No era ruso, por supuesto, pero le apodaban así porque tenía el pelo
casi blanco de tan rubio y se parecía a Ivan Drago, el ruso gigantón que había
peleado contra Rocky en la película. Doce años de levantar pesas le habían dado
una musculatura impresionante.
Le gustaba el apodo. En
realidad, le parecía que cualquier apodo era preferible a su nombre. Se llamaba
Florentino. Y el problema no era el nombre en sí, sino el diminutivo, que se le
hacía poco masculino. En la secundaria había tenido que moler a golpes a los
pocos que se atrevieron a llamarlo “Flor”. Así fue como se le hizo costumbre
pelear. Flor. Odiaba ese nombre, aun en las mujeres. Por eso se presentaba así:
“Me dicen El Ruso”.
En el barrio todo el
mundo sabía que trabajaba para la policía. Así funcionan las cosas en una
comunidad pequeña: los secretos de uno son de todos. Nadie tenía por qué
traicionarlo: era un vecino callado y solitario, pero amable. Varias veces se
le veía ayudando a alguna señora a cargar su bolsa de comestibles o regañando a
los niños que jugaban en la cuadra sin fijarse de los coches. A la señorita de
la tienda le daba ternura que pasaba a hacer sus compras y, como no tenía perro
que le ladrara (sólo un gato que quién sabe si tendría nombre), se llevaba una
cosa de cada cosa: un pan, un jitomate, una cerveza, una manzana, etcétera.
Claro, y leche y una bolsita de croquetas para su gato. Como que no se le
ocurría que comprar las cosas al mayoreo podía ser más barato y más cómodo.
Pagaba y daba las gracias sin sonreír, como siempre. Tal vez quería ocultar que
la señorita le gustaba, porque con los otros vecinos llegaba a ser un poquitito
más expresivo.
En su trabajo era
distinto: ahí no podía ser amable. Sabía que era por su físico, más que por
otra cosa, que los demás policías habían hecho de él una leyenda negra. Lo
utilizaban para aterrar a los detenidos, muchas veces sin que fuera siquiera
necesaria su presencia: “Déjalo ya —decían, cansados de golpear a algún
sospechoso—. Si no canta, se lo dejamos al Ruso para que él lo interrogue”.
Así era. Pero esta
historia se trata de cuando se murió su gato, no de otra cosa. Nadie supo qué
le pasó. Parece que ya estaba muy viejo, nada más. El hecho es que, un día, El
Ruso se apareció por la tienda con cara de niño regañado y no compró una cosa
de cada cosa, sino varias, como haciéndose provisiones. Excepto croquetas.
—¿Y al gato no le va a
comprar nada? —le preguntó la señorita.
—Se me murió —respondió
él. Dejó el dinero en el platón de la báscula y se fue sin esperar el cambio.
No salió en todo el día.
La señorita les contó lo del gato a todos los vecinos que llegaron a comprar
algo y, para cuando se hizo de noche, el solitario duelo del Ruso era ya un
chisme grande. Los vecinos más metiches y desquehacerados estuvieron pendientes
de la puerta de su departamento y de la luz de la ventana, en la noche. Y El
Ruso siguió sin salir. No salió tampoco al día siguiente. Quién sabe qué le
haría al cuerpo del gato; tal vez lo estuvo velando. Los empleados del carro de
la basura dijeron que no les había llegado.
Al tercer día, la
curiosidad se había convertido en una angustia vaga, no declarada. El barrio se
sentía desprotegido sin su guardián. Alguien habló de ir a tocarle a la puerta
para preguntarle si estaba bien, pero nadie quería arriesgarse a hacerlo
enojar. Se echaron volados. Le tocó al de la tintorería, el más cobarde de
todos. No le sirvió de nada armarse de valor: El Ruso no quiso abrirle.
Finalmente, un chico de la escuela tuvo la idea que hacía falta: se puso a
gritarle “¡Flor! ¡Florecita!” desde la calle.
Sólo entonces salió el
Ruso. Salió en chinga, resuelto a castigar al insolente. Le pareció que muchos
pares de ojos lo observaban, disimulados detrás de las cortinas de las
ventanas, pero no encontró a quien se había atrevido a perturbar su duelo. Y el
duelo terminó ahí.