sábado, noviembre 13, 2021

MARIPOSA DE OBSIDIANA

 


 Cuando alguno de los guardias abría la puerta del calabozo, entraba el ruido de fuera: el pesado estruendo de las rejas que se movían sobre sus goznes, el sonido también metálico de las armas de los soldados, las voces que daban órdenes o soltaban maldiciones, los gritos de los prisioneros que los torturadores llevaban apenas, a rastras, a las cámaras de interrogatorio — los “confesionarios”, decían los guardias—. Esas cámaras debían de estar lejos, quizás en otro piso del palacio —calculaba la bruja— porque los gritos del martirio no alcanzaban a oírse hasta donde estaba ella. Sabía de su existencia porque todo el mundo lo sabía en la Nueva España. Y porque el fraile que venía a tratar de sacarle la confesión de sus blasfemias trataba de asustarla con eso. “A nadie va a importarle que aún no tengas cumplidos los quince años —le decía—: te van a tratar como a cualquier otra adoradora del Diablo”.

         Pero cuando la pesada puerta estaba cerrada, casi no entraban los ruidos. Su calabozo se hallaba dividido en dos con un muro que llegaba casi de lado a lado, dejando sólo una abertura al final, al fondo, asegurada con una reja. Así que de un lado estaba ella y del otro un pasillo que terminaba en la puerta. Por eso no la alcanzaban los ruidos. No entraba nada hasta allá. La luz no llegaba nunca: era regla de la Santa Inquisición que los reos acusados de crímenes contra la fe, puesto que despreciaban la luz de la Gracia, se mantendrían confinados en la oscuridad, en estos calabozos diseñados para las sombras. Por eso no había ni una rendija a modo de ventana. De haberla, habría sido posible saber si era de día o de noche, ver el cielo, un poco de la ciudad: la plaza de Santo Domingo, donde quemaban vivos a los herejes y a las brujas como ella. Y sin embargo era una plaza bonita, hasta donde pudo mirarla. También le pareció bonito el edificio donde estaba ahora: la Cárcel de la Perpetua. Lo vio desde el extremo de la plaza, cuando la venían arreando encadenada de los pies y atada de las manos, sin saber que era precisamente aquí adonde venía. No conocía la ciudad hasta que la trajeron y le hubiera gustado ver un poco más de ella. Parecía tan grande, tan llena de palacios y casas ricas...  Algo de eso se podría mirar si hubiera ventana. Pero no la había. Prácticamente no llegaba hasta ahí nada que estimulara los sentidos comunes: ni sonidos, ni luz... sabores, si acaso una vez al día: pura inmundicia que ni un perro de casa querría comerse. A la mejor los de la calle, sí. Olores... con los de adentro era suficiente. Aunque la bruja ya se había acostumbrado al de su propia mierda. En los calabozos del Santo Oficio no había letrinas; lo único que había era un rincón con tierra suelta, tal vez para que el prisionero tapara sus deposiciones como si fuera gato. “¿Cómo estarán mis pobres gatos, mis miztlis?”, se preguntaba la bruja. “Espero que no me los hayan matado”. Pensando en ellos, venían a su mente recuerdos de su casa, de su pueblo, de todo lo que había quedado en esa vida a la que fue arrebatada por la mano implacable del Santo Oficio.

 

***

 

Creció en un islote del pueblo de Xochimilco, entre ahuejotes, hierbas medicinales, flores y ajolotes, criada por una buena mujer que dijo haberla encontrado en uno de los canales, flotando en un huacal. “No quise ir a dejarte a la iglesia —le dijo— porque te habrían quemado viva aunque fueras una criaturita”. Con el tiempo, le explicaría por qué: nació con un tercer párpado, como el de los gatos, y ésa era la marca de las “tlahuipochi”: las mariposas murciélago. Quien hubiera sido su madre natural, seguramente por eso mismo la abandonó a la misericordia de los canales: para que la Santa Inquisición no la agarrara también contra ella por haber dado a luz una hija de Satanás.

         Por lo pronto, aquella buena señora —yerbera para más señas y de nombre Austreberta Talamantes— la adoptó como suya y le dio un nombre en el idioma de su pueblo: Itzti. Luego, para que no tuvieran nada de qué acusarlas, la llevó a bautizar con un nombre cristiano. Itzti quería decir “obsidiana”; le dejó las dos últimas sílabas y la llamó Diana. Diana Talamantes.

         También le enseñó a hablar en las dos lenguas y la instruyó en su oficio, para que le ayudara. Ella ya estaba vieja y se cansaba de caminar, cuantimás de remar. Le enseñó a Itzti

a buscar más allá de los canales las plantas que no podían cultivar en su chinampa. Le regaló todos su secretos, que eran muchos. Por eso ese señor, Diego Pimentel, la molestaba tanto. Llegaba sin más a su jacal y la amenazaba delante de la niña, de la pequeña obsidiana. “Te voy a acusar de bruja con el Santo Oficio”, tronaba su voz desde el marco de la puerta. “¿Quién es?”, le preguntó Itzti una vez a Austreberta. “Es un hombre que se dedica a las artes ocultas”, respondió la yerbera, pero nunca quiso explicar bien qué significaba eso. Lo que Itzti entendió fue que el hombre quería saber todo lo que ellas sabían, para usarlo para mal, y que de por sí hacía cosas por las cuales podía ser quemado en la hoguera, sólo que las hacía en secreto, en su casa, y nadie lo sabía excepto Austreberta. A los ojos de la demás gente, era un prestamista honesto, respetable y buen cristiano.

         Para cuando la señora recostó su cabeza en la trajinera de sombra que la llevaría al Mictlán, Itzti ya tenía doce años y sabía lo necesario para seguir por su cuenta. Sabía curar muchas enfermedades, conocía hierbas para vivir y hierbas para morir; sabía usarlas para limpiar la sombra o para limpiar el cuerpo; para secar en el vientre la semilla del hombre o para hacerla dar fruto, para enamorar al desdeñoso, unir a unas parejas y desunir a otras; conocía hongos y plantas para enloquecer, para soñar, para cruzar las puertas de los mundos... por supuesto, ella misma las cruzaba, no valiéndose de esa ciencia que tan bien conocía gracias a Austreberta, sino porque, siendo bruja, nacida con la marca de las mariposas murciélago, poseía ese don.

         Y conocía a los guardianes de esas puertas: sus “guerreritos”, como los llamaba, porque decía su mamá Austreberta que los guerreros de antaño se pintaban el cuerpo de azul.

 

***

 

—¡Diana Talamantes! —precedida por el ruido de las llaves en la cerradura y el rechinar de las bisagras de hierro, oyó la voz ya conocida del carcelero que le abría la puerta al fraile que venía a hablar con ella.

         Enseguida el arrastrar de pasos y luego esa voz sospechosamente amable:

         —Buenos días, hija.

         Traía una lámpara de aceite, hecha de barro, que colocó en el suelo. La ambarina luz lo iluminó así desde abajo, creando un efecto dramático, haciendo que los ojos se le vieran hundidos, los pómulos demasiado salientes, la barba demasiado negra. Incluso las venas de su frente se veían resaltadas, como si su piel fuera translúcida. Tal vez así era de todas maneras. Itzti nunca lo había visto con otra luz.

         —¿Cómo te amaneció Dios? —le preguntó. Obviamente, no se daba cuenta de lo idiota de su pregunta. “Maravillosamente”, hubiera querido responderle ella, estirando los brazos sobre su cabeza como si despertara de un largo y plácido sueño en una cama blanda, tibia y limpia.

         —¿Estás bien? ¿No te falta nada? —otra pregunta idiota.

         Como ella no respondió, el fraile levantó su lamparita para verle la cara y fue directamente a su asunto:

         —¿Todavía no te sientes en disposición para hablar conmigo?

         —¿Qué quiere su merced que le diga?

         —Cuéntame.

         —¿Qué le cuento?

         —¿No tienes nada que confiarme, nada de qué arrepentirte?

         —No.

         —No creo menester recordarte las acusaciones de don Diego Pimentel. Son graves y hay testigos.

         —Pagados por él.

         El fraile decidió ignorar el comentario y continuó:

         —¿Es verdad que ayudas a las mujeres de tu pueblo a tener abortos? Eso es un pecado muy grande.

         —No es cierto.

         —¿Vas negar también que envenenaste a un caballero sólo porque golpeaba a su esposa?

         —No lo envenené.

         —Dicen que tú y tu madre provocaron la epidemia de cocoliztli del año pasado.

         —No es verdad.

         —Curas enfermedades que sólo Dios pude curar.

         —Dios puede curarlas a través de mí.

         —Imposible. Dios no se acerca a quienes no le ofrecen llevar una vida de contrición y servicio.

         —¿Qué sabe su merced de mi vida?

         —El cura párroco de Xochimilco no te conoce.

         Itzti no supo ya qué contestar. Estaba cansada de ese diálogo, que sabía inútil. Porque ese hombre, Diego Pimentel, no descansaría hasta verla ardiendo en leña verde en la plaza de Santo Domingo. Por curar males sin permiso de Dios —decían—, por practicar abortos, envenenar cristianos, provocar epidemias (aunque eso del cocoliztli era mentira) y, lo peor de todo, por no querer compartir los conocimientos de sus antepasados con un aprendiz de hechicero que sólo los usaría para mal. Mucho la presionó el usurero de marras desde que Austreberta pasó a mejor vida. Pensó que la orfandad la haría débil, temerosa., necesitada de protección. Le ofreció casarse con ella. Pero Itzti no necesitaba su generosidad ni su amistad. El hombre recurrió entonces a amenazarla, a asustarla con que la tomaría por la fuerza. Pero se dio cuenta de que así ella no le revelaría nada. Además era supersticioso y le tenía miedo. Les tenía miedo a ella y al espíritu de Austreberta Talamantes. Finalmente se le ocurrió ese último recurso: acusarla de bruja. Así ya jamás le enseñaría nada, pero por lo menos él ya no le tendría miedo.

         Don Diego Pimentel estaba al tanto de que tener testigos haría infalible su acusación y se dio a la tarea de buscarlos. No le fue tan fácil como esperaba. Ninguna mujer de Xochimilco iba a decir nada en contra de Itzti. Y muy pocos hombres lo harían: sólo los que le tenían miedo al poder de don Diego. No dejaba de tener su gracia: los pecados que podía achacarle la gente a Itzti eran pequeños al lado de los que no le sabían. Es que, siguiendo el consejo de su mamá Austreberta, nunca se chupó un niño en Xochimilco. Transformándose en su nahual —la mariposa negra—, se iba a buscarlos lejos, a los pueblos que había por toda la orilla sur del inmenso lago. No era la única tlahuipochi de la región, así que las desdichadas madres sabían que se había metido una bruja a la cuna de su criatura, pero no sabían quién ni dónde buscarla. Y ciertamente, de vez en cuando descubrían a alguna; la sorprendían cebándose en su víctima o la encontraban cuando estaba dormida en su capullo, su tecilli. Esa gente era brava: no se esperaba a llevarla ante la Inquisición; ahí mismo la amarraban a un árbol y la quemaban viva.

         —¿Ya te quedaste dormida, hija? ¿No me oyes? —el fraile volvió a echarle en la cara la luz de su lámpara. Quién sabe qué había estado diciendo. Llevaba rato hablando solo.

         —Estoy despierta —pero lo cierto era que entre el hambre, los días de encierro, la sensación de irrealidad que le provocaba estar todo el tiempo a oscuras, todo eso la hacía sentir como en un sueño, como si lo que estaba viviendo no fuera real.

         —Más te valdría confesarte conmigo, Diana Talamantes. Si no lo haces, será peor para ti.

         —¿Duele mucho morir? —preguntó la prisionera, sintiendo aún que soñaba. Tal vez era el humo de esa maldita lámpara, que estaba consumiendo el poco aire del calabozo.

         Pero el hombre no parecía sentirse afectado.

         —Como vas a morir tú, sí. Duele mucho más de lo que te imaginas. Y da gracias a la Virgen Santísima de que eres india y niña y no estás en España. Allá te pondrían en el potro o algo peor.

         —Ya váyase su merced —fue lo último que Itzti le dijo.

         No tenía miedo. Se quedó dormida sonriendo. Ni siquiera se dio cuenta cuando el fraile se retiró.

 

***

 

Ese día, don Diego Pimentel se levantó a las cinco de la mañana, cuando solía levantarse a las seis. No tenía criados en su casa, de la cual era el único habitante, así que se preparaba solo su desayuno. Salió de su recámara y cruzó el desolado patio en dirección a la letrina, desahogó su cuerpo largamente y, sin molestarse en lavarse las manos, fue luego a la cocina, de suyo apestosa a comida echada a perder. Cortó un trozo de jamón de una pierna que tenía colgada, se lo zampó con pan duro y buches del vino más barato de los que llegaban de ultramar a la Nueva España y eructó sonoramente.

         Cuando dio por terminado su desayuno, don Diego se sacó la llave que llevaba colgada al cuello y volvió a atravesar el patio, esta vez en dirección a la más secreta y protegida de todas sus habitaciones. La llamaba “el lumisial” y era una cámara sin ventanas y prácticamente sin muebles. Sólo había un pequeño altar de piedra en el centro, sobre el cual, en un mantel morado, descansaba un atril con un libro de cubiertas negras y un par de velas de cebo de cabra, también negras, colocadas en candelabros de hierro. Al frente del mismo, pintada con cal en el suelo, había una estrella de cinco puntas.

         Sobre su ropa pringosa, don Diego Pimentel se puso una túnica negra, encendió las velas y dio principio a un ritual para purificarse de un mal sueño que había tenido. Achacaba éste al espíritu de la difunta Austreberta Talamantes, que habría venido a vengarse de él. O quizá fuese obra de la pequeña bruja que esta misma tarde ardería en la plaza de Santo Domingo. Fue un sueño en el que cuatro diablillos de color azul, casi desnudos, entraban a su recámara; haciendo gala de fuerza sobrenatural, uno de ellos lo sujetaba de los pies, otro de las manos y los dos restantes se encargaban de desnudarlo. Luego, con el mismo cuchillo con que habían cortado sus ropas, comenzaban a herirlo en pecho y abdomen. Paralizado, no podía ni siquiera gritar en su dolor. Cuando despertó, tenía puesta su camisa de dormir y no había ningún signo de que alguien hubiese entrado a la habitación mientras dormía. Se palpó el abdomen bajo la camisa y no sintió nada, así que trató de olvidar el sueño. Pero algo había que seguía perturbándolo, quizá la expresión aviesa de los pequeños demonios que lo atacaron: sus ojos un poco rasgados, burlones, malignos. Y algo le dijo que aquello había venido de las brujas. Por eso fue que decidió hacer el ritual para purificarse.

         Al terminar, volvió a su recámara a ponerse su ropa de viaje y salió hacia el embarcadero. Todavía fresca y perfumada encontró la mañana de Xochimilco, el cielo dorado en el oriente pero ya azul en el cenit, surcado por las garzas que acababan de despertar y ya se elevaban sobrevolando los ahuejotes.

         Además de prestamista, don Diego era comerciante de productos de ultramar, así que estaba acostumbrado a hacer el viaje en canoa hasta el embarcadero de Roldán, en la Ciudad de México. Y tenía su propia embarcación y su propio remero, que ya lo estaba esperando. Se sentía emocionado. Hacía años que no presenciaba un auto de fe, y el de ahora era especialmente importante: no más brujas, no más pesadillas.

         Cuando llegó a la plaza de Santo Domingo, ya el centro lucía lleno de gente, a pesar de que era temprano. Ahí estaban todas las castas de la Nueva España: criollos, indios y mestizos, zambayos, moriscos, lobos, albinos, saltapatraces, barcinos, coyotes, albarazados, cambujos, chamizos y allí-te-estás... Muchos eran locales, pero otros tantos venían de lejos, algunos desde Xochimilco: familias enteras, con niños incluidos, ansiaban ver la quema de la bruja. Parte de la educación de los hijos era que vieran lo que podía pasarles si se extraviaban del camino de la fe. El flujo de visitantes se sentía incluso en la Plaza Mayor, donde los vendedores de comida y pulque de El Parián hacían gran negocio.

         Por supuesto, don Diego Pimentel prefirió integrarse a los impacientes mirones que observaban emocionados cómo los verdugos hacían los preparativos: aseguraban el poste de madera untada de brea donde sería amarrada la bruja, colocaban cerca los haces de leña y echaban suertes sobre quién sería encargado de encender el fuego una vez dada la orden del inquisidor. Todo eso lo hacían despacio, tomándose su tiempo. El auto de fe se había programado para el atardecer, a fin de que resultara más espectacular, con el fuego prolongándose hacia la noche. Por eso, aunque los mirones comenzaron a chiflar y a exigir que por lo menos se presentara a la bruja, las autoridades tardaron en hacer caso. La hoguera se encendería cuando las campanas de la catedral tocaran a vísperas, dijeron.

         Pero apenas pasaba de la hora nona cuando, con el fin de calmar un poco a la muchedumbre, se ordenó traer a la acusada. Y ahí fue donde se armó el San Quintín, porque los guardias volvieron con las manos vacías. La bruja no estaba en su celda, dijeron santiguándose. Se despacharon soldados a caballo en todas direcciones para buscarla, aunque en el fondo presentían que era inútil. Diana Talamantes había desaparecido. Mucha gente no lo creyó así y empezó a protestar con más violencia. Otros, guiados por los frailes, se dieron prisa en sacar la conclusión más lógica: la concubina de Satanás había sido rescatada por su amo. Pero el populacho no iba a quedarse cruzado de brazos si lo privaban de un sacrificio. Ya estaban enardecidos por el pulque y amenazaron con ir a saquear el Parián. Se discutía eso cuando tuvo lugar otro hecho inesperado: una mujer casi anciana comenzó a gritar, señalando a un caballero a quien algunos reconocerían como don Diego Pimentel, comerciante y prestamista del pueblo de Xochimilco:

         —¡Ése ese el hijo de Satanás! ¡Ése!

         La fuerza de la exclamación hizo que todas las miradas se volvieran al señalado. Y él no podía decir nada, en primer lugar por lo sorpresivo de la situación, y en segundo porque, en su miedo, había sido presa de una alucinación: creyó reconocer en su acusadora a la difunta Astreberta Talamantes o, peor aún, a su fantasma. Por eso no atinó a abrir la boca en su defensa. Y la voz de la anciana seguía clamando:

         —¡Tiene la marca del Diablo! ¡Quítenle la camisa para que vean!

         Quién sabe cuántas manos se apresuraron a ejecutar la orden. El hecho es que, en un momento, la prueba quedó a la vista: don Diego Pimentel mostraba, en la parte más redonda de su enorme panza, una cicatriz como de herida de cuchillo en forma de pentagrama con la punta hacia abajo.

         —No... no... no es posible —tartamudeó.

         Nadie lo oyó. Y la mujer que lo había señalado ya no estaba ahí: cumplida su misión, se había perdido en la marea de gente.

         Los guardias de la Perpetua intentaron llevárselo para protegerlo e interrogarlo de acuerdo con las leyes del Santo Oficio, pero no pudieron quitárselo a la muchedumbre y no eran suficientes para contenerla. Esa gente no iba a irse en blanco, cuando tanto había esperado.

         Después de todo, la hoguera estaba lista.

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