Por no lavarse las manos
como bien se le advirtió,
Mirtila comió algo sucio
y de la panza enfermó.
Sentía retortijones
y una gran inflamación.
Le dieron té de canela,
toda clase de infusión.
Su madre estaba angustiada,
igual su padre y su abuela.
La llevaron a consulta
y pudo faltar a la escuela.
“Tienes una solitaria”,
fue lo que dijo el doctor.
“¿Eso es una enfermedad?”,
preguntó ella con horror.
“No, no es una enfermedad,
es nada más un bichito
que ha hecho su casa ahí.
Lo traes en tu estomaguito.
Mas no te asustes, pequeña.
Llevará tiempo echarlo,
pero esta gran medicina
bastará para sacarlo”.
Con esta extraña noticia
volvió Mirtila a su casa.
Mil cosas iba pensando
de la criatura en su panza.
Una tira color fresa,
Mirtila la imaginaba.
Con sus manos y sus dedos,
planita, blandita y larga.
La solitaria dormía
en su planeta hecho de carne.
Mas a veces despertaba
o la despertaba el hambre.
Lo que Mirtila comía,
todo llegaba a esa boca:
pasteles y golosinas,
carne, verduras y sopa.
A veces, si estaba llena,
con sus minúsculos ojos
se ponía a ver su casa,
su mundo de tonos rojos.
No sabía que era un bicho,
menos un padecimiento.
Creía ser un bebé
esperando el nacimiento.
Pobre, ilusa solitaria:
pensaba que tendría cuna,
biberones y juguetes,
y que en las noches de luna
la arrullarían con canciones.
Que crecería grandota,
la llevarían a excursiones
y vestiría a la moda.
Y Mirtila, fantasiosa,
empezó a tener la idea
de que estaba embarazada
y no de una criatura fea,
sino de una bebecita
que gestaba en su barriga.
A su tiempo nacería:
hija, juguete y amiga.
Y aquí viene lo más triste
de esta historia verdadera:
gracias a las medicinas
y a su madre y a su abuela,
muerta nació la bebé.
Mirtila no pudo verla.
El médico la guardó
en beneficio de la ciencia.
Mirtila volvió a estar bien,
mas siempre recordaría
con una extraña nostalgia
la huésped que tuvo un día.
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