viernes, diciembre 15, 2023

Salir al mundo

 


Ana Pazos. Salir al mundo. Planeta, 2021.

 

Salir al mundo es la primera novela de Ana Pazos, aunque no su primer libro. Es una novela para jóvenes, a juzgar por su circulación en el mercado, pero lo mismo podría presentarse como para adultos. De por sí, las fronteras son borrosas, pero en esta novela lo son todavía más. Hay un personaje dominante –Elisa— y un tema principal: el camino que Elisa debe andar de niña a mujer. Es una bildungsroman con todas las de la ley: una historia de crecimiento interior. El tratamiento de muchas escenas tiene lugar dentro de los lineamientos del género juvenil. Hay aventuras de adolescentes, un primer amor, un casi segundo amor, la búsqueda de Elisa de sí misma y de su poder personal, el descubrimiento de la vocación, la rivalidad entre compañeras y entre mujeres, la vulnerabilidad, la identificación sexual, la atracción por lo prohibido. Sin embargo, la novela echa una mirada a problemas tradicionalmente asociados con la vida adulta: alcoholismo, promiscuidad, depresión, divorcio, responsabilidad, desintegración familiar, manipulación emocional…

         Por supuesto, semejante complejidad requiere una extensa nómina de personajes, tarea difícil para alguien que escribe su primera novela, pero Ana Pazos sale bien librada. Los personajes están bien dibujados y no se confunden unos con otros ni se pierden de vista.

         Por otra parte, con tantos elementos actuando en direcciones diferentes, era preciso encontrar una estructura que sostuviera todo este peso sin desmoronarse. La autora resolvió el desafío recurriendo a una técnica coral, de capítulos a veces muy pequeños que permiten a los múltiples personajes tomar turnos para dar su versión de los hechos.

         En el nivel temático también hay cosas que me entusiasmaron. La primera de las cuatro que voy a comentar es la construcción de un personaje que veo cada vez con más frecuencia en la vida real: la hija que es madre de su madre. Salir al mundo explora el stress que esta situación puede generar en una adolescente, de modo que no nos sorprendemos cuando Elisa tiene ataques de pánico ni cuando se siente tentada a fumar o a beber alcohol siguiendo un impulso de evasión.

En relación con esto, el segundo tema que me parece importante destacar es que vi en  Salir al mundo un estudio sobre el alcoholismo. Virginia, la madre de Elisa,  padece esta condición, con todo lo que implica como contexto. No recuerdo muchas obras en la narrativa mexicana que hayan abordado el tema con la misma agudeza y empatía, fuera de las de Eusebio Ruvalcaba y Armando Ramírez.

El tercer eje temático es el de la orfandad. Hay orfandad en todos los personajes principales de esta novela, de una manera o de otra, pero la que más duele es la de Virginia, por incurable, por radical.

         Por último, me gustó la manera en que la novela expone el poder del arte como herramienta de sublimación y, quizás, de sanación. El arte permite a Elisa pasar de un dolor a otro, de una crisis a otra y, a largo plazo, encontrarle coherencia a la vida. Al final, nos demuestra que el artista es el único ser capaz de realizar el sueño del alquimista: convertir la mierda en oro.

Si inicié estas notas señalando que Salir al mundo es una primera novela es porque me parece extraordinario que una primera novela se sostenga a lo largo de 362 páginas y que además tenga tantas cualidades.

miércoles, noviembre 01, 2023

La ventana


Grande, sin vidrios, como las que hay en los conventos antiguos o en los castillos, así es la ventana. Desde aquí veo una gran parte del cielo y una pequeña parte de la tierra, veinte metro abajo: el parque de juegos infantiles donde nadie juega, delimitado por una línea de cipreses y, más allá, dos casas de paredes blancas. Tal vez no sean casas. Tienen más aspecto de bodegas o talleres. No sé. No sé dónde estoy ni cómo llegué aquí. Sólo tengo la ventana. No hay más: ni una silla ni una cama... nada. Ni un mueble. Ni un objeto. Es sólo la ventana. Y el sonido metálico, frío, de una campana de viento que suena en algún lado.

         Lo bueno es que en esta condición no se siente hambre ni sed ni cansancio ni sueño. No me duelen las piernas de estar parado. Puedo pasar todo el tiempo mirando y creo que eso hago. No es un sueño, lo sé, pero, si lo fuera, sería lo mismo: despertar del sueño de la ventana sólo para ponerme a mirar por la ventana.

         Los carcomidos vienen a veces al parque. Ellos mismos han roto la cerca y ya no hay nada que los detenga. Vienen en rebaños de quince o veinte, siempre hambrientos. El otro día vi mi cuerpo corriendo también con ellos. Entonces entendí. Entendí que perdí mi cuerpo y ya casi nunca sé dónde anda. No sé de sus pasos. No sé de su hambre. No sé de su dolor. Y mi cuerpo tampoco sabe de mí. Ignora que puedo verlo cuando viene al parque y se siente libre de hacer sus desmanes. No me importa. Yo ya no tengo esa responsabilidad. Alguna vez, sí, me identifiqué con ese montón de huesos y carne putrefacta. Vi el mundo a través de esos ojos ahora muertos. Con ese cuerpo amé a una mujer: Irene. Ella también anda por ahí, vagando en alguno de esos rebaños, buscando el olor de los vivos. Quizás ella también se mira desde alguna ventana, sin más vida que la vida de ver pasar el mundo. ¿Te miras, Irene? ¿Me miras a mí? ¿Me reconocerías si me ves pasar?

         Tuvimos dos hijas, ¿cierto? Natalia y Cristina. ¿Dónde están? Siguen vivas, lo sé. Es decir, siguen unidas a su cuerpo con ese hilo delgadísimo y fragilísimo que llamamos “vida”. Y tal vez, cuando les llegue el momento de separarse de él, lo vean bajar a la tierra cristianamente, escondido en un ataúd, y no vuelvan a saber de él. No tendrán que pasar la vergüenza que pasamos nosotros. Pero, ¿vergüenza de qué? ¿Por qué? Yo no soy esa cosa muerta que camina a ciegas y se arrastra gruñendo.

         ¿Te acuerdas, Irene, que cuando empezó la carcoma no lo creíamos? Es que nadie quería creerlo. Decían que era un invento del gobierno para tenernos controlados. Los menos escépticos hablaban de un virus que te daba por comer carne contaminada. Había toda clase de teorías. Tú estabas preocupada por las niñas, pero no por nosotros. Creías que éramos inmortales, ¿no? Un día vimos a los carcomidos. Por primera vez contemplamos el horror cara a cara. Eran trabajadores de la compañía minera. Los vimos avanzar por la calle como si fueran a su jornada, hasta con sus cascos de lámpara puestos. Pero no traían en la manos ni barretas ni palas ni loncheras. Traían los dedos en pedazos y, todavía pegada entre las uñas, la carne de quién sabe qué vecino.

         Como en un sueño de esos que persisten sólo en fragmentos, recuerdo el instante de mi transformación. Primero sentí un tirón muy fuerte, como dicen que se siente cuando se abre el paracaídas en el aire. Pensé que algo o alguien me había golpeado y volví la cabeza. Vi una sombra a mi espalda. Una sombra que me hizo sentir frío y miedo al principio, luego una tristeza muy grande. Dolor. El dolor de que algo era arrancado de mí. Era yo lo que se arrancaba. Yo, que me iba de mí. De pronto ya no tenía poder sobre ese ser que era; no podía regresármelo ni detenerlo, no pude impedirle que fuera a buscar a otros como él ni que empezara a morder y a desgarrar y a matar. Aparté la vista de eso. Quise mirar al frente y seguir... estaba aquí, en la ventana.

         Siempre odié a los vecinos ruidosos. Ahora pienso: si por lo menos alguien pusiera música: la que fuera, no importa. Extraño las voces de la vida: las peleas de los vecinos, los gritos de los borrachos, las motocicletas, los perros... aquí sólo se escucha esa campana de viento que quién sabe cómo se mueve porque no hay viento.

         A mi hija Cristina le gustaba la música. Seguro todavía le gusta. Bueno, a Natalia también le gustaba, pero para bailar. Cristina, en cambio, tocaba la guitarra. ¿Cómo iba esa canción que ensayaba todo el tiempo?

         ¿Eres una trampa, eres un regalo?

         Buscaba en mis tinieblas un camino

         y llegaste y me diste un laberinto.

 

No sólo los carcomidos se acercan por aquí. A veces pasa un ave o una palomilla o veo allá abajo una rata saliendo de las bodegas.

         Los árboles están siempre inquietos, meciéndose sobre sí mismos, como angustiados. Al atardecer empiezan las sombras a hacer en ellos su nido. El parque va llenándose de sombras. Los perfiles de las cosas empiezan a confundirse y luego a borrarse hasta que todo queda oscuro. Entonces levanto la vista y veo que las estrellas han salido. Oscurece un poquito cada muchísimo tiempo. Casi no se nota, pero es innegable. La campana de viento vuelve a sonar. Me hiela oírla, pero también me tranquiliza. De alguna manera sé que cuando deje de sonar, yo dejaré de ser. Me habré reunido con mi cuerpo y esta conciencia que es lo único que soy habrá callado.


viernes, enero 06, 2023

MEMORIA DE LOS ZAPATOS


Siempre que ya está cerca el día de Reyes, empiezan a rondarme imágenes de zapatos, recuerdos de zapatos. Será porque de niño dejaba uno junto al árbol de Navidad para que allí amanecieran los juguetes soñados. No sé. Desde que tengo memoria he sentido fascinación por los zapatos. Me gustaban los de tacón alto que tenía mi mamá, aunque casi nunca se los ponía; eran para ocasiones especiales y nosotros no teníamos mucho de eso. Igual me gustaba mirarlos guardados en su caja, tal como ahora me gusta detenerme contemplativamente ante los aparadores de las zapaterías o mirar los anuncios de calzado femenino. Hace como veinte años fui jefe de redacción de la revista Última Moda y me di gusto con las fotos.
Aclaro que el calzado para hombre dejó de atraerme. De niño sí me emocionaba. Nunca era yo tan feliz como cuando tenía zapatos nuevos: me los miraba y me los miraba. Mis pies dentro de unos zapatos impecables eran la parte favorita de mi cuerpo. No quería que nada los ensuciara. No me atrevía a salir con ellos a la calle. Tampoco quería que se les hicieran arrugas por el uso, así que trataba de caminar sin flexionar los pies. Recuerdo dos ocasiones en que no quise quitármelos ni para dormir. Mis padres no lograron convencerme de que dormir con los zapatos puestos era muy incómodo. Creo que empecé a perderles el gusto cuando mantenerlos limpios se volvió mi obligación. Mi papá era muy estricto con eso: para él era una cuestión de autoestima, de respeto a uno mismo y a la sociedad. Y sus hermanos habían crecido compartiendo esa idea. No recuerdo haber visto a mis tíos con unos zapatos sucios o sin brillo.
Más tarde, cuando descubrí la literatura, vi que yo no era el único que se traía ese asunto y poco a poco, con las lecturas ya de juventud, lo iría confirmando. Así fue mi encuentro con la Cencienta, el gato con botas, los zapatos rojos de Dorothy en El mago de Oz; los zapatos de granito de la reina de los goblins en La princesa y el goblin, de George MacDonald y, por supuesto, Karen, la frívola muchacha del cuento “Los zapatos rojos”, de Hans Christian Andersen, que era una campesina pobre y luego de ser adoptada en una casa rica se envanece tanto de sus zapatos que se vuelve esclava de ellos. Entre mis lecturas de adulto, me viene a la mente la ansiedad de Raskolnikov por limpiar la sangre de sus botas en Crimen y castigo y luego la metáfora social en Tess de los d'Urberville, donde Angel Clare, de camino a la iglesia, debe cargar a Tess a través del lodo para que no se ensucie los zapatos, y tiempo después, siendo ya ella una mujer caída, la familia de él encuentra sus botines sucios y los echa a la basura. Ya en tiempos de mi afición al género policíaco, me dejé fascinar por Vivian, una de las heroínas de El sueño eterno, de Raymond Chandler, quien aparece con unos elegantes zapatos masculinos.
Cuando tenía ocho años y estaba en tercer grado de primaria, decidí que ya no quería ir a la escuela. No le veía sentido. Lo dije así a mis padres. Dialogamos seriamente y al final ellos me dijeron que me entendían, pero que si no quería estudiar tendría que trabajar. Mi madre se encargó de buscarme empleo. “Empiezas mañana”, me dijo esa misma tarde. La verdad es que yo hubiera querido unos días para poner en orden mi vida antes de empezar, pero ya estaba hecho. Me pagarían un peso diario, de los pesos de 1971. En efecto, al día siguiente me presenté al que sería mi primer empleo en la vida, en la zapatería de don Toño y doña Bety Chaparro. No recuerdo en qué orden hice todo, pero barrí, trapeé, acomodé cajas de zapatos, las desempolvé, limpié vidrios... me dieron una hora para ir a mi casa a comer y luego seguí hasta la hora de cerrar, cuando recibí mi billete de un peso. Terminé el día muerto de cansancio y, antes de irme a dormir, contemplé mi peso y le dije a mi mamá que lo había pensado bien y la escuela no era tan mala, después de todo. A la mañana siguiente fui a la zapatería sólo a presentar mi renuncia y en la tarde acudí a casa de un compañero de clases a que me pasara los apuntes y la tarea. Nunca supe que mi madre había hablado con la señora Bety para garantizar que tendría yo una inmersión cultural completa en el mundo del trabajo asalariado y la explotación capitalista, tan completa que se convertiría en una lección de vida.
Casi siempre, mis padres nos compraban los zapatos en ese negocio, por ser el que nos quedaba más cerca: cruzando la calle. Ocasionalmente íbamos a Pachuca a comprarlos. Y luego, en la otra calle de las dos que se encontraban en la esquina de mi casa, abrieron la zapatería Los Globos, del arquitecto Nacho Martínez. Empezó a gustarnos ir ahí porque claro, como el dueño era arquitecto, el local se veía muy bonito al principio. Luego como que fue viniendo a menos.
En fin, por ahí van mis recuerdos de infancia de los zapatos. De los de la edad adulta hablaré otro día, cuando tenga tiempo de organizarlos en mi memoria, pero siempre se me han aparecido cargados de erotismo. Además soy alguien que ha caminado mucho literalmente, tanto en la naturaleza como en las calles de muchas ciudades. Para mí los zapatos son la memoria material de los caminos que uno ha andado.

lunes, enero 02, 2023

GALLETAS DE COCO

A mi amiga Sol, que sabe de estas cosas.

 


Fue de manera subrepticia, solapada, operación hormiga. Cuando me di cuenta, el color morado ya me había invadido mi vida como una inundación de gelatina de uva. Y todo empezó con esta mujer del cabello rizado a la permanente.

         Fue por mi costumbre de ponerme a leer los anuncios del tablero en la parada del autobús. Todo el mundo lo hace. Por eso los pegan ahí: para que uno se entretenga leyéndolos mientras espera. Éste anunciaba una feria sabatina de comida callejera. Yo no tenía nada que hacer ese fin de semana y decidí ir.

         Era en un terreno baldío en las afueras de la ciudad. Me costó mucho trabajo llegar a él porque estaba pasando una zona industrial y por ahí no había calles, sólo corredores cercados entre bodegas y fábricas. Ni una casa, ni una tienda. Y ni a quién preguntarle porque, siendo fin de semana, los obreros no trabajaban. Hacía mucho calor y todo estaba en silencio, como abandonado. Pero bueno, finalmente quién sabe cómo di con el lugar. Se veía lleno de jóvenes y, aunque se anunciaba como feria de comida callejera, había más puestos de cerveza que de comida: carpas con lonas de colores y banderines y, por todas partes, una música como de carrito de helados.

         La mujer del permanente morado tenía un puesto de galletas de coco pintadas de violeta. Yo me habría pasado de largo, pero la verdad es que todo estaba carísimo ahí, me moría de hambre, y esas galletas eran lo menos caro. Le compré una bolsa de media docena y un refresco. Eran galletas muy raras: sabían a coco y olían a violetas. Y eran grandes; habría podido llenarme con ellas, pero estaban demasiado dulces y no pude comerme más de tres. No había otra cosa qué hacer ahí. Me sentí irritado de haber ido tan lejos para una feria tan miserable. Estaba cansado de caminar, y mi estómago empezó a gruñir porque las galletas contenían demasiada grasa.

         En todas partes había mesas con bancas donde grupos de jóvenes bebían cerveza. Olía a mariguana. Algunas muchachas, quizá por el efecto de todo eso, se quitaban la ropa trepadas en las mesas, al ritmo de esa música infantil de carrito de helados. Me senté en una llanta de camión a mirarlas y a tratar de terminarme mis galletas y mi refresco. Pasé así tal vez dos horas, tal vez más.

         —Para la puesta de sol, todos van a estar bailando desnudos —dijo una voz a mis espaldas. Era la mujer del permanente morado.

         Le sonreí nada más.

         —¿A ti no te gusta bailar? —me preguntó.

         —No sé cómo se baila esa música.

         —Como quieras. Yo ya me voy.

         —¿Y las galletas? Están muy buenas.

         —Ya las vendí todas y no tengo masa para hacer más.

         Ciertamente, se había quitado el mandil blanco. Traía un vestido amarillo con flores verdes, que dejaba ver los tirantes del brasier lila. Zapatos morados, mochila morada. Del cierre de la mochila colgaba un pingüino de peluche.

         La vi caminar hacia la salida y, sólo cuando ya estaba por perderla de vista, se me prendió el foco y corrí a alcanzarla.

         —Oye, ¿vas para la ciudad?

         —Sí. ¿Tú también?

         —Sí. ¿Puedo irme contigo? Es que cuando venía para acá me perdí y acabé caminando un montón.

         —La parada del autobús está aquí cerca.

         —Me he de haber bajado antes.

         —Vamos, pues —me dijo, y se tomó de mi brazo como lo hacían las novias en los tiempos de mi abuela.

         En el camino empezamos a platicar y luego, en lugar de tomar el autobús, fuimos a dar un paseo por la zona industrial. Nos reímos cuando nos asustó un perro, nos dejamos maravillar por la belleza de una estructura oxidada y, ya que empezó a oscurecer, consideramos la posibilidad de volver a la feria y unirnos a la borrachera de los jóvenes.  Los pájaros terminaban su día de trabajo y empezaban a volver a los pocos árboles que había.

         —Antes había urracas por aquí.

         —¿Urracas? No recuerdo haber visto ninguna.

         —Porque ya no hay. Se fueron cuando llegaron las fábricas.

         No dije nada más. No supe qué decir.

         —Crecí por aquí cerca —continuó ella—. Todo esto lo recorrí miles de veces en bicicleta.

         —¿Tenías una bicicleta? Ya sé de qué color era —bromeé.

         El cielo se había puesto amoratado, índigo. Me perdí contemplándolo y, cuando volví en mí, ya estábamos en su casa.

         Muchas personas dicen que su vida es color de rosa, otras la ven gris. La mía se había vuelto violeta.     

         Me fui a vivir con ella, a su casa de paredes moradas, llena de cosas moradas. Y aprendí a hacer galletas que sabían a coco y olían a violeta. Me acostumbré a ir de feria en feria y a hacer el amor en el puesto ya cerrado, mientras afuera la noche se embriagaba de juventud. Eso fue fácil. Lo difícil fue enfrentar el miedo de estar volviéndome loco, cuando empecé a ver manchas moradas cada vez que cerraba mis ojos. Porque luego esas manchas crecieron, escaparon por entre mis párpados y corrieron por mis mejillas como si llorara violetas: un llanto copioso, imparable, que inundó todo mi mundo.

         Lo único que me calma es estar en la cama con ella, tenerla dormida en mis brazos y aspirar el olor a shampú de uva de su pelo rizado.

viernes, octubre 28, 2022

La balada de Mirtila


Por no lavarse las manos

como bien se le advirtió,

Mirtila comió algo sucio

y de la panza enfermó.

 

Sentía retortijones

y una gran inflamación.

Le dieron té de canela,

toda clase de infusión.

 

Su madre estaba angustiada,

igual su padre y su abuela.

La llevaron a consulta

y pudo faltar a la escuela.

 

“Tienes una solitaria”,

fue lo que dijo el doctor.

“¿Eso es una enfermedad?”,

preguntó ella con horror.

 

“No, no es una enfermedad,

es nada más un bichito

que ha hecho su casa ahí.

Lo traes en tu estomaguito.

 

Mas no te asustes, pequeña.

Llevará tiempo echarlo,

pero esta gran medicina

bastará para sacarlo”.

 

Con esta extraña noticia

volvió Mirtila a su casa.

Mil cosas iba pensando

de la criatura en su panza.

 

Una tira color fresa,

Mirtila la imaginaba.

Con sus manos y sus dedos,

planita, blandita y larga.

 

La solitaria dormía

en su planeta hecho de carne.

Mas a veces despertaba

o la despertaba el hambre.

 

Lo que Mirtila comía,

todo llegaba a esa boca:

pasteles y golosinas,

carne, verduras y sopa.

 

A veces, si estaba llena,

con sus minúsculos ojos

se ponía a ver su casa,

su mundo de tonos rojos.

 

No sabía que era un bicho,

menos un padecimiento.

Creía ser un bebé

esperando el nacimiento.

 

Pobre, ilusa solitaria:

pensaba que tendría cuna,

biberones y juguetes,

y que en las noches de luna

 

la arrullarían con canciones.

Que crecería grandota,

la llevarían a excursiones

y vestiría a la moda.

 

Y Mirtila, fantasiosa,

empezó a tener la idea

de que estaba embarazada

y no de una criatura fea,

 

sino de una bebecita

que gestaba en su barriga.

A su tiempo nacería:

hija, juguete y amiga.

 

Y aquí viene lo más triste

de esta historia verdadera:

gracias a las medicinas

y a su madre y a su abuela,

muerta nació la bebé.

Mirtila no pudo verla.

El médico la guardó

en beneficio de la ciencia.

 

Mirtila volvió a estar bien,

mas siempre recordaría

con una extraña nostalgia

la huésped que tuvo un día.

viernes, noviembre 26, 2021

BATALLAS CELESTIALES

 


Cuando era yo niño, en los años sesenta del siglo pasado, Ixmiquilpan era un pueblo chico, todavía fiel a sus tradiciones. La más importante de ellas era un secreto celosamente guardado por los ixmiquilpenses y tenía que ver con las celebraciones en honor de San Miguel Arcángel, cada 29 de septiembre. Para quien no lo sepa, el general de los ejércitos celestiales, azote del Diablo, defensor de las naciones fieles y guardián de la llama azul es el santo patrono de Ixmiquilpan. Nuestra iglesia principal —ese austero edificio colonial, mezcla de convento y fortaleza— se encuentra dedicado a él. Si las puertas están abiertas, al pasar por el exterior puede uno verlo, allá al fondo, presidiendo el altar mayor, con su uniforme de legionario romano y su gladio en alto en señal de victoria.

         Durante todo el año nos preparábamos para la gran fiesta, haciendo acopio de unos cohetes muy especiales que no venían de China, como los demás, sino que eran fabricados por nuestros artesanos pirotecnistas, siguiendo una fórmula ancestral y bajo el más estricto voto de secreto. Estos cohetes eran de dos colores, blancos y rojos, y cada habitante del pueblo —niños incluidos— debía elegir uno de los dos y reunir tantos de éstos como alcanzara su presupuesto. Parte del plan era que siempre habría más blancos que rojos.

         Algunas personas se preguntarán cómo es que un pueblo tan descuidado, tan saqueado, tan interesado sólo en el comercio y nunca en la cultura ha podido producir una abundante y decorosa nómina de artistas visuales, hombres y mujeres de letras, músicos y artistas escénicos. Yo creo que la respuesta se encuentra en esa centenaria tradición. Estoy seguro de que nada tiene tanto poder para fecundar la imaginación como el espectáculo de la noche de San Miguel Arcángel.

         A riesgo de ser linchado por mis paisanos —que mucho saben de linchamientos— por revelar un secreto más grave que el de una infidelidad, un incesto, una enfermedad vergonzosa o un crimen inconfesable, voy a ser el primer ixmiquilpense de la historia que cuente lo que hacíamos. Antes de juzgarme, sepan que, si aún viviera esa hermosa tradición, mi boca estaría sellada. Pero, puesto que los teléfonos celulares acabaron con ella, me atrevo a romper el silencio. ¿Que qué culpa tienen aquí los celulares? Pues el asunto es que, como ya dije, la celebración era secreta, tan secreta que nadie se atrevió jamás a tomar una foto ni a hacer un video ni a contarle nada a ningún periódico. Si llegaba a suceder que el día de la fiesta hubiera fuereños de visita, alguien se encargaba de emborracharlos para que no vieran nada. Pero ahora es demasiado fácil tomar fotos o incluso transmitir en vivo, y ya no nos sentimos seguros: el traidor podría estar en cualquier lugar.

         En fin, para el amanecer del 29 de septiembre, ya todo el mundo sabía de qué lugar iba a quedar, según el color de cohetes que había almacenado: de un lado estarían los blancos y de otro los rojos. Desde el mediodía ya no había nadie en las calles, ninguna tienda estaba abierta, ningún médico respondía llamadas de emergencia. Hasta los policías se iban tranquilos a la celebración, sabiendo que ese día nadie tendría tiempo para infringir la ley. Ixmiquilpan era un pueblo fantasma.

         Al filo de la medianoche, con toda luz eléctrica apagada, daba inicio la gran batalla. Al estallar en el cielo, los cohetes formaban los ejércitos. Entre los relámpagos de pirotecnia de la ira divina, San Miguel Arcángel aparecía en el oriente, deslumbrante en su uniforme de legionario, blandiendo contra la noche la llama incendiaria de su espada. Detrás de él, su ejército comenzaba a formarse (cada cohete blanco era un soldado para él): las cohortes y las centurias que se mantuvieron fieles al Poder del Cielo. Siguiendo la formación en triple línea, la triplex acies, aparecían primero los arqueros, que mantendrían fuego de cobertura mientras las tropas de vanguardia lanzaban el primer ataque: una lluvia de luces blancas en el cielo nocturno. Delante de ellos y más espectacular aún, se formaría la infantería pesada con sus enormes escudos y sus armas cortas y largas. Al frente, los vélites celestiales esperando la orden de arrojar sus jabalinas. Hasta donde los mortales estábamos operando los cohetes, en el pobre planeta Tierra, en nuestro insignificante asentamiento, llegaban los olores de la guerra: el del hierro y el del cuero, el del sudor y el de la adrenalina de los nerviosos ángeles. Era un momento tan emocionante que los niños pequeños se ponían a gritar y las señoras se estrujaban las manos.

         En el campamento enemigo, cada cohete rojo formaba un soldado: los ángeles rebeldes que prefirieron dar su lealtad al orgullo y a la soberbia. De ninguna manera era una visión menos fastuosa que la otra. Al frente, por supuesto, aparecía Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, el portador de la luz, en toda su escalofriante majestad, envuelto en un halo verdeamarillo de azufre y fuego telúrico, con sus negros bucles ondeando como banderas de muerte y su mirada de tigre, enseñando los dientes y lamiéndose los labios, con esa lujuria por la sangre enemiga que distingue a los nacidos para el combate. Detrás de él, el tenebroso esplendor de Lilith, la Luna Negra, la reina de los Qliphoth, lanzando escupitajos de odio; en su opulenta cabellera, enredados como trofeos de guerra, tintineaban los corazones de todos los hombres mortales que perdieron su alma por pasión de mujer. Venían luego los otros jefes de las tribus infernales: Samael, Príncipe de los Íncubos, y Moloch, Dagon, Belial, Beelzebú y los Yetzer Hara... y con ellos las legiones de las jerarquías inferiores, todos en un frente compacto y caótico, en contraste con la ordenada formación de los soldados celestiales. No lucían uniformes, pero era fácil distinguirlos porque se vestían con pieles de animales a la manera de los bárbaros y blandían hachas, martillos y sables curvos.

         Generalmente, las huestes infernales eran las primera en atacar. Se lanzaban contra su odiado enemigo entre gritos salvajes. El choque era tan brutal que el cielo parecía arder como si toda Ixmiquilpan se estuviera incendiando. Y así duraba hasta cerca del amanecer, cuando las últimas luces de las hordas bárbaras, como las últimas estrellas de la noche, se disolvían en la inminencia del alba. No podía ser de otra manera. La producción anual de cohetes estaba infaliblemente calculada para este desenlace. Fue de ahí que nació mi plan: la que sería la travesura más grande de mi vida.

         Empecé a esconder algunas docenas de cohetes rojos, que luego serían cientos. Si de todas maneras los rudos iban a perder, qué más daba que perdieran con más o con menos ventaja. Su tiempo llegaría cuando mi acopio fuera suficiente para determinar la diferencia. Pasaba horas imaginando el espectáculo e incluso preparé la música que tocaría en altavoces mientras duraba la batalla: comenzaría con la Obertura 1812, de Tchaikovsy y culminaría gloriosamente con la Götterdämmerung, de Wagner. Me sudaban las manos de emoción soñando con ese día, aunque estaba consciente de que después de eso debería huir del pueblo.

         Ese día no llegó. Mi sueño no se vio realizado porque, debido a las circunstancias que ya expliqué, nuestra tradición murió; ya no hubo más celebraciones del 29 de septiembre. “Dios hace las cosas por algo”, decía mi abuelita. Y sí, probablemente, si hubiera llevado a cabo mi plan, los ixmiquilpenses me habrían quemado vivo por hereje y jamás habría escrito este testimonio.

         No hay fotos, no hay videos de aquellas fiestas. Creo que, hasta ahora, el único documento al respecto es el que el lector tiene en sus manos en este momento. Tal vez mi ejemplo anime a otros paisanos míos a compartir sus recuerdos. Pero me temo que el voto de secreto, con el peso de todo tabú ancestral, se imponga como se ha impuesto siempre. Hagan la prueba si tienen algún amigo ixmiquilpense. Pregúntenle si es verdad esta historia. Verán que les dice: “Por supuesto que no. Ese Agustín Cadena se ha vuelto loco con sus propias fantasías”.

lunes, noviembre 15, 2021

El amante vagabundo


 Desde niño había sido Hyosuke diferente a los demás. No soñaba con ser un gran espadachín ni un monje venerable ni un comerciante rico. No le atraían las armas ni los delicados instrumentos de la caligrafía. No le atraía tampoco la vida que llevarían los marineros en las naves que veía pasar desde la playa de Sumiyoshi.

         Hyosuke recibió su vocación una tarde, cuando veía pelear en la calle a dos guerreros profesionales. Eran los últimos años de aquel período, aunque la gente no lo sabía, y muchas cosas de la vida antigua iban desapareciendo. Una de ellas era el gran arte de la guerra. Las escuelas de práctica marcial cerraban una por una y cada vez se veían menos espadachines. Por eso, cuando dos de ellos se enfrentaban en un combate espontáneo, la exhibición de poder que hacían era un espectáculo digno de verse. Hombres, mujeres, niños y ancianos formaban una multitud alrededor de ellos. Y hasta los  hombres de la guardia imperial, que debían evitar las peleas, guardaban silencio y descansaban las armas disponiéndose a presenciar la lucha.

         Aquella tarde, se habían batido en ese barrio de la ciudad donde Hyosuke vivía dos viejos enemigos jurados. Se sabía que, cuando se encontraran, cada uno haría lo posible por destruir al otro. Y la gente —sobre todo los niños— llevaba mucho tiempo fantaseando con ese día: que si éste dominaba mejor el estilo tal, que si el otro aventajaba a aquél en fuerza física. El encuentro fue como se esperaba: cada guerrero llevaba espada larga y espada corta, a la manera prescrita en El libro de los cinco anillos. Hyosuke tenía todavía trece años de edad y le faltaba estatura. Así que a cada rato sucedía que alguien parado delante de él le impidiese ver las acciones. Acabó por desesperarse: de todos modos, las artes marciales no eran cosa que le importara mucho. Levantó la vista hacia las ventanas altas de las casas, que también se hallaban llenas de mirones. Observó a la gente que miraba desde arriba y luego a la que estaba abajo abriéndose paso a empujones para ver mejor. Y lo que vio fue el principio del descubrimiento de su do, de su camino. Algunas mujeres se habían ruborizado con el calor de la lucha, y no era por ninguno de esos motivos que hacen ruborizarse a las vírgenes: estaban excitadas. Uno de los dos espadachines parecía excitarlas más que el otro, a uno seguían los ojos femeninos más que al otro. Hyosuke comprendió que éste saldría vivo. De una manera irracional, que tardaría largos años en explicarse, comprendió lo que sucedía en ese instante. A esos dos hombres los separaba algo mucho más débil de lo que los unía. Los unía la fuerza con que se lanzaban uno contra el otro; los unían sus gritos, sus jadeos, el instinto que dirigía los movimientos de su cuerpo. Pero en uno de los dos esto estaba más vivo y eso era lo que hacía subir el color al rostro de las mujeres. El olor que despedía la piel de ese hombre llenaba la calle. Y en algún momento, él, efectivamente, abrió el cuerpo del otro desde la nariz hasta la cintura. La guardia imperial no intentó detenerlo. Su aroma se quedó un rato más en la calle, hasta que la gente volvió a sus ocupaciones y el olor del arroz y los pescados fritos recuperó su sitio en la noche que empezaba.

         Hyosuke no pudo dormir. La excitación que percibió en las mujeres del barrio lo había excitado a su vez. Aunque era muy joven, ya había estado una vez con una mujer; sabía lo que era esa fuerza y le tenía más miedo que a una espada. Esa fuerza decidió la victoria en el combate de la tarde; esa fuerza, por faltarle al otro, lo venció. Y a él mismo lo había vencido cuando la sintió en las mujeres, especialmente en una muy bella, perfecta en la inmovilidad de su excitación.

         Cuando se rindió al sueño, Hyosuke estaba decidido: llegaría a dominar ese poder, se haría estudiante del arte del amor y, ya que para eso no había escuelas ni estilos de fama, él solo buscaría a las maestras necesarias y se impondría su propia disciplina según su instinto. Sería un amante vagabundo, un rônin del amor.


***

Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. Tenía cincuenta y tres años y había recorrido el Japón de acuerdo con su designio: estudiando, perfeccionándose, dando forma a un estilo de arte amatorio que llevaba su nombre: el estilo Hyosuke. Muy temprano había comprendido que para no ser derrotado por la fuerza del aroma —como desde el inicio de su estudio la llamaba— debía dominar a su amante. Y para llegar a dominarla debía dominarse primero a sí mismo. Tal como los artistas marciales, con quienes tenía tanto en común, empezó por conocer sus sensaciones y el camino que estas sensaciones seguían en su cuerpo. Aprendió a disociarlas de los elementos que normalmente las determinaban, a convertirlas en fuerza, no en distracción, y a alimentarlas con esa misma fuerza imprimiéndoles un poderoso movimiento interno. Su deseo de aprender lo llevó a todas las camas que estuvieron a su alcance, primero indiscriminadamente. Consoló innumerables viudas, hizo sangrar a tantas vírgenes como flores de cerezo traía la primavera a su provincia. Pero donde más aprendió fue en las casas de té, en los lechos indignamente perfumados de las zonas autorizadas. En una de éstas, hacía casi veinte años, conoció a Kumiko, la única mujer de todas las que tuvo cuyo nombre le interesaba recordar. Kumiko era la mujer más cara de la más cara de las casas de geishas. Y era una artista que entregaba su cuerpo con el preciosismo de un calígrafo: todo en su arte amoroso era armonía, levedad, fuerza, dominio interno. Hyosuke había sido derrotado por ella tres noches seguidas; durante tres noches, el calor de esa hermosa mujer lo agotó sin que él lograra apagarlo; dentro de sí lo envolvió irremediablemente. Al llegar al orgasmo, el sexo de Kumiko se contraía en apretones que habrían cascado una nuez o convertido en jugo una manzana, y Hyosuke no podía hacer más que seguirla, precipitarse de la mano de ella en el hondo estanque del placer y ahogarse en él. Nunca una derrota le pareció tan dulce como esas tres.

         Pero Kumiko era una geisha cara y, después de la tercera derrota, Hyosuke vio que sólo podría pagarle una noche más. Así que durante todo el día estuvo pensando: no hallaba la manera de vencerla. Ella lo dominaba inevitablemente y lo peor era que él encontraba placer en esta superioridad suya. Como en la tarde que marcó el inicio de su camino, Hyosuke recibió en la calle la iluminación que necesitaba. Dos hombres se hallaban peleando sin armas. No eran artistas marciales pero se notaba que habían recibido cierta instrucción. Los dos cuerpos, jóvenes y ágiles, se alejaban y se acercaban y cada vez que se acercaban parecían más débiles. Uno y otro perdían fuerza. “Al final ninguno de los dos habrá ganado, aunque uno se declare vencido”, pensó Hyosuke. “Es porque no logran fundirse uno con el otro, como los buenos espadachines.” Siguió observándolos, con los ojos entrecerrados. Eran dos siluetas separadas, aisladas. “Se odian demasiado”, concluyó el vagabundo.  “Cada uno ve al otro como un otro al que hay que poseer a fin de destruirlo. Han convertido su lucha en un asunto personal y por eso ninguno de los dos puede vencerse a sí mismo y así vencer al otro.” Y entonces comprendió lo que pasaba entre él y Kumiko. “Me estoy enamorando de ella”. La veía como un otro a quien deseaba poseer y que además era irremplazable; había convertido el combate amoroso en un asunto personal. “No está bien que un amante experto se enamore”, decidió. “Debo disciplinarme más.”

         Hyosuke se retiró a las montañas y permaneció en ellas muchos días, viviendo de manera elemental a fin de templar en la aspereza esa espada que era su cuerpo entero. Dejó que el fuego encendido por la mujer recorriera sus venas con toda la turbulencia que llevaba, y cada vez salió a su encuentro y se dejó arder hasta que ya no fue necesario luchar más. Él y su ardor por Kumiko eran uno. Ninguno se encontraba por encima del otro ni vivía a expensas de él. Hyosuke era su deseo y su deseo era él. Ni el más fino cabello de mujer habría podido pasar entre ellos.

         Cuando finalmente descendió y volvió a la casa de geishas, Kumiko vio su falo convertido en un hermoso talismán de placer. El deseo se había sublimado en fuerza, y la fuerza permanecía en su centro. La luz que ahora irradiaban los ojos de Hyosuke ya no era ese fulgor agonizante del hombre enamorado: Hyosuke era dueño de sí.

         El encuentro entre esos dos grandes amantes fue como el combate de dos samuráis: una danza sagrada, un canto a dúo de los cuerpos. Por un largo rato, parecieron arrastrados a un estado de semiinconsciencia. Cuando volvieron a la realidad estaban juntos e igualmente victoriosos, tirados en un lecho húmedo y lleno de luz y de fragancia, acompañados por dos muchachas que tocaban el chamisén sin dejar de sonreír mientras los observaban.

         Hyosuke pensó que había llegado a la perfección en el arte de la cópula, que durante tantos años había estudiado. Cerró los ojos y durmió y soñó con una pagoda en cuyo interior habitaban muchachas de nieve que al ser penetradas por él se volvían de cristal.

         Cuando despertó, Kumiko aún se hallaba desnuda pero ya tenía en la mano una taza de té.

         —¿Has estado con una concubina imperial? —le preguntó sonriendo, maliciosamente.

         Hyosuke comprendió: no sabía nada, no había probado nada estando con Kumiko. No había demasiado honor en lo que acababa de hacer. Pero, ¿dónde encontraría una concubina imperial? ¿Cómo llegaría hasta ella en caso de encontrarla?


***

Ciertamente, Hyosuke conoció a Kyouko en el año cuarenta de su do. En ese entonces el viejo mundo estaba agonizando. Había pasado el tiempo de los daimyos y los poetas de la espada. Las calles de las ciudades japonesas ofrecían un lamentable aire moderno y ya no se veía transitar por ellas a ningún hombre con sus dos espadas cruzadas a la espalda. Los barrios autorizados bullían de extranjeros y, a fin de satisfacer la demanda, se permitía que cualquier muchacha hiciese los oficios de una geisha. Pero no conocían el arte ni poseían un alma suficientemente delicada para comprender la belleza de su oficio. Y a los hombres de ahora lo mismo les daba. Todo cuanto había formado el mundo de la infancia de Hyosuke estaba deshecho. Las últimas tradiciones imperiales degeneraban en meras formas institucionales. El incendio del mundo antiguo abarcaba todo. Una cascada de lava negra humeaba al fondo del camino por donde Hyosuke iba, dando nacimiento a un río muerto, a una corriente deletérea cuyo rumor se arrastraba como un convulso lamento de cenizas.

         En ese triste tiempo conoció Hyosuke a Kyouko, la última de las concubinas imperiales, unas horas antes de que ella se suicidara. Al principio, la mujer no quiso recibirlo: creyó que se trataba de un sacerdote mendicante. Pero se sentía demasiado desolada como para insistir en el rechazo. Y además el visitante supo convencerla.

         —Soy un viejo hombre de placer —le dijo—. Tal vez el último con quien podrías bailar la danza sagrada.

         Ella lo miró de arriba abajo y sintió en su cuerpo que era verdad lo que decía. Su rostro seguía inmóvil cuando comenzó a deshacer su kimono. En su cuerpo de nieve, vio Hyosuke que ella también había envejecido. Su piel guardaba una enorme sabiduría, y Hyosuke se sintió conmovido por el honor de que esta mujer lo hacía objeto. Quiso decírselo, pero comprendió que no podía haber palabras entre ellos. La única manera de honrarla y de honrar todo eso que ella representaba era ofrecerle un encuentro impecable. De pronto, Hyosuke sintió que no importaba si al final se sentía vencido o vencedor. La dignidad de Kyouko se levantaba por encima de eso. Su vida había sido dedicada a la construcción de una torre que hoy estaba a punto de derrumbarse. Y, de alguna manera, él deseaba este derrumbe: sería su liberación. El crepitar de la seda al abandonar el cuerpo de Kyouko se lo había hecho claro. Su destino llegaba a la completa realización.

         Las llamas que convertirían en espíritu inmortal el mundo antiguo alcanzaban ya a reflejarse, doradas, en el lecho de la concubina. Fuera del pabellón, pequeños islotes donde no habría cabido más de una docena de hombres hacinados flotaban a la deriva en el lago de lumbre.

         Kyouko rompió su cuerpo de cristal, dichosa, después de copular por última vez. Hyosuke nunca supo esto. Tampoco a él le interesaba sobrevivir.