Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
EL VINO Y LA HIEL
viernes, enero 06, 2023
MEMORIA DE LOS ZAPATOS
Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
lunes, enero 02, 2023
GALLETAS DE COCO
A mi amiga Sol,
que sabe de estas cosas.
Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di
cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de
gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la
permanente.
Fue por mi costumbre de
ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo
lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras
espera. Éste anunciaba una feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada
que hacer ese fin de semana y decidí ir.
Era en un terreno baldío
en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba
pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados
entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle
porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y
todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe
cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como
feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas
con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de
carrito de helados.
La mujer del permanente
morado tenía un puesto de galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría
pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de
hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena
y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y
eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y
no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí
irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de
caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada
grasa.
En todas partes había
mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana.
Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa
trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados.
Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis
galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.
—Para la puesta de sol,
todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer
del permanente morado.
Le sonreí nada más.
—¿A ti no te gusta bailar?
—me preguntó.
—No sé cómo se baila esa
música.
—Como quieras. Yo ya me
voy.
—¿Y las galletas? Están
muy buenas.
—Ya las vendí todas y no
tengo masa para hacer más.
Ciertamente, se había
quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que
dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del
cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.
La vi caminar hacia la
salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y
corrí a alcanzarla.
—Oye, ¿vas para la ciudad?
—Sí. ¿Tú también?
—Sí. ¿Puedo irme contigo?
Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.
—La parada del autobús
está aquí cerca.
—Me he de haber bajado
antes.
—Vamos, pues —me dijo, y
se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.
En el camino empezamos a
platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la
zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar
por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos
la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los
jóvenes. Los pájaros terminaban su día
de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.
—Antes había urracas por
aquí.
—¿Urracas? No recuerdo
haber visto ninguna.
—Porque ya no hay. Se
fueron cuando llegaron las fábricas.
No dije nada más. No supe
qué decir.
—Crecí por aquí cerca
—continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.
—¿Tenías una bicicleta? Ya
sé de qué color era —bromeé.
El cielo se había puesto
amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos
en su casa.
Muchas personas dicen que
su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.
Me fui a vivir con ella, a
su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas
que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a
hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba
de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar
volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis
ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y
corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso,
imparable, que inundó todo mi mundo.
Lo único que me calma es
estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a
shampú de uva de su pelo rizado.
viernes, octubre 28, 2022
La balada de Mirtila
Por no lavarse las manos
como bien se le advirtió,
Mirtila comió algo sucio
y de la panza enfermó.
Sentía retortijones
y una gran inflamación.
Le dieron té de canela,
toda clase de infusión.
Su madre estaba angustiada,
igual su padre y su abuela.
La llevaron a consulta
y pudo faltar a la escuela.
“Tienes una solitaria”,
fue lo que dijo el doctor.
“¿Eso es una enfermedad?”,
preguntó ella con horror.
“No, no es una enfermedad,
es nada más un bichito
que ha hecho su casa ahí.
Lo traes en tu estomaguito.
Mas no te asustes, pequeña.
Llevará tiempo echarlo,
pero esta gran medicina
bastará para sacarlo”.
Con esta extraña noticia
volvió Mirtila a su casa.
Mil cosas iba pensando
de la criatura en su panza.
Una tira color fresa,
Mirtila la imaginaba.
Con sus manos y sus dedos,
planita, blandita y larga.
La solitaria dormía
en su planeta hecho de carne.
Mas a veces despertaba
o la despertaba el hambre.
Lo que Mirtila comía,
todo llegaba a esa boca:
pasteles y golosinas,
carne, verduras y sopa.
A veces, si estaba llena,
con sus minúsculos ojos
se ponía a ver su casa,
su mundo de tonos rojos.
No sabía que era un bicho,
menos un padecimiento.
Creía ser un bebé
esperando el nacimiento.
Pobre, ilusa solitaria:
pensaba que tendría cuna,
biberones y juguetes,
y que en las noches de luna
la arrullarían con canciones.
Que crecería grandota,
la llevarían a excursiones
y vestiría a la moda.
Y Mirtila, fantasiosa,
empezó a tener la idea
de que estaba embarazada
y no de una criatura fea,
sino de una bebecita
que gestaba en su barriga.
A su tiempo nacería:
hija, juguete y amiga.
Y aquí viene lo más triste
de esta historia verdadera:
gracias a las medicinas
y a su madre y a su abuela,
muerta nació la bebé.
Mirtila no pudo verla.
El médico la guardó
en beneficio de la ciencia.
Mirtila volvió a estar bien,
mas siempre recordaría
con una extraña nostalgia
la huésped que tuvo un día.
viernes, noviembre 26, 2021
BATALLAS CELESTIALES
Cuando era yo niño, en los años sesenta del siglo pasado, Ixmiquilpan era un pueblo chico, todavía fiel a sus tradiciones. La más importante de ellas era un secreto celosamente guardado por los ixmiquilpenses y tenía que ver con las celebraciones en honor de San Miguel Arcángel, cada 29 de septiembre. Para quien no lo sepa, el general de los ejércitos celestiales, azote del Diablo, defensor de las naciones fieles y guardián de la llama azul es el santo patrono de Ixmiquilpan. Nuestra iglesia principal —ese austero edificio colonial, mezcla de convento y fortaleza— se encuentra dedicado a él. Si las puertas están abiertas, al pasar por el exterior puede uno verlo, allá al fondo, presidiendo el altar mayor, con su uniforme de legionario romano y su gladio en alto en señal de victoria.
Durante todo el año nos preparábamos
para la gran fiesta, haciendo acopio de unos cohetes muy especiales que no
venían de China, como los demás, sino que eran fabricados por nuestros artesanos
pirotecnistas, siguiendo una fórmula ancestral y bajo el más estricto voto de
secreto. Estos cohetes eran de dos colores, blancos y rojos, y cada habitante
del pueblo —niños incluidos— debía elegir uno de los dos y reunir tantos de
éstos como alcanzara su presupuesto. Parte del plan era que siempre habría más
blancos que rojos.
Algunas personas se preguntarán cómo es
que un pueblo tan descuidado, tan saqueado, tan interesado sólo en el comercio
y nunca en la cultura ha podido producir una abundante y decorosa nómina de
artistas visuales, hombres y mujeres de letras, músicos y artistas escénicos.
Yo creo que la respuesta se encuentra en esa centenaria tradición. Estoy seguro
de que nada tiene tanto poder para fecundar la imaginación como el espectáculo
de la noche de San Miguel Arcángel.
A riesgo de ser linchado por mis
paisanos —que mucho saben de linchamientos— por revelar un secreto más grave
que el de una infidelidad, un incesto, una enfermedad vergonzosa o un crimen
inconfesable, voy a ser el primer ixmiquilpense de la historia que cuente lo
que hacíamos. Antes de juzgarme, sepan que, si aún viviera esa hermosa
tradición, mi boca estaría sellada. Pero, puesto que los teléfonos celulares
acabaron con ella, me atrevo a romper el silencio. ¿Que qué culpa tienen aquí
los celulares? Pues el asunto es que, como ya dije, la celebración era secreta,
tan secreta que nadie se atrevió jamás a tomar una foto ni a hacer un video ni
a contarle nada a ningún periódico. Si llegaba a suceder que el día de la fiesta
hubiera fuereños de visita, alguien se encargaba de emborracharlos para que no
vieran nada. Pero ahora es demasiado fácil tomar fotos o incluso transmitir en
vivo, y ya no nos sentimos seguros: el traidor podría estar en cualquier lugar.
En fin, para el amanecer del 29 de
septiembre, ya todo el mundo sabía de qué lugar iba a quedar, según el color de
cohetes que había almacenado: de un lado estarían los blancos y de otro los
rojos. Desde el mediodía ya no había nadie en las calles, ninguna tienda estaba
abierta, ningún médico respondía llamadas de emergencia. Hasta los policías se
iban tranquilos a la celebración, sabiendo que ese día nadie tendría tiempo
para infringir la ley. Ixmiquilpan era un pueblo fantasma.
Al filo de la medianoche, con toda luz
eléctrica apagada, daba inicio la gran batalla. Al estallar en el cielo, los
cohetes formaban los ejércitos. Entre los relámpagos de pirotecnia de la ira
divina, San Miguel Arcángel aparecía en el oriente, deslumbrante en su uniforme
de legionario, blandiendo contra la noche la llama incendiaria de su espada.
Detrás de él, su ejército comenzaba a formarse (cada cohete blanco era un
soldado para él): las cohortes y las centurias que se mantuvieron fieles al
Poder del Cielo. Siguiendo la formación en triple línea, la triplex acies, aparecían primero los
arqueros, que mantendrían fuego de cobertura mientras las tropas de vanguardia
lanzaban el primer ataque: una lluvia de luces blancas en el cielo nocturno.
Delante de ellos y más espectacular aún, se formaría la infantería pesada con
sus enormes escudos y sus armas cortas y largas. Al frente, los vélites
celestiales esperando la orden de arrojar sus jabalinas. Hasta donde los
mortales estábamos operando los cohetes, en el pobre planeta Tierra, en nuestro
insignificante asentamiento, llegaban los olores de la guerra: el del hierro y
el del cuero, el del sudor y el de la adrenalina de los nerviosos ángeles. Era
un momento tan emocionante que los niños pequeños se ponían a gritar y las
señoras se estrujaban las manos.
En el campamento enemigo, cada cohete
rojo formaba un soldado: los ángeles rebeldes que prefirieron dar su lealtad al
orgullo y a la soberbia. De ninguna manera era una visión menos fastuosa que la
otra. Al frente, por supuesto, aparecía Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas,
el portador de la luz, en toda su escalofriante majestad, envuelto en un halo
verdeamarillo de azufre y fuego telúrico, con sus negros bucles ondeando como
banderas de muerte y su mirada de tigre, enseñando los dientes y lamiéndose los
labios, con esa lujuria por la sangre enemiga que distingue a los nacidos para
el combate. Detrás de él, el tenebroso esplendor de Lilith, la Luna Negra, la
reina de los Qliphoth, lanzando escupitajos de odio; en su opulenta cabellera,
enredados como trofeos de guerra, tintineaban los corazones de todos los
hombres mortales que perdieron su alma por pasión de mujer. Venían luego los
otros jefes de las tribus infernales: Samael, Príncipe de los Íncubos, y
Moloch, Dagon, Belial, Beelzebú y los Yetzer Hara... y con ellos las legiones
de las jerarquías inferiores, todos en un frente compacto y caótico, en
contraste con la ordenada formación de los soldados celestiales. No lucían
uniformes, pero era fácil distinguirlos porque se vestían con pieles de animales
a la manera de los bárbaros y blandían hachas, martillos y sables curvos.
Generalmente, las huestes infernales
eran las primera en atacar. Se lanzaban contra su odiado enemigo entre gritos
salvajes. El choque era tan brutal que el cielo parecía arder como si toda
Ixmiquilpan se estuviera incendiando. Y así duraba hasta cerca del amanecer,
cuando las últimas luces de las hordas bárbaras, como las últimas estrellas de
la noche, se disolvían en la inminencia del alba. No podía ser de otra manera.
La producción anual de cohetes estaba infaliblemente calculada para este
desenlace. Fue de ahí que nació mi plan: la que sería la travesura más grande
de mi vida.
Empecé a esconder algunas docenas de
cohetes rojos, que luego serían cientos. Si de todas maneras los rudos iban a
perder, qué más daba que perdieran con más o con menos ventaja. Su tiempo
llegaría cuando mi acopio fuera suficiente para determinar la diferencia.
Pasaba horas imaginando el espectáculo e incluso preparé la música que tocaría
en altavoces mientras duraba la batalla: comenzaría con la Obertura 1812, de Tchaikovsy y culminaría gloriosamente con la Götterdämmerung, de Wagner. Me sudaban
las manos de emoción soñando con ese día, aunque estaba consciente de que
después de eso debería huir del pueblo.
Ese día no llegó. Mi sueño no se vio
realizado porque, debido a las circunstancias que ya expliqué, nuestra
tradición murió; ya no hubo más celebraciones del 29 de septiembre. “Dios hace
las cosas por algo”, decía mi abuelita. Y sí, probablemente, si hubiera llevado
a cabo mi plan, los ixmiquilpenses me habrían quemado vivo por hereje y jamás
habría escrito este testimonio.
No hay fotos, no hay videos de aquellas
fiestas. Creo que, hasta ahora, el único documento al respecto es el que el
lector tiene en sus manos en este momento. Tal vez mi ejemplo anime a otros
paisanos míos a compartir sus recuerdos. Pero me temo que el voto de secreto,
con el peso de todo tabú ancestral, se imponga como se ha impuesto siempre.
Hagan la prueba si tienen algún amigo ixmiquilpense. Pregúntenle si es verdad
esta historia. Verán que les dice: “Por supuesto que no. Ese Agustín Cadena se
ha vuelto loco con sus propias fantasías”.
lunes, noviembre 15, 2021
El amante vagabundo
Desde niño había sido Hyosuke diferente a los demás. No soñaba con ser un gran espadachín ni un monje venerable ni un comerciante rico. No le atraían las armas ni los delicados instrumentos de la caligrafía. No le atraía tampoco la vida que llevarían los marineros en las naves que veía pasar desde la playa de Sumiyoshi.
Hyosuke recibió su vocación una tarde, cuando veía pelear en la calle a dos guerreros profesionales. Eran los últimos años de aquel período, aunque la gente no lo sabía, y muchas cosas de la vida antigua iban desapareciendo. Una de ellas era el gran arte de la guerra. Las escuelas de práctica marcial cerraban una por una y cada vez se veían menos espadachines. Por eso, cuando dos de ellos se enfrentaban en un combate espontáneo, la exhibición de poder que hacían era un espectáculo digno de verse. Hombres, mujeres, niños y ancianos formaban una multitud alrededor de ellos. Y hasta los hombres de la guardia imperial, que debían evitar las peleas, guardaban silencio y descansaban las armas disponiéndose a presenciar la lucha.
Aquella tarde, se habían batido en ese barrio de la ciudad donde Hyosuke vivía dos viejos enemigos jurados. Se sabía que, cuando se encontraran, cada uno haría lo posible por destruir al otro. Y la gente —sobre todo los niños— llevaba mucho tiempo fantaseando con ese día: que si éste dominaba mejor el estilo tal, que si el otro aventajaba a aquél en fuerza física. El encuentro fue como se esperaba: cada guerrero llevaba espada larga y espada corta, a la manera prescrita en El libro de los cinco anillos. Hyosuke tenía todavía trece años de edad y le faltaba estatura. Así que a cada rato sucedía que alguien parado delante de él le impidiese ver las acciones. Acabó por desesperarse: de todos modos, las artes marciales no eran cosa que le importara mucho. Levantó la vista hacia las ventanas altas de las casas, que también se hallaban llenas de mirones. Observó a la gente que miraba desde arriba y luego a la que estaba abajo abriéndose paso a empujones para ver mejor. Y lo que vio fue el principio del descubrimiento de su do, de su camino. Algunas mujeres se habían ruborizado con el calor de la lucha, y no era por ninguno de esos motivos que hacen ruborizarse a las vírgenes: estaban excitadas. Uno de los dos espadachines parecía excitarlas más que el otro, a uno seguían los ojos femeninos más que al otro. Hyosuke comprendió que éste saldría vivo. De una manera irracional, que tardaría largos años en explicarse, comprendió lo que sucedía en ese instante. A esos dos hombres los separaba algo mucho más débil de lo que los unía. Los unía la fuerza con que se lanzaban uno contra el otro; los unían sus gritos, sus jadeos, el instinto que dirigía los movimientos de su cuerpo. Pero en uno de los dos esto estaba más vivo y eso era lo que hacía subir el color al rostro de las mujeres. El olor que despedía la piel de ese hombre llenaba la calle. Y en algún momento, él, efectivamente, abrió el cuerpo del otro desde la nariz hasta la cintura. La guardia imperial no intentó detenerlo. Su aroma se quedó un rato más en la calle, hasta que la gente volvió a sus ocupaciones y el olor del arroz y los pescados fritos recuperó su sitio en la noche que empezaba.
Hyosuke no pudo dormir. La excitación que percibió en las mujeres del barrio lo había excitado a su vez. Aunque era muy joven, ya había estado una vez con una mujer; sabía lo que era esa fuerza y le tenía más miedo que a una espada. Esa fuerza decidió la victoria en el combate de la tarde; esa fuerza, por faltarle al otro, lo venció. Y a él mismo lo había vencido cuando la sintió en las mujeres, especialmente en una muy bella, perfecta en la inmovilidad de su excitación.
Cuando se rindió al sueño, Hyosuke estaba decidido: llegaría a dominar ese poder, se haría estudiante del arte del amor y, ya que para eso no había escuelas ni estilos de fama, él solo buscaría a las maestras necesarias y se impondría su propia disciplina según su instinto. Sería un amante vagabundo, un rônin del amor.
***
Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. Tenía cincuenta y tres años y había recorrido el Japón de acuerdo con su designio: estudiando, perfeccionándose, dando forma a un estilo de arte amatorio que llevaba su nombre: el estilo Hyosuke. Muy temprano había comprendido que para no ser derrotado por la fuerza del aroma —como desde el inicio de su estudio la llamaba— debía dominar a su amante. Y para llegar a dominarla debía dominarse primero a sí mismo. Tal como los artistas marciales, con quienes tenía tanto en común, empezó por conocer sus sensaciones y el camino que estas sensaciones seguían en su cuerpo. Aprendió a disociarlas de los elementos que normalmente las determinaban, a convertirlas en fuerza, no en distracción, y a alimentarlas con esa misma fuerza imprimiéndoles un poderoso movimiento interno. Su deseo de aprender lo llevó a todas las camas que estuvieron a su alcance, primero indiscriminadamente. Consoló innumerables viudas, hizo sangrar a tantas vírgenes como flores de cerezo traía la primavera a su provincia. Pero donde más aprendió fue en las casas de té, en los lechos indignamente perfumados de las zonas autorizadas. En una de éstas, hacía casi veinte años, conoció a Kumiko, la única mujer de todas las que tuvo cuyo nombre le interesaba recordar. Kumiko era la mujer más cara de la más cara de las casas de geishas. Y era una artista que entregaba su cuerpo con el preciosismo de un calígrafo: todo en su arte amoroso era armonía, levedad, fuerza, dominio interno. Hyosuke había sido derrotado por ella tres noches seguidas; durante tres noches, el calor de esa hermosa mujer lo agotó sin que él lograra apagarlo; dentro de sí lo envolvió irremediablemente. Al llegar al orgasmo, el sexo de Kumiko se contraía en apretones que habrían cascado una nuez o convertido en jugo una manzana, y Hyosuke no podía hacer más que seguirla, precipitarse de la mano de ella en el hondo estanque del placer y ahogarse en él. Nunca una derrota le pareció tan dulce como esas tres.
Pero Kumiko era una geisha cara y, después de la tercera derrota, Hyosuke vio que sólo podría pagarle una noche más. Así que durante todo el día estuvo pensando: no hallaba la manera de vencerla. Ella lo dominaba inevitablemente y lo peor era que él encontraba placer en esta superioridad suya. Como en la tarde que marcó el inicio de su camino, Hyosuke recibió en la calle la iluminación que necesitaba. Dos hombres se hallaban peleando sin armas. No eran artistas marciales pero se notaba que habían recibido cierta instrucción. Los dos cuerpos, jóvenes y ágiles, se alejaban y se acercaban y cada vez que se acercaban parecían más débiles. Uno y otro perdían fuerza. “Al final ninguno de los dos habrá ganado, aunque uno se declare vencido”, pensó Hyosuke. “Es porque no logran fundirse uno con el otro, como los buenos espadachines.” Siguió observándolos, con los ojos entrecerrados. Eran dos siluetas separadas, aisladas. “Se odian demasiado”, concluyó el vagabundo. “Cada uno ve al otro como un otro al que hay que poseer a fin de destruirlo. Han convertido su lucha en un asunto personal y por eso ninguno de los dos puede vencerse a sí mismo y así vencer al otro.” Y entonces comprendió lo que pasaba entre él y Kumiko. “Me estoy enamorando de ella”. La veía como un otro a quien deseaba poseer y que además era irremplazable; había convertido el combate amoroso en un asunto personal. “No está bien que un amante experto se enamore”, decidió. “Debo disciplinarme más.”
Hyosuke se retiró a las montañas y permaneció en ellas muchos días, viviendo de manera elemental a fin de templar en la aspereza esa espada que era su cuerpo entero. Dejó que el fuego encendido por la mujer recorriera sus venas con toda la turbulencia que llevaba, y cada vez salió a su encuentro y se dejó arder hasta que ya no fue necesario luchar más. Él y su ardor por Kumiko eran uno. Ninguno se encontraba por encima del otro ni vivía a expensas de él. Hyosuke era su deseo y su deseo era él. Ni el más fino cabello de mujer habría podido pasar entre ellos.
Cuando finalmente descendió y volvió a la casa de geishas, Kumiko vio su falo convertido en un hermoso talismán de placer. El deseo se había sublimado en fuerza, y la fuerza permanecía en su centro. La luz que ahora irradiaban los ojos de Hyosuke ya no era ese fulgor agonizante del hombre enamorado: Hyosuke era dueño de sí.
El encuentro entre esos dos grandes amantes fue como el combate de dos samuráis: una danza sagrada, un canto a dúo de los cuerpos. Por un largo rato, parecieron arrastrados a un estado de semiinconsciencia. Cuando volvieron a la realidad estaban juntos e igualmente victoriosos, tirados en un lecho húmedo y lleno de luz y de fragancia, acompañados por dos muchachas que tocaban el chamisén sin dejar de sonreír mientras los observaban.
Hyosuke pensó que había llegado a la perfección en el arte de la cópula, que durante tantos años había estudiado. Cerró los ojos y durmió y soñó con una pagoda en cuyo interior habitaban muchachas de nieve que al ser penetradas por él se volvían de cristal.
Cuando despertó, Kumiko aún se hallaba desnuda pero ya tenía en la mano una taza de té.
—¿Has estado con una concubina imperial? —le preguntó sonriendo, maliciosamente.
Hyosuke comprendió: no sabía nada, no había probado nada estando con Kumiko. No había demasiado honor en lo que acababa de hacer. Pero, ¿dónde encontraría una concubina imperial? ¿Cómo llegaría hasta ella en caso de encontrarla?
***
Ciertamente, Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. En ese entonces el viejo mundo estaba agonizando. Había pasado el tiempo de los daimyos y los poetas de la espada. Las calles de las ciudades japonesas ofrecían un lamentable aire moderno y ya no se veía transitar por ellas a ningún hombre con sus dos espadas cruzadas a la espalda. Los barrios autorizados bullían de extranjeros y, a fin de satisfacer la demanda, se permitía que cualquier muchacha hiciese los oficios de una geisha. Pero no conocían el arte ni poseían un alma suficientemente delicada para comprender la belleza de su oficio. Y a los hombres de ahora lo mismo les daba. Todo cuanto había formado el mundo de la infancia de Hyosuke estaba deshecho. Las últimas tradiciones imperiales degeneraban en meras formas institucionales. El incendio del mundo antiguo abarcaba todo. Una cascada de lava negra humeaba al fondo del camino por donde Hyosuke iba, dando nacimiento a un río muerto, a una corriente deletérea cuyo rumor se arrastraba como un convulso lamento de cenizas.
En ese triste tiempo conoció Hyosuke a Kyouko, la última de las concubinas imperiales, unas horas antes de que ella se suicidara. Al principio, la mujer no quiso recibirlo: creyó que se trataba de un sacerdote mendicante. Pero se sentía demasiado desolada como para insistir en el rechazo. Y además el visitante supo convencerla.
—Soy un viejo hombre de placer —le dijo—. Tal vez el último con quien podrías bailar la danza sagrada.
Ella lo miró de arriba abajo y sintió en su cuerpo que era verdad lo que decía. Su rostro seguía inmóvil cuando comenzó a deshacer su kimono. En su cuerpo de nieve, vio Hyosuke que ella también había envejecido. Su piel guardaba una enorme sabiduría, y Hyosuke se sintió conmovido por el honor de que esta mujer lo hacía objeto. Quiso decírselo, pero comprendió que no podía haber palabras entre ellos. La única manera de honrarla y de honrar todo eso que ella representaba era ofrecerle un encuentro impecable. De pronto, Hyosuke sintió que no importaba si al final se sentía vencido o vencedor. La dignidad de Kyouko se levantaba por encima de eso. Su vida había sido dedicada a la construcción de una torre que hoy estaba a punto de derrumbarse. Y, de alguna manera, él deseaba este derrumbe: sería su liberación. El crepitar de la seda al abandonar el cuerpo de Kyouko se lo había hecho claro. Su destino llegaba a la completa realización.
Las llamas que convertirían en espíritu inmortal el mundo antiguo alcanzaban ya a reflejarse, doradas, en el lecho de la concubina. Fuera del pabellón, pequeños islotes donde no habría cabido más de una docena de hombres hacinados flotaban a la deriva en el lago de lumbre.
Kyouko rompió su cuerpo de cristal, dichosa, después de copular por última vez. Hyosuke nunca supo esto. Tampoco a él le interesaba sobrevivir.
sábado, noviembre 13, 2021
MARIPOSA DE OBSIDIANA
Pero cuando la pesada puerta estaba
cerrada, casi no entraban los ruidos. Su calabozo se hallaba dividido en dos
con un muro que llegaba casi de lado a lado, dejando sólo una abertura al
final, al fondo, asegurada con una reja. Así que de un lado estaba ella y del
otro un pasillo que terminaba en la puerta. Por eso no la alcanzaban los
ruidos. No entraba nada hasta allá. La luz no llegaba nunca: era regla de la
Santa Inquisición que los reos acusados de crímenes contra la fe, puesto que
despreciaban la luz de la Gracia, se mantendrían confinados en la oscuridad, en
estos calabozos diseñados para las sombras. Por eso no había ni una rendija a
modo de ventana. De haberla, habría sido posible saber si era de día o de
noche, ver el cielo, un poco de la ciudad: la plaza de Santo Domingo, donde
quemaban vivos a los herejes y a las brujas como ella. Y sin embargo era una
plaza bonita, hasta donde pudo mirarla. También le pareció bonito el edificio
donde estaba ahora: la Cárcel de la Perpetua. Lo vio desde el extremo de la
plaza, cuando la venían arreando encadenada de los pies y atada de las manos,
sin saber que era precisamente aquí adonde venía. No conocía la ciudad hasta
que la trajeron y le hubiera gustado ver un poco más de ella. Parecía tan
grande, tan llena de palacios y casas ricas...
Algo de eso se podría mirar si hubiera ventana. Pero no la había.
Prácticamente no llegaba hasta ahí nada que estimulara los sentidos comunes: ni
sonidos, ni luz... sabores, si acaso una vez al día: pura inmundicia que ni un
perro de casa querría comerse. A la mejor los de la calle, sí. Olores... con
los de adentro era suficiente. Aunque la bruja ya se había acostumbrado al de
su propia mierda. En los calabozos del Santo Oficio no había letrinas; lo único
que había era un rincón con tierra suelta, tal vez para que el prisionero
tapara sus deposiciones como si fuera gato. “¿Cómo estarán mis pobres gatos,
mis miztlis?”, se preguntaba la
bruja. “Espero que no me los hayan matado”. Pensando en ellos, venían a su
mente recuerdos de su casa, de su pueblo, de todo lo que había quedado en esa
vida a la que fue arrebatada por la mano implacable del Santo Oficio.
***
Creció en un
islote del pueblo de Xochimilco, entre ahuejotes, hierbas medicinales, flores y
ajolotes, criada por una buena mujer que dijo haberla encontrado en uno de los
canales, flotando en un huacal. “No quise ir a dejarte a la iglesia —le dijo—
porque te habrían quemado viva aunque fueras una criaturita”. Con el tiempo, le
explicaría por qué: nació con un tercer párpado, como el de los gatos, y ésa
era la marca de las “tlahuipochi”:
las mariposas murciélago. Quien hubiera sido su madre natural, seguramente por
eso mismo la abandonó a la misericordia de los canales: para que la Santa
Inquisición no la agarrara también contra ella por haber dado a luz una hija de
Satanás.
Por lo pronto, aquella buena señora
—yerbera para más señas y de nombre Austreberta Talamantes— la adoptó como suya
y le dio un nombre en el idioma de su pueblo: Itzti. Luego, para que no
tuvieran nada de qué acusarlas, la llevó a bautizar con un nombre cristiano.
Itzti quería decir “obsidiana”; le dejó las dos últimas sílabas y la llamó
Diana. Diana Talamantes.
También le enseñó a hablar en las dos
lenguas y la instruyó en su oficio, para que le ayudara. Ella ya estaba vieja y
se cansaba de caminar, cuantimás de remar. Le enseñó a Itzti
a buscar más
allá de los canales las plantas que no podían cultivar en su chinampa. Le
regaló todos su secretos, que eran muchos. Por eso ese señor, Diego Pimentel,
la molestaba tanto. Llegaba sin más a su jacal y la amenazaba delante de la
niña, de la pequeña obsidiana. “Te voy a acusar de bruja con el Santo Oficio”,
tronaba su voz desde el marco de la puerta. “¿Quién es?”, le preguntó Itzti una
vez a Austreberta. “Es un hombre que se dedica a las artes ocultas”, respondió
la yerbera, pero nunca quiso explicar bien qué significaba eso. Lo que Itzti
entendió fue que el hombre quería saber todo lo que ellas sabían, para usarlo
para mal, y que de por sí hacía cosas por las cuales podía ser quemado en la
hoguera, sólo que las hacía en secreto, en su casa, y nadie lo sabía excepto
Austreberta. A los ojos de la demás gente, era un prestamista honesto,
respetable y buen cristiano.
Para cuando la señora recostó su cabeza
en la trajinera de sombra que la llevaría al Mictlán, Itzti ya tenía doce años y
sabía lo necesario para seguir por su cuenta. Sabía curar muchas enfermedades,
conocía hierbas para vivir y hierbas para morir; sabía usarlas para limpiar la
sombra o para limpiar el cuerpo; para secar en el vientre la semilla del hombre
o para hacerla dar fruto, para enamorar al desdeñoso, unir a unas parejas y
desunir a otras; conocía hongos y plantas para enloquecer, para soñar, para
cruzar las puertas de los mundos... por supuesto, ella misma las cruzaba, no
valiéndose de esa ciencia que tan bien conocía gracias a Austreberta, sino
porque, siendo bruja, nacida con la marca de las mariposas murciélago, poseía
ese don.
Y conocía a los guardianes de esas
puertas: sus “guerreritos”, como los llamaba, porque decía su mamá Austreberta
que los guerreros de antaño se pintaban el cuerpo de azul.
***
—¡Diana
Talamantes! —precedida por el ruido de las llaves en la cerradura y el rechinar
de las bisagras de hierro, oyó la voz ya conocida del carcelero que le abría la
puerta al fraile que venía a hablar con ella.
Enseguida el arrastrar de pasos y luego
esa voz sospechosamente amable:
—Buenos días, hija.
Traía una lámpara de aceite, hecha de
barro, que colocó en el suelo. La ambarina luz lo iluminó así desde abajo,
creando un efecto dramático, haciendo que los ojos se le vieran hundidos, los
pómulos demasiado salientes, la barba demasiado negra. Incluso las venas de su
frente se veían resaltadas, como si su piel fuera translúcida. Tal vez así era
de todas maneras. Itzti nunca lo había visto con otra luz.
—¿Cómo te amaneció Dios? —le preguntó.
Obviamente, no se daba cuenta de lo idiota de su pregunta. “Maravillosamente”,
hubiera querido responderle ella, estirando los brazos sobre su cabeza como si
despertara de un largo y plácido sueño en una cama blanda, tibia y limpia.
—¿Estás bien? ¿No te falta nada? —otra
pregunta idiota.
Como ella no respondió, el fraile
levantó su lamparita para verle la cara y fue directamente a su asunto:
—¿Todavía no te sientes en disposición
para hablar conmigo?
—¿Qué quiere su merced que le diga?
—Cuéntame.
—¿Qué le cuento?
—¿No tienes nada que confiarme, nada de
qué arrepentirte?
—No.
—No creo menester recordarte las
acusaciones de don Diego Pimentel. Son graves y hay testigos.
—Pagados por él.
El fraile decidió ignorar el comentario
y continuó:
—¿Es verdad que ayudas a las mujeres de
tu pueblo a tener abortos? Eso es un pecado muy grande.
—No es cierto.
—¿Vas negar también que envenenaste a
un caballero sólo porque golpeaba a su esposa?
—No lo envenené.
—Dicen que tú y tu madre provocaron la
epidemia de cocoliztli del año
pasado.
—No es verdad.
—Curas enfermedades que sólo Dios pude
curar.
—Dios puede curarlas a través de mí.
—Imposible. Dios no se acerca a quienes
no le ofrecen llevar una vida de contrición y servicio.
—¿Qué sabe su merced de mi vida?
—El cura párroco de Xochimilco no te
conoce.
Itzti no supo ya qué contestar. Estaba
cansada de ese diálogo, que sabía inútil. Porque ese hombre, Diego Pimentel, no
descansaría hasta verla ardiendo en leña verde en la plaza de Santo Domingo.
Por curar males sin permiso de Dios —decían—, por practicar abortos, envenenar
cristianos, provocar epidemias (aunque eso del cocoliztli era mentira) y, lo peor de todo, por no querer compartir
los conocimientos de sus antepasados con un aprendiz de hechicero que sólo los
usaría para mal. Mucho la presionó el usurero de marras desde que Austreberta
pasó a mejor vida. Pensó que la orfandad la haría débil, temerosa., necesitada
de protección. Le ofreció casarse con ella. Pero Itzti no necesitaba su
generosidad ni su amistad. El hombre recurrió entonces a amenazarla, a
asustarla con que la tomaría por la fuerza. Pero se dio cuenta de que así ella
no le revelaría nada. Además era supersticioso y le tenía miedo. Les tenía
miedo a ella y al espíritu de Austreberta Talamantes. Finalmente se le ocurrió
ese último recurso: acusarla de bruja. Así ya jamás le enseñaría nada, pero por
lo menos él ya no le tendría miedo.
Don Diego Pimentel estaba al tanto de
que tener testigos haría infalible su acusación y se dio a la tarea de
buscarlos. No le fue tan fácil como esperaba. Ninguna mujer de Xochimilco iba a
decir nada en contra de Itzti. Y muy pocos hombres lo harían: sólo los que le
tenían miedo al poder de don Diego. No dejaba de tener su gracia: los pecados
que podía achacarle la gente a Itzti eran pequeños al lado de los que no le
sabían. Es que, siguiendo el consejo de su mamá Austreberta, nunca se chupó un
niño en Xochimilco. Transformándose en su nahual —la mariposa negra—, se iba a
buscarlos lejos, a los pueblos que había por toda la orilla sur del inmenso
lago. No era la única tlahuipochi de
la región, así que las desdichadas madres sabían que se había metido una bruja
a la cuna de su criatura, pero no sabían quién ni dónde buscarla. Y ciertamente,
de vez en cuando descubrían a alguna; la sorprendían cebándose en su víctima o
la encontraban cuando estaba dormida en su capullo, su tecilli. Esa gente era brava: no se esperaba a llevarla ante la
Inquisición; ahí mismo la amarraban a un árbol y la quemaban viva.
—¿Ya te quedaste dormida, hija? ¿No me
oyes? —el fraile volvió a echarle en la cara la luz de su lámpara. Quién sabe
qué había estado diciendo. Llevaba rato hablando solo.
—Estoy despierta —pero lo cierto era
que entre el hambre, los días de encierro, la sensación de irrealidad que le
provocaba estar todo el tiempo a oscuras, todo eso la hacía sentir como en un
sueño, como si lo que estaba viviendo no fuera real.
—Más te valdría confesarte conmigo,
Diana Talamantes. Si no lo haces, será peor para ti.
—¿Duele mucho morir? —preguntó la
prisionera, sintiendo aún que soñaba. Tal vez era el humo de esa maldita
lámpara, que estaba consumiendo el poco aire del calabozo.
Pero el hombre no parecía sentirse
afectado.
—Como vas a morir tú, sí. Duele mucho
más de lo que te imaginas. Y da gracias a la Virgen Santísima de que eres india
y niña y no estás en España. Allá te pondrían en el potro o algo peor.
—Ya váyase su merced —fue lo último que
Itzti le dijo.
No tenía miedo. Se quedó dormida sonriendo.
Ni siquiera se dio cuenta cuando el fraile se retiró.
***
Ese día, don
Diego Pimentel se levantó a las cinco de la mañana, cuando solía levantarse a
las seis. No tenía criados en su casa, de la cual era el único habitante, así
que se preparaba solo su desayuno. Salió de su recámara y cruzó el desolado
patio en dirección a la letrina, desahogó su cuerpo largamente y, sin
molestarse en lavarse las manos, fue luego a la cocina, de suyo apestosa a
comida echada a perder. Cortó un trozo de jamón de una pierna que tenía
colgada, se lo zampó con pan duro y buches del vino más barato de los que
llegaban de ultramar a la Nueva España y eructó sonoramente.
Cuando dio por terminado su desayuno,
don Diego se sacó la llave que llevaba colgada al cuello y volvió a atravesar
el patio, esta vez en dirección a la más secreta y protegida de todas sus
habitaciones. La llamaba “el lumisial” y era una cámara sin ventanas y
prácticamente sin muebles. Sólo había un pequeño altar de piedra en el centro,
sobre el cual, en un mantel morado, descansaba un atril con un libro de
cubiertas negras y un par de velas de cebo de cabra, también negras, colocadas
en candelabros de hierro. Al frente del mismo, pintada con cal en el suelo,
había una estrella de cinco puntas.
Sobre su ropa pringosa, don Diego
Pimentel se puso una túnica negra, encendió las velas y dio principio a un
ritual para purificarse de un mal sueño que había tenido. Achacaba éste al
espíritu de la difunta Austreberta Talamantes, que habría venido a vengarse de
él. O quizá fuese obra de la pequeña bruja que esta misma tarde ardería en la
plaza de Santo Domingo. Fue un sueño en el que cuatro diablillos de color azul,
casi desnudos, entraban a su recámara; haciendo gala de fuerza sobrenatural,
uno de ellos lo sujetaba de los pies, otro de las manos y los dos restantes se
encargaban de desnudarlo. Luego, con el mismo cuchillo con que habían cortado
sus ropas, comenzaban a herirlo en pecho y abdomen. Paralizado, no podía ni
siquiera gritar en su dolor. Cuando despertó, tenía puesta su camisa de dormir
y no había ningún signo de que alguien hubiese entrado a la habitación mientras
dormía. Se palpó el abdomen bajo la camisa y no sintió nada, así que trató de
olvidar el sueño. Pero algo había que seguía perturbándolo, quizá la expresión
aviesa de los pequeños demonios que lo atacaron: sus ojos un poco rasgados,
burlones, malignos. Y algo le dijo que aquello había venido de las brujas. Por
eso fue que decidió hacer el ritual para purificarse.
Al terminar, volvió a su recámara a ponerse
su ropa de viaje y salió hacia el embarcadero. Todavía fresca y perfumada
encontró la mañana de Xochimilco, el cielo dorado en el oriente pero ya azul en
el cenit, surcado por las garzas que acababan de despertar y ya se elevaban
sobrevolando los ahuejotes.
Además de prestamista, don Diego era
comerciante de productos de ultramar, así que estaba acostumbrado a hacer el
viaje en canoa hasta el embarcadero de Roldán, en la Ciudad de México. Y tenía
su propia embarcación y su propio remero, que ya lo estaba esperando. Se sentía
emocionado. Hacía años que no presenciaba un auto de fe, y el de ahora era
especialmente importante: no más brujas, no más pesadillas.
Cuando llegó a la plaza de Santo
Domingo, ya el centro lucía lleno de gente, a pesar de que era temprano. Ahí
estaban todas las castas de la Nueva España: criollos, indios y mestizos,
zambayos, moriscos, lobos, albinos, saltapatraces, barcinos, coyotes,
albarazados, cambujos, chamizos y allí-te-estás... Muchos eran locales, pero
otros tantos venían de lejos, algunos desde Xochimilco: familias enteras, con
niños incluidos, ansiaban ver la quema de la bruja. Parte de la educación de
los hijos era que vieran lo que podía pasarles si se extraviaban del camino de
la fe. El flujo de visitantes se sentía incluso en la Plaza Mayor, donde los
vendedores de comida y pulque de El Parián hacían gran negocio.
Por supuesto, don Diego Pimentel
prefirió integrarse a los impacientes mirones que observaban emocionados cómo
los verdugos hacían los preparativos: aseguraban el poste de madera untada de
brea donde sería amarrada la bruja, colocaban cerca los haces de leña y echaban
suertes sobre quién sería encargado de encender el fuego una vez dada la orden
del inquisidor. Todo eso lo hacían despacio, tomándose su tiempo. El auto de fe
se había programado para el atardecer, a fin de que resultara más espectacular,
con el fuego prolongándose hacia la noche. Por eso, aunque los mirones
comenzaron a chiflar y a exigir que por lo menos se presentara a la bruja, las
autoridades tardaron en hacer caso. La hoguera se encendería cuando las
campanas de la catedral tocaran a vísperas, dijeron.
Pero apenas pasaba de la hora nona
cuando, con el fin de calmar un poco a la muchedumbre, se ordenó traer a la
acusada. Y ahí fue donde se armó el San Quintín, porque los guardias volvieron
con las manos vacías. La bruja no estaba en su celda, dijeron santiguándose. Se
despacharon soldados a caballo en todas direcciones para buscarla, aunque en el
fondo presentían que era inútil. Diana Talamantes había desaparecido. Mucha
gente no lo creyó así y empezó a protestar con más violencia. Otros, guiados
por los frailes, se dieron prisa en sacar la conclusión más lógica: la
concubina de Satanás había sido rescatada por su amo. Pero el populacho no iba
a quedarse cruzado de brazos si lo privaban de un sacrificio. Ya estaban
enardecidos por el pulque y amenazaron con ir a saquear el Parián. Se discutía
eso cuando tuvo lugar otro hecho inesperado: una mujer casi anciana comenzó a
gritar, señalando a un caballero a quien algunos reconocerían como don Diego
Pimentel, comerciante y prestamista del pueblo de Xochimilco:
—¡Ése ese el hijo de Satanás! ¡Ése!
La fuerza de la exclamación hizo que
todas las miradas se volvieran al señalado. Y él no podía decir nada, en primer
lugar por lo sorpresivo de la situación, y en segundo porque, en su miedo,
había sido presa de una alucinación: creyó reconocer en su acusadora a la
difunta Astreberta Talamantes o, peor aún, a su fantasma. Por eso no atinó a
abrir la boca en su defensa. Y la voz de la anciana seguía clamando:
—¡Tiene la marca del Diablo! ¡Quítenle
la camisa para que vean!
Quién sabe cuántas manos se apresuraron
a ejecutar la orden. El hecho es que, en un momento, la prueba quedó a la
vista: don Diego Pimentel mostraba, en la parte más redonda de su enorme panza,
una cicatriz como de herida de cuchillo en forma de pentagrama con la punta
hacia abajo.
—No... no... no es posible —tartamudeó.
Nadie lo oyó. Y la mujer que lo había
señalado ya no estaba ahí: cumplida su misión, se había perdido en la marea de
gente.
Los guardias de la Perpetua intentaron
llevárselo para protegerlo e interrogarlo de acuerdo con las leyes del Santo
Oficio, pero no pudieron quitárselo a la muchedumbre y no eran suficientes para
contenerla. Esa gente no iba a irse en blanco, cuando tanto había esperado.
Después de todo, la hoguera estaba
lista.