martes, abril 30, 2019

El hombre de espaldas


Imagen: René Magritte



El espejo lo compró Daniela en el mercado de pulgas, un sábado cuando iba pasando en el coche con su hermano mayor y, nada más por hacerlo enojar, insistió en bajarse. Era un espejo oval de unos treinta centímetros de largo por veinte de ancho, con un marco de latón ya maltratado en algunas partes, pero todavía bonito, con relieves de hiedras y motivos florales. El cristal era color de rosa, un cristal antiguo en el cual los objetos se reflejaban como velados por el vaho de los años, como si estuviera uno viendo cosas del pasado, de hacía mucho tiempo, y no del presente. A Dany le encantó. No llevaba dinero suficiente para comprarlo, pero, con lo que tenía, el dueño aceptó apartárselo.
         De regreso en casa, le rogó a su padre que le diera un poco, le pidió prestado a su abuela y después vendió algunos discos compactos entre sus compañeros de la escuela. El sábado fue por el espejo. No encontró al dueño, sino a su esposa, una rubia otoñal con aspecto de bruja. Cuando Dany le dijo a qué iba, la señora sacó el espejo de una caja de cartón donde lo tenían escondido. Emocionada, la chica pagó lo que faltaba y corrió a casa con su tesoro. Ya le tenía asignado un lugar en su recámara.
         Los problemas empezaron esa misma tarde. No todas las veces que alguien se asomaba al espejo, pero sí muchas, veían en el fondo, detrás de los reflejos normales, la figura de espaldas de un hombre. Era una cosa que daba miedo, por extraña. Porque no había nadie detrás, ninguna forma que pudiera reflejarse así en el espejo. Lo peor de todo era que a veces estaba allí, a veces no. Y siempre sucedía que sólo una persona a la vez podía verlo. Entonces, ¿cómo estar seguros de nada? Finalmente llegaron a una conclusión: el hombre de espaldas vivía en el espejo.
         La familia no quiso saber más. Lo único que deseaban era deshacerse de aquello. Dany se lo fue a ofrecer al mismo vendedor de quien lo había comprado. Éste se le quedó viendo con una sonrisa enigmática y le ofreció menos de la mitad de lo que ella pagara. Pero Daniela no se puso a regatear. Ya se alejaba del puesto cuando alcanzó a oír que el dueño murmuraba, como hablando para el espejo: “Otra vez de regreso”.

martes, abril 23, 2019

Flores



Los viernes había una tertulia de escritores en un bar. Esa vez, ella me acompañó, pero luego regresó sola a su casa. Sabía que no tenía caso quedarse conmigo porque yo iba para largo. Con amigos o sin amigos. Y así fue. De aquel bar me fui a otro, yo solo. Luego a otro, hasta el amanecer. Era en los años 80 y no usábamos teléfonos celulares. Yo no tenía tampoco línea fija. Vivía en un barrio de muy mala muerte y no tenía casi nada. Ni siquiera tenía cocina porque pensaba, como Trotsky, que ahí se anclaba la visión del mundo de la burguesía. Si había que desconstruir el sistema, había que empezar por eliminar la cocina. Así que en mi vivienda no había estufa —esa encarnación moderna del fetiche burgués del fuego del hogar—. Había un refrigerador pequeño, pero se hallaba en la recámara, idealmente lleno de cerveza y vodka. La habitación que había sido planeada para cocina hacía las veces de bodega.
         Entonces, como no había forma de saber dónde andaba yo, ella llegó a verme el domingo a mediodía. Yo no había dejado de beber. No recordaba cómo llegué ni a qué hora de qué día. No recordaba dónde había estado. Cuando me di cuenta, me hallaba sentado en mi cama bebiendo de la botella. No había comido nada. No me interesaba comer. No sentía esa necesidad cuando bebía.
         Ella debió de verme muy mal, porque dijo que iría a comprar algo para almorzar. Pero era domingo: no había nada abierto en aquel infame barrio. Y el mercado estaba lejos y había que cruzar la parte más peligrosa. Quise acompañarla, pero ella no me dejó. “No estás en condiciones”, me dijo. Revisó cuánto alcohol tenía yo todavía y vio que no era mucho. Tranquila, me encerró con llave para que no volviera yo a salirme y se fue.
         Se me hizo eterno el tiempo que tardó. Cuando llegó, traía un manojo de flores de calabaza. Fue lo único que encontró, me dijo. “Se las compré a una marchanta”. Le dije que no había nada en qué cocerlas. “Ya lo sé”, me contestó.
         Me llevó al baño y me lavó las manos. Luego me llevó a sentar al sofá y regresó a lavar las flores. Se tardó. Las habría lavado una por una. Me las ofreció como si hubieran sido un ramo de rosas. Empecé a reírme con esa especie de triste inocencia con que se ríen los borrachos. La contagié de risa.
         Comimos. Nos comimos todas las flores, sentados en ese sofá lleno de polvo y quemaduras de cigarros.
         No sé cómo decirlo. Suena raro, quizá surrealista, pero... comiéndome esas flores, sentí como si me nacieran dentro otras flores.

Columpio



Hace rato estoy oyendo el rechinar de un columpio que se mece. Pero aquí no hay columpios. Uno podría, sin embargo, imaginarlo. Basta con cerrar los ojos y poner atención al sonido que va y viene: para acá, para allá, criiiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... No tiene hora fija para columpiarse; a veces lo hace en la mañana, a veces en la tarde, a veces en la mañana y en la tarde. Lo hace incluso en invierno, cuando, si existiera, estaría cubierto de hielo. Criiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... es algo como para arrullarse y quedarse dormido. Lástima que no le guste mecerse en las noches, cuando tanto silencio me produce insomnio.
         Si ese jardín fuera mío, compraría un columpio. Pero aquí no hay jardín.

miércoles, abril 17, 2019

Maracuyá


Originalmente publicado en Las tentaciones de la dicha. México, Editorial JUS, 2010. 

Fuimos a aquella playa en el mar Negro porque Dasha tenía muchos deseos de volver. Ya había ido una vez, hacía seis años, y decía que era increíble: cada verano, en agosto, ese pueblito de pescadores se convertía en el gran atractivo turístico de Crimea. Durante una semana, discotecas, bares y restaurantes permanecían abiertos las 24 horas, albergando a cientos de turistas de todos los países eslavos y de otros más lejanos. Dasha recordaba con nostalgia los amaneceres bailando en la playa, entre borrachos que seguían cantando en idiomas incomprensibles y parejas que dormían abrazadas sobre la arena después de hacer el amor.
         Acepté porque me dio curiosidad, pero también porque quería que Dasha descansara. Estaba harta de trabajar en el Peep Show explotando la ya no tan adolescente belleza de su cuerpo y haciendo felaciones a turistas gordos por veinte euros.
         Así que juntamos el dinero que teníamos y, un día después, ya íbamos en el tren cruzando los bosques de pinos de los Cárpatos, hacia las tierras bajas de Rusia. Para ahorrar dinero no habíamos querido pagar un camarote, así que hicimos todo el viaje en un compartimento de segunda o quinta; en el día platicábamos, leíamos, mirábamos el paisaje, sosteníamos conversaciones breves con pasajeros que nos acompañaba una o dos horas nadamás porque iban a algún pueblo intermedio. Y en la noche nos turnábamos: uno cuidaba que no fueran a robarnos las mochilas mientras el otro trataba de conciliar el sueño a pesar del frío, con toda la ropa puesta, los zapatos puestos. Si teníamos hambre, comíamos galletas.
         Llegamos cansados y hambrientos, con fuerzas apenas suficientes para poner la tienda de campaña en un rincón más o menos tranquilo de la playa. Pero eso era el mar, por fin. El mar: un anhelo de vivir intensamente y para siempre, de escapar a un espacio sin tiempo donde se pudiera ser eternamente joven, donde el amor fuera inmarcesible. Nos quedamos contemplándolo largo rato, sin hablar.
         Dejamos algunas cosas en la tienda de campaña y nos fuimos al pueblo a buscar qué comer. Era tal como Dasha lo había descrito: un lugar idílico y lleno de luz, como de libro de poemas antiguos; una calle empinada y un poco torcida, de casas antiguas y tiendas llenas de sombra, que subía a una colina en cuya cumbre se hallaba una iglesia de dos torres con cebollas doradas. La luz de metal fundido, los sonidos, los olores... todo parecía como si lo viéramos tras el vidrio que separa la realidad de los sueños.
         Teníamos mucha hambre, pero no quisimos entrar a ningún restaurante; el acuerdo era que el dinero se gastaría en alcohol y diversión, y sólo lo mínimo en cosas secundarias como comer. Así que fuimos a una tienda y compramos cuatro rebanadas de pan, cien gramos de mortadela, otros cien de queso y un cuarto de pepinillos en vinagre, y nos fuimos a comer a una banca desde la cual, a lo lejos y hacia abajo, se veía el mar.
         Empezamos a beber vino dulce en una taberna pequeña, luego bajamos a la playa a mojarnos los pies en las olas y a mirar la puesta de sol y, ya que oscureció, fuimos a bañarnos en un baño público. Una hora después, llegamos a la discoteca más grande: Maracuyá. Había boletos para un día, para tres y para toda la semana. Dasha quiso que compráramos el último aunque en eso se nos fuera la mitad del dinero.
         —Es más barato así —dijo—. Y además no pienso dejar de divertirme ni un día.
         El lugar estaba decorado como si hubiera sido en el Caribe y no en el mar Negro: con hamacas, redes, cañones semienterrados en la arena y palmeras vivas que crecían bajo grandes domos de cristal.
         Nos abrimos paso entre la gente, buscamos una mesa libre y echamos una mirada al menú: había una cantidad increíble de licores, cervezas y vinos de los lugares más exóticos.
         —¿Qué es esto? —le pregunté a Dasha, casi gritando por lo fuerte que estaba la música. Al final de la lista había un signo de interrogación, con un precio; abajo de éste, dos signos de interrogación también con su respectivo precio; luego tres signos, luego cuatro, cinco...
         —Son drogas —me respondió, también gritando casi—: un signo es mariguana, dos es hashish, tres es cocaína; los demás no sé. ¿Quieres algo?
         —No —le dije: eso estaba carísimo—. ¿Y tú?
         —Pídeme un Becherovka.
         Me levanté a la barra por las copas. Aquel lugar era un zoológico: había gente rara de todas las edades, razas y nacionalidades: ancianos libidinosos, ninfetas, mujeres otoñales en busca de aventuras, jóvenes con el torso desnudo y cubierto de tatuajes, japoneses, escandinavos, árabes... en el trayecto de nuestra mesa a la barra alcancé a oír palabras sueltas en idiomas irreconocibles, y mi sentido del olfato se saturó con una mezcla de olores a piel sudada, agua de mar, perfumes caros, desodorantes corrientes... en la barra había fila; tuve que esperar hasta que el bartender atendió a una rubia como de uno noventa de estatura y luego a un gay de traje color de rosa que no sabía cómo pedir unas medias de seda.
         Finalmente, logré salir de ahí y volver a mi mesa.
         —Gracias, baby —me dijo Dasha bailoteando en su asiento al compás de la música.
         Le dio un trago a su copa, le sonrió a un tipo que le estaba guiñando el ojo desde una mesa vecina y se levantó a bailar con él. A mí no me gusta esa clase de manifestaciones primitivas, así que teníamos un acuerdo: ella era libre para bailar con quien quisiera. Y “bailar” significaba cualquier cosa además de eso. No me molestaba. Al contrario: pobre Dasha, era justo que al menos de vez en cuando pudiera acostarse con quien le gustara. Y en realidad casi nunca usaba esa libertad.
         No la usó con aquel tipo. Bailó un poco con él, luego cambió de pareja, después fue a sentarse un rato y a tomarse una copa conmigo, volvió a bailar, volvió a sentarse... Cerca del amanecer, ya un poco borracho, la dejé divirtiéndose y me fui caminar por la playa. Cada vez más lejana, la música de las distintas discotecas se mezclaba con el siseo de las olas que llegaban a reventar cerca de mis pies. A lo lejos flotaban como cansadas luciérnagas las luces del pueblito.
         Nos fuimos a dormir a la tienda a las siete de la mañana. Despertamos poco después de las once y, luego de despacharnos otro paquete de galletas, nos metimos un rato al mar. Dasha parecía feliz: sonreía y canturreaba y me preguntaba cada tanto si no era ése un lugar maravilloso, si no me había encantado, si no iba a recordar siempre esos días cuando ya no estuviéramos juntos.
         Fuimos al pueblo a comer en el Mc Donald’s, que era lo más barato después de los sandwiches de mortadela, y saliendo de ahí caminamos un poco por las calles, entramos a la iglesia ortodoxa, en el local de souvenirs que estaba a la salida nos robamos un pequeño icono falso. Después volvimos a la tienda de campaña para dormir siquiera un par de horas antes de la nueva jornada de bebida y baile en Maracuyá.
         Esa noche fue muy semejante a la anterior, con la diferencia de que llegó una banda de treinta o cuarenta jóvenes en motocicleta, vestidos todos de cuero, y se pusieron a hacer más ruido del que ya había. En la madrugada los vi en la playa haciendo acrobacias con sus motos; la luz de la luna se reflejaba lanzando destellos en las partes cromadas de esas máquinas enormes.

Leo apareció en la tercera noche. Dasha y yo estábamos sentados en la discoteca tomando Becherovka.
         —¡Mira ése! —exclamó ella de pronto. Cerca de nuestra mesa bailaba solo un hombre de unos sesenta años, vestido de blanco, con gafas oscuras y sombrero panamá. Pero lo que lo hacía más raro era que bailaba sin soltar su portafolio; lo tenía abrazado en el pecho, como si temiera que alguien se lo robara.
         —¿Tendrá ahí dinero? —le pregunté a Dasha.
         —¿O drogas? —me contestó divertida.
         Lo seguimos observando. No se cansaba de bailar ni de tener los brazos en esa posición tan incómoda, porque por poco que pesara el portafolio, cualquiera estaría cansado ya. Pero él, al contrario, parecía estar disfrutando enormemente; bailaba con torpeza y no le importaba eso; tampoco le importaba no tener pareja. Una sonrisa de satisfacción, de viejo que realiza un sueño largamente acariciado, iluminaba su cara.
         —Qué maravilla de hombre —comentó Dasha. Se tomó de un trago lo que le quedaba en la copa y se levantó a bailar con él.
         Después de unos minutos volvió a la mesa.
         —O baila con los ojos cerrados o está ciego —me dijo, dándole un trago a mi copa—. No se ha dado cuenta de mí.
         —¿Por qué no le hablas? —le sugerí.
         Y efectivamente le habló, en cuanto vio que iba a la barra a beber algo. Lo abordó en inglés. El hombre le contestó amablemente y, por su acento, Dasha comprendió que era ruso. Entonces cambiaron a este idioma, que también era la lengua materna de ella, y así empezó todo: él se llamaba Leonid, dijo, y era de Novosibirsk. Dasha lo llevó a nuestra mesa y me lo presentó. Nos tomamos una copa los tres juntos, y luego ellos dos se levantaron a bailar. Todo esto sucedió sin que Leo soltara su portafolio.
         En algún momento, el hombre desapareció. No se despidió de nosotros; simplemente ya no lo vimos. Dasha estaba desconcertada.
         —¿Tú crees le parecí tonta y se aburrió? —ella tenía ese complejo, que le afloraba cada cierto tiempo.
         —No. Yo creo que le gustaste.
         —¿Por qué lo crees?
         —¿No viste cómo te miraba? Hasta dejó de bailar con los ojos cerrados.
         —¿Tú crees?
         —Sí. ¿Por qué no tienes una aventura con él? Se ve una persona interesante. Te haría sentir bien.
         Dasha se me quedó viendo.
         —Pero ya se fue —dijo, y torció la boca con ese gesto de niña malcriada que tanto les gustaba en nuestra ciudad a los clientes del Peep Show.
         —Volverá mañana.
         Y en efecto, a la noche siguiente, Leo volvió a Maracuyá. Con su portafolio. Dasha evitó mirarlo. Si él se había marchado sin despedirse, dijo, él debía dar ahora el primer paso y disculparse. “Los hombres desprecian siempre lo barato”, me explicó. Esa noche iba especialmente seductora: con un vestidito negro sin mangas —el mejor que había empacado en su mochila— que contrastaba de manera armoniosa con su piel bronceada; una gargantilla también negra en su largo cuello y una cadena de chapa de oro en el tobillo izquierdo.
         Demostrando lo acertado de su teoría, Leo fue a sentarse a nuestra mesa en cuanto nos vio y se disculpó por haberse ido así.
         —Es que el cambio de comida —nos explicó en inglés por cortesía hacia mí, sin soltar ni un momento su portafolio— me causó una revolución en el estómago. Apenas si alcancé a llegar al hotel.
         Más relajado que en el encuentro anterior, se enjugó con su pañuelo el sudor de la frente, nos invitó una copa y se puso a platicarnos de lo difícil que era preparar bien un platillo aparentemente fácil de su tierra: la shuba, ensalada de papas, zanahorias y chícharos con mayonesa, anchoas y betabel
         —Por supuesto, no va todo revuelto —decía—. La ensalada va dentro, como un relleno. El betabel y las anchoas son para cubrirla. Por eso se llama shuba, que en ruso quiere decir “abrigo” —siguió hablando de eso y de una pasta con salsa de champiñones que no nos importaba mucho. Lo que queríamos era preguntarle sobre el portafolio, pero no hallábamos la oportunidad. Finalmente se levantó a bailar con Dasha.
         Pronto se hizo obvio que quería seducirla. Y ella empezó a aplicar con él todas las tácticas aprendidas en su no muy larga vida. “A los viejitos les gusta que una los haga creer que es inocente”, rezaba su filosofía. “Sólo los jóvenes son capaces de valorar la experiencia”. Pero Leonid no tenía cara de tonto: no creería realmente que una señorita inexperta iba a estar vacacionando con su novio en una playa sin moral y tomando Becherovka en una discoteca donde se vendía de todo. De cualquier manera, parecía disfrutar la compañía de Dasha.
         La noche transcurrió de acuerdo con el plan y los deseos de ella. A las tres de la mañana, cuando Leo parecía más animado que nunca, la joven inexperta se despidió. No estaba acostumbrada a desvelarse, dijo, y ya tenía mucho sueño.
         El día siguiente nos lo pasamos descansando en la playa, paseando por el pueblo y haciendo conjeturas sobre el portafolio misterioso.
         —Te digo que ha de ser dinero. Ha de ser todo lo de su jubilación o pensión o liquidación o lo que sea, y se lo vino a gastar aquí.
         —¿Qué tal si es un terrorista? ¿De Chechenia? No lo parece pero podría ser. Podría traer ahí una bomba, una de esas que las hacen explotar con un teléfono celular.
         Dasha estaba dispuesta a develar el misterio, y en la noche empleó con ese objetivo el resto de sus muchos encantos, al grado de que desapareció con Leo y no volví a verla hasta la mañana siguiente. Casi a las ocho se apareció en la tienda de campaña. Se metió sin decir nada y, también sin decir nada, comenzó a hacerme el amor. Era su costumbre cuando había tenido una aventura. De esa manera —decía— se limpiaba de la otra piel.
         Despertamos poco después de las once de la mañana.
         —Bueno —le dije—, ¿qué hay en el portafolio?
         —Un libro —me contestó sin el menor asomo de desilusión.
         —¿Un libro?
         —Sí, un manuscrito. Él lo escribió. Se tardó veinte años en terminarlo.
         —Pero, ¿por qué lo trae ahí?
         —Porque vino a este pueblo a echarlo al mar —Dasha explicaba todo con una naturalidad sorprendente, como si se tratara de la cosa más normal del mundo—.  Sólo que antes quiere divertirse. Es su doble despedida.
         —¿Por qué doble?
         —Leo se despide de su libro y de su carrera literaria.
         —Pero, ¿por qué?
         Dasha se encogió de hombros.
         —Yo tampoco entendía sus razones al principio. Pero después que me contó toda la historia empecé a comprenderlo. Se pasó veinte años trabajando en ese montón de papeles. Y, ¿sabes para qué? Para nada. Lo ha llevado a más editoriales de las que puede recordar, y en todas lo han mandado al cuerno con su libro. Unos —los menos estúpidos— le dicen simplemente que no. Los otros le sugieren que cambie cosas, que corte esto o aquello. Pero Leo no quiere cambiar nada y yo lo entiendo. ¿Por qué va a permitir que un vendedor de libros le diga cómo debe escribir? Ya se cansó de eso. Si sus papeles son basura —me dijo—, pues irán a la basura.
         No le pregunté más y no quise quedarme pensando en Leonid ni en su historia. Tenía hambre.
         —Vamos a comprar algo de comer.
         —Leo nos invita a almorzar en su hotel. Me preguntó si estarías de acuerdo y yo le dije que sí.
         —Bueno —le dije—, pues vámonos. Supongo que no tenemos que cargar las mochilas, ¿verdad?
         —No. Aquí se quedan. Sólo déjame sacar mi cartera y mi celular.
         El almuerzo fue muy agradable. Cuando no hablaba de comida, el viejo ruso era un excelente conversador. Y todo el tiempo se comportó con Dasha de manera respetuosamente paternal, como si no hubiera habido nada entre ellos ni fuera a haberlo. Nos explicó que al día siguiente regresaba a su tierra.
         —¿Me leerías algo de tu libro antes de echarlo al mar? —le preguntó Dasha.
         —¿De verdad te interesa? —Leo parecía incrédulo.
         —Claro que sí. Y me encantaría oírlo de tu voz. Así lo recordaría siempre.
         —Pues si tú quieres... —le respondió él con el tono de un abuelo que se resigna a hacerse cómplice en el capricho de una nieta consentida— Podemos leer algo en la tarde.
         Después de unos instantes aclaró mirándome.
         —El libro está en ruso.
         —No hay problema —le dije—. Yo de todas maneras no puedo estar con ustedes. Cité a una amiga en Maracuyá.
         No era verdad, pero quería dejarlos solos. El papel de cornudo de por sí no es cómodo. Pero un cornudo que se sabe cornudo, lo acepta y todavía estorba es lo más patético del mundo.

Me pasé el resto del día echado en la playa y, cuando me aburrí, me fui a jugar futbol con los motociclistas que habían llegado hacía dos días. Me hice amigo de una de las muchachas —una rubia plateada, flaca como un palillo— y en la noche estuve con ella en Maracuyá. En algún momento salimos a caminar por la playa. Llegamos hasta el final de la escollera, hasta donde ya sólo de lejos se oía la música de las discotecas, y ahí nos sentamos a mirar la luna. Aunque ya no era llena, aún se veía enorme y anaranjada, colgando quieta sobre el mar.
         En la mañana, Dasha llegó a despertarnos a la tienda de campaña. Ni siquiera se esperó a que yo le presentara a mi amiga.
         —Ven —me dijo—. Quiero enseñarte una cosa —parecía muy contenta.
         —¿Qué? —le contesté abriendo sólo un ojo, muerto de sueño.
         —Yo ya me voy —dijo la rubia, que tal vez no quería ser inoportuna. Y efectivamente, se vistió rápido, me dio un beso y se marchó.
         Era muy temprano y hacía algo de frío. La marea estaba todavía alta, y las últimas estrellas aparecían y desaparecían como si guiñaran el ojo. De algún lado venía un perfume de rosas y gladiolas.
         Viendo que el terreno había quedado libre, Dasha se metió a la tienda.
         —Mira —llevaba el portafolio de Leonid—. Me lo dio. ¡Me dio su libro!
         Nunca la había visto tan contenta, tan satisfecha.
         —¿Ya lo leíste? ¿Será una buena obra? —le pregunté.
         —Qué importa eso. Le costó veinte años escribirla, ¿te das cuenta? Lo que yo llevo de vida se pasó trabajando en ella. Algo así es un tesoro independientemente de lo que pudiera decir cualquier crítico o editor.
         Sacó el manuscrito, engargolado y con pastas de cartulina azul, y lo puso en mis manos con enorme respeto.
         —Se ha ido —suspiró—. Su tren ha de estar saliendo en estos momentos.
         Dasha nunca había sido sentimental, pero esa vez parecía a punto de soltarse a llorar. Volvió a guardar el libro en el portafolio, se quitó la ropa y se metió conmigo en el sleeping bag.
         —Qué feo perfume dejó aquí esa mujer —fue todo lo que comentó antes de abrazarme y quedarse dormida.
         A mediodía fuimos a comer al pueblo. Sandwiches de mortadela con pepinillos. Nos contamos todo lo que habíamos hecho. Nos abrazamos. Nos prometimos que, pasara lo que pasara, siempre estaríamos juntos.
         Volvimos caminando por la playa tomados de la mano, platicando otra vez de Leo. Éramos felices; más aún: éramos locamente felices. Estúpidamente felices.
         Cuando llegamos a la tienda de campaña se acabó la alegría: alguien había entrado a robar. Las mochilas se hallaban ahí, pero el portafolio había desaparecido. “Dinero o drogas”, debió de pensar el ladrón, que seguramente lo había visto cuando todavía estaba en las manos de Leo.