jueves, junio 02, 2011

Una insaciable sed de vivir


La idea del buen vivir ha cambiado de una época a otra y de una cultura a otra. Se asocia generalmente con el poder económico, pero, al margen de éste, existe un tipo de bon vivant que en todas las épocas ha sido capaz de dictar modas. Se trata precisamente de aquel que, por su casi ilimitada movilidad dentro de la escala de lo humano, transita de la opulencia a la miseria, de los palacios a las cloacas: el artista. Su relación en este sentido con el hombre de sociedad podría explicarse de acuerdo con la interpretación nietzscheana de lo apolíneo y lo dionisiaco. Es apolíneo aquel que, siguiendo la tradición de Epicuro, disfruta las cosas buenas de la vida y ha logrado convertir este disfrute en una virtud. Es dionisiaco aquel que, como Ernest Hemingway, Baudelaire, Rimbaud, Picasso y muchos otros, sufre por exceso de energía y trata de aliviar éste en el ejercicio de los placeres.

El primer tipo de hombre toma lo que le gusta, desechando lo que no, y se detiene allí donde rebasar un límite podría amenazar la continuidad de la vida. Sabe siempre hasta donde ir. Piensa que está bien disfrutar pero que no es necesario excederse.

El dionisiaco, en cambio, es un insaciable. A causa de su honda herida narcisista, ningún placer será suficiente para él. No ofrece ni acepta las sensaciones pequeñas porque todas lo han dejado insatisfecho. Apura la vida con la avidez de un náufrago y en esta búsqueda de sensaciones no le importa salir al encuentro de aquello que, aparentemente, debería contradecir el principio del goce: el dolor, el peligro, la violencia, la extinción.

El primer tipo de bon vivant es un producto puro del siglo XVIII, época de oro de las aristocracias decadentes, de la diversión como credo de vida, del juego, de las emociones civilizadas y del buen gusto. El segundo, es la encarnación misma del romántico espíritu decimonónico, época de claroscuros, de actos de voluntad, de rebeldía social, de búsqueda de lo titánico y de culto a la personalidad y a la transgresión.

En vista de lo anterior, la figura de Ernest Hemingway, y aunque este juicio podría sorprender a muchos de sus lectores, aparece como la más romántica de la Generación Perdida y acaso de todo el siglo XX. En efecto, tanto en su obra como en esa gran historia de pasión vital que fue su vida misma, Hemingway logró conformar un credo estético tan orgánico que pudo rebasar los terrenos de la literatura y convertirse en credo de vida. Sus ejes: el impulso de la aventura y el culto del coraje y del hombre extraordinario.

Como Byron y otros grandes románticos, acorraló la vida hasta extraer de ella la última gota de sensación. Tuvo una infancia tranquila, una adolescencia inquieta y, en cuanto pudo levantar el vuelo, se dedicó a vivir profesionalmente el peligro. Sobre todo el peligro de la guerra. Hay quienes huyen de la vida para vivir más, porque creen que vivir es perdurar. Hemingway —y así lo demostró con ese último gesto titánico que fue su muerte— quería sentir, no permanecer. Por eso buscó la vida incluso en aquellas experiencias —o especialmente en ellas— que habrían podido amenazarla: el encuentro con el peligro y con la violencia, el culto de la energía, la búsqueda de la sensación extrema.

Gracias a su permanente ansia de ver el mundo en sus más ocultos matices, conoció todas las escalas sociales y viajó por casi todo el mundo. Con el tiempo, esto le permitió hacerse de un gusto exquisito, perfecto complemento de su espíritu dionisiaco. Ciertamente, Ernest Hemingway era un gourmet capaz de seducir a la mujer más exigente aderezándole él mismo una cena exótica acompañada con bebidas a un tiempo suaves y fuertes, seductoras y misteriosas.

Tuvo muchas mujeres, cuatro matrimonios. Nunca fue totalmente feliz. Siempre le faltó algo; la vida fue siempre insuficiente para él, que deseaba más amor, más placer, más emoción, más movimiento, más... Por eso no hubo nadie que pudiera seguirle el paso. El amor más grande parecía pequeño ante su impulso de beberse la vida en un trago. Y alguien así se convierte inevitablemente en un vampiro: Hemingway se chupó a todas las mujeres que lo amaron. Como Byron, habría podido exclamar después de cada relación: “La amaba y la destruí”.

Cazador de leones en África, pescador en la más honda soledad de las montañas, Ernest Hemingway fue capaz de llevar a cabo tremendos actos de voluntad. Cada uno de sus protagonistas —personajes duramente masculinos, héroes de la voluntad— ilustra alguna cara de él, alguna de las múltiples formas en que su personalidad salvaje podía manifestarse. Ciertamente, sólo un hombre así pudo llegar a la conclusión voluntarista —desde luego en el estricto sentido de Schoppenhauer— de que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Precisamente en esta dimensión soberbia, byroniana, titánica, es que Hemingway fue sin duda el escritor más romántico de la Generación Perdida, el grupo de escritores más romántico del siglo XX. Y por eso mismo, con esa larga y fascinante aventura que fue su vida, con toda la serie de sus tormentosos amores, con ese gesto impecablemente suyo que fue su muerte, podemos decir que Hemingway encarnó de manera incontrastable la idea de Nietzsche del conflicto moderno: una guerra entre querer vivir y desear vengarse de la vida.

Al final, como en todas la grandes historias de pasión, venció esta última tendencia. Ernest Hemingway se suicidó con un arma de fuego el 2 de julio de 1961. Iba a cumplir 62 años de edad. Acaso moría con él el último de los grandes espíritus románticos. Como quiera que fuera, su muerte misma fue un gesto digno de una vida como la suya. Y aprendemos de ella que hay dos clases de suicidas: los que quieren morirse y los que buscan vivir más. Éstos, los últimos, no se suicidan: nos matan porque no les bastamos.

viernes, mayo 06, 2011

En el aniversario luctuoso de Ricardo Garibay


En su libro de entrevistas Los escritores y Dios (Nueva Imagen, 1997), Adela Salinas preguntó a Ricardo Garibay si le tenía miedo a la muerte. Él respondió “Sí, claro, por supuesto”. Ella siguió con el tema, con ese implacable entusiasmo del interlocutor que sabe que ha tocado una fibra muy sensible. Ricardo Garibay tenía entonces setenta y cinco años. Esto fue parte del diálogo que tuvo con la joven escritora: “La visión momentánea de la muerte acarrea un sobresalto sumamente violento. Sí, me da miedo.” “¿Pero, y su literatura?” “¡A mí qué coño me importa mi literatura si yo me muero!” “Pues lo vuelve eterno...” “A mi literatura, no a mí.” “Pero es una manifestación de usted...” “¡Qué coño! ¡Me vale! ¡Yo ya no sabré nada! Esto es el temor, esto es el espanto: Yo ya no sabré nada.”

Hoy, quince años después de esta conversación, la obra de Ricardo Garibay está efectivamente desamparada de él. Está tal como él, en sus más violentos arrebatos de descreimiento, la veía: sola. Condenada a seguir sin su creador, independiente de él. Más de cuarenta libros que incluyen novelas, cuentos, ensayos, crónicas, reportajes, memorias...

Fue un hombre apasionado por escribir, que llegó al grado, como él mismo lo dijo, de “no valer para otra cosa”. Como pocos, convirtió la vida en la materia prima y sustancial de la creación literaria, y —hecho que ahora cobra su dimensión plena— convirtió la muerte y la pérdida en sus grandes temas. Ciertamente, hace varios años dijo José Emilio Pacheco que Beber un cáliz (1965), sin duda la novela más importante de Garibay, “significa para la prosa mexicana lo mismo que Algo sobre la muerte del mayor Sabines para nuestra poesía.” Es curioso que los dos autores comparados por Pacheco dejaran su obra a la intemperie histórica con tan pocos días de diferencia.

Quizás ahora, ya con más de una década de distancia, pueda hacerse por fin un balance general. Porque mucho se ha estado escribiendo sobre la obra de Ricardo Garibay, con su asistencia o sin ella. Ahí están una tesis de la joven narradora Natalia Arias, una biografía de María Esther Núñez, un libro de entrevistas de Ricardo Venegas, un abultado expediente de ensayos universitarios y notas publicadas... Algo, gracias a lo que de ellos se conoce, puede verse ya como una primera conclusión parcial. Si de algún consuelo le hubiera servido al maestro, no sólo le sobrevive su obra. Queda también esa historia fascinante que fue su vida: algo quizá más evanescente, quizá más real, pero que estrictamente hablando, es él. Ricardo Garibay se ha ido, queda Ricardo Garibay. ¿Lo sabrá? ¿Lo sabría en aquel entonces, cuando recibió en su casa a Adela Salinas para hablar de Dios y de la muerte y de la pasión de vivir? “¿Qué cosas le ofrecía el mundo que...?” “¡Todo! ¡Todo!” “¿Por ejemplo?” “Vivir todos los días: levantarse, nadar, bailar —aunque nunca bailé—, ver a las mujeres, tener a las mujeres, pelear a fondo, emborracharme. Todo lo que es el mundo.”

Ricardo Garibay dejó todo esto el 4 de mayo de 1999.

jueves, febrero 17, 2011

El tesoro del sirio


En los años noventa, tuvo lugar en México un breve pero entusiasta movimiento literario. A raíz de la publicación del libro de poemas Pulsera para Lucía Méndez, de Rubén Bonifaz Nuño, algunos de los discípulos y amigos del poeta decidieron organizarse en una cofradía que, de manera semejante, homenajeara literariamente a alguna de las pop-stars del momento, tomándola como musa común. Eligieron a Bibi Gaytán y se bautizaron como “bibipoetas”. Luego hubo un segundo grupo, los “trevipoetas”. Sus escritos, no sólo en verso sino también en prosa, aparecían en el suplemento Sábado, del periódico Uno más Uno, que dirigía el maestro Huberto Bátiz. Siguiendo la moda, yo escribí un texto, que no apareció en Sábado, sino en la antología Dispersión multitudinaria. Instantáneas de la nueva narrativa mexicana en el fin de milenio (comp. Leonardo da Jandra y Roberto Max). México, Joaquín Mortiz, 1997. Vuelvo a publicarlo aquí a raíz de una conversación nostálgica.

EL TESORO DEL SIRIO

La noche cuando rifaron los preciosos calzones de Gloria Trevi, en una bodega de la Vía Apia, se mantenía ingente en la memoria del torvo Damón. Ahora que empezaba a amanecer, y a casi 20 días del hecho, él recordaba haber estado allí, junto con otros jóvenes de la casa de Arvad, celebrando y sintiéndose igual de intoxicado que cuando olía de cerca a las cortesanas de Corinto o a las escalvas africanas que recién descendían de las embarcaciones romanas.

La luz grisácea del alba se filtraba por las burdas cortinas que cubrían la única ventana del dormitorio. Todo se encontraba aún en silencio, pero pronto empezaría a oírse el ruido de la gente que se preparaba para la jornada. Damón se dio vuelta en su camastro; hubiera querido volver a dormir, pero ya no podía y además pronto llegarían a despertarlo. Frente a él un grupo de sombras se revelaba apenas en la oscuridad, como una masa sin forma. Eran los siete jóvenes de la casa de Arvad. En ningún momento del día, pensó Damón, apestaban tanto como en la noche, cuando se concentraban para dormir en aquel agujero. Damón prefería el olor de los centuriones, el de las tabernas de marineros de Ostia o el de los trapos que usaban las rameras en sus menstruaciones, que el de los hijos de Arvad.

Arvad era un hebreo viejo y tonto que había visto crucificar a su dios, hacía muchos años, en la ciudad que Flavio Tito acababa de destruir. Luego vino a Roma siguiendo a los cristianos, se quedó aquí y tuvo hijos y murió en la cárcel en tiempos de Vitelio. Ni siquiera tuvo la satisfacción de ser mártir, como otros, que abandonaron la vida levantando al cielo unos ojos llenos de estúpida dicha. Sus hijos también eran cristianos, pero más por veneración al padre muerto, pensaba Damón, que porque fuesen verdaderos creyentes. Ellos les habían dado asilo a él y a su madre cuando llegaron fugitivos de Chipre. Elisha era el menor de los siete y Damón lo consideraba su hermano aunque le tenía envidia y, secretamente, lo despreciaba. Ahí dormía ahora, en el extremo de la habitación, soltando esos pedos inmundos que no parecían molestar a nadie pero que habían obligado a Damón a dormir junto a la ventana. Pronto despertarían. Despertaría primero la mujer de Caleb —tan plena, tan hembra—, y luego ella se encargaría de levantar a los demás.

Damón odiaba a los hebreos y, si seguía viviendo con ellos, era porque esperaba poder hacerles daño algún día. Él era sirio pero se avergonzaba de su pueblo; por eso se había cambiado el nombre: para hacerse pasar por helénico, cosa que se le hacía muy elegante, y hablaba con acento griego. No había querido denunciar a los hebreos porque su madre también vivía ahí y era cristiana. Pero ahora estaba muerta. Un soldado le había dado un empujón en el mercado y al caer se golpeó en las sienes; ya estaba vieja. Así que ahora nada lo detenía. Podía denunciar a todos y quedarse con la mujer de Caleb, a quien deseaba con urgencia. Sólo quedaba un asunto pendiente: a Damón le irritaba el cristianismo, le irritaba la convicción con que los cristianos hablaban de su maestro. Desafiando todos los peligros, se reunían en bodegas y catacumbas y allí, con la mayor arrogancia del mundo, afirmaban que su dios era padre no sólo para los hebreos sino para todos los hombres, incluyendo romanos, griegos, egipcios, sirios; incluyendo hasta a los gladiadores, quienes debían matar para pasar vivos de un día a otro. Todo esto le irritaba y al mismo tiempo le producía temor. No comprendía que su madre hubiera llegado a decir que deseaba ser liberada de su cuerpo y reunirse con el maestro. No comprendía que la fe de los cristianos no tuviera grietas. Ninguna otra religión era así y tal vez por eso hasta los romanos parecían tenerles miedo. Por eso quería corromperlos, por lo menos a alguno: para demostrarles que no eran mejores que él ni que los sacerdotes rapados del templo de Isis, a quien hasta los centuriones veneraban.

Con ese propósito había cultivado la amistad del joven Elisha. Como él no pensaba más que en las mujeres —y eso que todas sus experiencias habían sido con las prostitutas sirias de Ostia— estaba seguro de que la misma pasión perdería a cualquier hombre. Un día llegó a la casa cantando: “No me dolieron los golpes tanto como la soledad...” Y poco a poco fue haciendo que el virginal Elisha se interesara en el culto de Gloria Trevi. Ya se habían adherido a él jóvenes de todas las nacionalidades, desde los hijos de los patricios hasta los pequeños leprosos que vivían en las afueras. La imagen de la semidiosa estaba en todas partes: en las lujosas tiendas de la Vía Sacra, en las termas, en las prisiones construidas debajo del Capitolio. Un gladiador galo se había encomendado a ella antes de morir en el circo. Era la primera vez que Roma conocía una religión de jóvenes. Y Elisha poco a poco se fue dejando seducir. No fue al principio la hermosura de Gloria Trevi lo que lo impresionó, sino el hecho de sentirse parte de multitudes desaforadas. Nunca se hubiera imaginado el viejo Arvad que el menor de sus hijos se hallaría en el Coliseo —aquel espléndido circo que Tito había inaugurado en tiempos de Vespasiano y que Arvad ya no había alcanzado a ver— cantando a coro con otros 80 mil jóvenes de todas las razas: “Voy a platicar lo que me pasa en la cama cuando ya es de noche y yo me acuesto sin nada...”

Hacía casi veinte noches se había celebrado la rifa, en una gigantesca bodega de la Vía Apia. Echó las suertes un sacerdote de la semidiosa, un eunuco africano nativo de alguna ciudad hacía mucho tiempo destruida por Roma, que hablaba con voz de mono. Gloria Trevi, por supuesto, no estuvo presente; a ella sólo era posible verla desde lejos: en el circo, en su palanquín dorado cuando desfilaba por las calles o en las imágenes. O en los sueños. Elisha seguramente, pensó Damón lleno de satisfacción, soñaba con ella. Al caer la noche iba a las cofradías de los cristianos, oraba con ellos, hablaba de su maestro. Pero al regresar iba callado; en la casa comía su pan en silencio y luego se iba a dormir, a soñar —de eso estaba seguro Damón— con la joven divinidad del pelo suelto.

La rifa se la había ganado Damón: los sagrados calzones, diminutos y fragantes. Toda la chusma volteó a mirarlo con envidia cuando subió a recoger su premio. Y cuando bajó con él, Elisha tenía los ojos húmedos y en los labios se le había entiesado una sonrisa de tristeza. Los calzones brillaban con luz tornasolada, líquidos y celestes como la seda imperial. Y olían exquisitamente y desde lejos, igual que las maderas finas y las pieles de Asia.

Pese a las reiteradas súplicas de Elisha, a sus ofrecimientos de conseguir el dinero necesario para pagarle una ramera corintia, Damón no lo dejó ni siquiera olerlos, ni siquiera rozarlos con sus dedos. Era parte de su plan exacerbar al muchacho. Así que los atesoró en una pequeña vejiga de carnero que llevaba consigo, y desde entonces dormía con ellos todas las noches. Pensaba que el día en que la mujer de Caleb fuera suya, la obligaría a ponérselos. Sí —se dijo con los ojos enturbiados por el deseo—, la obligaría a recibirlo en su cama con ellos puestos, y luego se daría el lujo de arrancárselos con los dientes, de hacerlos pedazos como si se tratara de un nuevo himen, una membrana imperial mucho más suntuosa de lo que Caleb hubiera merecido disfrutar.

Damón salió de la casa hacia la hora octava, rumbo al mercado. Pensaba en la mujer de Caleb. Ya no podía esperar: su miembro manaba todo el tiempo de urgencia por la mujer. Iría al mercado, que era donde más fácil resultaba hablar con un centurión. Los soldados de allí eran brutales y corruptos: se les compraba con unos cuantos ases y no respetaban nada, sólo les importaba emborracharse y violar mujeres. Les diría que estaba dispuesto a conducirlos hasta una madriguera de cristianos, si a cambio lo dejaban quedarse con la concubina de uno de ellos. Había pensado que esperaría un poco más, hasta que Elisha perdiera completamente la fe y traicionara a sus hermanos o los corrompiera. Damón habría sido feliz de verlo totalmente enajenado por el culto de Gloria Trevi, sin esperar más vida eterna que la que su adoración por ella pudiera darle. Pero ya no podía esperar: deseaba ver su premio ciñendo las obesas nalgas de la mujer de Caleb.

Pasó ensimismado los últimos talleres del barrio de los carpinteros. Adelante estaba el mercado. De pronto le salió al paso un anciano de aliento pútrido, que lo detuvo y le hizo una pregunta que no comprendió. Damón iba a darle un golpe y a seguir su camino, cuando oyó a sus espaldas una voz ansiosa y familiar:

—¿Ven ustedes? No entiende el griego. No es helénico, como dice, sino sirio. Su madre era una cristiana que se escapó de la cárcel de Chipre.

Tomado por sorpresa, Damón no pudo responder. Uno de los soldados le quitó la vejiga de carnero donde llevaba oculto su tesoro y la arrojó a un charco de inmundicias para que Elisha la recogiera. Se lo llevaron a rastras a través del mercado sin creerle nada, como a un perro. Todavía oyó cómo Elisha se alejaba cantando, como de burla: “Tengo unos zapatos viejos...”

miércoles, enero 26, 2011

Alas de gigante


Se trata de mi primera novela para adolescentes. Cito la cuarta de forros:

Un secuestro. Un antiguo enigma. Un club cuyos integrantes están dispuestos a entregarse a la tristeza y la melancolía, tal como lo hiciera la hermandad de Job hace cientos de años, en el monasterio cuyas ruinas todavía guardan secretos. Una cofradía de niños tristes.

Decididos a resolver el misterio y rescatar a la víctima antes de que sea demasiado tarde, los siete adolescentes tendrán que poner a prueba su inteligencia, su lealtad y su fortaleza para resolver incógnitas a partir de una sola pista: la página de un diario.

Un thriller en el que la aventura se va entretejiendo con las historias de los protagonistas, para crear vínculos de amor y rivalidad, ambición y engaño.

miércoles, noviembre 24, 2010

El Tribilín

(Foto: La Jornada)


En algunas ocasiones me han preguntado si soy de los ilusos que creen que la lectura puede transformar la vida de las personas. Y digo que sí: sí lo creo. Es más: estoy absolutamente convencido de ello. Voy a contar una historia que ilustra esto:

A mediados de los años ochenta había en México un programa de talleres de lectura. Con la dirección del poeta Sergio Mondragón, lo coordinaban dos personas a quienes llegué a estimar mucho: Beatriz Guillén y Luciano Pérez. Yo llegué ahí gracias a la recomendación de otro poeta y entrañable amigo: Ricardo Plaisant. Contrataban estudiantes de literatura para que fueran a distintos espacios a hacer lo posible para que la gente leyera. No pagaban mucho, pero estaba bien para quienes no habíamos terminado aún la universidad. Además tenía uno la oportunidad de conocer gente interesante porque el programa llegaba a todas las dependencias de gobierno. A mí, por ejemplo, me tocó dar talleres en el Palacio Nacional, en la Secretaría de Educación Pública, en una primaria de la colonia Roma, en la Casa Cuna de Coyoacán y en el Consejo Tutelar para Menores Infractores, el famoso y temido “Tribilín” como le decían los muchachos que estaban ahí guardados. Ahí fue donde ocurrió lo que quiero contar.

La colonia Narvarte me era en esa época desconocida. Así que no me fue fácil dar con el edificio. Recuerdo que me bajé en la estación del metro Etiopía y de ahí me fui preguntando por la tienda del ISSSTE, como me habían advertido. Esperaba encontrarme una cárcel tipo Lecumberri, con muros muy altos y torres de vigilancia, pero el lugar adonde llegué era un edificio moderno, con grandes ventanas sin rejas y al parecer lleno de luz. Me llamó la atención un letrero que había sobre el mostrador de la recepción: “Requisitos para ingresar a esta institución”. Me pareció una broma: ¿quién querría entrar ahí por su gusto? Sin embargo pedían acta de nacimiento, fotografías y no sé qué otra cosa. Después supe que esto era porque hay madres (tal vez padres también, pero a mí me contaron de madres) que meten ahí a sus hijos para asegurar que coman tres veces al día.

Una empleada me preguntó a qué iba, me pidió mi identificación y me hizo pasar a una sala de espera. Ahí había una fila donde unas veinte personas, principalmente mujeres, esperaban entrar a la sala de revisión para luego poder visitar a sus hijos o hermanos. Afortunadamente, yo no tuve que pasar por eso. Me abrieron una reja que daba a otra; y como sucede con las puertas de algunos bancos, la segunda no se abría hasta que la primera se había cerrado.

El custodio con quien debía presentarme estaba en la cancha de básquetbol. Hablé con él: le dije que iba a dar el taller de lectura. Llamó con su silbato a los muchachos, todos como de trece o catorce años. Algunos acudieron. Preguntó quiénes querían entrar al taller de lectura y, como vio que nadie alzaba la mano, dijo que quienes entraran estarían libres de trabajar ese día en la cocina. Dos muchachos se apuntaron, aunque sin entusiasmo. El custodio nos llevó a una especie de salón de clases sin ventanas y con una puerta que sólo se cerraba y se abría desde fuera. Antes de dejarme encerrado con mis alumnos me prestó un silbato como el suyo. Me dijo: “Si hay algún problema, nomás me silba”. Yo pensé: si hay algún problema con éstos, no voy a tener oportunidad de usar esta tontería.

Ya me habían advertido que los talleres de lectura no funcionaban ahí porque a los muchachos no les interesaban y eran muy agresivos con el maestro. Pero yo los entendía. El anterior los ponía a leer El poema del Cid, el Popol Vuh y otras cosas así. La verdad: ¿cómo quería que se interesaran en esos libros, que hasta a los adolescentes de familias educadas se les hacen aburridos? La justificación era que sólo esa clase de obras tenían en su biblioteca. Pero la verdad es que no les interesaba adquirir más, y aparte tenían un sistema de censura muy estúpido; por ejemplo, habían prohibido Los pechos privilegiados porque el título les sonó a pornografía. Afortunadamente, yo llevaba en mi portafolios dos textos para empezar a explorar el terreno: La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde, y “El quebranto”, de José Revueltas.

En cuanto el custodio cerró la puerta, el salón quedó en penumbra y con un fuerte olor a desperdicios de comida. Los dos muchachos se acostaron en sendas bancas en posición fetal, dispuestos a no hacer nada. Ni siquiera me miraban. Empecé a leerles La balada, fingiendo que yo tampoco los miraba. Pero cuando llegué a la parte en que Wilde describe cómo se veía el cielo desde su celda, pude observar que uno de ellos había cambiado de actitud: se volvió hacia la pared dándome la espalda. Ocultando la cara. Terminé de leer ese texto y seguí con el de Revueltas. Cuando terminé, los dos muchachos se quedaron quietos en su lugar. No decían nada. No se movían ni querían mostrar sus ojos, húmedos. Finalmente, la voz de esos hombres que habían sufrido antes lo mismo que ellos los había conmovido.

Como me di cuenta de que había quemadas de cigarro en el escritorio, me sentí libre para sacar de mi portafolios una cajetilla de Delicados y encender uno. El olor los hizo volver en sí. En el Tribilín había un mercado negro de cigarrillos: los vendían diez veces más caros de lo que costaban sueltos en la calle. Les ofrecí a los dos muchachos y, por primera vez, sonrieron. Uno de ellos hasta me dio las gracias. Después empezamos a hablar sobre los textos que les había leído. Las dos horas del taller se fueron rápidamente, sin tensiones ni bloqueos. Al terminar les pregunté su nombre: uno (el que me dio las gracias por el cigarrillo) se llamaba Hugo; el otro, Óscar. Como Oscar Wilde.

A la semana siguiente llegué diez minutos antes, para ver si tenía oportunidad de curiosear un poco: ver los dormitorios, las celdas de castigo (una curiosidad morbosa, he de confesar). De los alumnos no tenía esperanzas: pensaba que iba a ser un grupo irregular, con muchachos que se aparecerían una vez y luego ya no volverían. Pero no. Hugo y Óscar se presentaron puntualmente, llevando a otro que se llamaba Horacio. Y ese fue ya mi grupo, sin cambios.

Durante los tres meses que siguieron leímos mucha literatura carcelaria, desde el “Romance del prisionero” y El conde de Montecristo hasta El sepulcro de los vivos, pero a ninguna obra le dedicamos tanto tiempo ni tanta reflexión como a Los muros de agua. Al mismo tiempo, los tres muchachos y yo nos fuimos conociendo en otros aspectos. Me contaron sus historias. Recuerdo sobre todo la de Hugo. Pertenecía a una pandilla. Un día tuvieron una batalla contra los del otro barrio, con cadenas, boxers, varillas y navajas. Hugo le dio un navajazo en la pierna a otro muchacho, atinándole por desgracia en la femoral. El muchacho se desangró y Hugo fue consignado por homicidio. Éste era el lado público de la historia.

El otro lado era que Hugo se había metido a la pandilla porque no creyó tener otra opción de vida. Nunca se había peleado con armas y no pensó que el muchacho aquel moriría. Antes de que todo esto pasara, le gustaba copiar letras de canciones en una libreta. De vez en cuando también poemas. De hecho un día, mientras fumábamos encerrados en el salón, me confesó que había llegado a desear ser poeta. “Pero le metí mucho al chemo”, me dijo, “y ya no me sirve la cabeza”. Efectivamente, tenía problemas de retención y de aprendizaje, pero al parecer su capacidad creativa no se había visto afectada.

Alentado por el ejemplo de Revueltas, Hugo volvió a escribir, cada vez con más confianza en que podía hacerlo. Y por supuesto, siguió leyendo.

La última vez que nos vimos antes de que lo soltaran, me regaló una moneda de diez pesos. En sus ratos libres se había dedicado a borrar con una lima el diseño del calendario azteca, y en lugar de éste había grabado mi nombre. “Puedes usarla de llavero”, me dijo. “O de medalla si quieres”. Yo le di mi número telefónico.

Tardó casi dos años en llamarme. Cuando lo hizo fue para pedirme que le recomendara un taller de poesía. Lo mandé con la maestra Enriqueta Ochoa, que por entonces daba un taller en su casa de la colonia Del Valle. Nunca supe si fue o no. Pero antes de colgar me dijo:

—He seguido leyendo a Revueltas. Ya leí todos sus libros. Ahora estoy con Jaime Sabines. Gracias.

miércoles, noviembre 03, 2010

Penélope


(Foto: "Nyugati pályaudvar", de Alex Wipf)


Una mujer de unos cuarenta años, rubia, vestida con ropa gris de corte clásico y con un paraguas del mismo color en la mano, acudía regularmente a la estación de trenes Nyugati, en Budapest. Llegaba antes de las seis de la tarde y se quedaba hasta las seis y media, a veces hasta las siete. Nadie se fijaba mucho en ella. Era sólo una guapa más. Nada la hacía extraordinaria. Parecía estar esperando la llegada de un tren. Mucha gente llegaba a Nyugati con el mismo propósito.

Yo sí reparé en ella. En aquella época iba con frecuencia a la estación porque, como la idea original era que sólo estaría en el país un año, trataba de aprovechar mi residencia viajando lo más posible a las ciudades cercanas. Y como normalmente tomaba el tren entre las cinco y las seis de la tarde, ya que había terminado mis clases, comido y empacado, solía encontrarme con esa mujer. Me llamó la atención desde el principio por su expresión angustiada. Y más raro aún me pareció que todas las veces tuviera la misma actitud y se parara en el mismo lugar del andén, vestida con la misma ropa.

Un día, por hacer conversación, le pregunté si sabía dónde podía cambiar dinero dentro de la estación.

Me contestó algo que no tenía nada que ver:

—Me dijo que vendría en de las seis, de Berlín.

Repetí la pregunta y ella insistió en su respuesta:

—Tiene que venir ahí. Me lo prometió.

Finalmente, pensando que se trataba de una pobre loca, no me entretuve más y fui a abordar mi tren.

Dos semanas después, viajando a otra ciudad, volví a encontrarme con la enigmática dama. Me daba curiosidad: era demasiado elegante, demasiado fina para ser una simple loca vagabunda. Como no quería correr el riesgo de irritarla, esta vez no le hablé. Lo que hice fue ir a mirar el tablero de llegadas, a ver si había alguna de Berlín a las seis de la tarde. No había ninguna. Me perdí entre la multitud y, desde cierta distancia, me dispuse a observar a aquella mujer que cada vez me intrigaba más.

Y ahí seguía, clavada en aquel punto del andén, con la mirada fija en las vías, escudriñando cada tren que llegaba. Nadie le dirigía la palabra, como si no la vieran.

Al costo de perder el boleto y no salir de viaje ese día, decidí quedarme a observar hasta el final. Y el final llegó después de las siete. La dama inclinó la cabeza y comenzó a llorar en silencio.

Más conmovido que asustado, salí de la estación y fui a refugiarme en un bar de por el rumbo. Me tomé un par de cervezas, incapaz de dejar de pensar en esa mujer maravillosa. Seguí encontrándola en la estación de trenes, siempre entre cinco y media y seis y media o siete, con su traje sastre y su paraguas gris. No volví a acercármele ni a esperar hasta el momento del llanto.

jueves, octubre 28, 2010

José Revueltas y los hechos de 1968


En una entrevista que le hizo Renata Sevilla acerca de la trascendencia política de los sucesos del 2 de octubre de 1968, José Revueltas insiste en lo que llegaría a ser una obsesión de sus últimos años: la necesidad de “teorizar el fenómeno”, de ordenar teóricamente, al margen de lo que le parecía una especie de anarquía de la producción ideológica, los acontecimientos de entonces: la efervescencia de los movimientos estudiantiles autogestivos, la politización de la clase media y la desencadenada represión del díazordacismo. El propio Revueltas, en los distintos volúmenes de sus escritos políticos y, especialmente, en el libro México 68: juventud y revolución, intentó realizar esta tarea. Desde luego, no fue el único. Los expedientes —sobre todo en las áreas del reportaje y el análisis político— que intentaron responder a la misma necesidad, son abundantes y en algunos casos altamente meritorios.

Sin embargo, José Revueltas, el enorme intelectual, el militante, el analista intransigente, era por encima de todo un artista. Al mismo tiempo que articuló una de las visiones más lúcidas que hay sobre el movimiento del 68 —en términos de su trascendencia política—, logró vertebrar, ante estos mismos hechos, una respuesta literaria perfectamente consistente: el realismo materialista dialéctico.

Cierto que las bases de esta estética suya  ya estaban planteadas desde antes de 1968. Es cierto también que sus obras más importantes —Los muros de agua, El luto humano, Los días terrenales, Los errores y la mayor parte de los cuentos— ya habían sido publicadas. Pero las contradicciones que llevaron al estallido de violencia del 2 de octubre tuvieron una importancia enorme en la cristalización definitiva del realismo materialista dialéctico: demostraron que sus postulados de base eran correctos.

En efecto, las absurdas, encubiertas y contradictorias decisiones que se tomaron en la cúpula del gobierno mexicano, en los meses inmediatamente anteriores a los hechos de la Plaza de las Tres Culturas, pusieron de manifiesto la radical esquizofrenia del tejido social.

Este asunto —el de la esquizofrenia—, estrechamente ligado con la praxis narrativa de José Revueltas (según lo demuestra con su acostumbrada lucidez Evodio Escalante), es en realidad una de las metáforas de base que acompañaron, desde un siglo antes, el surgimiento del realismo y de la novela urbana europea. Aquí habría que puntualizar algunos conceptos.

Me refiero como novela urbana a aquélla en donde ya hay un registro literario del conflicto entre la ciudad como orden y la ciudad como caos. Este conflicto es central en el surgimiento de la conciencia moderna y, observado primeramente por Baudelaire, a través de Edgar Allan Poe, proporcionó las bases ideológicas y cosmológicas (en la novela moderna la ciudad determina la visión del mundo) para obras como las de Dickens, Balzac, Dostoyevsky y muchos otros que fueron esenciales en el desarrollo histórico del realismo. Al manifestarse este conflicto como serie de procedimientos narrativos, privilegió el uso del claroscuro y la dualidad simbólica originada por su propia esquizofrenia, características ambas de una extensa zona de la narrativa revueltiana.

Ahora bien, en un estudio panorámico sobre la historia del realismo, Dostoevsky and Romantic Realism. A Study of Dostoevsky in Relation to Balzac, Dickens and Gogol, Donald Fanger observa que el realismo, originalmente, fue “un concepto filosófico en apoyo a la existencia de las categorías platónicas”; luego, un “neologismo casual” que de algún modo caracterizó la renuencia de Rembrandt a idealizar sus figuras. Más tarde fue el método de escritura empleado por un grupo de novelistas franceses de mediados del siglo XIX, y en la Rusia soviética fue un modo de ortodoxia ideológica. En México, gracias a las aportaciones de José Revueltas, es una modalidad de percepción y representación de la dinámica dialéctica de lo real.

El realismo, entonces, define tanto una serie de procedimientos narrativos diferentes según cada autor pero unificados por una misma actitud metodológica, como una serie de momentos en la historia literaria (realismo romántico, realismo psicologista, realismo naturalista, realismo socialista, realismo materialista dialéctico, neorrealismo, superrealismo y los etcéteras que faltan) unificados también por una actitud metodológica.

Dado que lo real no puede ser inventado ni creado, sino visto, es decir traducido al lenguaje de una construcción mental, el escritor debe estar dotado de una capacidad sobresaliente de visión. Tiene que poder percibir los objetos del mundo en su esencia inmediata (no necesariamente en su esencia profunda, como sucede en la fenomenología). Ésta es la meta del realismo, desde los orígenes de la novela hasta algunas discusiones contemporáneas, que se vuelven tanto más complejas cuanto más es la sociedad en su conjunto el objeto de la obra realista.

Por mi parte, entiendo el realismo como un método de representación artística que, desde un punto de vista objetivo, de registro cientificista y comprometido con un principio de veracidad, extrae sus materias primas de la realidad real empíricamente verificable y susceptible de abstracciones generalizadoras con carácter de patrón. Es decir, en su aspecto puro, en su práctica más ortodoxa, el realismo entronca con el reportaje y con las ciencias sociales. De hecho se propone como una ciencia social en sí, la primera y más general, puesto que, como concepto, el realismo es anterior a la sociología y a la antropología social. En sus productos más logrados presenta una radiografía del cuerpo social en su conjunto, incluido el análisis de las relaciones que unen entre sí a las diferentes partes. Se sustenta en una concepción mecanicista de la realidad, según la cual ésta, a semejanza de un motor de combustión interna, funciona de acuerdo con determinadas leyes mecánicas: la energía dentro de un sistema determina el movimiento de ciertas unidades que a su vez, de manera ordenada y controlable, influyen en el comportamiento mecánico de otras. La función del novelista, por lo tanto, consiste en trazar los diagramas de circulación y transformación de la energía dentro del aparato de la realidad sensible, desde que ésta empieza a manifestarse como campo de fuerza hasta que la entropía del sistema mismo la conduce al desorden. El novelista toma una o más fases de este ciclo —o el ciclo completo— y a partir de ellas elabora una maqueta, un modelo microcósmico de la realidad.

Lo que distingue a las diferentes escuelas de realismo y, dentro de ellas, a sus distintos productores, no es tanto la naturaleza de sus materiales como el principio de selección en virtud del cual estos materiales son elegidos, visualizados, organizados y presentados estéticamente al público lector.

Pero independientemente de estas divisiones, el objetivo del realismo en general es conocer la realidad, sea ésta social o metafísica, externa o interna, onírica o física. Es una prótesis, un instrumento óptico. Y su actitud metodológica radica en transcribir la cosa que es. De ahí su relación con la fenomenología y su carácter de método cognoscitivo. Y de ahí que el escritor realista además de un creador sea un científico en el sentido más estricto del término. La virtud más importante que debe tener no es entonces la inventiva —que parlotea—, sino la sensibilidad —que escucha—. Y su estado ideal no es el de inspiración sino el de atención. Tiene al silencio como punto de partida.

En vista de todo esto, resulta claro que la postura de José Revueltas respecto de la realidad —perfectamente articulada en su obra narrativa y desglosada en los escritos teóricos— requiriese un ajuste de cuentas como parte de su método científico. Este ajuste de cuentas no podía provenir de otra cosa que no fuese el estallido histórica y dialécticamente necesario, predecible y largamente anunciado, de todo ese espacio sistémico que había venido cociéndose en la entropía de sus contradicciones, sus flujos opuestos, sus cauces inconciliables y sus cada vez más extremas radicalizaciones. Hablo de los acontecimientos del 2 de octubre de 1968: ese momento que para Revueltas fue apocalíptico, tanto en el sentido literal de la Revelación, como en el del fin de ciclo. Y aquí topamos de frente con una de las grandes constantes de la narrativa revueltiana, resumida en el dictamen de Jaime Ramírez Garrido: “Revueltas es un apocalíptico”. Para él no hay nostalgia por el mundo que queda atrás, no pertenece a la raza de la mujer de Lot; para él hay urgencia y hay horror. El mundo enajenado, antihumano, debe precipitarse hacia su destrucción para que de sus cenizas nazca el hombre nuevo, el hombre libre anunciado todavía entonces por los marxistas. Y el objetivo del realismo dialéctico no se limita al de ser un arte testimonial, función finalmente pasiva. El realismo dialéctico persigue incidir activamente en la realidad, participar activamente en sus transformaciones, y en este sentido adquiere una dimensión semejante a la de la profecía bíblica. De ahí, en parte, la vena cristiana de José Revueltas, señalada por Octavio Paz y por Carlos Miranda, y comentada con amplitud por Jaime Ramírez Garrido.

Ahora bien, al momento de redactar estos apuntes, acaban de cumplirse cuarenta y dos años de los acontecimientos de Tlatelolco y treinta y cuatro de la muerte de José Revueltas. Los proyectos de la modernidad, que el 2 de octubre hicieron evidente su estado de crisis se hunden rápidamente en las aguas movedizas del nihilismo posmoderno. Nuevas lecturas de la obra revueltiana aparecen año con año, en diferentes latitudes y lenguas. Los títulos rebasan fácilmente una veintena, pero ahora pienso sólo en los más iluminadores, en los mejor articulados: el enfoque marxista deleuziano de Evodio Escalante, la visión existencialista de Marilyn Frankenthaler, el estudio biográfico de Alvaro Ruiz Abreu y el análisis dialéctico revueltiano de Jaime Ramírez Garrido.

“El último de los realistas”, dice Evodio Escalante que así llamaron los diarios a Revueltas en los días de su muerte, hace —lo repito— más de veintidós años). Epíteto demasiado definitivo —como la mayoría de los que prodiga la prensa mexicana cuando fallece alguna figura de importancia pública—, la frase no deja de ser sugestiva. No es fácil resistirse a la tentación de ciertas preguntas que ella, necesariamente, generaría. Entre otras cosas, nos obliga a ver en José Revueltas una figura de síntesis, y en sus novelas más importantes —Los muros de agua, El luto humano, los días terrenales, Los errores— el ajuste de cuentas definitivo con una larga y gloriosa tradición literaria. Al plantear esto, probablemente estoy explotando la inevitable vaguedad de un encabezado periodístico. Y probablemente, los autores del mismo se apresuraron demasiado a celebrar las pompas fúnebres del realismo. Como quiera que sea, queda esto como una de las pruebas más importantes (otras serían el libro de Elena Poniatowska La noche de Tlatelolco, y el capítulo “Palinuro en la escalera”, de Palinuro de México, de Fernando del Paso) de la trascendencia literaria de un sangriento suceso.


BIBLIOGRAFÍA

ESCALANTE, Evodio, José Revueltas, una literatura del “lado moridor”. México, Ediciones Era, 1979.
FANGER, Donald, Dostoevsky and Romantic Realism. A Study of Dostoevsy in Relation to Balzac, Dickens and Gogol. The University of Chicago Press, 1974 (Phoenix Books).
FRANKENTHALER, Marilyn R., José Revueltas, el solitario solidario. Miami, Ediciones Universal. 1979.
RAMÍREZ Garrido, Jaime, Dialéctica de lo terrenal. Ensayo sobre la obra de José Revueltas. México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1991 (Fondo Editorial Tierra Adentro, Núm. 9).
REVUELTAS, José, Obras completas (numeradas según la edición de Editorial Era, México).1. Los muros de agua, 2. El luto humano, 3. Los días terrenales, 4. En algún valle de lágrimas, 5. Los motivos de Caín, 6. Los errores , 7. El apando, 8. Dios en la tierra, 9. Dormir en tierra, 10. Material de los sueños, 11. Las cenizas, 12. Escritos políticos 1, 13. Escritos políticos 2, 14. Escritos políticos 3, 15. México 68: juventud y revolución, 16. México: una democracia bárbara, 17. Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, 18. Cuestionamientos e intenciones, 19. Ensayo sobre México, 20. Dialéctica de la conciencia, 21. El cuadrante de la soledad, 22. El conocimiento cinematográfico y sus problemas, 23. Tierra y libertad. Guión cinematográfico, 24. Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas, 25. Las evocaciones requeridas I, 26. Las evocaciones requeridas II.
RUIZ Abreu, Alvaro, José Revueltas. Los muros de la utopía. México, Cal y Arena, UAM-X, 1992.
SÁNCHEZ Vázquez, Adolfo, Estética y marxismo (dos tomos). México, Ediciones Era, 1983
SEVILLA, Renata, Tlatelolco ocho años después (Testimonios de José Revueltas, Heberto Castillo, Luis González de Alba, Gilberto Guevara Niebla, Carlos Sevilla y Raúl Álvarez). México, Editorial Posada, 1976 (Col. Duda Semanal).
SLICK, Sam L., José Revueltas. Boston, Twayne Publishers, 1983.

viernes, septiembre 17, 2010

El último príncipe del Imperio Mexicano


Después de años de laboriosa investigación documental, que la llevó a varios países en ambos lados del Atlántico y a una multitud de bibliotecas y archivos, y de un intenso proceso creativo, C. M. Mayo logró concluir su novela The Last Prince of the Mexican Empire, que inmediatamente fue aclamada como una gran novela histórica, precisa en su documentación y altamente artística en su factura. Todavía venía caliente del horno cuando la autora y yo nos pusimos de acuerdo y empecé a traducirla. Fue un proceso largo y arduo —el mayor reto que he enfrentado como traductor—, debido a todo el contexto cultural en que se desarrolla la obra y que es parte de su riqueza. Ciertamente, las dificultades no se reducían a recrear el lenguaje del siglo XIX; para caracterizar a sus personajes, C.M. Mayo debió recurrir a otros lenguajes, muchas veces especializados; abundan en la novela términos procedentes de la botánica y de la historia militar, del diseño de modas y de la navegación, etcétera. En fin, fue un trabajo enorme, pero enormemente emocionante. El resultado: acaba de salir publicada la versión en español, con el título El último príncipe del Imperio Mexicano.

Para que el lector tenga más idea de lo que es la novela, transcribo aquí algunos fragmentos de la guía de lectura que los editores de la versión en inglés prepararon:

La historia se centra en este hecho: durante el breve Segundo Imperio mexicano, el emperador Maximiliano y la emperatriz Carlota tomaron en custodia al hijo, todavía de brazos, de un aristócrata mexicano y una madre norteamericana, nieto del primer emperador de México, y lo convirtieron en su príncipe heredero. Pero, como suelen hacerlo las novelas, ésta cobró vida propia; la historia de los desesperados padres que trataban de recuperar a su bebé de las manos de una insensible pareja real —cada día más inestable, mientras los franceses se retiraban de México y su Segundo Imperio se venía abajo a su alrededor— creció hasta convertirse en algo mucho más grande: una historia internacional de intriga política, guerra y diplomacia que tiene lugar en la Ciudad de México, en Washington, en Inglaterra, en París e incluso en Roma; una historia que entronca con la de la guerra civil norteamericana y describe la compleja situación política de la frontera entre México y Estados Unidos, especialmente con la Confederación, tanto antes como después del Imperio.

Para nuestra fortuna, C. M. Mayo decidió que la única manera en que podría abordar estas cuestiones era contar “una verdad emocional”, y sólo un novelista posee las herramientas para hacer eso: explorar las emociones y motivaciones de los personajes involucrados en los sucesos de su narración; es la imaginación creativa y el uso de lo que Mayo llama “sociología de sillón”. Un ejemplo de esto es la afortunada consecuencia de su decisión de contar la historia desde múltiples puntos de vista, incluyendo las diferentes perspectivas desde las cuales los personajes se perciben unos a otros. Se revelan a sí mismos a través de su interacción y su chismorreo sobre los demás, extraídos éstos de las cartas, periódicos, diarios y otros materiales que la autora se pasó años peinando, y lo mejor de todo es que venimos a comprender que algunas preguntas no tienen respuestas últimas. Y esta es la esencia de la buena literatura.


Esto es, básicamente, El último príncipe del Imperio Mexicano. En cuanto a la autora, para quienes aún no la conozcan o apenas estén empezando a leerla, pongo aquí alguna información:

C.M. Mayo comenzó escribiendo relato corto, y su primer libro, El cielo sobre El Nido, ganó el premio Flannery O’Connor de narrativa breve. Su segundo libro, Milagroso aire: un viaje de mil millas por Baja California, el otro México, es una memoria de viaje ampliamente aclamada. Traductora ávida de literatura mexicana contemporánea, C.M. Mayo es editora fundadora de Tameme Chapbooks-Cuadernos y compiladora de la antología México: Guía literaria del viajero, una visión de México a través de la narrativa y la prosa literaria de 24 escritores.

Quiero terminar este post diciendo que, ya no como traductor, sino como lector, una de las cosas que más me gustan de C.M. Mayo es su idea sobre la narrativa, con la cual coincido totalmente. Dice ella en una entrevista:

Ahora me doy cuenta de lo tramposo que es empezar a escribir ficción seriamente antes de los treinta años, y aun así. Creo que primero necesitas madurar, desarrollar un sentido de compasión por los demás, que es lo que de verdad se requiere para dotar de carne a los personajes literarios. La mayoría de los jóvenes de veintitantos años están en el “yo” y, para escribir narrativa, tienes que venir de un plano más espiritual que ése.

El último príncipe del Imperio Mexicano: en esta novela, la autora pasa de la teoría al ejemplo. Juzgue el lector cuando la lea.

lunes, abril 26, 2010

M y L

M y L eran mis alumnos en un taller de narrativa. M es un hombre de 47 años, dado a la vida bohemia, lo que se dice un libertino, divorciado dos veces y lleno de historias de aventuras amorosas que quería escribir (por eso estaba en el taller). L es una muchacha de 22 años, provinciana, inexperta e ingenua. Son estereotipos y, antes de que el lector me lo reprochen, le diré que por eso no escribí un cuento sobre ellos: habrían sido malos personajes de ficción precisamente porque son estereotipos. Pero la vida real no es tan escrupulosa: hay gente así.

Pues desde las primeras clases del semestre me di cuenta de que L hacía todo lo posible por llamar la atención de M. Y además quería pasar por muy liberal, cuando todo el mundo se daba cuenta de que no lo era. M llevaba alguno de sus cuentos sicalípticos, que tenían el poder de causar náuseas morales a varios miembros de la clase, y L se lo celebraba como si fuera una obra maestra y además como si lo que contaba fuera del todo normal para ella. M empezó a disfrutar con el juego. A mí no me gustaba lo que estaba pasando. A mi edad no me escandaliza la mayoría de las cosas, pero aquella situación se me hacía sencillamente tonta y me daba un mal presentimiento. Al final del semestre ya se tomaban de las manos en plena clase. Nunca quise preguntar nada ni meterme en el asunto.

Terminó el curso y vinieron las vacaciones. Un día me topé con L en la universidad. Extrañamente, ella no quiso saludarme. Ni siquiera me miró.

Después me encontré con M, que se había mudado a mi barrio y me preguntó si había ahí algún buen lugar para comer. Era la hora del almuerzo y, justamente, yo iba a mi restaurante favorito. Le propuse que comiéramos juntos y él aceptó contento.

No voy a aderezar este relato con descripciones del lugar ni de los platillos, ni refiriendo las cosas intrascendentes de las que platicamos antes de llegar al meollo. Así que me salto todas esas cuestiones que si estuviera escribiendo un cuento no podría saltarme y vamos directo al diálogo:

—Por cierto —empecé—, ¿tienes idea de qué mosca le ha picado a L? El otro día nos encontramos en la universidad y no quiso saludarme.

—Mmj —resopló M—, ésa la ha agarrado contra todo el mundo. No te extrañe.

—¿Por qué?

—Nunca se me ha dado mucho la psicología. Pero diría que odia a todos porque no funcionó nuestra relación.

—¿Tuviste una relación con ella? —me hice el inocente.

—Sí así le quieres llamar... no me digas que no te enteraste.

—Bueno —acepté, porque tampoco quería parecer un idiota—, algo sospechaba.

—Pues te voy a contar. Pero mira, tú tienes la misma edad que yo, ¿no? Más o menos. ¿Crees que a estas alturas yo iba a andar de novio con una jovencita de 22 años? No me jodas, Agustín. ¿De qué podríamos hablar? Porque, por más que digas que a las mujeres no las quiere uno para filosofar, de algo tienes que platicar entre uno y otro, ¿no?

—Eso sí.

—Pues así se lo dije, hombre. “¿Te das cuenta de que, por nuestra diferencia de edad, para empezar, un noviazgo entre tú y yo sería, por decir lo menos, indecente?”

—Bueno —le respondí, bromeando—, hay algunas muchachas en la universidad por las que no me importaría perder un poco de decencia.

—Ella estaba aferrada. “Mira, mi amor”, le dije: “tú estás chiquita, tiernita, y yo ya estoy viejo y rolado. Te haría daño. Ya le he hecho daño a muchas mujeres y esa etapa de mi vida está terminada. No voy a empezar otra vez contigo”.

—¿Y qué te dijo?

—“¿No podemos ser amigos?” —M adelgazó su voz de fumador para remedar a L—. Yo no tengo amigas, Agustín. Yo a las mujeres las amo o las ignoro; no hay nada en medio para mí.

—¿Se lo dijiste así?

—No, claro. No soy un misógino. Le dije nada más que no podíamos ser amigos. Pero como siempre hay manera de arreglar las cosas cuando se quiere, al final le añadí un matiz a la frase: “Ahora que si lo que tú entiendes por ser amigos es ser compañeros sexuales... pues bueno”.

—¿Aceptó?

—No de inmediato, Agustín. Se quedó pensando. Estaba muy nerviosa. Me tomó la mano con su manita toda sudada y me dijo: “Tendrás que tener paciencia conmigo: soy virgen”. Carajo, pensé. Sólo eso me faltaba. Tú sabes la lata que son las nuevitas: siempre esperan que su primera vez sea romántica y maravillosa. Y yo ya no estoy en edad de hacerla de Pedro Infante. Además quiero divertirme lo más posible los últimos años de mi juventud. Le dije: “Te queda claro que la condición de amigos sexuales no compromete a la fidelidad a ninguno de los dos, ¿verdad?” “Como tú quieras”, me contestó.

—¿Y qué pasó?

—Pues lo que tenía que pasar. Los detalles no te los voy a contar porque soy un caballero, pero no fue ni romántico ni maravilloso. A mí no me gustan las máscaras: para qué le iba a mostrar una cara que no es la mía. Además quería que se desilusionara lo antes posible y me dejara en paz. Porque con todo y que ya estaba advertida, empezó a celarme, ¿tú crees? Un día me armó la bronca en plena calle, en el centro. Yo iba con una amiga, y de repente que se aparece. Me hizo pasar una vergüenza... le dije que mejor ahí la dejáramos. Y de verdad que ésa era mi intención.

—Me imagino que no lo aceptó.

—No, pues no. Yo estaba dispuesto a no ceder, a terminar definitivamente esa relación. Por lo sano. Y cada vez que nos vemos, me hago otra vez el propósito. Pero, ¿sabes qué hace? Llega a mi casa y se pega al timbre hasta que le abro. Se mete a fuerzas y, sin decir nada, empieza a quitarse la ropa. Y mira, no soy de palo. Puedo estar todo lo decidido que quieras, pero a la vista de esas tetas ya no sé de mí.

—Pero, ¿ella qué dice? Supongo que no ha de estar muy contenta.

—No —suspiró M—. El otro día me dijo: “Puedo ser tu puta, si quieres. Veme así: como una prostituta gratis a la que puedes hacerle lo que quieras. Eso te prende, ¿no?” “No”, le contesté. Y es verdad, Agustín. Yo nunca he pagado por tener sexo: me dan asco las prostitutas. L ha empezado a darme asco.

Me dio la impresión de que hasta ahí llegaba la historia. Hasta el momento. Tal vez L tenía razón de estar molesta conmigo. Porque comprendió que yo había visto lo que estaba pasando y no hice nada por evitarlo.

M y yo nos quedamos callados largos instantes, pensando cada uno en sus cosas. Al otro lado de la ventana, la calle brillaba con el sol de la tarde. Era una calle angosta, de casas antiguas, sin muchos transeúntes. En ese instante, M se veía mucho más viejo de lo que era: cansado, crónicamente desvelado. Sus manos grandes y nudosas descansaban sin fuerza a los lados de una copa de vino tinto. Pero de pronto la figura cobró vida: algo al otro lado de la ventana lo hizo reaccionar.

—¡Mira esa belleza! —me dijo, los ojos brillantes. Era una jovencita de 20 años cuando mucho, rubia, de pelo largo, delgada, alta—. Es amiga de L.

Y se levantó y salió a la calle, corriendo para alcanzar a la muchacha.

martes, marzo 16, 2010

La espiral y la trenza


Al momento de realizar estos apuntes, el Ulises acaba de cumplir ochenta y ocho años. Joyce mostró el original a sus amigos el día de su cumpleaños número cuarenta, el 2 de febrero de 1922. Se había llevado diez años en escribirlo, dijo, pero para leerlo se necesitarían setenta. El plazo se ha cumplido y las diferentes lecturas de la obra, puestas una sobre otra, arrojan un saldo de varios miles de páginas. Ante la imposibilidad de una lectura individual con carácter de suficiente, la historia literaria ha recurrido a interpretaciones acumulativas, construidas piramidalmente cada una sobre la base de las otras. Sólo así ha sido más o menos posible dar cuenta de los capitales de la obra joyceana. El expediente crítico que nos permite desmontarla con relativa precisión, tras los setenta años de indagaciones calculados por el autor, reúne textos de T.S. Eliot, Ezra Pound, Stuart Gilbert, Don Gifford, Robert J. Seidman, Harry Levin, Dorrit Cohn y Salvador Elizondo, entre otros muchos. Cada quien ha comentado aspectos diferentes, cuestiones de procedimiento, ciertos capítulos. Ulises es una de esas obras especialmente interpretables, como El Proceso o La muerte en Venecia, que tanto incomodaban a Susan Sontag; una obra para que los exégetas siempre tengan algo que vender. Como quiera que sea, se ha acumulado tanto material en estos casi noventa años que pronto se necesitarán otros tantos para leerlo; Ulises ha quedado en el centro del laberinto de sus propias radiaciones. A Joyce le habría gustado saber esto porque le gustaban los laberintos. De hecho, el capítulo en el que se centran estos apuntes, “Las rocas errantes”, utiliza una técnica “laberíntica”. Sabiendo, pues, que todo nuevo trabajo complace al espíritu del finado, agrego sin remordimientos otra hebra a la madeja de lo escrito.

Comenzaré por recordar algunos lugares comunes que se refieren a la dimensión humana del Ulises. Sus personajes se presentan como seres solitarios cuyo drama consiste en no tener dramas aparentes, cuyo heroísmo radica en la supervivencia de una íntima vocación mítica —secreta hasta para ellos mismos— en un mundo que ya no acepta héroes. Su lectura entre líneas revela la existencia de profundidades insondables en la vida, de dimensiones superpuestas, sospechadas. La obra totalizadora, la lección monumental de arte narrativo no es más que una coartada para mostrar esto. Por eso, por más intelectual o metafísica que parezca una secuencia, la estatura humana, terrena, de los personajes no disminuye. James Joyce era una indagador de la condición humana; su obra no es simplemente una desacralización de los fetiches burgueses, sino una defensa de la dimensión mítica de la vida cotidiana y de la dimensión cotidiana de la vida mítica. No se debe olvidar esto.

Hecha la advertencia, paso a otro punto. “Las rocas errantes”, décimo capítulo de Ulises, se encuentra a la mitad de la novela y es un modelo en miniatura de la misma. Relata, a través de una curiosa variedad de montaje, el recorrido por Dublín de la cabalgata virreinal, junto con incidentes ocurridos a algunos personajes que a veces también se hallan en tránsito. Son dieciocho episodios, cada uno dedicado a uno o dos personajes principales, con interpolaciones que los conectan entre sí. Al final hay una coda que funciona como rèprise de todo el capítulo y de la novela en general.

Las rocas errantes, recuerda Stuart Gilbert, aparecen en la Odisea cuando Circe le advierte a Ulises de los peligros que lo aguardan. Son rocas que se mueven en el mar chocando entre sí, de modo que cualquier cosa que intente pasar entre ellas, hasta la paloma de Zeus, cae triturada por una mandíbula gigante. El aspecto mecánico de esta leyenda es lo que la une con el capítulo de Ulises que estamos estudiando.

La mecánica, dice cualquier enciclopedia, es la ciencia que trata de los efectos de las fuerzas sobre cuerpos en estado de reposo o movimiento. Los personajes de “Las rocas errantes” se dividen en móviles y fijos, los que van hacia algún lado y los que están en algún lado. Si nuestra primera aproximación a la obra es a través de la mecánica, tendremos que vérnoslas con los efectos de las fuerzas sobre estos personajes, y efecto significa influencia sensible, perceptible.

El movimiento de un cuerpo, dice otra vez cualquier manual científico, no es una propiedad intrínseca, sino una condición relacionada con su posición respecto a otros cuerpos. En “Las rocas errantes” percibimos que los cuerpos “se mueven” sólo gracias a que cambian de posición respecto a otros personajes y a ciertas calles, edificios y demás puntos de referencia. La representación del movimiento requiere el despliegue de una dimensión espacial, la instalación de una decorado que la signifique y luego la ubicación en él de elementos fijos; los cambios de posición de otros elementos con respecto a éstos serán los responsables por la ilusión de movimiento. Lograr esto no es una innovación de Joyce; de hecho ni siquiera es privativa de los procedimientos realistas. Hasta el arte más primitivo puede decir “El arquero dispara su flecha y acierta en mitad del blanco”. La ilusión de movimiento es efectiva gracias a la ecuación que permiten los contratos de inteligibilidad propuestos desde las bases mismas del lenguaje. Me explico: los sustantivos “arquero” y “blanco” son suficientes para proporcionar un decorado. Al ponerlos en contacto, el narrador significa el espacio que los separa. Si aceptamos que tanto arquero como blanco son elementos fijos, será el cambio de posición de la flecha con respecto a uno y otro lo que nos dé la ilusión de movimiento.

A primera vista, entonces, no hay mayor misterio en la representación joyceana de lo móvil; se realiza por medio de verbos dinámicos que implican objetos fijos y móviles y dirección: “The superior, the very reverend John Conmee S.J. reset his smooth watch in his interior pocket as he came down the presbitery steps” (JOYCE, pág.216). Los procedimientos de significación del espacio son tradicionales. Joyce ha trazado su sistema de relaciones espaciales sobre un modelo ya existente en la realidad extratextual: las calles y puntos de referencia cartográficamente verificables de la ciudad de Dublín. Con ellos sus esquemas de movimiento son también verificables y hasta mensurables según los valores mecánicos de tiempo o velocidad. Así la dimensión metafísica del capítulo (que por ser un microcosmos de la novela en general irradia a toda ésta) se ve apoyada en una ilusión de acatamiento a la realidad física (mímesis) tanto más fuerte cuanto más alto es el valor referencial de los procedimientos en juego.

El principal entre ellos es el que Luz Aurora Pimentel estudia en su libro El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos bajo el subtítulo “El nombre propio: referente extratextual”.

El nombre de una ciudad —dice Pimentel ampliando lo expresado por Barthes—, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica al que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados. De este modo la ciudad de Londres, por ejemplo, en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido instaurado por otros discursos: desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de descripciones detalladas de la ciudad (PIMENTEL, pág.41).

Lo mismo sucede con el Dublín de Joyce: el nombre propio ha fijado a tal grado una realidad visualizable, gracias a los diferentes discursos que atestiguan por él, que su sola mención en un nuevo discurso basta para montar instantáneamente un decorado (algo que valdría la pena comentar de pasada es el fenómeno de la intratextualidad joyceana: la mayoría de los discursos que avalan la realidad del Dublín de “Las rocas errantes” procede del propio Joyce, desde Dublineses. De hecho, el grado de referencialidad de este mundo ficcional es tan alto que el discurso joyceano actualmente sostiene a otros con más reputación de verdaderos que el literario, como el fotográfico y el turístico).

Obsérvese lo infalible de la coartada joyceana: una ciudad con calles y puntos de referencia que coincidimos en aceptar como reales, una ubicación temporal precisa —entre 3 y 4 de la tarde—, una constelación de objetos que hace mucho ingresaron de manera verificable a la realidad: personajes históricos, tiendas comerciales, canciones y chistes, noticias de la época... y una serie de personajes dotados de suficientes “detalles concretos” que los autentifican como reales (BARTHES, pp. 15-16).

Desconfiemos del realismo de Joyce. Dublín no le importa tanto como parece, no en el sentido en que Londres le importaba a Dickens o San Petersburgo a Dostoiewsky. De hecho no le importa. El espacio en “Las rocas errantes” no está ahí significado para aludir a Dublín sino para aludir a sí mismo; es autorreferencial, una mera construcción geométrica. La ciudad es, por así decirlo, la escala que permite apreciar las líneas trazadas no en términos de metros o centímetros sino de calles y puntos de referencia. Detrás de la pantalla realista, la proyección del espacio no es icónica: los nombres propios y los deícticos no crean la ilusión de un espacio diegético sino la construcción lógico-geométrica de un espacio relativo, einsteniano. Explico esto. En la primera secuencia, el padre Conmee se mueve de norte a noreste. En el camino se encuentra al funerario Corny Kelleher, que es un punto fijo, y luego a una pareja de jóvenes que se estaban acariciando y que funcionan como indicador temporal. A esta trayectoria se superpone otra, analéptica, en la que el sacerdote se recuerda moviéndose en otra dirección. Y un par de interpolaciones nos indican que, mientras él se encontraba en el punto X, los personajes A y B iban en los puntos M y N de sus respectivas trayectorias. Luego, en otras secuencias, el movimiento real, diegético que se sigue es el del personaje A o el del B, mientras el Padre Conmee continúa su tránsito en el nivel de interpolación de la diégesis, revelando en qué punto se encuentra cuando B ya va en el punto O de su camino.

Hasta aquí ya es suficientemente complicado. El capítulo empieza a configurarse como un sistema mecánico donde las secuencias funcionarían como engranes y las interpolaciones como los ejes que las unen. Cada personaje se relaciona como engrane con unos personajes y como eje con otros. Pero existen también personajes fijos, que no se mueven pero que ayudan a percibir sincrónicamente el funcionamiento de otros que nunca se relacionan de manera directa. Por ejemplo, en la secuencia 1, el padre Conmee sorprende a una pareja de enamorados que se están acariciando; la muchacha se separa del galán y se desprende de la falda una ramita que se le ha quedado pegada. El radio de movimiento de la muchacha se reduce a esto; es decir, es un punto relativamente fijo, así como otros son relativamente móviles. En la secuencia 8 la misma muchacha se está desprendiendo la misma rama, por lo que de una manera implícita, que ya no depende de su actualidad diegética, el padre Conmee acaba de descubrirla. Ahora bien, la muchacha aparece como interpolación en la secuencia número 8, donde nada importante acontece ni siquiera en términos de movimiento: Ned Lambert y J.J. O’Molloy platican de historia en la Abadía Mariana. La secuencia es una especie de pieza fija que sin embargo permite que dos pequeñas varillas coincidan en ella para unir engranes independientes; es una secuencia puente. Así, antes de la interpolación de la muchacha está otra donde captamos al hermano de Parnell justo en el momento en que se inclina sobre un tablero de ajedrez. Luego, en la secuencia 16, vemos que Haines y Mulligan captan a este personaje en el mismo instante que nosotros mientras se toman una mèlange. Y aquí el sistema de ejes y engranes se torna una maraña verdaderamente laberíntica, de la que no parece fácil salir. Hay que tomar los diferentes caminos de uno en uno, y eso significa intentar cada vez diferentes puntos de partida, diferentes combinaciones. No importa. Se puede seguir así hasta el final, hasta saber con precisión quién se movió junto con quién, quién antes que quién, dónde estaba cada uno en un momento dado. Pero eso no puede ser todo el premio, debe haber algo más.

Los laberintos sirven para proteger algo, esconden siempre un secreto ante el cual la salida tiene un valor secundario. Quien penetra en ellos no busca la salida sino el centro, que es el sitio del enigma, el lugar de la iniciación. ¿Pero cuál es el centro de este laberinto? ¿No se hallará, como especulaba Borges, en el laberinto entero, que es el centro de un laberinto más grande, a su vez el centro de otro? Todo artífice constructor de laberintos es un cuestionador de hábitos racionales, un defraudador profesional de expectativas lógicas. Teniendo eso en cuenta, sería demasiado pueril o demasiado presuntuoso por parte de Joyce esconder el secreto del laberinto en la solución de un puzzle. Y buscarlo ahí sería ingenuo de parte nuestra, sobre todo cuando el capítulo está lleno de señales que nos advierten del peligro de espejismos, como el póster de Mr. Eugene Stratton o la ventana del dentista Bloom. Boody Dedalus y el joven Dignam son víctimas de percepciones erróneas.

Por nuestra parte, hemos caído en la misma trampa que los marineros de la leyenda: nos dejamos engañar por la apariencia de movimiento de las rocas “errantes”. Dice Stuart Gilbert:

La explicación más probable de esta leyenda es que el “errar” o chocar de las rocas era una ilusión óptica. A los ojos de aquellos marineros, apartados de su curso por una corriente rápida aunque imperceptible, estas rocas, al proyectarse sobre la superficie del mar, debieron dar la apariencia de que cambiaban de posición todo el tiempo. Uno puede imaginarse un archipiélago, un laberinto de rocas, un mar en calma y una brisa favorable. Nada se les haría más sencillo a los remeros, ayudados por un Eolo de buen humor, que pasar por entre las rocas. Pero éstas pronto parecerían moverse hacia ellos, cerrárseles encima, cuando era la corriente la que llevaba el barco hacia ellas (GILBERT, pág. 333).

El universo real, del que Ulises es un microcosmos, coincide en sus leyes con esta explicación: todo movimiento es aparente porque ningún punto es fijo en sentido absoluto y ninguno es más fijo que los demás. No existen dos entidades separadas, el tiempo y el espacio, sino una sola, el espacio-tiempo, que es estático, circular. Así una línea recta, como podría serlo la progresión de un personaje, es en realidad curva, y en virtud de esta curvatura, si se prolonga al infinito se convierte en una rueda que gira sobre sí misma. La simultaneidad aparente de ciertos hechos es una ilusión más; depende de la combinación de una estructura de ejes. El espacio-tiempo, entonces, no es más que la imagen móvil de una eternidad estática.

Llegados a esto, recordemos otra vez que Ulises es un modelo a escala del universo. Y desde los primeros capítulos hay insistentes alusiones a la concepción joyceana del tiempo como estructura cíclica. “Proteo”, el capítulo que proporciona el germen esotérico para toda la metafísica de Ulises, tiene como símbolo a la marea, el ir y venir del tiempo sensible, el periplo de la vida que ha de atravesar la muerte para reencontrarse en el punto de donde partió: “The cords of all link back, strandentwining cable of all flesh. That is why mystic monks. Will you be as gods? Gaze in your omphalos. Hello. Kinch here. Aleph, alpha: nought, nought one” (JOYCE, pág. 216).

Unas páginas antes, en “Néstor”, Stephen declara: “History is a nightmare from which I am trying to awake”(Ibidem, pág. 35). Este carácter de pesadilla proviene de la circularidad del tiempo, de la repetición ad absurdum de la historia tal como Joyce-Stephen la entendía: no hay destino, sólo hay retorno. La búsqueda de Stephen reproduce, por lo tanto, la peregrinación del alma tratando de emanciparse de la rueda de sus reencarnaciones. Pero ni uno ni otra consiguen el “despertar” que buscan porque la estructura del espacio-tiempo es el laberinto más grande que existe, es el laberinto maestro que contiene a todos los otros. ¿Cómo entenderlo? Existe una rueda pero también existe, al menos en teoría, la posibilidad de escapar de ella. ¿Hacia dónde se escapa? ¿Hacia otro espacio-tiempo?

El secreto que esconde el laberinto de “Las rocas errantes” está escrito en su dintel. Es la asociación de dos palabras aparentemente inconexas: laberinto, mecánica. Otro enigma. La mecánica conduce al problema del espacio-tiempo, lo cual demuestra que “Las rocas errantes” es un microcosmos de Ulises, a su vez modelo microcósmico del universo. Y el laberinto se dirige a la solución de este problema, aunque hasta aquí parece ser el problema mismo.

Existen, en la pesadilla de la historia, enseñanzas que dormitan antes de haberse manifestado totalmente; que están ahí, completas, pero esperan a que alguien las active, las despierte. Es éste un proceso largo donde cada respuesta es un nuevo enigma que al ser resuelto lleva a otro. Al poner en contacto el laberinto con la mecánica, Joyce despertó una de estas enseñanzas, dormida durante quinientos años en una ciudad hermosa y lejana a la casa entre la niebla donde él redactaba Ulises. En un empolvado manuscrito del genio italiano Leonardo da Vinci se lee lo siguiente:

El laberinto puede verse como una combinación de dos elementos: la espiral y la trenza, y en tal caso expresa una voluntad muy evidente de figurar lo indefinido en sus dos aspectos principales para la imaginación humana, es decir, el perpetuo devenir de la espiral, que, teóricamente al menos, puede imaginarse sin término, y el perpetuo retorno figurado por la trenza (CHEVALIER, pág. 622).

Para ilustrar esto, da Vinci realizó un dibujo donde el santuario central del laberinto quedaba en blanco, como un misterio, pues “no deseaba explicar demasiado” (loc.cit.).

Joyce entendió que ese misterio era el del espacio-tiempo y que el laberinto funcionaba como su propio hilo de Ariadna. También lo entendió así un sucesor de Einstein, Kurt Gödel, cuando afirmó “Los acontecimientos pueden ordenarse en círculo y sin embargo ocurrir una sola vez” (cf. The Encyclopaedia Britannica, “Tiempo”).

Es poco lo que queda por concluir. Ulises es un compendio narrativizado (con técnica laberíntica) de las especulaciones de Stephen Dedalus acerca de la historia. Por eso su símbolo rector podría ser la marea: es el registro del ir y venir de los personajes a través de un día, del ir y venir de los pensamientos de Leopold, los recuerdos de Molly Bloom y las preguntas de Stephen. Todo en su interior se mueve y no se mueve, es mágico: no se lee dos veces el mismo Ulises. Y el capítulo de “Las rocas errantes” ocupa ciertamente el centro del libro; es la imagen móvil de un laberinto estático, así como Ulises es la imagen móvil de la vida estática de los hombres modernos.


BIBLIOGRAFIA

—BARTHES, Roland, “The Reality Effect”, en French Literary Theory Today (ed. T. TODOROV) (trad. R. CARTER). Cambridge University Press, 1982.
—CHEVALIER, Jean, Diccionario de los símbolos. Barcelona, Edit. Herder, 1988.
—GILBERT, Stuart, James Joyce's Ulysses. Nueva York, Vintage Books, 1960.
—JOYCE, James,Ulysses. Nueva York, Random House, 1946.
—PIMENTEL, Luz Aurora, El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos. En prensa.

miércoles, febrero 17, 2010

Para qué sirven los talleres literarios


Un taller es en primer lugar para aprender. Uno debe llegar a él con una actitud abierta y amable hacia el maestro y hacia los compañeros, dispuesto a dejarse enriquecer por los distintos conocimientos y experiencias que cada uno puede aportar. Llegar pensando desde el principio que son estúpidos y que uno está por encima de ellos (ya porque tiene más formación literaria, ya porque es un genio) es algo tan estéril como leer un cuento de hadas pensando que sólo un idiota creería que una gorda va a volar a través de los aires y a convertir una calabaza en carroza.

Cierto: en la mayoría de los talleres llega a haber una o varias personas ingenuas, cuyas ideas sobre el oficio de escritor pueden resultarnos ridículas, pasadas de moda, sentimentales, moralistas, provincianas, etcétera. Pero lo que llamamos “valores literarios” depende en gran medida del gusto de una época. Cuando yo iba a talleres de poesía, a finales de los años setenta, principios de los ochenta, la influencia de Octavio Paz era tan grande que cualquiera que escribiese apartándose de sus ideas estaba condenado al aislamiento. Y recuerdo a un compañero cuyo talento se basaba en ser un buen lector; escribía mezclando muy bien los recursos poéticos de los autores de moda, y eso lo hizo creerse con el derecho de menospreciar a los anticuados que seguían escribiendo con métrica y rima. Como además había tomado algunos cursos en la Facultad de Filosofía y Letras, era capaz de defender sus argumentos con bastante retórica. Han pasado treinta años: ya nadie se acuerda de él; en cambio, algunos de los que escribían “mal” aprendieron lo que debían aprender y siguen trabajando y publicando. Así que es mejor no asumir nada y no llegar al taller a demostrar cuánto sabe uno, sino a tratar de aprender de todos. Si en las primeras clases uno se siente muy por encima del nivel general y se aburre, siempre es posible abandonar el grupo y esperarse a encontrar uno más adecuado. Pero en paz.

No es útil emplear adjetivos cuando comentamos la obra de nuestros compañeros. En la crítica inteligente sirven los argumentos, no los adjetivos. Los adjetivos son el recurso favorito de las mafias para poner en un pedestal a sus caudillos y defenestrar a sus enemigos. No empecemos desde la cuna, que es el taller. En lugar de decir que un texto es “interesante” hay que explicar qué cualidades lo hacen así.

Es común la idea de que la personalidad del maestro va a determinar la dinámica y la atmósfera del taller. Y que un buen maestro ofrecerá siempre un buen taller, como uno malo tendrá grupos malos. Y es verdad que el maestro influye mucho, pero no lo es todo. La prueba es que él mismo llega a tener talleres muy diferentes. Alumnos intransigentes o negativos, o un grupo demasiado heterogéneo o demasiado distraído pueden neutralizar los esfuerzos de un buen maestro. De igual manera, una grupo de personas entusiastas, receptivas y creativas pueden hacer un buen taller aunque el maestro no sea bueno. Un taller fecundo, constructivo es una coincidencia de personalidades capaces de conectarse en armonía y sin apartarse del objetivo común. A veces se da esta coincidencia, a veces no. Depende de muchas cosas, de muchos azares, y no es fácil hacer predicciones al respecto. Un grupo muy homogéneo en cuanto a edad, nivel intelectual y clase social puede resultar un club tan divertido que ya no funciona como taller: los alumnos le dan más importancia al chisme y al encuentro social que al trabajo serio, además de que los comentarios se vuelven predecibles muy pronto y los elogios mutuos dan la tónica. Por otra parte, en un grupo demasiado heterogéneo puede resultar difícil encontrar referentes comunes y que un alumno cualquiera logre entender lo que otro, muy diferente a él, desea expresar. En un taller intensivo, de semanas o meses, el primer caso es preferible; en un taller de años, el segundo es el menos malo: una vez superados los problemas de comunicación, una vez que se ha logrado hallar un lenguaje común, estos talleres suelen ser los más productivos. Claro, siempre es posible encontrar la tercera opción, la mejor: un taller donde diferencias y semejanzas (tanto entre los alumnos entre sí como entre ellos y el maestro) se equilibran perfectamente, y todo el mundo quiere aprender y todo el mundo quiere ayudar a que otros aprendan, y se critica lo que hay que criticar y se elogia lo que es digno de elogio y no más.

Entonces, dar con los compañeros adecuados es tan importante como dar con el maestro adecuado. En relación con éste, siempre es útil conocer su obra, pero es mejor no dejarse guiar por ella. Hay escritores brillantes que no son buenos maestros, como hay talentos modestos que tienen el don de ayudar a otros a crecer. Es como en el box: el mejor maestro no es el que golpea más duro, es el que sabe cómo enseñarnos a golpear duro.

Algo curioso que ocurre con los talleres —y tardé muchos años en darme cuenta de esto— es que a veces el grupo funciona tan bien que se crea una dinámica muy positiva y ésta se manifiesta como una epidemia de éxito. Arriesgándome a decir algo inexacto, hay talleres que dan buena suerte. Los alumnos empiezan a publicar lo que escriben, encuentran las puertas abiertas. No sé cómo explicarlo, pero a veces sucede.

Un taller es para aprender, dije al principio; ésta es su función más obvia, pero no la única. Mencionaré otra: un taller es para ponerse a escribir. Hay personas que ya tienen cierto oficio, autocrítica; ya no necesitan tanto los comentarios de sus compañeros. Pero no tienen disciplina y sólo a lo largo de varios meses logran dar forma a unas cuantas páginas. El taller les sirve porque los presiona a trabajar, porque les inyecta creatividad o los hace salir de sus bloqueos creativos. Ésta también es una de las funciones, y es buena.

Otra más: el taller es para sondear la posible recepción de lo que uno escribe. Un taller es un microcosmos del gran público lector (críticos incluidos). Si uno o varios compañeros nos entienden mal o no nos entienden en absoluto, es probable que suceda lo mismo cuando publiquemos la obra, sólo que entonces no tendremos la oportunidad de cambiar nada ni de defendernos en ninguna forma. Claro, no se trata de hacer concesiones nada más porque sí, ni a los compañeros ni al maestro. Uno debe escuchar con respeto todo lo que se dice y al final quedarse con lo que pueda ser útil. Lo mismo hará después con las críticas impresas. Es decir que el taller también puede cumplir con la tarea de formar nuestro carácter, si aún estamos en edad de que esto suceda. Porque nos enseña equilibrio entre humildad y seguridad en nosotros mismos. Y nos enseña —otra vez la analogía con el box— a dar y a recibir golpes con espíritu deportivo, y a entender que un round no determina toda la pelea, como una pelea no determina toda la carrera. Nos enseña a ver por qué lado debemos protegernos más, dónde somos más débiles, cuáles son nuestros golpes fuertes y cuáles necesitamos practicar (hay quienes son muy buenos para los diálogos, pero les falla la pluma en las descripciones, por ejemplo). Nos enseña que el que se queda quieto, pierde.

Y otra función más: el taller es para conocer gente. Grandes y perdurables amistades literarias han empezado en un taller. Grandes romances también. Pero quienes van sólo en busca de eso suelen estorbar el trabajo de los demás, le caen mal al grupo y al maestro y al final no encuentran ni amistad ni romance ni aprenden nada. Es mejor llegar con una actitud abierta a todas las posibilidades, recibir todo lo que cada taller tiene para darnos. Quién sabe cuál será, al final, la cereza que corone el pastel.