jueves, febrero 28, 2019

Los infieles



De las historias de fantasmas, las que más me gustan son las de los hoteles y moteles, tal vez porque quienes se aparecen en esos lugares son los perdidos por la carne: los infieles, los adúlteros, los arrebatados de amor.
         En general, siguen el mismo patrón: una pareja de amantes fue sorprendida por el marido celoso que los mató a los dos a tiros y luego se suicidó en la misma habitación y todavía llora su pérdida. A veces él no se mata sino huye, para luego ir a dar a la cárcel o desaparecer para siempre (en un hotel de Tacubaya, se dice que un hombre alto vaga por los pasillos con los ojos extraviados, buscando a alguien con una pistola en la mano). Como quiera que sea, los dos o los tres se quedan atrapados ahí, condenados a vivir una y otra vez el triste desenlace de sus amoríos.
         Algunos huéspedes, que han tenido la buena o la mala suerte de poder percibir estas cosas, dicen que primero se oyen los jadeos propios de una pareja en la relación sexual. Luego comienzan a oírse voces, voces que no dicen nada inteligible, lejanas, como si hablaran debajo del agua o desde el fondo de un salón enorme. Llantos, gritos.
         Lo común es que estos fantasmas se manifiesten sólo de manera audible, aunque ha llegado a suceder que alguien los vea: una mujer y un hombre con cuerpos desnudos hechos de humo que se abrazan sentados en el suelo en un rincón, como si tuvieran miedo de ser descubiertos.
         Sea como sea, se dice que en las habitaciones donde se aparecen estos fantasmas se siente una atmósfera de inefable tristeza, como si ese aire de amores desdichados, de  respiraciones acezantes que ya no existen, pesara sobre el corazón.

miércoles, febrero 27, 2019

La obra de Jane Austen

El año pasado, un editor me escribió para encargarme un prólogo para una edición nueva de la obra de Jane Austen. Nunca me pagaron el trabajo. Aquí está:








Prólogo

En sus más de 200 años de existencia, la obra de Jane Austen jamás ha caído en el olvido, si bien es cierto que en lo que va de este siglo sus lectores se han multiplicado  como nunca antes. Y algo que llama la atención es que la mayoría de estos lectores son jóvenes. ¿A qué se debe tan entusiasta redescubrimiento, por parte de la generación millennial, de una autora que para muchas personas de generaciones anteriores era sólo un clásico más, defendida con menos pasión que, por ejemplo, la tempestuosa Emily Brontë? Claro, es posible decir que han influido en tal fenómeno las muchas películas y series de televisión sobre las novelas de Jane Austen. Pero, ¿es eso todo?
         Vamos a examinar de cerca lo que hizo. Sería difícil defenderla por el lado de la originalidad si se tiene en cuenta que, en su época, había docenas de autores (muchos de ellos mujeres) que escribían sobre los dilemas amorosos de la burguesía terrateniente de Inglaterra. Entonces, ¿cómo se explica que Jane Austen sobresaliera tanto, al grado de ser hoy en día la única que nos sigue fascinando de los exponentes que de esa moda literaria?
         Su obra gira en torno a un solo tema básicamente: amor y matrimonio, y un solo mundo narrativo: la vida burguesa rural en el sur de Inglaterra a finales del siglo XVIII. Así que sus personajes, que son pocos en comparación con los de otros escritores de la época, son jóvenes y señoritas de buenas familias que se enamoran y deben vencer algunos obstáculos, hacer algunos descubrimientos y resolver algunos dilemas antes de ver su amor coronado por un voto matrimonial. Por supuesto, aparecen también otros personajes: las futuras suegras, los futuros suegros, los chaperones, el personal de servicio de la mansión, algún ocasional mensajero, algún médico, pero todos ellos son personajes secundarios sin más función que la de dar un marco social y de paso crear obstáculos al amor para mantener vivo el interés de los lectores.
         Hasta aquí, parecería que todo lo que hizo Jane Austen fue poner en práctica una receta comercial. Sin embargo, como muchas veces se ha visto en la historia de la literatura, el genio está en los detalles. Gracias a ese entramado de vínculos sociales entre héroes y heroínas y personajes patiño, entre familias ilustres y familias no tan buenas, entre enamorados sinceros y simples oportunistas, la gran escritora inglesa logra hacer que se abra la flor de su genio: la ironía. Así es, ese estilo suyo que le permite ironizar con magistral sutileza sobre las motivaciones humanas es lo que la separa de toda la legión de autores que han abordado el tema, y hablo tanto de sus contemporáneos como de los nuestros. Escribir sobre el amor es fácil; escribir bien, con dominio de la técnica y el estilo y a la vez con sutil ironía sobre las trampas que le ponemos al amor, eso sólo un gran escritor puede hacerlo.
         Otra de las contribuciones de Jane Austen (para algunos eruditos la más importante de todas) radica en el hecho de haber introducido en la novela moderna argumentos dramáticos con un tratamiento auténticamente dramático. Basta observar cómo, en Orgullo y prejuicio, por ejemplo, la intriga amorosa se va entramando sobre la estructura típica de una obra de teatro de cinco actos, con todos sus requisitos: unidad de acción, tiempo y lugar, completa interdependencia entre el argumento principal y los argumentos secundarios, el uso de la ironía dramática con un efecto de alto contraste, y el uso de diálogos cortos y siempre fluidos.
         Ahora bien, algunos críticos miopes le han reprochado lo que les parece falta de variedad en el diseño de los personajes. Ciertamente, las novelas de Jane Austen se desarrollan en un solo espacio social y eso inevitablemente impone límites. Sin embargo, una lectura cuidadosa nos llevaría a notar que la variedad no está en la clase social ni en el vestuario de los personajes, sino en las máscaras que cada uno ostenta. Y aquí vuelvo a insistir en esa genialidad que tiene la autora para exhibir por medio de la ironía las inconsistencias de la conducta social, la ridiculez de los individuos y las brechas entre realidad y apariencia.
         Sus héroes y heroínas están llenos de matices, de juegos psicológicos. Veamos, por ejemplo, el tema del crecimiento personal a través del autodescubrimiento. En efecto, sucede con frecuencia que sus protagonistas caigan en el autoengaño: creen algo que no es, sólo porque desean creerlo. A través del desencanto, logran darse cuenta de su error y tienen la fuerza de ánimo y la humildad necesarias para aprender de él y reorientar sus metas. De esta manera, Darcy y Elizabeth, Jane y Bingley deben luchar contra su orgullo y vencer sus prejuicios a fin de adquirir la sensibilidad necesaria para que su vida tenga sentido.
         Otra cosa en la que Jane Austen fue absolutamente revolucionaria es que feminizó la literatura inglesa. Todos los escritores trabajamos a partir de modelos, llámese a esto imitación o influencia. Escribimos una historia porque antes leímos otra, que nos conmovió, y deseamos hacer sentir a los lectores algo parecido a lo que sentimos nosotros. En la época de Jane Austen, los modelos de representación de personajes, tanto masculinos como femeninos, provenían de autores hombres. Es decir, el público se acostumbró a ver a los hombres y a las mujeres a través de los ojos de otros hombres. Jane Austen, a contracorriente, construyó sus personajes sin imitar los modelos de sus contemporáneos masculinos. Los veía con su mirada de mujer y así nos los entregó. Y al hacer esto por primera vez en la historia de la literatura, hizo algo que revolucionó los procedimientos narrativos. A esto me refiero cuando digo que vino a feminizar la literatura. Sus grandes héroes –Darcy, Bingley, Knightly y Frank Churchill– nunca aparecen haciendo cosas “masculinas”, no tienen aventuras peligrosas ni se ejercitan con las armas ni cazan ni pelean a puñetazos; bueno, ni siquiera llegan a aparecer solos. En compañía de sus coprotagonistas femeninas –Elizabeth, Jane y Emma–, bailan, cenan, juegan a las cartas, dan paseos, charlan, aman... y todo lo que podemos ver de ellos, de su psique, sus modales, sus cualidades, lo vemos a través de las mujeres. Claro, esto también ayuda a explicar que tantos lectores de hoy en día prefieran a Jane Austen: en una época de feminización de la cultura, esta enorme escritora se nos aparece como un espejo de la sociedad actual. Y su crítica nos toca directamente y con tanta frescura como si Orgullo y prejuicio se hubiera escrito ayer. En sus seis novelas mayores tocó temas muy relevantes para nuestro tiempo, como la ambición de dinero, el clasismo, el esnobismo, la dependencia económica de las mujeres y la cuestión de por qué las mujeres deben casarse o si de verdad deben hacerlo. En efecto, como ella misma había sido víctima de esas reglas, criticó mordazmente el hecho que las mujeres tuvieran que depender del matrimonio para alcanzar la seguridad económica.
         No sólo eso. Jane Austen fue con toda probabilidad la primera escritora (y el primer escritor) en retratar familias disfuncionales. Quizá fue incluso la primera en notar que estas familias existían, la primera en romper el estereotipo cristiano y burgués de la familia feliz. Al mismo tiempo, su obra novelística es una crítica a la manera de escribir que estaba de moda en su época, caracterizada por un estilo plano, personajes igualmente planos y más énfasis en la hilación de anécdotas que en el aspecto dramático. Dejó atrás la novela sentimental del siglo XVIII y preparó el terreno para el gran realismo del XIX. Su importancia como figura innovadora es tal que la literatura inglesa es una antes de ella y otra diferente después de ella.
         Semejante revolución la logró desde sus primeras cuatro novelas, Sentido y sensibilidad (1811), Orgullo y prejuicio (1813), Mansfield Park (1814), y Emma (1816). Con ellas alcanzó el éxito y, lo más importante, inició ese viaje que llevaría la literatura de su tiempo a nuevos paisajes. Lamentablemente, esos cuatro libros fueron todo lo que alcanzó a ver publicado. Sus obra posteriores, La abadía de Northanger y Persuasión aparecieron poco después de su muerte, en 1818. Dejó también dos novelas sin terminar, Sanditon y Los Watson, y tres volúmenes de historias juveniles.
         La adaptación de sus obras al cine y a las series televisivas las ha hecho melosas y las ha descafeinado, por decirlo de algún modo; es decir, les ha arrebatado lo que es en esencia su cualidad más grande: la mordacidad del retrato social. No hay que creer que porque se han visto las adaptaciones ya se conoce la obra. Lo que se ve en la pantalla es sólo la punta del iceberg. De ahí la importancia de hacer nuevas ediciones de sus libros.

Respecto a su vida, existen pocos documentos que pudieran ayudar a hacer una biografía realmente satisfactoria. Nació el 16 de diciembre de 1775, un mes después de lo que se esperaba, en Steventon, Hampshire, Inglaterra. Tuvo seis hermanos y una hermana. Nunca se casó. Éstas son las cosas que aparecen en cualquier resumen biográfico. Pero una persona es mucho más que esos escuetos datos y ahí es donde ya no podemos seguir adelante. Se calcula que Jane Austen escribió alrededor de tres mil cartas, la mayoría dirigidas a su hermana Cassandra; de ellas sobreviven sólo ciento sesenta, más un libro de memorias y algunos apuntes sobre su vida que hicieron sus familiares. Eso es todo el material que tendría para trabajar el biógrafo. Parece ser que la causa de la pérdida del material fue la censura que ejerció Cassandra. En efecto, esta hermana políticamente correcta, que nunca aprobó el lenguaje mordaz de Jane, quemó la mayor parte de sus cartas y rompió en pedacitos el resto, a fin de evitar que cayeran en manos de sus sobrinas: no quería que leyeran esos comentarios sarcásticos sobre parientes y vecinos. Lo hizo –dijo– para proteger la inocencia de sus sobrinas, para no darle mala imagen a su hermana y, ultimadamente, porque no tenía idea del valor que esas cartas tendrían para la posteridad. Además no fue la única que trató de trató de ocultar la parte rebelde, traviesa y cáustica del carácter de Jane Austen. Otros parientes harían cosas semejante después de ella. Los herederos de su hermano, el almirante Francis Austen, destruyeron más cartas. Y luego, su sobrino James Edward Austen-Leigh escribió una especie de biografía titulada Recuerdos sobre Jane Austen; un librito bastante mediocre en donde el autor parecía interesado, más que nada, en maquillar a su modo la vida de su genial tía.
         En efecto, Austen-Leigh describió a su “querida tía Jane” como una solterona feliz, dedicada a las labores del hogar, que escribía sólo en su tiempo libre y nunca ambicionó la fama. Entre él y otros miembros de la familia decidieron, pensando en primer lugar en su propia imagen, qué tanto de la vida de la escritora sería bueno revelar al público. Así, “limpiaron” todo lo que les pareció incorrecto y, por supuesto, no dejaron ninguna referencia a las relaciones amorosas de la tía Jane. Y ya que estaban en eso, aprovecharon para enderezar penosos asuntos familiares. Por ejemplo, la familia siempre se avergonzó del hermano minusválido, George Austen, y trató de ocultar su existencia. Por eso, en el libro, James Edward aparece como el segundo hermano y no como el tercero que en realidad era. Sesgado como lo fue, este documento tuvo el acierto de atraer más lectores a la obra de nuestra escritora. Por otra parte, quiérase o no, fue la única biografía de ella durante más de cien años.
         Es difícil saber si Jane Austen tuvo una niñez feliz. Lo que sí podemos decir, con base en los escasos materiales disponibles, es que tuvo la infancia adecuada para una niña que sería una gran escritora. Era hija de un ministro protestante y de una muchacha de buena familia que sin duda vio con sus propios ojos gran parte del mundo que ella recrearía en sus novelas. Los ingresos de la familia eran modestos y el padre tenía que incrementarlos con cultivos domésticos y ofreciendo sus servicios como tutor particular de niños varones. Esto determinó que tuviera muchos libros en casa, para mayor beneficio ¿de quién creen?
         Antes del nacimiento de Jane, los Austen tuvieron siete hijos: James (el que escribió la biografía), George (el minusválido que la familia trataba de negar), Edward, quien se volvió rico y proporcionó a Jane la casita en Chawton donde ella viviría hasta su muerte; Henry, Charles, Cassandra y Francis. Jane fue la menor de todos.
         Parece ser que la vida en casa de la familia Austen tenía lugar en una atmósfera intelectual y al mismo tiempo relajada, donde cada quien era libre de expresar sus opiniones sobre cualquier asunto y éstas eran escuchadas y comentadas por los demás. Era una ambiente tan estimulante, intelectualmente, que a menudo había invitados y a mucha gente le gustaba ir ahí. Todo esto, más las vacaciones que solían pasar en Londres, en contacto con las frivolidades de moda de la vida urbana, sería la materia prima de la que saldrían Orgullo y prejuicio y las otras cinco obras maestras.
         El señor Austen era ministro y maestro, dos profesiones que requieren excelentes habilidades comunicativas. Él mismo les dio a sus ocho hijos la educación necesaria y al parecer hizo un excelente trabajo. Aparte de lo que realizó intencionalmente, siempre hubo en su casa libros de los temas más variados, ejemplo de lectura constante y conversaciones estimulantes.
         Jane tenía ocho años cuando sus padres las enviaron a ella y a Cassandra a Oxford para que continuaran su educación. Por desgracia, allá contrajeron el tifus, enfermedad de la que Jane casi se muere, y tuvieron que volver a casa. Después de un tiempo de convalescencia ingresaron a un internado no muy lejos donde les daban clases de gramática, francés, costura, música, baile y probablemente teatro. Tuvieron que dejarlo. Los ingresos de la familia no alcanzaban para pagar la educación de tantos hijos y, como se acostumbraba en esa época, las niñas fueron las sacrificadas. Después de todo, como Jane ironizaría en sus novelas, la esperanza de una muchacha es casarse bien.
         Las hermanas regresaron a casa en 1786, cuando Jane tenía 11 años, y nunca volvió a vivir lejos de su núcleo familiar. El resto de su cultura lo adquirió de los libros que había en la biblioteca familiar y fue entonces cuando empezó a escribir. Su padre, tal vez como un intento de compensación, la animaba y le compraba plumas y papel caro. Así, para cuando llegó a los 12 años, la niña ya tenía escritas tres obras de teatro y varios poemas y cuentos que hacían sentir a su familia muy orgullosa de ella. A los 14 años escribió su primera novela, una obra de carácter satírico titulada Amor y amistad y una Historia de Inglaterra en 34 páginas, ilustrada con acuarelas de su hermana. Los comentarios de sus lectores la hicieron sentir tan bien que, antes de cumplir 15 años, ya había decidido que escribiría por dinero; es decir, sería una escritora profesional.
         En los años siguientes, Jane Austen emprendió varios proyectos  más largos y más complejos de novelas; unos cristalizaron, otros no. En este período fue cuando escribió Lady Susan, novela epistolar que nunca la dejaría satisfecha y por eso no quiso publicarla; salió al público sólo póstumamente, en 1871. Por eso mismo, Lady Susan es menos conocida y no suele incluirse en las ediciones de obras completas. Es la más corta de sus novelas y es muy divertida. Con el estilo exquisitamente irónico que caracteriza a la autora, pero quizá con más mordacidad aún al combinarse con el desparpajo de la juventud, nos cuenta una historia más de matrimonio por conveniencia: la de Lady Susan, una viuda reciente que quiere matar dos pájaros de un tiro: pescarse un nuevo marido con quien rehacer su vida y casar a su hija con un rico.
         Durante estos años, la vida de Jane Austen se vio dividida entre escribir y pasar tiempo en sociedad: asistía a la iglesia regularmente y gustaba de organizar veladas literarias en las cuales leía en voz alta lo que iba escribiendo. Tenía muchos amigos, se llevaba bien con los vecinos y no se perdía ni un baile. En su obra biográfica, su hermano Henry diría que le encantaba bailar y era buenísima para hacerlo. Como es lógico, este estilo de vida propició algunos romances superficiales, pero Jane no se los tomaba en serio y aun tenía humor para hacer bromas sobre ellos en las cartas que le escribía a su hermana. Se burlaba, por ejemplo, del mal gusto para vestir que tenían sus pretendientes e ironizaba previendo el día en que se aburriría de ellos. En su vida, como en su obra, disfrutó ejerciendo lo que sería su fortaleza más grande: esa extraordinaria combinación de aguda inteligencia y cáustico sentido del humor.
         Y así, siguió escribiendo.    En el año 1800, su padre decidió que la familia se mudaría a la ciudad de Bath. A Jane no le gustaban los cambios, y éste, en particular, le resultó difícil. Le costó mucho trabajo alejarse del sitio que siempre había sentido como su hogar, y este golpe se tradujo en una crisis de productividad. Perdió el entusiasmo por sus novelas en proceso, algunas definitivamente la abandonó y cayó en un estado de depresión. Aunque hay versiones encontradas sobre esto; otros expertos dicen que nunca dejó de escribir y que la crisis le duró sólo unos meses. Como quiera que fuera, su ritmo de producción disminuyó. En esa época fue cuando Cassandra destruyó la mayor parte de sus cartas y también fue cuando Jane recibió la única proposición de matrimonio que recibiría. Se trataba de un hombre con mucho dinero, que habría asegurado una vida cómoda para ella y para toda su familia; lo que se diría un buen partido. Así que ella, de momento, aceptó. Luego pensó mejor las cosas: no se sentía en absoluto atraída hacia ese sujeto que casi no hablaba y, cuando lo hacía, era en forma agresiva, sin tacto ni sutileza, mucho menos sentido del humor, y además tartamudeaba. Así que, con todo y lo que significaba la decisión, Jane Austen rompió el compromiso.
         Su padre murió en 1805, cuando ella tenía 30 años. Vino un período duro, sobre todo en lo económico, que sólo se resolvió cuando Edward, el hermano rico, les dio a ella, su hermana y su madre, la casa de Chawton donde vivirían hasta el final. Esto fue en 1809. Para entonces ya habían perdido su gusto por las fiestas y la vida social, y Jane se dedicaba a leer, a educar a sus sobrinas y a enseñarles a leer y escribir a algunos chicos del pueblo. Fue en la época de Chawton cuando publicó anónimamente su primera gran novela: Sentido y sensibilidad. Dos años después seguiría Orgullo y prejuicio, considerada por muchos expertos como la obra maestra de Jane Austen. Mientras tanto, seguía trabajando –reescribiendo, cortando, puliendo, corrigiendo– en otra novelas, especialmente en La abadía de Northanger; ésta la entusiasmaba mucho porque era una parodia de la novela gótica. Le fue muy bien desde el principio. Sus libros recibieron buenas críticas, se vendieron muy bien y se pusieron de moda (ya desde entonces) entre los jóvenes de la aristocracia inglesa. Cuando salió Emma se hizo ya una primera edición de dos mil ejemplares, en esa época en que lo común eran los tirajes de quinientos. Total, que las ventas de estas novelas le proporcionaron a su autora la independencia mental y financiera que necesitaba. Lo único triste fue que, mientras estuvo viva, sus libros nunca aparecieron firmados con su nombre. Los editores ponían en la portada: “Del autor de Sentido y sensibilidad”, con lo cual, deliberadamente, quedaba ambiguo el género de quien escribía, ya que, en inglés, los sustantivos no tienen género y la palabra “author” puede referirse lo mismo a un hombre que a una mujer. Es que en ese entonces se consideraba que el papel de las mujeres era como esposas y madres, y eso de escribir novelas, en el mejor de los casos, se toleraba como un pasatiempo secundario. Ni siquiera tenían derecho legal para firmar contratos. Necesitaban que un representante masculino lo hiciera por ellas.
         No obstante, el éxito de Jane Austen creció rápidamente, de libro en libro y de edición en edición, al grado de que el gran autor escocés, Sir Walter Scott, celebró en ella, con declarada envidia, el “toque exquisito” con que la joven Jane Austen sabía poner sus historias en palabras. Incluso el príncipe regente se volvió su admirador. Se dice que en cada una de sus residencias tenía la colección completa de las novelas de Jane Austen. Y en noviembre de 1815, se hizo realidad el sueño de cualquier escritor común de la época: el príncipe regente le pidió a su bibliotecario que invitara a Jane a visitarlo en su mansión de Londres para que le dedicara su nuevo libro Emma. Y he dicho que esto era el sueño de cualquier escritor común. Jane Austen no lo era. Nunca fue la clase de persona que corre al primer silbido de los poderosos y se inclina ante ellos. El príncipe regente no le caía bien porque era mujeriego y libertino. Sin embargo, no es posible despreciar una invitación de esa naturaleza y al final debió ir. Eso sí, no hizo del acontecimiento el alarde que cualquier otro hubiera hecho ni trató de cultivar esa amistad. Emma y Mansfield Park fueron las últimas de sus novelas que alcanzó a ver publicadas. El resto aparecerían póstumamente, gracias a las gestiones de sus hermanos.
         Ciertamente, ya desde 1816, Jane Austen se sentía mal de salud, pero no quiso cuidarse. Una serie de síntomas relacionados con la enfermedad de Addison y el linfoma de Hodkin fueron minando su salud. Y aun enferma siguió escribiendo. Y siguió burlándose de las ridiculeces de los seres humanos. Como siempre, ni ella misma escapó a su mordacidad; en su obra póstuma Sanditon, se burla de los que exageran sus padecimientos.
         Jane Austen murió el 18 de julio de 1817, a los 41 años de edad, y fue sepultada en la catedral de Winchester, tal como correspondía a la hija de un ministro de la Iglesia.  Con todo y que su vida fue corta, le alcanzó para ejercer en la literatura inglesa, y a final de cuentas en la literatura mundial, una influencia que no tuvo ninguna otra mujer novelista de su época y muy pocas de épocas posteriores.
         Los 200 años de su fallecimiento se celebraron internacionalmente. En Inglaterra, su país natal, se le organizaron homenajes, se develó una estatua de ella y se imprimieron billetes conmemorativos de diez libras con su retrato.


jueves, febrero 21, 2019

Fragmento inicial de mi poema narrativo "La ofrenda debida"



Nací varón.
El deseo se agita bajo mi piel
con violencia de varón,
con alardes de varón.
Mi carne se yergue al presentir la hembra,
muerde.
Y el aroma de mi lascivia
ahuyenta a las esclavas, a las infecundas,
a las que en su casa
cubren los espejos para no verse.

Varón me parió mi madre.
Mis pies conocen por instinto sus caminos,
el territorio que mi orina ha dicho mío:
la tienda de la ramera, que sabe a incienso y cardamomo,
los baños donde la niña se descubre en el olor de la naranja;
el camino errático de la esposa
con su hastío de bestia mansa
y la lenta transfiguración de su mirada en noche.

A través de mis ojos los abuelos miran.
Ellos entregaron a las diosas la ofrenda debida.
Invocaron la fuerza de sus hembras
para que la tierra diera espigas y las cabras hijos.
Y ellos, también, supieron de la fuerza y del cuchillo.
Hicieron viudas para quedarse con ellas,
probaron en su lengua el espanto, el odio,
las uvas fuertes del rubor profanado.

Eran hombres.
La misma mano que ordenó el sacrificio
y se elevó a la luna en oración de obediencia,
arrastró una virgen al lecho del padre derrotado,
cortó su cinturón y arrancó sus ropas
con el desprecio y el triunfo en la  sonrisa
como se arrancan los pendones de un rey caído.
Olorosa a hierro, a sangre, a antorchas incendiarias,
esa mano apartó los muslos como se abre una puerta,
dejando en su blancura un moretón
y el arañazo rojo de los dedos dueños,
la marca del amo, del macho saciado que más tarde,
sentado a la mesa de los hombres,
frente al fuego del hogar vencido,
harto de vino y de carne de animales,
sentirá que entre la grasa —caliente, dorada—
que sus uñas cubre de barniz,
aletea aún, moribundo, un suave olor de frutos tiernos,
un hálito de vida despertada,
de sangre que no conoció hierro.

***

El patriarca se está quedando ciego.

Es un mal signo para la tribu.

Debimos matarlo según la ley,
hacer ofrenda de él cuando era joven.

Ahora, sin jefe, debemos errar.
Se ofrecerán las hembras como esclavas.
Los hombres nos haremos mercenarios,
espadachines errantes, ladrones.

Guardaré la memoria de la tierra:
el país de mis padres, donde mi raza
alzaba todavía sus estandartes
y en torno de las hogueras festivas
mis tíos y mis primos, con sus mujeres,
cantaban y aplaudían y bailaban
danzas feroces de dioses marciales.

Mientras tanto, los niños se adiestraban,
recibían la primera iniciación.
Las muchachas bordaban con su pelo
los negros caracteres de la guerra
en las vainas de cuero de las espadas.


Crece con el recuerdo mi tristeza.
Lejos de mi país dirijo mis pasos.
No comeré más domésticos frutos,
no más mis labios tocarán el higo,
la granada, la túrgida aceituna.
Ni tendré ya las aromosas carnes
de suntuosas mujeres alquiladas.
No oiré los brazaletes de sus pies.

Mi país queda lejos, a muchos meses de viaje.
Era una tierra de murallas,
de yermos oscuros, llenos de fieras,
misteriosos, donde voces de niñas
balaban encantadas, murmuraban
con el viento y entre risas, al oído
del extraño, repetían nuestra historia,
la leyenda de la sangre que fue.

Me separa de ahí ya gran distancia:
la lejanía del odio, el yermo de los celos.
Lloro por el lecho atardecido de mi amante:
mujer que ama los caballos,
laurel azul de mi secreto laberinto,
manzano de plata en medio de la noche.

De lo alto caen brasas
más grandes que manos de niños:
granizo de fuego, enjambres de lava.
Eso es el camino adelante:
pequeños islotes donde no cabría
una docena de esclavas hacinadas.
Grises terrones, grumos de la noche
van flotando en el lago a la deriva,
en el lago de azufre, cáliz de la ira.

Al fondo del valle, triste, arroja humo
una estéril cascada de lava negra;
al caer da nacimiento a un río muerto,
a una corriente oscura, deletérea,
cuyo rumor arrastra en convulsiones
un antiguo lamento de cenizas.