Originalmente publicado en Las tentaciones de la dicha. México, Editorial JUS, 2010.
Fuimos a aquella playa en el mar Negro porque Dasha
tenía muchos deseos de volver. Ya había ido una vez, hacía seis años, y decía
que era increíble: cada verano, en agosto, ese pueblito de pescadores se convertía
en el gran atractivo turístico de Crimea. Durante una semana, discotecas, bares
y restaurantes permanecían abiertos las 24 horas, albergando a cientos de
turistas de todos los países eslavos y de otros más lejanos. Dasha recordaba
con nostalgia los amaneceres bailando en la playa, entre borrachos que seguían
cantando en idiomas incomprensibles y parejas que dormían abrazadas sobre la
arena después de hacer el amor.
Acepté
porque me dio curiosidad, pero también porque quería que Dasha descansara. Estaba
harta de trabajar en el Peep Show
explotando la ya no tan adolescente belleza de su cuerpo y haciendo felaciones
a turistas gordos por veinte euros.
Así que
juntamos el dinero que teníamos y, un día después, ya íbamos en el tren
cruzando los bosques de pinos de los Cárpatos, hacia las tierras bajas de Rusia. Para ahorrar dinero no habíamos querido pagar un camarote, así que
hicimos todo el viaje en un compartimento de segunda o quinta; en el día
platicábamos, leíamos, mirábamos el paisaje, sosteníamos conversaciones breves
con pasajeros que nos acompañaba una o dos horas nadamás porque iban a algún
pueblo intermedio. Y en la noche nos turnábamos: uno cuidaba que no fueran a
robarnos las mochilas mientras el otro trataba de conciliar el sueño a pesar del
frío, con toda la ropa puesta, los zapatos puestos. Si teníamos hambre,
comíamos galletas.
Llegamos
cansados y hambrientos, con fuerzas apenas suficientes para poner la tienda de
campaña en un rincón más o menos tranquilo de la playa. Pero eso era el mar,
por fin. El mar: un anhelo de vivir intensamente y para siempre, de escapar a
un espacio sin tiempo donde se pudiera ser eternamente joven, donde el amor
fuera inmarcesible. Nos quedamos contemplándolo largo rato, sin hablar.
Dejamos
algunas cosas en la tienda de campaña y nos fuimos al pueblo a buscar qué
comer. Era tal como Dasha lo había descrito: un lugar idílico y lleno de luz,
como de libro de poemas antiguos; una calle empinada y un poco torcida, de
casas antiguas y tiendas llenas de sombra, que subía a una colina en cuya
cumbre se hallaba una iglesia de dos torres con cebollas doradas. La luz de
metal fundido, los sonidos, los olores... todo parecía como si lo viéramos tras
el vidrio que separa la realidad de los sueños.
Teníamos
mucha hambre, pero no quisimos entrar a ningún restaurante; el acuerdo era que
el dinero se gastaría en alcohol y diversión, y sólo lo mínimo en cosas
secundarias como comer. Así que fuimos a una tienda y compramos cuatro
rebanadas de pan, cien gramos de mortadela, otros cien de queso y un cuarto de
pepinillos en vinagre, y nos fuimos a comer a una banca desde la cual, a lo
lejos y hacia abajo, se veía el mar.
Empezamos
a beber vino dulce en una taberna pequeña, luego bajamos a la playa a mojarnos
los pies en las olas y a mirar la puesta de sol y, ya que oscureció, fuimos a
bañarnos en un baño público. Una hora después, llegamos a la discoteca más
grande: Maracuyá. Había boletos para
un día, para tres y para toda la semana. Dasha quiso que compráramos el último
aunque en eso se nos fuera la mitad del dinero.
—Es más
barato así —dijo—. Y además no pienso dejar de divertirme ni un día.
El lugar
estaba decorado como si hubiera sido en el Caribe y no en el mar Negro: con
hamacas, redes, cañones semienterrados en la arena y palmeras vivas que crecían
bajo grandes domos de cristal.
Nos
abrimos paso entre la gente, buscamos una mesa libre y echamos una mirada al
menú: había una cantidad increíble de licores, cervezas y vinos de los lugares
más exóticos.
—¿Qué es
esto? —le pregunté a Dasha, casi gritando por lo fuerte que estaba la música.
Al final de la lista había un signo de interrogación, con un precio; abajo de
éste, dos signos de interrogación también con su respectivo precio; luego tres
signos, luego cuatro, cinco...
—Son
drogas —me respondió, también gritando casi—: un signo es mariguana, dos es
hashish, tres es cocaína; los demás no sé. ¿Quieres algo?
—No —le
dije: eso estaba carísimo—. ¿Y tú?
—Pídeme
un Becherovka.
Me
levanté a la barra por las copas. Aquel lugar era un zoológico: había gente
rara de todas las edades, razas y nacionalidades: ancianos libidinosos,
ninfetas, mujeres otoñales en busca de aventuras, jóvenes con el torso desnudo
y cubierto de tatuajes, japoneses, escandinavos, árabes... en el trayecto de nuestra
mesa a la barra alcancé a oír palabras sueltas en idiomas irreconocibles, y mi
sentido del olfato se saturó con una mezcla de olores a piel sudada, agua de
mar, perfumes caros, desodorantes corrientes... en la barra había fila; tuve
que esperar hasta que el bartender
atendió a una rubia como de uno noventa de estatura y luego a un gay de traje
color de rosa que no sabía cómo pedir unas medias de seda.
Finalmente,
logré salir de ahí y volver a mi mesa.
—Gracias,
baby —me dijo Dasha bailoteando en su
asiento al compás de la música.
Le dio
un trago a su copa, le sonrió a un tipo que le estaba guiñando el ojo desde una
mesa vecina y se levantó a bailar con él. A mí no me gusta esa clase de
manifestaciones primitivas, así que teníamos un acuerdo: ella era libre para
bailar con quien quisiera. Y “bailar” significaba cualquier cosa además de eso.
No me molestaba. Al contrario: pobre Dasha, era justo que al menos de vez en
cuando pudiera acostarse con quien le gustara. Y en realidad casi nunca usaba
esa libertad.
No la
usó con aquel tipo. Bailó un poco con él, luego cambió de pareja, después fue a
sentarse un rato y a tomarse una copa conmigo, volvió a bailar, volvió a
sentarse... Cerca del amanecer, ya un poco borracho, la dejé divirtiéndose y me
fui caminar por la playa. Cada vez más lejana, la música de las distintas
discotecas se mezclaba con el siseo de las olas que llegaban a reventar cerca
de mis pies. A lo lejos flotaban como cansadas luciérnagas las luces del
pueblito.
Nos
fuimos a dormir a la tienda a las siete de la mañana. Despertamos poco después
de las once y, luego de despacharnos otro paquete de galletas, nos metimos un
rato al mar. Dasha parecía feliz: sonreía y canturreaba y me preguntaba cada
tanto si no era ése un lugar maravilloso, si no me había encantado, si no iba a
recordar siempre esos días cuando ya no estuviéramos juntos.
Fuimos
al pueblo a comer en el Mc Donald’s, que era lo más barato después de los
sandwiches de mortadela, y saliendo de ahí caminamos un poco por las calles, entramos
a la iglesia ortodoxa, en el local de souvenirs
que estaba a la salida nos robamos un pequeño icono falso. Después volvimos a
la tienda de campaña para dormir siquiera un par de horas antes de la nueva
jornada de bebida y baile en Maracuyá.
Esa noche
fue muy semejante a la anterior, con la diferencia de que llegó una banda de
treinta o cuarenta jóvenes en motocicleta, vestidos todos de cuero, y se
pusieron a hacer más ruido del que ya había. En la madrugada los vi en la playa
haciendo acrobacias con sus motos; la luz de la luna se reflejaba lanzando
destellos en las partes cromadas de esas máquinas enormes.
Leo apareció en la tercera noche. Dasha y yo estábamos
sentados en la discoteca tomando Becherovka.
—¡Mira
ése! —exclamó ella de pronto. Cerca de nuestra mesa bailaba solo un hombre de
unos sesenta años, vestido de blanco, con gafas oscuras y sombrero panamá. Pero
lo que lo hacía más raro era que bailaba sin soltar su portafolio; lo tenía
abrazado en el pecho, como si temiera que alguien se lo robara.
—¿Tendrá
ahí dinero? —le pregunté a Dasha.
—¿O
drogas? —me contestó divertida.
Lo
seguimos observando. No se cansaba de bailar ni de tener los brazos en esa
posición tan incómoda, porque por poco que pesara el portafolio, cualquiera
estaría cansado ya. Pero él, al contrario, parecía estar disfrutando
enormemente; bailaba con torpeza y no le importaba eso; tampoco le importaba no
tener pareja. Una sonrisa de satisfacción, de viejo que realiza un sueño
largamente acariciado, iluminaba su cara.
—Qué maravilla
de hombre —comentó Dasha. Se tomó de un trago lo que le quedaba en la copa y se
levantó a bailar con él.
Después
de unos minutos volvió a la mesa.
—O baila
con los ojos cerrados o está ciego —me dijo, dándole un trago a mi copa—. No se
ha dado cuenta de mí.
—¿Por
qué no le hablas? —le sugerí.
Y
efectivamente le habló, en cuanto vio que iba a la barra a beber algo. Lo
abordó en inglés. El hombre le contestó amablemente y, por su acento, Dasha
comprendió que era ruso. Entonces cambiaron a este idioma, que también era la
lengua materna de ella, y así empezó todo: él se llamaba Leonid, dijo, y era de
Novosibirsk. Dasha lo llevó a nuestra mesa y me lo presentó. Nos tomamos una
copa los tres juntos, y luego ellos dos se levantaron a bailar. Todo esto
sucedió sin que Leo soltara su portafolio.
En algún
momento, el hombre desapareció. No se despidió de nosotros; simplemente ya no
lo vimos. Dasha estaba desconcertada.
—¿Tú
crees le parecí tonta y se aburrió? —ella tenía ese complejo, que le afloraba
cada cierto tiempo.
—No. Yo
creo que le gustaste.
—¿Por
qué lo crees?
—¿No
viste cómo te miraba? Hasta dejó de bailar con los ojos cerrados.
—¿Tú
crees?
—Sí.
¿Por qué no tienes una aventura con él? Se ve una persona interesante. Te haría
sentir bien.
Dasha se
me quedó viendo.
—Pero ya
se fue —dijo, y torció la boca con ese gesto de niña malcriada que tanto les
gustaba en nuestra ciudad a los clientes del Peep Show.
—Volverá
mañana.
Y en
efecto, a la noche siguiente, Leo volvió a Maracuyá.
Con su portafolio. Dasha evitó mirarlo. Si él se había marchado sin despedirse,
dijo, él debía dar ahora el primer paso y disculparse. “Los hombres desprecian
siempre lo barato”, me explicó. Esa noche iba especialmente seductora: con un
vestidito negro sin mangas —el mejor que había empacado en su mochila— que
contrastaba de manera armoniosa con su piel bronceada; una gargantilla también
negra en su largo cuello y una cadena de chapa de oro en el tobillo izquierdo.
Demostrando
lo acertado de su teoría, Leo fue a sentarse a nuestra mesa en cuanto nos vio y
se disculpó por haberse ido así.
—Es que
el cambio de comida —nos explicó en inglés por cortesía hacia mí, sin soltar ni
un momento su portafolio— me causó una revolución en el estómago. Apenas si
alcancé a llegar al hotel.
Más
relajado que en el encuentro anterior, se enjugó con su pañuelo el sudor de la
frente, nos invitó una copa y se puso a platicarnos de lo difícil que era
preparar bien un platillo aparentemente fácil de su tierra: la shuba, ensalada de papas, zanahorias y
chícharos con mayonesa, anchoas y betabel
—Por
supuesto, no va todo revuelto —decía—. La ensalada va dentro, como un relleno.
El betabel y las anchoas son para cubrirla. Por eso se llama shuba, que en ruso quiere decir “abrigo”
—siguió hablando de eso y de una pasta con salsa de champiñones que no nos
importaba mucho. Lo que queríamos era preguntarle sobre el portafolio, pero no
hallábamos la oportunidad. Finalmente se levantó a bailar con Dasha.
Pronto
se hizo obvio que quería seducirla. Y ella empezó a aplicar con él todas las
tácticas aprendidas en su no muy larga vida. “A los viejitos les gusta que una
los haga creer que es inocente”, rezaba su filosofía. “Sólo los jóvenes son
capaces de valorar la experiencia”. Pero Leonid no tenía cara de tonto: no
creería realmente que una señorita inexperta iba a estar vacacionando con su
novio en una playa sin moral y tomando Becherovka en una discoteca donde se
vendía de todo. De cualquier manera, parecía disfrutar la compañía de Dasha.
La noche
transcurrió de acuerdo con el plan y los deseos de ella. A las tres de la
mañana, cuando Leo parecía más animado que nunca, la joven inexperta se
despidió. No estaba acostumbrada a desvelarse, dijo, y ya tenía mucho sueño.
El día
siguiente nos lo pasamos descansando en la playa, paseando por el pueblo y
haciendo conjeturas sobre el portafolio misterioso.
—Te digo
que ha de ser dinero. Ha de ser todo lo de su jubilación o pensión o
liquidación o lo que sea, y se lo vino a gastar aquí.
—¿Qué
tal si es un terrorista? ¿De Chechenia? No lo parece pero podría ser. Podría
traer ahí una bomba, una de esas que las hacen explotar con un teléfono
celular.
Dasha
estaba dispuesta a develar el misterio, y en la noche empleó con ese objetivo
el resto de sus muchos encantos, al grado de que desapareció con Leo y no volví
a verla hasta la mañana siguiente. Casi a las ocho se apareció en la tienda de
campaña. Se metió sin decir nada y, también sin decir nada, comenzó a hacerme
el amor. Era su costumbre cuando había tenido una aventura. De esa manera
—decía— se limpiaba de la otra piel.
Despertamos
poco después de las once de la mañana.
—Bueno
—le dije—, ¿qué hay en el portafolio?
—Un
libro —me contestó sin el menor asomo de desilusión.
—¿Un
libro?
—Sí, un
manuscrito. Él lo escribió. Se tardó veinte años en terminarlo.
—Pero,
¿por qué lo trae ahí?
—Porque
vino a este pueblo a echarlo al mar —Dasha explicaba todo con una naturalidad
sorprendente, como si se tratara de la cosa más normal del mundo—. Sólo que antes quiere divertirse. Es su doble
despedida.
—¿Por
qué doble?
—Leo se
despide de su libro y de su carrera literaria.
—Pero,
¿por qué?
Dasha se
encogió de hombros.
—Yo
tampoco entendía sus razones al principio. Pero después que me contó toda la
historia empecé a comprenderlo. Se pasó veinte años trabajando en ese montón de
papeles. Y, ¿sabes para qué? Para nada. Lo ha llevado a más editoriales de las
que puede recordar, y en todas lo han mandado al cuerno con su libro. Unos —los
menos estúpidos— le dicen simplemente que no. Los otros le sugieren que cambie
cosas, que corte esto o aquello. Pero Leo no quiere cambiar nada y yo lo
entiendo. ¿Por qué va a permitir que un vendedor de libros le diga cómo debe
escribir? Ya se cansó de eso. Si sus papeles son basura —me dijo—, pues irán a
la basura.
No le
pregunté más y no quise quedarme pensando en Leonid ni en su historia. Tenía
hambre.
—Vamos a
comprar algo de comer.
—Leo nos
invita a almorzar en su hotel. Me preguntó si estarías de acuerdo y yo le dije
que sí.
—Bueno
—le dije—, pues vámonos. Supongo que no tenemos que cargar las mochilas,
¿verdad?
—No.
Aquí se quedan. Sólo déjame sacar mi cartera y mi celular.
El
almuerzo fue muy agradable. Cuando no hablaba de comida, el viejo ruso era un
excelente conversador. Y todo el tiempo se comportó con Dasha de manera
respetuosamente paternal, como si no hubiera habido nada entre ellos ni fuera a
haberlo. Nos explicó que al día siguiente regresaba a su tierra.
—¿Me
leerías algo de tu libro antes de echarlo al mar? —le preguntó Dasha.
—¿De
verdad te interesa? —Leo parecía incrédulo.
—Claro
que sí. Y me encantaría oírlo de tu voz. Así lo recordaría siempre.
—Pues si
tú quieres... —le respondió él con el tono de un abuelo que se resigna a
hacerse cómplice en el capricho de una nieta consentida— Podemos leer algo en
la tarde.
Después
de unos instantes aclaró mirándome.
—El
libro está en ruso.
—No hay
problema —le dije—. Yo de todas maneras no puedo estar con ustedes. Cité a una
amiga en Maracuyá.
No era
verdad, pero quería dejarlos solos. El papel de cornudo de por sí no es cómodo.
Pero un cornudo que se sabe cornudo, lo acepta y todavía estorba es lo más
patético del mundo.
Me pasé el resto del día echado en la playa y, cuando
me aburrí, me fui a jugar futbol con los motociclistas que habían llegado hacía
dos días. Me hice amigo de una de las muchachas —una rubia plateada, flaca como
un palillo— y en la noche estuve con ella en Maracuyá. En algún momento salimos a caminar por la playa. Llegamos
hasta el final de la escollera, hasta donde ya sólo de lejos se oía la música
de las discotecas, y ahí nos sentamos a mirar la luna. Aunque ya no era llena,
aún se veía enorme y anaranjada, colgando quieta sobre el mar.
En la
mañana, Dasha llegó a despertarnos a la tienda de campaña. Ni siquiera se
esperó a que yo le presentara a mi amiga.
—Ven —me
dijo—. Quiero enseñarte una cosa —parecía muy contenta.
—¿Qué?
—le contesté abriendo sólo un ojo, muerto de sueño.
—Yo ya
me voy —dijo la rubia, que tal vez no quería ser inoportuna. Y efectivamente,
se vistió rápido, me dio un beso y se marchó.
Era muy
temprano y hacía algo de frío. La marea estaba todavía alta, y las últimas
estrellas aparecían y desaparecían como si guiñaran el ojo. De algún lado venía
un perfume de rosas y gladiolas.
Viendo
que el terreno había quedado libre, Dasha se metió a la tienda.
—Mira
—llevaba el portafolio de Leonid—. Me lo dio. ¡Me dio su libro!
Nunca la
había visto tan contenta, tan satisfecha.
—¿Ya lo
leíste? ¿Será una buena obra? —le pregunté.
—Qué importa
eso. Le costó veinte años escribirla,
¿te das cuenta? Lo que yo llevo de vida se pasó trabajando en ella. Algo así es
un tesoro independientemente de lo que pudiera decir cualquier crítico o
editor.
Sacó el
manuscrito, engargolado y con pastas de cartulina azul, y lo puso en mis manos
con enorme respeto.
—Se ha
ido —suspiró—. Su tren ha de estar saliendo en estos momentos.
Dasha
nunca había sido sentimental, pero esa vez parecía a punto de soltarse a
llorar. Volvió a guardar el libro en el portafolio, se quitó la ropa y se metió
conmigo en el sleeping bag.
—Qué feo
perfume dejó aquí esa mujer —fue todo lo que comentó antes de abrazarme y
quedarse dormida.
A
mediodía fuimos a comer al pueblo. Sandwiches de mortadela con pepinillos. Nos
contamos todo lo que habíamos hecho. Nos abrazamos. Nos prometimos que, pasara
lo que pasara, siempre estaríamos juntos.
Volvimos
caminando por la playa tomados de la mano, platicando otra vez de Leo. Éramos
felices; más aún: éramos locamente felices. Estúpidamente felices.
Cuando
llegamos a la tienda de campaña se acabó la alegría: alguien había entrado a
robar. Las mochilas se hallaban ahí, pero el portafolio había desaparecido.
“Dinero o drogas”, debió de pensar el ladrón, que seguramente lo había visto
cuando todavía estaba en las manos de Leo.