lunes, noviembre 15, 2021

El amante vagabundo


 Desde niño había sido Hyosuke diferente a los demás. No soñaba con ser un gran espadachín ni un monje venerable ni un comerciante rico. No le atraían las armas ni los delicados instrumentos de la caligrafía. No le atraía tampoco la vida que llevarían los marineros en las naves que veía pasar desde la playa de Sumiyoshi.

         Hyosuke recibió su vocación una tarde, cuando veía pelear en la calle a dos guerreros profesionales. Eran los últimos años de aquel período, aunque la gente no lo sabía, y muchas cosas de la vida antigua iban desapareciendo. Una de ellas era el gran arte de la guerra. Las escuelas de práctica marcial cerraban una por una y cada vez se veían menos espadachines. Por eso, cuando dos de ellos se enfrentaban en un combate espontáneo, la exhibición de poder que hacían era un espectáculo digno de verse. Hombres, mujeres, niños y ancianos formaban una multitud alrededor de ellos. Y hasta los  hombres de la guardia imperial, que debían evitar las peleas, guardaban silencio y descansaban las armas disponiéndose a presenciar la lucha.

         Aquella tarde, se habían batido en ese barrio de la ciudad donde Hyosuke vivía dos viejos enemigos jurados. Se sabía que, cuando se encontraran, cada uno haría lo posible por destruir al otro. Y la gente —sobre todo los niños— llevaba mucho tiempo fantaseando con ese día: que si éste dominaba mejor el estilo tal, que si el otro aventajaba a aquél en fuerza física. El encuentro fue como se esperaba: cada guerrero llevaba espada larga y espada corta, a la manera prescrita en El libro de los cinco anillos. Hyosuke tenía todavía trece años de edad y le faltaba estatura. Así que a cada rato sucedía que alguien parado delante de él le impidiese ver las acciones. Acabó por desesperarse: de todos modos, las artes marciales no eran cosa que le importara mucho. Levantó la vista hacia las ventanas altas de las casas, que también se hallaban llenas de mirones. Observó a la gente que miraba desde arriba y luego a la que estaba abajo abriéndose paso a empujones para ver mejor. Y lo que vio fue el principio del descubrimiento de su do, de su camino. Algunas mujeres se habían ruborizado con el calor de la lucha, y no era por ninguno de esos motivos que hacen ruborizarse a las vírgenes: estaban excitadas. Uno de los dos espadachines parecía excitarlas más que el otro, a uno seguían los ojos femeninos más que al otro. Hyosuke comprendió que éste saldría vivo. De una manera irracional, que tardaría largos años en explicarse, comprendió lo que sucedía en ese instante. A esos dos hombres los separaba algo mucho más débil de lo que los unía. Los unía la fuerza con que se lanzaban uno contra el otro; los unían sus gritos, sus jadeos, el instinto que dirigía los movimientos de su cuerpo. Pero en uno de los dos esto estaba más vivo y eso era lo que hacía subir el color al rostro de las mujeres. El olor que despedía la piel de ese hombre llenaba la calle. Y en algún momento, él, efectivamente, abrió el cuerpo del otro desde la nariz hasta la cintura. La guardia imperial no intentó detenerlo. Su aroma se quedó un rato más en la calle, hasta que la gente volvió a sus ocupaciones y el olor del arroz y los pescados fritos recuperó su sitio en la noche que empezaba.

         Hyosuke no pudo dormir. La excitación que percibió en las mujeres del barrio lo había excitado a su vez. Aunque era muy joven, ya había estado una vez con una mujer; sabía lo que era esa fuerza y le tenía más miedo que a una espada. Esa fuerza decidió la victoria en el combate de la tarde; esa fuerza, por faltarle al otro, lo venció. Y a él mismo lo había vencido cuando la sintió en las mujeres, especialmente en una muy bella, perfecta en la inmovilidad de su excitación.

         Cuando se rindió al sueño, Hyosuke estaba decidido: llegaría a dominar ese poder, se haría estudiante del arte del amor y, ya que para eso no había escuelas ni estilos de fama, él solo buscaría a las maestras necesarias y se impondría su propia disciplina según su instinto. Sería un amante vagabundo, un rônin del amor.


***

Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. Tenía cincuenta y tres años y había recorrido el Japón de acuerdo con su designio: estudiando, perfeccionándose, dando forma a un estilo de arte amatorio que llevaba su nombre: el estilo Hyosuke. Muy temprano había comprendido que para no ser derrotado por la fuerza del aroma —como desde el inicio de su estudio la llamaba— debía dominar a su amante. Y para llegar a dominarla debía dominarse primero a sí mismo. Tal como los artistas marciales, con quienes tenía tanto en común, empezó por conocer sus sensaciones y el camino que estas sensaciones seguían en su cuerpo. Aprendió a disociarlas de los elementos que normalmente las determinaban, a convertirlas en fuerza, no en distracción, y a alimentarlas con esa misma fuerza imprimiéndoles un poderoso movimiento interno. Su deseo de aprender lo llevó a todas las camas que estuvieron a su alcance, primero indiscriminadamente. Consoló innumerables viudas, hizo sangrar a tantas vírgenes como flores de cerezo traía la primavera a su provincia. Pero donde más aprendió fue en las casas de té, en los lechos indignamente perfumados de las zonas autorizadas. En una de éstas, hacía casi veinte años, conoció a Kumiko, la única mujer de todas las que tuvo cuyo nombre le interesaba recordar. Kumiko era la mujer más cara de la más cara de las casas de geishas. Y era una artista que entregaba su cuerpo con el preciosismo de un calígrafo: todo en su arte amoroso era armonía, levedad, fuerza, dominio interno. Hyosuke había sido derrotado por ella tres noches seguidas; durante tres noches, el calor de esa hermosa mujer lo agotó sin que él lograra apagarlo; dentro de sí lo envolvió irremediablemente. Al llegar al orgasmo, el sexo de Kumiko se contraía en apretones que habrían cascado una nuez o convertido en jugo una manzana, y Hyosuke no podía hacer más que seguirla, precipitarse de la mano de ella en el hondo estanque del placer y ahogarse en él. Nunca una derrota le pareció tan dulce como esas tres.

         Pero Kumiko era una geisha cara y, después de la tercera derrota, Hyosuke vio que sólo podría pagarle una noche más. Así que durante todo el día estuvo pensando: no hallaba la manera de vencerla. Ella lo dominaba inevitablemente y lo peor era que él encontraba placer en esta superioridad suya. Como en la tarde que marcó el inicio de su camino, Hyosuke recibió en la calle la iluminación que necesitaba. Dos hombres se hallaban peleando sin armas. No eran artistas marciales pero se notaba que habían recibido cierta instrucción. Los dos cuerpos, jóvenes y ágiles, se alejaban y se acercaban y cada vez que se acercaban parecían más débiles. Uno y otro perdían fuerza. “Al final ninguno de los dos habrá ganado, aunque uno se declare vencido”, pensó Hyosuke. “Es porque no logran fundirse uno con el otro, como los buenos espadachines.” Siguió observándolos, con los ojos entrecerrados. Eran dos siluetas separadas, aisladas. “Se odian demasiado”, concluyó el vagabundo.  “Cada uno ve al otro como un otro al que hay que poseer a fin de destruirlo. Han convertido su lucha en un asunto personal y por eso ninguno de los dos puede vencerse a sí mismo y así vencer al otro.” Y entonces comprendió lo que pasaba entre él y Kumiko. “Me estoy enamorando de ella”. La veía como un otro a quien deseaba poseer y que además era irremplazable; había convertido el combate amoroso en un asunto personal. “No está bien que un amante experto se enamore”, decidió. “Debo disciplinarme más.”

         Hyosuke se retiró a las montañas y permaneció en ellas muchos días, viviendo de manera elemental a fin de templar en la aspereza esa espada que era su cuerpo entero. Dejó que el fuego encendido por la mujer recorriera sus venas con toda la turbulencia que llevaba, y cada vez salió a su encuentro y se dejó arder hasta que ya no fue necesario luchar más. Él y su ardor por Kumiko eran uno. Ninguno se encontraba por encima del otro ni vivía a expensas de él. Hyosuke era su deseo y su deseo era él. Ni el más fino cabello de mujer habría podido pasar entre ellos.

         Cuando finalmente descendió y volvió a la casa de geishas, Kumiko vio su falo convertido en un hermoso talismán de placer. El deseo se había sublimado en fuerza, y la fuerza permanecía en su centro. La luz que ahora irradiaban los ojos de Hyosuke ya no era ese fulgor agonizante del hombre enamorado: Hyosuke era dueño de sí.

         El encuentro entre esos dos grandes amantes fue como el combate de dos samuráis: una danza sagrada, un canto a dúo de los cuerpos. Por un largo rato, parecieron arrastrados a un estado de semiinconsciencia. Cuando volvieron a la realidad estaban juntos e igualmente victoriosos, tirados en un lecho húmedo y lleno de luz y de fragancia, acompañados por dos muchachas que tocaban el chamisén sin dejar de sonreír mientras los observaban.

         Hyosuke pensó que había llegado a la perfección en el arte de la cópula, que durante tantos años había estudiado. Cerró los ojos y durmió y soñó con una pagoda en cuyo interior habitaban muchachas de nieve que al ser penetradas por él se volvían de cristal.

         Cuando despertó, Kumiko aún se hallaba desnuda pero ya tenía en la mano una taza de té.

         —¿Has estado con una concubina imperial? —le preguntó sonriendo, maliciosamente.

         Hyosuke comprendió: no sabía nada, no había probado nada estando con Kumiko. No había demasiado honor en lo que acababa de hacer. Pero, ¿dónde encontraría una concubina imperial? ¿Cómo llegaría hasta ella en caso de encontrarla?


***

Ciertamente, Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. En ese entonces el viejo mundo estaba agonizando. Había pasado el tiempo de los daimyos y los poetas de la espada. Las calles de las ciudades japonesas ofrecían un lamentable aire moderno y ya no se veía transitar por ellas a ningún hombre con sus dos espadas cruzadas a la espalda. Los barrios autorizados bullían de extranjeros y, a fin de satisfacer la demanda, se permitía que cualquier muchacha hiciese los oficios de una geisha. Pero no conocían el arte ni poseían un alma suficientemente delicada para comprender la belleza de su oficio. Y a los hombres de ahora lo mismo les daba. Todo cuanto había formado el mundo de la infancia de Hyosuke estaba deshecho. Las últimas tradiciones imperiales degeneraban en meras formas institucionales. El incendio del mundo antiguo abarcaba todo. Una cascada de lava negra humeaba al fondo del camino por donde Hyosuke iba, dando nacimiento a un río muerto, a una corriente deletérea cuyo rumor se arrastraba como un convulso lamento de cenizas.

         En ese triste tiempo conoció Hyosuke a Kyouko, la última de las concubinas imperiales, unas horas antes de que ella se suicidara. Al principio, la mujer no quiso recibirlo: creyó que se trataba de un sacerdote mendicante. Pero se sentía demasiado desolada como para insistir en el rechazo. Y además el visitante supo convencerla.

         —Soy un viejo hombre de placer —le dijo—. Tal vez el último con quien podrías bailar la danza sagrada.

         Ella lo miró de arriba abajo y sintió en su cuerpo que era verdad lo que decía. Su rostro seguía inmóvil cuando comenzó a deshacer su kimono. En su cuerpo de nieve, vio Hyosuke que ella también había envejecido. Su piel guardaba una enorme sabiduría, y Hyosuke se sintió conmovido por el honor de que esta mujer lo hacía objeto. Quiso decírselo, pero comprendió que no podía haber palabras entre ellos. La única manera de honrarla y de honrar todo eso que ella representaba era ofrecerle un encuentro impecable. De pronto, Hyosuke sintió que no importaba si al final se sentía vencido o vencedor. La dignidad de Kyouko se levantaba por encima de eso. Su vida había sido dedicada a la construcción de una torre que hoy estaba a punto de derrumbarse. Y, de alguna manera, él deseaba este derrumbe: sería su liberación. El crepitar de la seda al abandonar el cuerpo de Kyouko se lo había hecho claro. Su destino llegaba a la completa realización.

         Las llamas que convertirían en espíritu inmortal el mundo antiguo alcanzaban ya a reflejarse, doradas, en el lecho de la concubina. Fuera del pabellón, pequeños islotes donde no habría cabido más de una docena de hombres hacinados flotaban a la deriva en el lago de lumbre.

         Kyouko rompió su cuerpo de cristal, dichosa, después de copular por última vez. Hyosuke nunca supo esto. Tampoco a él le interesaba sobrevivir.

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