viernes, noviembre 26, 2021

BATALLAS CELESTIALES

 


Cuando era yo niño, en los años sesenta del siglo pasado, Ixmiquilpan era un pueblo chico, todavía fiel a sus tradiciones. La más importante de ellas era un secreto celosamente guardado por los ixmiquilpenses y tenía que ver con las celebraciones en honor de San Miguel Arcángel, cada 29 de septiembre. Para quien no lo sepa, el general de los ejércitos celestiales, azote del Diablo, defensor de las naciones fieles y guardián de la llama azul es el santo patrono de Ixmiquilpan. Nuestra iglesia principal —ese austero edificio colonial, mezcla de convento y fortaleza— se encuentra dedicado a él. Si las puertas están abiertas, al pasar por el exterior puede uno verlo, allá al fondo, presidiendo el altar mayor, con su uniforme de legionario romano y su gladio en alto en señal de victoria.

         Durante todo el año nos preparábamos para la gran fiesta, haciendo acopio de unos cohetes muy especiales que no venían de China, como los demás, sino que eran fabricados por nuestros artesanos pirotecnistas, siguiendo una fórmula ancestral y bajo el más estricto voto de secreto. Estos cohetes eran de dos colores, blancos y rojos, y cada habitante del pueblo —niños incluidos— debía elegir uno de los dos y reunir tantos de éstos como alcanzara su presupuesto. Parte del plan era que siempre habría más blancos que rojos.

         Algunas personas se preguntarán cómo es que un pueblo tan descuidado, tan saqueado, tan interesado sólo en el comercio y nunca en la cultura ha podido producir una abundante y decorosa nómina de artistas visuales, hombres y mujeres de letras, músicos y artistas escénicos. Yo creo que la respuesta se encuentra en esa centenaria tradición. Estoy seguro de que nada tiene tanto poder para fecundar la imaginación como el espectáculo de la noche de San Miguel Arcángel.

         A riesgo de ser linchado por mis paisanos —que mucho saben de linchamientos— por revelar un secreto más grave que el de una infidelidad, un incesto, una enfermedad vergonzosa o un crimen inconfesable, voy a ser el primer ixmiquilpense de la historia que cuente lo que hacíamos. Antes de juzgarme, sepan que, si aún viviera esa hermosa tradición, mi boca estaría sellada. Pero, puesto que los teléfonos celulares acabaron con ella, me atrevo a romper el silencio. ¿Que qué culpa tienen aquí los celulares? Pues el asunto es que, como ya dije, la celebración era secreta, tan secreta que nadie se atrevió jamás a tomar una foto ni a hacer un video ni a contarle nada a ningún periódico. Si llegaba a suceder que el día de la fiesta hubiera fuereños de visita, alguien se encargaba de emborracharlos para que no vieran nada. Pero ahora es demasiado fácil tomar fotos o incluso transmitir en vivo, y ya no nos sentimos seguros: el traidor podría estar en cualquier lugar.

         En fin, para el amanecer del 29 de septiembre, ya todo el mundo sabía de qué lugar iba a quedar, según el color de cohetes que había almacenado: de un lado estarían los blancos y de otro los rojos. Desde el mediodía ya no había nadie en las calles, ninguna tienda estaba abierta, ningún médico respondía llamadas de emergencia. Hasta los policías se iban tranquilos a la celebración, sabiendo que ese día nadie tendría tiempo para infringir la ley. Ixmiquilpan era un pueblo fantasma.

         Al filo de la medianoche, con toda luz eléctrica apagada, daba inicio la gran batalla. Al estallar en el cielo, los cohetes formaban los ejércitos. Entre los relámpagos de pirotecnia de la ira divina, San Miguel Arcángel aparecía en el oriente, deslumbrante en su uniforme de legionario, blandiendo contra la noche la llama incendiaria de su espada. Detrás de él, su ejército comenzaba a formarse (cada cohete blanco era un soldado para él): las cohortes y las centurias que se mantuvieron fieles al Poder del Cielo. Siguiendo la formación en triple línea, la triplex acies, aparecían primero los arqueros, que mantendrían fuego de cobertura mientras las tropas de vanguardia lanzaban el primer ataque: una lluvia de luces blancas en el cielo nocturno. Delante de ellos y más espectacular aún, se formaría la infantería pesada con sus enormes escudos y sus armas cortas y largas. Al frente, los vélites celestiales esperando la orden de arrojar sus jabalinas. Hasta donde los mortales estábamos operando los cohetes, en el pobre planeta Tierra, en nuestro insignificante asentamiento, llegaban los olores de la guerra: el del hierro y el del cuero, el del sudor y el de la adrenalina de los nerviosos ángeles. Era un momento tan emocionante que los niños pequeños se ponían a gritar y las señoras se estrujaban las manos.

         En el campamento enemigo, cada cohete rojo formaba un soldado: los ángeles rebeldes que prefirieron dar su lealtad al orgullo y a la soberbia. De ninguna manera era una visión menos fastuosa que la otra. Al frente, por supuesto, aparecía Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, el portador de la luz, en toda su escalofriante majestad, envuelto en un halo verdeamarillo de azufre y fuego telúrico, con sus negros bucles ondeando como banderas de muerte y su mirada de tigre, enseñando los dientes y lamiéndose los labios, con esa lujuria por la sangre enemiga que distingue a los nacidos para el combate. Detrás de él, el tenebroso esplendor de Lilith, la Luna Negra, la reina de los Qliphoth, lanzando escupitajos de odio; en su opulenta cabellera, enredados como trofeos de guerra, tintineaban los corazones de todos los hombres mortales que perdieron su alma por pasión de mujer. Venían luego los otros jefes de las tribus infernales: Samael, Príncipe de los Íncubos, y Moloch, Dagon, Belial, Beelzebú y los Yetzer Hara... y con ellos las legiones de las jerarquías inferiores, todos en un frente compacto y caótico, en contraste con la ordenada formación de los soldados celestiales. No lucían uniformes, pero era fácil distinguirlos porque se vestían con pieles de animales a la manera de los bárbaros y blandían hachas, martillos y sables curvos.

         Generalmente, las huestes infernales eran las primera en atacar. Se lanzaban contra su odiado enemigo entre gritos salvajes. El choque era tan brutal que el cielo parecía arder como si toda Ixmiquilpan se estuviera incendiando. Y así duraba hasta cerca del amanecer, cuando las últimas luces de las hordas bárbaras, como las últimas estrellas de la noche, se disolvían en la inminencia del alba. No podía ser de otra manera. La producción anual de cohetes estaba infaliblemente calculada para este desenlace. Fue de ahí que nació mi plan: la que sería la travesura más grande de mi vida.

         Empecé a esconder algunas docenas de cohetes rojos, que luego serían cientos. Si de todas maneras los rudos iban a perder, qué más daba que perdieran con más o con menos ventaja. Su tiempo llegaría cuando mi acopio fuera suficiente para determinar la diferencia. Pasaba horas imaginando el espectáculo e incluso preparé la música que tocaría en altavoces mientras duraba la batalla: comenzaría con la Obertura 1812, de Tchaikovsy y culminaría gloriosamente con la Götterdämmerung, de Wagner. Me sudaban las manos de emoción soñando con ese día, aunque estaba consciente de que después de eso debería huir del pueblo.

         Ese día no llegó. Mi sueño no se vio realizado porque, debido a las circunstancias que ya expliqué, nuestra tradición murió; ya no hubo más celebraciones del 29 de septiembre. “Dios hace las cosas por algo”, decía mi abuelita. Y sí, probablemente, si hubiera llevado a cabo mi plan, los ixmiquilpenses me habrían quemado vivo por hereje y jamás habría escrito este testimonio.

         No hay fotos, no hay videos de aquellas fiestas. Creo que, hasta ahora, el único documento al respecto es el que el lector tiene en sus manos en este momento. Tal vez mi ejemplo anime a otros paisanos míos a compartir sus recuerdos. Pero me temo que el voto de secreto, con el peso de todo tabú ancestral, se imponga como se ha impuesto siempre. Hagan la prueba si tienen algún amigo ixmiquilpense. Pregúntenle si es verdad esta historia. Verán que les dice: “Por supuesto que no. Ese Agustín Cadena se ha vuelto loco con sus propias fantasías”.

lunes, noviembre 15, 2021

El amante vagabundo


 Desde niño había sido Hyosuke diferente a los demás. No soñaba con ser un gran espadachín ni un monje venerable ni un comerciante rico. No le atraían las armas ni los delicados instrumentos de la caligrafía. No le atraía tampoco la vida que llevarían los marineros en las naves que veía pasar desde la playa de Sumiyoshi.

         Hyosuke recibió su vocación una tarde, cuando veía pelear en la calle a dos guerreros profesionales. Eran los últimos años de aquel período, aunque la gente no lo sabía, y muchas cosas de la vida antigua iban desapareciendo. Una de ellas era el gran arte de la guerra. Las escuelas de práctica marcial cerraban una por una y cada vez se veían menos espadachines. Por eso, cuando dos de ellos se enfrentaban en un combate espontáneo, la exhibición de poder que hacían era un espectáculo digno de verse. Hombres, mujeres, niños y ancianos formaban una multitud alrededor de ellos. Y hasta los  hombres de la guardia imperial, que debían evitar las peleas, guardaban silencio y descansaban las armas disponiéndose a presenciar la lucha.

         Aquella tarde, se habían batido en ese barrio de la ciudad donde Hyosuke vivía dos viejos enemigos jurados. Se sabía que, cuando se encontraran, cada uno haría lo posible por destruir al otro. Y la gente —sobre todo los niños— llevaba mucho tiempo fantaseando con ese día: que si éste dominaba mejor el estilo tal, que si el otro aventajaba a aquél en fuerza física. El encuentro fue como se esperaba: cada guerrero llevaba espada larga y espada corta, a la manera prescrita en El libro de los cinco anillos. Hyosuke tenía todavía trece años de edad y le faltaba estatura. Así que a cada rato sucedía que alguien parado delante de él le impidiese ver las acciones. Acabó por desesperarse: de todos modos, las artes marciales no eran cosa que le importara mucho. Levantó la vista hacia las ventanas altas de las casas, que también se hallaban llenas de mirones. Observó a la gente que miraba desde arriba y luego a la que estaba abajo abriéndose paso a empujones para ver mejor. Y lo que vio fue el principio del descubrimiento de su do, de su camino. Algunas mujeres se habían ruborizado con el calor de la lucha, y no era por ninguno de esos motivos que hacen ruborizarse a las vírgenes: estaban excitadas. Uno de los dos espadachines parecía excitarlas más que el otro, a uno seguían los ojos femeninos más que al otro. Hyosuke comprendió que éste saldría vivo. De una manera irracional, que tardaría largos años en explicarse, comprendió lo que sucedía en ese instante. A esos dos hombres los separaba algo mucho más débil de lo que los unía. Los unía la fuerza con que se lanzaban uno contra el otro; los unían sus gritos, sus jadeos, el instinto que dirigía los movimientos de su cuerpo. Pero en uno de los dos esto estaba más vivo y eso era lo que hacía subir el color al rostro de las mujeres. El olor que despedía la piel de ese hombre llenaba la calle. Y en algún momento, él, efectivamente, abrió el cuerpo del otro desde la nariz hasta la cintura. La guardia imperial no intentó detenerlo. Su aroma se quedó un rato más en la calle, hasta que la gente volvió a sus ocupaciones y el olor del arroz y los pescados fritos recuperó su sitio en la noche que empezaba.

         Hyosuke no pudo dormir. La excitación que percibió en las mujeres del barrio lo había excitado a su vez. Aunque era muy joven, ya había estado una vez con una mujer; sabía lo que era esa fuerza y le tenía más miedo que a una espada. Esa fuerza decidió la victoria en el combate de la tarde; esa fuerza, por faltarle al otro, lo venció. Y a él mismo lo había vencido cuando la sintió en las mujeres, especialmente en una muy bella, perfecta en la inmovilidad de su excitación.

         Cuando se rindió al sueño, Hyosuke estaba decidido: llegaría a dominar ese poder, se haría estudiante del arte del amor y, ya que para eso no había escuelas ni estilos de fama, él solo buscaría a las maestras necesarias y se impondría su propia disciplina según su instinto. Sería un amante vagabundo, un rônin del amor.


***

Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. Tenía cincuenta y tres años y había recorrido el Japón de acuerdo con su designio: estudiando, perfeccionándose, dando forma a un estilo de arte amatorio que llevaba su nombre: el estilo Hyosuke. Muy temprano había comprendido que para no ser derrotado por la fuerza del aroma —como desde el inicio de su estudio la llamaba— debía dominar a su amante. Y para llegar a dominarla debía dominarse primero a sí mismo. Tal como los artistas marciales, con quienes tenía tanto en común, empezó por conocer sus sensaciones y el camino que estas sensaciones seguían en su cuerpo. Aprendió a disociarlas de los elementos que normalmente las determinaban, a convertirlas en fuerza, no en distracción, y a alimentarlas con esa misma fuerza imprimiéndoles un poderoso movimiento interno. Su deseo de aprender lo llevó a todas las camas que estuvieron a su alcance, primero indiscriminadamente. Consoló innumerables viudas, hizo sangrar a tantas vírgenes como flores de cerezo traía la primavera a su provincia. Pero donde más aprendió fue en las casas de té, en los lechos indignamente perfumados de las zonas autorizadas. En una de éstas, hacía casi veinte años, conoció a Kumiko, la única mujer de todas las que tuvo cuyo nombre le interesaba recordar. Kumiko era la mujer más cara de la más cara de las casas de geishas. Y era una artista que entregaba su cuerpo con el preciosismo de un calígrafo: todo en su arte amoroso era armonía, levedad, fuerza, dominio interno. Hyosuke había sido derrotado por ella tres noches seguidas; durante tres noches, el calor de esa hermosa mujer lo agotó sin que él lograra apagarlo; dentro de sí lo envolvió irremediablemente. Al llegar al orgasmo, el sexo de Kumiko se contraía en apretones que habrían cascado una nuez o convertido en jugo una manzana, y Hyosuke no podía hacer más que seguirla, precipitarse de la mano de ella en el hondo estanque del placer y ahogarse en él. Nunca una derrota le pareció tan dulce como esas tres.

         Pero Kumiko era una geisha cara y, después de la tercera derrota, Hyosuke vio que sólo podría pagarle una noche más. Así que durante todo el día estuvo pensando: no hallaba la manera de vencerla. Ella lo dominaba inevitablemente y lo peor era que él encontraba placer en esta superioridad suya. Como en la tarde que marcó el inicio de su camino, Hyosuke recibió en la calle la iluminación que necesitaba. Dos hombres se hallaban peleando sin armas. No eran artistas marciales pero se notaba que habían recibido cierta instrucción. Los dos cuerpos, jóvenes y ágiles, se alejaban y se acercaban y cada vez que se acercaban parecían más débiles. Uno y otro perdían fuerza. “Al final ninguno de los dos habrá ganado, aunque uno se declare vencido”, pensó Hyosuke. “Es porque no logran fundirse uno con el otro, como los buenos espadachines.” Siguió observándolos, con los ojos entrecerrados. Eran dos siluetas separadas, aisladas. “Se odian demasiado”, concluyó el vagabundo.  “Cada uno ve al otro como un otro al que hay que poseer a fin de destruirlo. Han convertido su lucha en un asunto personal y por eso ninguno de los dos puede vencerse a sí mismo y así vencer al otro.” Y entonces comprendió lo que pasaba entre él y Kumiko. “Me estoy enamorando de ella”. La veía como un otro a quien deseaba poseer y que además era irremplazable; había convertido el combate amoroso en un asunto personal. “No está bien que un amante experto se enamore”, decidió. “Debo disciplinarme más.”

         Hyosuke se retiró a las montañas y permaneció en ellas muchos días, viviendo de manera elemental a fin de templar en la aspereza esa espada que era su cuerpo entero. Dejó que el fuego encendido por la mujer recorriera sus venas con toda la turbulencia que llevaba, y cada vez salió a su encuentro y se dejó arder hasta que ya no fue necesario luchar más. Él y su ardor por Kumiko eran uno. Ninguno se encontraba por encima del otro ni vivía a expensas de él. Hyosuke era su deseo y su deseo era él. Ni el más fino cabello de mujer habría podido pasar entre ellos.

         Cuando finalmente descendió y volvió a la casa de geishas, Kumiko vio su falo convertido en un hermoso talismán de placer. El deseo se había sublimado en fuerza, y la fuerza permanecía en su centro. La luz que ahora irradiaban los ojos de Hyosuke ya no era ese fulgor agonizante del hombre enamorado: Hyosuke era dueño de sí.

         El encuentro entre esos dos grandes amantes fue como el combate de dos samuráis: una danza sagrada, un canto a dúo de los cuerpos. Por un largo rato, parecieron arrastrados a un estado de semiinconsciencia. Cuando volvieron a la realidad estaban juntos e igualmente victoriosos, tirados en un lecho húmedo y lleno de luz y de fragancia, acompañados por dos muchachas que tocaban el chamisén sin dejar de sonreír mientras los observaban.

         Hyosuke pensó que había llegado a la perfección en el arte de la cópula, que durante tantos años había estudiado. Cerró los ojos y durmió y soñó con una pagoda en cuyo interior habitaban muchachas de nieve que al ser penetradas por él se volvían de cristal.

         Cuando despertó, Kumiko aún se hallaba desnuda pero ya tenía en la mano una taza de té.

         —¿Has estado con una concubina imperial? —le preguntó sonriendo, maliciosamente.

         Hyosuke comprendió: no sabía nada, no había probado nada estando con Kumiko. No había demasiado honor en lo que acababa de hacer. Pero, ¿dónde encontraría una concubina imperial? ¿Cómo llegaría hasta ella en caso de encontrarla?


***

Ciertamente, Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. En ese entonces el viejo mundo estaba agonizando. Había pasado el tiempo de los daimyos y los poetas de la espada. Las calles de las ciudades japonesas ofrecían un lamentable aire moderno y ya no se veía transitar por ellas a ningún hombre con sus dos espadas cruzadas a la espalda. Los barrios autorizados bullían de extranjeros y, a fin de satisfacer la demanda, se permitía que cualquier muchacha hiciese los oficios de una geisha. Pero no conocían el arte ni poseían un alma suficientemente delicada para comprender la belleza de su oficio. Y a los hombres de ahora lo mismo les daba. Todo cuanto había formado el mundo de la infancia de Hyosuke estaba deshecho. Las últimas tradiciones imperiales degeneraban en meras formas institucionales. El incendio del mundo antiguo abarcaba todo. Una cascada de lava negra humeaba al fondo del camino por donde Hyosuke iba, dando nacimiento a un río muerto, a una corriente deletérea cuyo rumor se arrastraba como un convulso lamento de cenizas.

         En ese triste tiempo conoció Hyosuke a Kyouko, la última de las concubinas imperiales, unas horas antes de que ella se suicidara. Al principio, la mujer no quiso recibirlo: creyó que se trataba de un sacerdote mendicante. Pero se sentía demasiado desolada como para insistir en el rechazo. Y además el visitante supo convencerla.

         —Soy un viejo hombre de placer —le dijo—. Tal vez el último con quien podrías bailar la danza sagrada.

         Ella lo miró de arriba abajo y sintió en su cuerpo que era verdad lo que decía. Su rostro seguía inmóvil cuando comenzó a deshacer su kimono. En su cuerpo de nieve, vio Hyosuke que ella también había envejecido. Su piel guardaba una enorme sabiduría, y Hyosuke se sintió conmovido por el honor de que esta mujer lo hacía objeto. Quiso decírselo, pero comprendió que no podía haber palabras entre ellos. La única manera de honrarla y de honrar todo eso que ella representaba era ofrecerle un encuentro impecable. De pronto, Hyosuke sintió que no importaba si al final se sentía vencido o vencedor. La dignidad de Kyouko se levantaba por encima de eso. Su vida había sido dedicada a la construcción de una torre que hoy estaba a punto de derrumbarse. Y, de alguna manera, él deseaba este derrumbe: sería su liberación. El crepitar de la seda al abandonar el cuerpo de Kyouko se lo había hecho claro. Su destino llegaba a la completa realización.

         Las llamas que convertirían en espíritu inmortal el mundo antiguo alcanzaban ya a reflejarse, doradas, en el lecho de la concubina. Fuera del pabellón, pequeños islotes donde no habría cabido más de una docena de hombres hacinados flotaban a la deriva en el lago de lumbre.

         Kyouko rompió su cuerpo de cristal, dichosa, después de copular por última vez. Hyosuke nunca supo esto. Tampoco a él le interesaba sobrevivir.

sábado, noviembre 13, 2021

MARIPOSA DE OBSIDIANA

 


 Cuando alguno de los guardias abría la puerta del calabozo, entraba el ruido de fuera: el pesado estruendo de las rejas que se movían sobre sus goznes, el sonido también metálico de las armas de los soldados, las voces que daban órdenes o soltaban maldiciones, los gritos de los prisioneros que los torturadores llevaban apenas, a rastras, a las cámaras de interrogatorio — los “confesionarios”, decían los guardias—. Esas cámaras debían de estar lejos, quizás en otro piso del palacio —calculaba la bruja— porque los gritos del martirio no alcanzaban a oírse hasta donde estaba ella. Sabía de su existencia porque todo el mundo lo sabía en la Nueva España. Y porque el fraile que venía a tratar de sacarle la confesión de sus blasfemias trataba de asustarla con eso. “A nadie va a importarle que aún no tengas cumplidos los quince años —le decía—: te van a tratar como a cualquier otra adoradora del Diablo”.

         Pero cuando la pesada puerta estaba cerrada, casi no entraban los ruidos. Su calabozo se hallaba dividido en dos con un muro que llegaba casi de lado a lado, dejando sólo una abertura al final, al fondo, asegurada con una reja. Así que de un lado estaba ella y del otro un pasillo que terminaba en la puerta. Por eso no la alcanzaban los ruidos. No entraba nada hasta allá. La luz no llegaba nunca: era regla de la Santa Inquisición que los reos acusados de crímenes contra la fe, puesto que despreciaban la luz de la Gracia, se mantendrían confinados en la oscuridad, en estos calabozos diseñados para las sombras. Por eso no había ni una rendija a modo de ventana. De haberla, habría sido posible saber si era de día o de noche, ver el cielo, un poco de la ciudad: la plaza de Santo Domingo, donde quemaban vivos a los herejes y a las brujas como ella. Y sin embargo era una plaza bonita, hasta donde pudo mirarla. También le pareció bonito el edificio donde estaba ahora: la Cárcel de la Perpetua. Lo vio desde el extremo de la plaza, cuando la venían arreando encadenada de los pies y atada de las manos, sin saber que era precisamente aquí adonde venía. No conocía la ciudad hasta que la trajeron y le hubiera gustado ver un poco más de ella. Parecía tan grande, tan llena de palacios y casas ricas...  Algo de eso se podría mirar si hubiera ventana. Pero no la había. Prácticamente no llegaba hasta ahí nada que estimulara los sentidos comunes: ni sonidos, ni luz... sabores, si acaso una vez al día: pura inmundicia que ni un perro de casa querría comerse. A la mejor los de la calle, sí. Olores... con los de adentro era suficiente. Aunque la bruja ya se había acostumbrado al de su propia mierda. En los calabozos del Santo Oficio no había letrinas; lo único que había era un rincón con tierra suelta, tal vez para que el prisionero tapara sus deposiciones como si fuera gato. “¿Cómo estarán mis pobres gatos, mis miztlis?”, se preguntaba la bruja. “Espero que no me los hayan matado”. Pensando en ellos, venían a su mente recuerdos de su casa, de su pueblo, de todo lo que había quedado en esa vida a la que fue arrebatada por la mano implacable del Santo Oficio.

 

***

 

Creció en un islote del pueblo de Xochimilco, entre ahuejotes, hierbas medicinales, flores y ajolotes, criada por una buena mujer que dijo haberla encontrado en uno de los canales, flotando en un huacal. “No quise ir a dejarte a la iglesia —le dijo— porque te habrían quemado viva aunque fueras una criaturita”. Con el tiempo, le explicaría por qué: nació con un tercer párpado, como el de los gatos, y ésa era la marca de las “tlahuipochi”: las mariposas murciélago. Quien hubiera sido su madre natural, seguramente por eso mismo la abandonó a la misericordia de los canales: para que la Santa Inquisición no la agarrara también contra ella por haber dado a luz una hija de Satanás.

         Por lo pronto, aquella buena señora —yerbera para más señas y de nombre Austreberta Talamantes— la adoptó como suya y le dio un nombre en el idioma de su pueblo: Itzti. Luego, para que no tuvieran nada de qué acusarlas, la llevó a bautizar con un nombre cristiano. Itzti quería decir “obsidiana”; le dejó las dos últimas sílabas y la llamó Diana. Diana Talamantes.

         También le enseñó a hablar en las dos lenguas y la instruyó en su oficio, para que le ayudara. Ella ya estaba vieja y se cansaba de caminar, cuantimás de remar. Le enseñó a Itzti

a buscar más allá de los canales las plantas que no podían cultivar en su chinampa. Le regaló todos su secretos, que eran muchos. Por eso ese señor, Diego Pimentel, la molestaba tanto. Llegaba sin más a su jacal y la amenazaba delante de la niña, de la pequeña obsidiana. “Te voy a acusar de bruja con el Santo Oficio”, tronaba su voz desde el marco de la puerta. “¿Quién es?”, le preguntó Itzti una vez a Austreberta. “Es un hombre que se dedica a las artes ocultas”, respondió la yerbera, pero nunca quiso explicar bien qué significaba eso. Lo que Itzti entendió fue que el hombre quería saber todo lo que ellas sabían, para usarlo para mal, y que de por sí hacía cosas por las cuales podía ser quemado en la hoguera, sólo que las hacía en secreto, en su casa, y nadie lo sabía excepto Austreberta. A los ojos de la demás gente, era un prestamista honesto, respetable y buen cristiano.

         Para cuando la señora recostó su cabeza en la trajinera de sombra que la llevaría al Mictlán, Itzti ya tenía doce años y sabía lo necesario para seguir por su cuenta. Sabía curar muchas enfermedades, conocía hierbas para vivir y hierbas para morir; sabía usarlas para limpiar la sombra o para limpiar el cuerpo; para secar en el vientre la semilla del hombre o para hacerla dar fruto, para enamorar al desdeñoso, unir a unas parejas y desunir a otras; conocía hongos y plantas para enloquecer, para soñar, para cruzar las puertas de los mundos... por supuesto, ella misma las cruzaba, no valiéndose de esa ciencia que tan bien conocía gracias a Austreberta, sino porque, siendo bruja, nacida con la marca de las mariposas murciélago, poseía ese don.

         Y conocía a los guardianes de esas puertas: sus “guerreritos”, como los llamaba, porque decía su mamá Austreberta que los guerreros de antaño se pintaban el cuerpo de azul.

 

***

 

—¡Diana Talamantes! —precedida por el ruido de las llaves en la cerradura y el rechinar de las bisagras de hierro, oyó la voz ya conocida del carcelero que le abría la puerta al fraile que venía a hablar con ella.

         Enseguida el arrastrar de pasos y luego esa voz sospechosamente amable:

         —Buenos días, hija.

         Traía una lámpara de aceite, hecha de barro, que colocó en el suelo. La ambarina luz lo iluminó así desde abajo, creando un efecto dramático, haciendo que los ojos se le vieran hundidos, los pómulos demasiado salientes, la barba demasiado negra. Incluso las venas de su frente se veían resaltadas, como si su piel fuera translúcida. Tal vez así era de todas maneras. Itzti nunca lo había visto con otra luz.

         —¿Cómo te amaneció Dios? —le preguntó. Obviamente, no se daba cuenta de lo idiota de su pregunta. “Maravillosamente”, hubiera querido responderle ella, estirando los brazos sobre su cabeza como si despertara de un largo y plácido sueño en una cama blanda, tibia y limpia.

         —¿Estás bien? ¿No te falta nada? —otra pregunta idiota.

         Como ella no respondió, el fraile levantó su lamparita para verle la cara y fue directamente a su asunto:

         —¿Todavía no te sientes en disposición para hablar conmigo?

         —¿Qué quiere su merced que le diga?

         —Cuéntame.

         —¿Qué le cuento?

         —¿No tienes nada que confiarme, nada de qué arrepentirte?

         —No.

         —No creo menester recordarte las acusaciones de don Diego Pimentel. Son graves y hay testigos.

         —Pagados por él.

         El fraile decidió ignorar el comentario y continuó:

         —¿Es verdad que ayudas a las mujeres de tu pueblo a tener abortos? Eso es un pecado muy grande.

         —No es cierto.

         —¿Vas negar también que envenenaste a un caballero sólo porque golpeaba a su esposa?

         —No lo envenené.

         —Dicen que tú y tu madre provocaron la epidemia de cocoliztli del año pasado.

         —No es verdad.

         —Curas enfermedades que sólo Dios pude curar.

         —Dios puede curarlas a través de mí.

         —Imposible. Dios no se acerca a quienes no le ofrecen llevar una vida de contrición y servicio.

         —¿Qué sabe su merced de mi vida?

         —El cura párroco de Xochimilco no te conoce.

         Itzti no supo ya qué contestar. Estaba cansada de ese diálogo, que sabía inútil. Porque ese hombre, Diego Pimentel, no descansaría hasta verla ardiendo en leña verde en la plaza de Santo Domingo. Por curar males sin permiso de Dios —decían—, por practicar abortos, envenenar cristianos, provocar epidemias (aunque eso del cocoliztli era mentira) y, lo peor de todo, por no querer compartir los conocimientos de sus antepasados con un aprendiz de hechicero que sólo los usaría para mal. Mucho la presionó el usurero de marras desde que Austreberta pasó a mejor vida. Pensó que la orfandad la haría débil, temerosa., necesitada de protección. Le ofreció casarse con ella. Pero Itzti no necesitaba su generosidad ni su amistad. El hombre recurrió entonces a amenazarla, a asustarla con que la tomaría por la fuerza. Pero se dio cuenta de que así ella no le revelaría nada. Además era supersticioso y le tenía miedo. Les tenía miedo a ella y al espíritu de Austreberta Talamantes. Finalmente se le ocurrió ese último recurso: acusarla de bruja. Así ya jamás le enseñaría nada, pero por lo menos él ya no le tendría miedo.

         Don Diego Pimentel estaba al tanto de que tener testigos haría infalible su acusación y se dio a la tarea de buscarlos. No le fue tan fácil como esperaba. Ninguna mujer de Xochimilco iba a decir nada en contra de Itzti. Y muy pocos hombres lo harían: sólo los que le tenían miedo al poder de don Diego. No dejaba de tener su gracia: los pecados que podía achacarle la gente a Itzti eran pequeños al lado de los que no le sabían. Es que, siguiendo el consejo de su mamá Austreberta, nunca se chupó un niño en Xochimilco. Transformándose en su nahual —la mariposa negra—, se iba a buscarlos lejos, a los pueblos que había por toda la orilla sur del inmenso lago. No era la única tlahuipochi de la región, así que las desdichadas madres sabían que se había metido una bruja a la cuna de su criatura, pero no sabían quién ni dónde buscarla. Y ciertamente, de vez en cuando descubrían a alguna; la sorprendían cebándose en su víctima o la encontraban cuando estaba dormida en su capullo, su tecilli. Esa gente era brava: no se esperaba a llevarla ante la Inquisición; ahí mismo la amarraban a un árbol y la quemaban viva.

         —¿Ya te quedaste dormida, hija? ¿No me oyes? —el fraile volvió a echarle en la cara la luz de su lámpara. Quién sabe qué había estado diciendo. Llevaba rato hablando solo.

         —Estoy despierta —pero lo cierto era que entre el hambre, los días de encierro, la sensación de irrealidad que le provocaba estar todo el tiempo a oscuras, todo eso la hacía sentir como en un sueño, como si lo que estaba viviendo no fuera real.

         —Más te valdría confesarte conmigo, Diana Talamantes. Si no lo haces, será peor para ti.

         —¿Duele mucho morir? —preguntó la prisionera, sintiendo aún que soñaba. Tal vez era el humo de esa maldita lámpara, que estaba consumiendo el poco aire del calabozo.

         Pero el hombre no parecía sentirse afectado.

         —Como vas a morir tú, sí. Duele mucho más de lo que te imaginas. Y da gracias a la Virgen Santísima de que eres india y niña y no estás en España. Allá te pondrían en el potro o algo peor.

         —Ya váyase su merced —fue lo último que Itzti le dijo.

         No tenía miedo. Se quedó dormida sonriendo. Ni siquiera se dio cuenta cuando el fraile se retiró.

 

***

 

Ese día, don Diego Pimentel se levantó a las cinco de la mañana, cuando solía levantarse a las seis. No tenía criados en su casa, de la cual era el único habitante, así que se preparaba solo su desayuno. Salió de su recámara y cruzó el desolado patio en dirección a la letrina, desahogó su cuerpo largamente y, sin molestarse en lavarse las manos, fue luego a la cocina, de suyo apestosa a comida echada a perder. Cortó un trozo de jamón de una pierna que tenía colgada, se lo zampó con pan duro y buches del vino más barato de los que llegaban de ultramar a la Nueva España y eructó sonoramente.

         Cuando dio por terminado su desayuno, don Diego se sacó la llave que llevaba colgada al cuello y volvió a atravesar el patio, esta vez en dirección a la más secreta y protegida de todas sus habitaciones. La llamaba “el lumisial” y era una cámara sin ventanas y prácticamente sin muebles. Sólo había un pequeño altar de piedra en el centro, sobre el cual, en un mantel morado, descansaba un atril con un libro de cubiertas negras y un par de velas de cebo de cabra, también negras, colocadas en candelabros de hierro. Al frente del mismo, pintada con cal en el suelo, había una estrella de cinco puntas.

         Sobre su ropa pringosa, don Diego Pimentel se puso una túnica negra, encendió las velas y dio principio a un ritual para purificarse de un mal sueño que había tenido. Achacaba éste al espíritu de la difunta Austreberta Talamantes, que habría venido a vengarse de él. O quizá fuese obra de la pequeña bruja que esta misma tarde ardería en la plaza de Santo Domingo. Fue un sueño en el que cuatro diablillos de color azul, casi desnudos, entraban a su recámara; haciendo gala de fuerza sobrenatural, uno de ellos lo sujetaba de los pies, otro de las manos y los dos restantes se encargaban de desnudarlo. Luego, con el mismo cuchillo con que habían cortado sus ropas, comenzaban a herirlo en pecho y abdomen. Paralizado, no podía ni siquiera gritar en su dolor. Cuando despertó, tenía puesta su camisa de dormir y no había ningún signo de que alguien hubiese entrado a la habitación mientras dormía. Se palpó el abdomen bajo la camisa y no sintió nada, así que trató de olvidar el sueño. Pero algo había que seguía perturbándolo, quizá la expresión aviesa de los pequeños demonios que lo atacaron: sus ojos un poco rasgados, burlones, malignos. Y algo le dijo que aquello había venido de las brujas. Por eso fue que decidió hacer el ritual para purificarse.

         Al terminar, volvió a su recámara a ponerse su ropa de viaje y salió hacia el embarcadero. Todavía fresca y perfumada encontró la mañana de Xochimilco, el cielo dorado en el oriente pero ya azul en el cenit, surcado por las garzas que acababan de despertar y ya se elevaban sobrevolando los ahuejotes.

         Además de prestamista, don Diego era comerciante de productos de ultramar, así que estaba acostumbrado a hacer el viaje en canoa hasta el embarcadero de Roldán, en la Ciudad de México. Y tenía su propia embarcación y su propio remero, que ya lo estaba esperando. Se sentía emocionado. Hacía años que no presenciaba un auto de fe, y el de ahora era especialmente importante: no más brujas, no más pesadillas.

         Cuando llegó a la plaza de Santo Domingo, ya el centro lucía lleno de gente, a pesar de que era temprano. Ahí estaban todas las castas de la Nueva España: criollos, indios y mestizos, zambayos, moriscos, lobos, albinos, saltapatraces, barcinos, coyotes, albarazados, cambujos, chamizos y allí-te-estás... Muchos eran locales, pero otros tantos venían de lejos, algunos desde Xochimilco: familias enteras, con niños incluidos, ansiaban ver la quema de la bruja. Parte de la educación de los hijos era que vieran lo que podía pasarles si se extraviaban del camino de la fe. El flujo de visitantes se sentía incluso en la Plaza Mayor, donde los vendedores de comida y pulque de El Parián hacían gran negocio.

         Por supuesto, don Diego Pimentel prefirió integrarse a los impacientes mirones que observaban emocionados cómo los verdugos hacían los preparativos: aseguraban el poste de madera untada de brea donde sería amarrada la bruja, colocaban cerca los haces de leña y echaban suertes sobre quién sería encargado de encender el fuego una vez dada la orden del inquisidor. Todo eso lo hacían despacio, tomándose su tiempo. El auto de fe se había programado para el atardecer, a fin de que resultara más espectacular, con el fuego prolongándose hacia la noche. Por eso, aunque los mirones comenzaron a chiflar y a exigir que por lo menos se presentara a la bruja, las autoridades tardaron en hacer caso. La hoguera se encendería cuando las campanas de la catedral tocaran a vísperas, dijeron.

         Pero apenas pasaba de la hora nona cuando, con el fin de calmar un poco a la muchedumbre, se ordenó traer a la acusada. Y ahí fue donde se armó el San Quintín, porque los guardias volvieron con las manos vacías. La bruja no estaba en su celda, dijeron santiguándose. Se despacharon soldados a caballo en todas direcciones para buscarla, aunque en el fondo presentían que era inútil. Diana Talamantes había desaparecido. Mucha gente no lo creyó así y empezó a protestar con más violencia. Otros, guiados por los frailes, se dieron prisa en sacar la conclusión más lógica: la concubina de Satanás había sido rescatada por su amo. Pero el populacho no iba a quedarse cruzado de brazos si lo privaban de un sacrificio. Ya estaban enardecidos por el pulque y amenazaron con ir a saquear el Parián. Se discutía eso cuando tuvo lugar otro hecho inesperado: una mujer casi anciana comenzó a gritar, señalando a un caballero a quien algunos reconocerían como don Diego Pimentel, comerciante y prestamista del pueblo de Xochimilco:

         —¡Ése ese el hijo de Satanás! ¡Ése!

         La fuerza de la exclamación hizo que todas las miradas se volvieran al señalado. Y él no podía decir nada, en primer lugar por lo sorpresivo de la situación, y en segundo porque, en su miedo, había sido presa de una alucinación: creyó reconocer en su acusadora a la difunta Astreberta Talamantes o, peor aún, a su fantasma. Por eso no atinó a abrir la boca en su defensa. Y la voz de la anciana seguía clamando:

         —¡Tiene la marca del Diablo! ¡Quítenle la camisa para que vean!

         Quién sabe cuántas manos se apresuraron a ejecutar la orden. El hecho es que, en un momento, la prueba quedó a la vista: don Diego Pimentel mostraba, en la parte más redonda de su enorme panza, una cicatriz como de herida de cuchillo en forma de pentagrama con la punta hacia abajo.

         —No... no... no es posible —tartamudeó.

         Nadie lo oyó. Y la mujer que lo había señalado ya no estaba ahí: cumplida su misión, se había perdido en la marea de gente.

         Los guardias de la Perpetua intentaron llevárselo para protegerlo e interrogarlo de acuerdo con las leyes del Santo Oficio, pero no pudieron quitárselo a la muchedumbre y no eran suficientes para contenerla. Esa gente no iba a irse en blanco, cuando tanto había esperado.

         Después de todo, la hoguera estaba lista.