del cuadro: la que estaba de pie. La otra, la que hallaba sentada, empezaba a regañarla sin darle la cara: “¡Me estás jalando, estúpida!” Era una voz cargada de ira, de odio. “¡No sirves para nada!” Y Damiana no contestaba; se dejaba humillar y simplemente seguía con su tarea en silencio. De pronto la otra chica se volvía hacia ella. Entre la enmarañada cabellera negra, Damiana veía una cara horrible, una cara de bruja mala. Una bruja que tenía los rasgos de Emanita. Pero Emanita estaba muerta; había muerto en un accidente. ¿Por qué la soñaba ahora?
         Cuando despertó, en la oscuridad de la madrugada, tenía miedo. Encendió la luz y fue a la bodega a buscar el cuadro. Estaba ahí, en su lugar, recargado contra la pared: una criatura viva, hostil, un monstruo enano que en cualquier momento saltaría sobre ella.
         Damiana trató de reírse de sí misma y del cuadro. Y con la risa, más o menos, exorcisó su miedo. O mejor dicho, lo transformó en una extraña variedad de ojeriza.
         Volvió tranquila a su recámara y pudo conciliar el sueño.
         A la mañana siguiente, lo primero que hizo fue llamar a Orlando:
         —¿Averiguaste algo de mi cuadro?
         —Estuve buscando —le contestó él, con voz de que acababa de despertar—, pero no encontré nada.
         Damiana reaccionó como si ésa hubiera sido la respuesta que deseaba oír:
         —¿Entonces no tiene ningún valor?
         —Hay que llevarlo con algún experto.
         —Si no está en internet es que no vale gran cosa.
         —No, oye. No fue eso lo que quise decir.
         —Es suficiente. Gracias —Damiana no esperó a oír más. Fue a la bodega en busca del cuadro.
         Conociéndola, Orlando se apresuró a regresar con ella. Pero tuvo muchas cosas qué hacer: desayunar, ir a la escuela, comer, discutir con su madre un asunto doméstico... cuando por fin llegó a la bodega, ya en la tarde, se encontró con que tenía que ir a sacar el cuadro del bote de la basura. Pero aún así no pudo salvarlo: Damiana había cortado la tela en varios pedazos con una navaja.
#LaSedDeLaMariposa, #AgustínCadena

jueves, enero 17, 2019

Magia negra



Toma esta semilla. Plántala en una olla que se haya usado sólo para hacer café. Riégala un poco los martes y los viernes cuando esté por dar la medianoche. Crecerá una planta con flores negras. Córtalas con un cuchillo de hombre y muélelas en un molcajete nuevo. Te quedará una pastita como sangre coagulada. Ésta la vas a echar en un cuarto de mezcal y la vas a dejar ahí 28 días. Al cabo de éstos tendrás un perfume. Rocías unas gotitas en las sábanas de tu cama cada vez que lleves una mujer. Si es el amor que te toca, vas a ver que la cama sale volando por la ventana y se va a playa y en la playa se convierte en una barca y se pierde en el mar. Nunca se volverá a saber de ustedes, pero para qué quieren regresar a la tierra si ya encontraron el amor. Ahora que, si no es la mujer que te toca, la cama se convertirá en una yegua bronca, saltará por la ventana y se los llevará a correr toda la noche. Cuando despiertes en la mañana, ya no te importará nada. Dirás que para qué quieres encontrar a la mujer que te toca si con la que no te toca es tan grande el placer.

miércoles, enero 16, 2019

Teoría de los cuadritos


Al nacer varón, la sociedad me asignó un cuadrito para moverme dentro de él, diferente al asignado a las niñas. Ser primogénito significó otro cuadrito que, sin darme cuenta, determinaría mucho de lo que se esperaba de mí. Luego vinieron otros cuadritos: ser de una familia tal, vivir en un barrio tal de una ciudad tal. Y con estas asignaciones vinieron las líneas rojas y las expectativas por las que se me hacía responsable: ¿por qué tenía que aguantarme las ganas de llorar sólo por ser hombre? ¿Por qué no podía jugar con una muñeca y en cambio debían gustarme los balones? (Nunca me gustaron, hasta la fecha no me gustan, nunca van a gustarme), ¿Por qué no podía salir descalzo a la calle o limpiarme los mocos con la mano, como sí les estaba permitido a otros niños?
          Al crecer y empezar a creerme listo, caí en la trampa: sacarle partido al sistema de ventajas de cada cuadrito, porque ser un alumno aplicado es diferente que ser un burro, ¿no es así? El encierro es ligeramente menos estrecho, aunque el discurso oficial de la sociedad diga que es mucho menos estrecho. No me daba cuenta de que todo era lo mismo: no importa cuántas veces cambies de cuadrito, siempre estarás en uno. Jamás en un círculo ni en un rombo.
          Viviendo en el extranjero durante muchos años, me ha parecido esto más y más asfixiante y más y más perverso. ¿Por qué tengo que bailar salsa sólo porque soy latinoamericano? ¿Por qué el ser mexicano me obliga a ser alegre y bebedor?
          Un día, un policía de un país europeo me contó una anécdota: llamaron de un centro comercial para que fueran a arrestar a dos adolescentes que habían sido sorprendidos robando. Los oficiales acudieron y subieron a la patrulla a los dos chicos. Uno de ellos era de una minoría étnica; el otro era blanco. En el camino, el policía que iba en el asiento del copiloto se puso a sermonear al niño blanco: “¿Por qué robas?, ¿qué educación te han dado tus padres?, ¿No te da miedo ir a la cárcel?” y así durante una hora, hasta que se cansaron de dar vueltas y dejaron libres a los dos ladrones. El castigo para el niño blanco fue ser interrogado y sermoneado; el del otro chico, ninguno. A él ni siquiera lo miraron. ¿Por qué? Porque era de una minoría. Para qué perder el tiempo con él; de todas maneras —me explicó el policía— iba a acabar mal. Cuestión de cuadritos, ¿verdad?
          Pues de eso quiero yo hablar cuando escribo para jóvenes: del derecho de todos a romper cuadritos. De la necesidad de hacerlo. Quería mostrar que lo que más perturba a la sociedad respecto a los lobos con piel de oveja no es lo peligroso del lobo (¿qué puede hacer un pobre lobo solitario contra el gigantesco rebaño y sus perros pastores?). No, no es eso: no es el peligro. Una vaca con piel de oveja produciría el mismo grado de angustia social. ¿Por qué? Porque se está moviendo en un cuadrito que no le toca. Hay que matarla o aislarla a como dé lugar, por el bien de “nuestros valores”.
          La vaca (o el lobo para el caso) tiene una posibilidad de salir bien librada: aprender a balar, no volver jamás a mugir y olvidarse de que es vaca.