—Entonces, ¿es seguro que está aquí, en
Budapest?
—Camarada,
lo que te estoy diciendo es de buena fuente.
Vicente y Olga se fueron caminando
por la orilla del río. La nieve había tendido sobre las calles su alfombra
blanca. El Danubio respiraba cansado, como un viejo enfermo de frío, moviendo
apenas su pecho de crestas pardas. En las dos riberas, los edificios antiguos,
de cuatro o cinco pisos altos, parecían mirar el paisaje con los ojos penumbrosos de sus balcones neogóticos, mientras las chimeneas se ahogaban y
los tejados se venían abajo con el peso de tanta nieve. A lo lejos, sobre la
cúpula del Parlamento, la estrella roja destellaba a la luz de la tarde.
—Siempre he querido conocerlo
—comentó el mexicano, y se quedó pensativo.
—Ni se te ocurra buscarlo. Se supone
que no estás enterado de nada.
Eran amigos desde hacía muchos años,
desde que se conocieron en Cuba, a principios de los años setenta. Los rusos se
dejaron caer en parvadas: agentes de inteligencia, asesores militares,
diplomáticos, ingenieros... todos vinculados de alguna manera con la kgb. Olga llegó entre ellos. Su
misión era coordinar enlaces con América Latina. Y Vicente, que había debido
huir de México cuando la crisis del 68, estaba allá haciendo lo mismo:
coordinando enlaces entre el gobierno de Fidel Castro y los grupos
revolucionarios mexicanos.
—¿No
me lo vas a presentar entonces, tovarish?
—Por
supuesto que no. Si te conté esto fue nada más para que no lo vayas a escuchar
por otro lado y cometas una indiscreción.
—Entonces
fue por estrategia, no por confianza —Vicente se hizo el ofendido.
—Fue
por protegerte, si lo ves bien.
—¿Sale a la calle?
Olga se encogió de hombros:
—No tendría por qué no. Además, a un
hombre así no se le puede tener encerrado.
—Tú ya lo conociste, ¿eh?
Olga respondió sólo con una sonrisa.
Era una mujer muy atractiva, al estilo de las rusas de esa época: alta, fuerte
pero femenina, de pómulos definidos y ojos ligeramente oblicuos que hacían
pensar en la tribus indómitas de las estepas, labios plenos, casi soeces de tan
sensuales y una sonrisa que lo hacía a uno dudar de si se hallaba ante una
joven inocente o ante una espía entrenada para matar sin un parpadeo. El abrigo
blanco la hacía aún más atractiva, sobre todo sabiendo que debajo de éste iba
armada.
—Te gustó —la acusó Vicente.
—¿Qué? ¿Quién?
—El... huésped. Te gustó.
—No es guapo.
—Pero te gustó.
—Tovarish, ¿a qué vienen esta
pregunta?
—Simple curiosidad, tovarish.El auto de Olga —un Lada gris acero— se hallaba estacionado cerca. Subieron los dos y se fueron siguiendo la curva suave que dibujaba el Danubio hacia el norte. En la ribera opuesta, el sol comenzaba a descender tras las terrazas y la orgullosa cúpula del castillo de Buda, bañando de oro los muros ocres del Bastión de Pescadores y la esbelta torre de la iglesia Matías.
Olga se metió por alguna calle. Parecía confundida.
—¿Adónde vamos? —preguntó Vicente.
—No creerás que te estoy
secuestrando, ¿verdad? —le sonrió ella por el retrovisor.
—No, no. Es sólo que me parece que
estás dando vueltas.
—Vamos al Café Gerbaud. Nada más que
no recuerdo bien cómo llegar.
—No está lejos. Estaciónate donde
puedas y vámonos caminando.
Lo que Vicente quería era salirse ya
del coche, mover las piernas. Era un paseante compulsivo. Aunque ya llevaba
ocho años viviendo en Budapest, seguía sintiéndose fascinado por la magia de
esa ciudad llena de rincones misteriosos, palacios escondidos, vecindades
abandonadas, pasajes secretos, puertas que se abrían a otro tiempo.
—Vamos, pues, camarada.
El Café Gerbaud se hallaba al final
de la calle, al otro extremo de la pequeña plaza Vörosmarti. Era un lugar lleno
de cristales y de luces viejas, de ese esplendor lánguido del imperio
austrohúngaro que todavía podía sentirse en ciertos lugares. Sobre la alfombra
de sus interminables salones tintineantes se arrastraban pasos ya idos, ecos
sofocados, roces de crinolinas: los murmullos de la vieja burguesía que ahí se
reunía, ahí charlaba y era frívola, ahí creía seducir a la historia, que un día
iba a volverse contra ella, conducida por el proletariado triunfante del mundo
socialista.
Tomaron asiento en un rincón
apartado. Olga le dio su abrigo al mesero y ordenó un café vienés y una
rebanada de struddel de semillas de amapola. Vicente pidió sólo café.
—Bueno,
¿y qué has sabido del cargamento para Nicaragua? —preguntó ella, a quemarropa.
—Los
compañeros lo entregan hoy. A más tardar, mañana.
—Debía
haber llegado la semana pasada, tovarish.
—Son
unos cuantos días de retraso.
—Para
los sandinistas, unos cuantos días pueden significar mucho. Estamos en guerra,
camarada.
Vicente
se quedó callado. Casi toda la ayuda soviética para los sandinistas y para los
salvadoreños del fmln se
canalizaba a través de México. Él había tenido la idea de utilizar a Hungría
como puente, diciendo que era más seguro, y se había responsabilizado de que
todo saliera bien.
—Moscú
va a preferir volver a hacer todo como antes —le advirtió Olga—, y eso sólo
daría la impresión de que no estás trabajando.
Él
seguía sin responder. No podía defenderse, pero había hecho todo lo posible
porque el plan saliera bien. Sólo que los compañeros en México estaban
acostumbrados a trabajar con los de la embajada de Yugoslavia. Desde la época
de Echeverría, México había desarrollado una relación especial con ese país:
era la vía más fluida para cualquier negocio con el bloque socialista. Pero por
eso mismo la cia los tenía más
vigilados.
—No
quiero que tengas problemas, Vicente —Olga cambió el tono: parecía sinceramente
preocupada.
—¿Qué
puede pasar?
—Ya
lo sabes: que te manden a otro país.
—¿Adónde?
—A
México no puedes regresar: eso sería enviarte al matadero. Pero pueden mandarte
a Centroamérica. O a África.
Vicente
dejó escapar un suspiro. Aunque no tenía con Olga una relación de pareja —eso
no era posible en un trabajo como el suyo— los unía algo más que una amistad de
colegas. Sostenían relaciones sexuales desde que estaban en Cuba. Aquí mismo,
en Budapest, dormían juntos una vez al mes, si era posible. La kgb seguramente lo sabía. Pero no habían
dicho nada. Estarían guardando esa información para utilizarla cuando fuera
necesario.
—Llega
mañana, a más tardar —repitió.
Olga
le hizo una caricia en la mano, por toda respuesta. Él prefirió cambiar la
conversación:
—Bueno,
cuéntame, ¿qué tal estuvo la fiesta de la embajada brasileña?
Olga
se encogió de hombros.
—Aburrida,
como siempre.
—¿No
pasó nada interesante?
—El
cónsul de Chile llegó con una mujer nueva: una checa que iba vestida como si
estuviera en el trópico. Todo el mundo habló de eso.
—Los
prejuicios burgueses del hombre socialista —ironizó Vicente.
Ya había oscurecido cuando salieron del café.
Se fueron caminando por la avenida Király, hacia el estacionamiento donde Olga
había dejado su automóvil. La noche
blanca resultaba seductora: la luz del alumbrado público hacía que la nieve brillara
en las banquetas como si estuviese sembrada de diamantes.
—¿Vamos a tu casa? —preguntó Olga,
empezando a conducir.
—¿No quieres ir primero a tomarte
una copa?
—Vamos. Así te cuento de mi vecino
loco, que ahora ha adoptado un cuervo.
El auto enfiló por esas calles
oscuras del distrito vii, que a
Vicente le resultaban perturbadoras porque no podía estar seguro de si ya las
conocía, o las había soñado, o nunca había estado en ellas pero creía
recordarlas. Es que eran esa clase de calles que aparecen en los sueños:
abiertas como una herida, como un abismo de sombra entre edificios enfermos de
cantera gris. Poca gente caminaba por ahí a esas horas y con ese frío: sólo
algunos estudiantes, al parecer de la Universidad de Artes Musicales Ferenc
Liszt, que llevaban sus instrumentos en estuches negros.
—Entonces,
¿ya no te interesa saber si nuestro huésped venezolano me gusta?
—No
—mintió Vicente—. Ya no me interesa.
—Pues
por si acaso, te diré que siempre pensé que cuando lo conociera me iba a
gustar. Pero no. Me desilusionó y me desagradó.
—¿Tanto
así?
—Es
un machista.
—Como
buen latinoamericano.
—Éste
sólo sabe dar órdenes.
—Un
hombre que se cree capaz de hacer una revolución él solo ha de tener su
carácter. ¿Cuánto tiempo va a estar aquí?
—Hasta
que se meta en otra de sus espectaculares operaciones.
—Dicen
que no tuvo nada que ver con lo de los atletas de Israel.
—Sí
tuvo. Yo lo sé. Escuché una grabación de una de sus conversaciones con Ulrike
Meinhof.
—No
me contaste nada.
—¿Tengo
que contarte todo? No eres mi jefe.
—Bueno,
¿que decía?
—Eso
no es asunto tuyo. Basta con lo que acabo de decirte.
La calle Akácfa, donde estaba el bar
que les gustaba, se veía blanca. De suyo tan triste, tan arañada por el tiempo
y la mala vida, esa angosta calle parecía de pronto vestida de inocencia. La
nieve, auxiliada por el viento, trataba piadosamente de cubrir las cicatrices
de los negros edificios, la sarna de las mamposterías, los ladrillos que
asomaban desnudos de tanto en tanto en los muros descascarados, tal como las carnes
blancas de una muchacha indigente asoman bajo la blusa en girones. Incluso los
coches que se habían estacionado en las banquetas, porque la calle era tan
estrecha que no había lugar debajo, lucían cubiertos con un mullido tapete
blanco. Nadie andaba por ahí, excepto un borrachín que, sentado en el vano de
una puerta vecina, canturreaba con una voz muy vieja: Jaj, de sokat
áztam-fáztam katona koromban...: “¡Ay, cuánto padecí la lluvia y el frío
cuando era soldado!”
Estuvieron
bebiendo durante un par de horas. Finalmente, después de bostezar, Olga dejó
que sus labios dibujaran una sonrisa coqueta.
—Entonces,
¿te llevo a tu casa y me das asilo político esta noche?
—No
sé —respondió Vicente, un poco tomado por sorpresa. Se había puesto melancólico
pensando en el venezolano. Ese hombre había tenido el valor de llevar sus ideas
hasta las últimas consecuencias; él no.
—¿No
sabes?
—Perdón.
Sí. Vamos.
De
pronto se le habían venido encima sus recuerdos de México: sus años en la
universidad, su militancia en un pequeño grupo revolucionario, sus ansias de
cambiar el país de manera radical y violenta, las marchas, las discusiones de
madrugada en apartamentos llenos de humo y cerveza y carteles del Che Guevara,
de Zapata, de Lenin... cómo nunca estuvo satisfecho, nunca sintió que
estuvieran andando hacia ninguna parte. Por eso finalmente, aunque muy a su
pesar, los abandonó para ponerse a salvo. Y ahora ya no le importaban ni quería
saber de ellos, si seguían por ahí o estaban en los campos militares. Había
logrado acomodarse, sacar provecho de su buena suerte.
—No.
Si no quieres, no.
Vicente
la oía desde muy lejos. Y desde esa distancia le respondió, ausente:
—Sí
quiero —intentó hacerle una caricia, que ella rechazó.
—Creo
que se te subieron las copas, tovarish.
Sí,
pensó Vicente, también debía ser eso: estaba borracho. El alcohol lo había
puesto así.
—Sí
—aceptó—. Mejor lo dejamos para otro día, tovarish.
—¿Por
lo menos quieres que te lleve?
—Puedo
irme caminando. No está lejos. Sirve de que se me baja.
Afuera estaba nevando otra vez
cuando se despidieron, junto al coche de Olga. Era casi medianoche y Budapest
se había vuelto lóbrega y silenciosa. Los automóviles pasaban lentamente detrás
de las máquinas que retiraban la nieve.
3 comentarios:
Me gusta mucho que pintes de Hungría a tus historias. El país, sus calles, su idioma se vuelve otro personaje?
Te atrapa con facilidad y quieres más.
Gracias, Regina. Gracias, Makiavelo.
Publicar un comentario