martes, abril 07, 2020

La lluvia





Desde mi ventana se veía la bandera toda escurrida, húmeda por la lluvia, en el patio de la primaria de la unidad habitacional. El verde, supongo, representaba la carne echada a perder de los miles de muertos; el rojo, los bubones inflamados. ¿Y el blanco? ¿Qué decían los maestros que representaba el blanco? Tal vez ese cielo lechoso de septiembre. Porque no había parado de llover desde hacía un mes. Todo se veía húmedo a lo lejos; en las azoteas, los tendederos cayéndose de ropa que no se secaría nunca. El paisaje me trajo el recuerdo de aquella última tarde que pasé en mi pueblo antes de la pandemia, cuando saqué al Káiser a dar una vuelta por la plaza. Éramos los dos únicos seres vivientes que andaban por ahí mojandose. No es que fuera un aguacero aquella vez; la verdad sólo era chipi-chipi, pero la gente ya había empezado a encerrarse. Ya había empezado el miedo.
         Desde las ventanas del departamento, en el octavo piso de la unidad, la ciudad no se veía tan desierta como estaban diciendo en la televisión. Encendí la laptop para ver qué comentaban mis contactos del Face. Los hospitales estaban saturados, y los alarmistas ya estaban posteando fotos de enfermos agonizantes y médicos en traje de guerra biológica. ¿Por qué les gustaba crear miedo? Iba a hacer un comentario al respecto cuando sonó mi celular. Era mi madre:
         —Hola, má. ¿Cómo tás? ¿Está lloviendo en el rancho?
         —¿No has visto las noticias? ¡Está horrible, hijo! Qué bueno que no vas a venir al pueblo. No salgas si puedes evitarlo, por favor.
         —¿Quién te dijo que no voy a ir?
         —¿A qué vienes? Nada más a emborracharte con tus amigos. Pues ya ni eso vas a poder hacer.
         —Todavía no prohíben las reuniones en casa. ¡Además yo quiero ir! Es el cumple de Minerva y le van a hacer fiesta.
         —¿Es tu novia?
         —No, es mi amiga, pero...
         —Celebras su próximo cumpleaños. No le ha de faltar compañía... así como tiene de fama...
         Mi madre no se imaginaba por qué tenía yo tantas ganas de ir al rancho. La verdad es que ya no me quedaba nada de dinero. Me lo había gastado ordenando comida por internet ahora que había tanta oferta. Al final de la discusión telefónica, mi mamá se quedó con la idea de que yo iba a hacerle caso, y yo con la decisión de ir al rancho. Cuando colgué, me di cuenta de que la batería del celular ya estaba en amarillo, pero no quise entretenerme en cargarla. Junté mi ropa sucia y la zambutí en mi mochila, junto con la laptop. ¿Qué podía pasar? ¡Nada! Yo nunca me enfermaba. A veces, en la escuela, todo el mundo andaba moqueando y tosiendo, contagiándose unos a otros, y a mí no me pasaba nada. Ni un estornudo.
         Estaba lloviendo leve cuando salí del edificio. El impermeable no servía de mucho porque había viento y la lluvia pagaba de lado, fría, cortando la cara y las manos. Así llegué a la parada del micro. Un letrero avisaba que el servicio se había interrumpido hasta nuevo aviso: tendría que caminar. La estación de autobuses estaba lejos: cuatro kilómetros de acuerdo con Google maps, pero por lo menos ya estaba parando de llover. Recorrí esa distancia entre calles vacías, silenciosas. Parecía que nunca hubiera vivido nadie ahí. Ni siquiera salía ningún ruido de las ventanas cerradas a piedra y lodo. A cierta distancia vi humo, no el humo bucólico que sale de la chimenea de alguna cabaña anidada entre flores; no, yo sabía demasiado bien lo que era: estaban quemando a los muertos junto con todas sus pertenencias. En todo el trayecto vi sólo seis personas: las conté. Eran jóvenes todas. No traían cubrebocas ni ninguna protección. Los habitantes de la ciudad nos dividíamos en dos grupos: los que creíamos que todo eso era una falsa alarma creada por los medios y en realidad no ocurría nada, y los que ya no creían en la eficacia de nada. En cualquiera de los dos casos, las máscaras sobraban.
         Así llegué a la terminal. En el andén que me tocaba había como diez personas nada más y eso que las corridas de autobuses se habían reducido a una por día. Cuatro iban juntos, supongo que eran una familia; en todo caso lo parecían porque todos estaban gordos. La menos gorda era una niña como de once años; otra, más chica, era una verdadera lechoncita: hasta la voz tenía de cochinito. La madre estaba callada, seguramente llena de miedo. En cambio el padre se veía contento: un puerco grandote, prieto, de bigotes como de escobetilla pero negros, con una chamarra de cuero. Entre los otros pasajeros había tres o cuatro señoras y dos chicas, una de ellas lindísima y buenísima. Me puse a pensar en cómo podía hacerle la plática, pero luego decidí mejor no molestarla. Hacer caso de las recomendaciones oficiales de no acercarse a nadie. Justificación para mi inseguridad, lo reconozco. Mientras pensaba en eso, la gente pasaba hacia otros andenes, y más pasajeros vinieron a formarse en nuestra fila. El autobús no llegaba y ya eran las once y media de la mañana; se suponía que salía a las once.
         Dejé de pensar. Mi mochila estaba pesada con toda la ropa sucia que me llevaba al rancho para que mi mamá me la lavara. Pero ni modo de ponerla en el piso lodoso del andén. Recomendaban no hacer eso: el suelo era otro hervidero de virus.
         El gordo bigotón empezó a despotricar porque no llegaba el camión. “Cálmate, papá, por favor”, le suplicó la niña relativamente delgada. “Aquí amontonados corremos más peligro de infectarnos”, respondió él. Ni modo, iba yo a tener que aguantar la piara todo el camino. Ya quería llegar a casa. Tenía hambre y no tenía dinero ni para una torta; con trabajos había completado lo del pasaje.
         Finalmente llegó el autobús. Yo estaba a la mitad de la cola y de repente todos empezaron a empujarse para subir, a pesar de las advertencias sanitarias. Nunca he podido entender eso: si los boletos están numerados, ¿para qué se avientan? ¿No que tenían mucho cuidado de guardar Susana Distancia? Ah, claro, los que tenían ese cuidado se quedaban en casa y no viajaban a ninguna parte.
         —La mochila va abajo —me dijo el chofer con tono autoritario. Él sí traía su cubrebocas azul de dentista. No sé por qué pensé en un dentista, uno de esos que a uno le da asco que le metan en la boca sus dedos regordetes y peludos.
         —Siempre me dejan subirla.
         —No cabe en el portabultos. Además puede estar contaminada.
         —Me la llevo en las piernas.
         —Molesta al pasajero de al lado.
         —Pero si ni se van a ocupar todos los asientos —insistí.
         El chofer dejó de mirarme y meneó la cabeza, aferrado a su actitud.
         —Va abajo.
         —¿Por qué?
         —Es el reglamento y ya, hijo. Te subes o te quedas.
         Comprendí que no iba a lograr nada:
         —Está bien. Ábrame la cajuela.
         —Jálale nomás.
         Hasta eso tuve que hacer. Con la lata de que iba a tener que ponerme a las vivas en cada parada, no fueran a robarse mi mochila. Nada más saqué la laptop.
         Me fui viendo el paisaje: la ciudad empapada tras la cortina gris de la lluvia, que había vuelto. Lentamente, parando cada tanto, pasamos los últimos barrios de la ciudad, la zona industrial, la caseta de cobro... el chofer iba hablando por su radio de banda civil, probablemente con sus colegas que iban por otros rumbos. No alcancé a oír lo que decían ni me interesó.
         Saliendo de la ciudad vimos el primer accidente: dos autos destruidos, un carro de bomberos, un hombre empapado haciendo señales con una franela roja... la turba llena de miedo le había prendido fuego a una casa. Luego ya todo fue más rápido. El chofer dejó su juguetito y puso música o lo que él entendía como tal. Para cuando terminamos de remontar la sierra, ya habíamos contado otros cuatro desastres y linchamientos de enfermos. Entendí que ni mi madre ni mis contactos del Face habían exagerado: la situación estaba grave. En mi teléfono, la señal de batería baja no dejaba de flashear. “Creo que mejor me hubiera quedado”, me dije. “Pero bueno, gracias a Dios no ha pasado nada hasta ahorita”.
         Nos detuvimos en Los Limones, donde bajaron dos pasajeros. Quedamos como ocho, yo creo. El chofer se tardó un poco platicando en la oficina de la línea y luego volvió con un café en un vaso de unisel y reanudamos la marcha. Atrás de mí iba la familia de gordos. Adelante, junto a la puerta, la muchacha bonita. Luego dos señoras que iban secreteándose. Cerca de mí, del otro lado del pasillo, un señor ya viejo que se me hizo conocido y un muchacho como de mi edad. Pensé que viajaban juntos porque iban platicando muy animados, como si les valiera un cacahuate lo que pasaba allá afuera con la pandemia. Se reían.
         Bajando hacia los valles no llovía, pero el lodo y los montones de hojas verdes arrancadas de los árboles indicaban que eso era sólo una tregua. De cualquier manera, dejé de estar preocupado: era ya la mitad del camino a mi pueblo. Saber esto me llenó de tranquilidad. Cerré los ojos y poco a poco, arrullado por el rumor de las conversaciones y la música tropical del chofer, empecé a cabecear. Como entre sueños, sentí que el autobús dejaba de moverse hacia adelante y en cambio descendía en una lenta y suave caída. Quién sabe qué me hizo despertar. Yo creo que los gritos de las niñas gordas. El hecho es que abrí los ojos sólo para darme cuenta de que estábamos atascados en una cuneta. Las señoras chismosas exclamaron algo y las niñas gordas se soltaron a llorar. El chofer se puso de pie y dijo:
         —Todos están bien, ¿verdá? Tranquilos. Tuvimos una falla mecánica y yo no puedo arreglarla. En cuanto pase otra unidad de la línea, le digo que los lleve.
         —¿Y a qué horas va a ser eso? —preguntó desde atrás el gordo de la chamarra de cuero.
         —Eso sí no sé decírselo, señor. Puede ser una hora, puede ser más.
         La más chica de las niñas gorditas empezó gritar:
         —¡Mami, tengo miedo!
         Y la madre se puso a acariciarle los cabellos tratando de consolarla. Ha de haber sido una de esas señoras aguerridas, porque sin duda todos estábamos nerviosos y sin embargo ella se aguantaba para no asustar más a sus hijas. Pensé en mi mamá y en lo que ella habría hecho en este caso, y me cayó el veinte de que esto era precisamente de lo que había querido salvarme. Me sentí triste, no alarmado como los otros pasajeros. Intenté llamar a mi casa, pero el teléfono ya no respondió. A nadie le importó, por supuesto. Ni siquiera se dieron cuenta. Cada quien estaba en su onda, reaccionando a su manera. Unos le echaban la culpa al chofer, otros hacían lo posible por mantener la calma, las señoras chismosas se pusieron a rezar. Nadie me miraba, nadie miraba a nadie más. La única que volteó hacia mí fue la muchacha bonita. Era mi última oportunidad para acercármele. Y otra vez me quedé paralizado, pensando.
         El chofer se quitó su cubrebocas de dentista y se bajó a fumar. Siguieron su ejemplo el viejo que se me hacía conocido y el muchacho que iba con él, y luego la bonita. Se pararon del lado de la cuneta, donde quedaban protegidos del viento húmedo, y ahí encendieron sus cigarros. Yo sabía fumar, como todos los de mi banda de la prepa, pero no me gustaba. Sin embargo me di cuenta de que ahí sí era mi última oportunidad. Me bajé corriendo con mi laptop en la mano, como estúpido nerd:
         —¿Tendrás un cigarro que me regales? —le pregunté a la bonita. La voz me salió entre tartamudeos, como si nunca en la vida le hubiera hablado a una chica. Ella se me quedó viendo y sonrió. Iba a responder algo, pero en eso el viejo se metió en nuestra conversación:
         —No te pases de gandul. ¿Cómo le pides cigarros a una señorita? Eso no es de caballeros. Yo te doy los que quieras. Toma —y me extendió su cajetilla.
         Me le quedé viendo con una mezcla de odio y vergüenza. La bonita se dio cuenta y acudió en mi ayuda.
         —Yo se lo doy, señor. No se preocupe —dijo, y siguió sonriendo. Era el momento de demostrar mi caballerosidad:
         —No la voy a despreciar, ¿verdad, amigo?
         —Como quieran —gruñó el viejo con una voz ronca de fumador—. Para mí, mejor. Me dura más la cajetilla.
         Fue así como, fumando, comenzamos a platicar los tres. Yo hubiera querido que nada más fuéramos dos, pero ni modo de hacer una grosería; para empezar, me hubiera visto muy lanzado. Definitivamente se me hacía conocido el viejo. ¿De dónde?
         —¿Cómo se llama, señorita? —hizo la pregunta que yo quería hacer.
         —Diana. ¿Y usted?
         —Isaías Galindo, para servirle.
         En ese momento se hizo la luz en mi memoria. Claro: ese viejo disminuido, encorvado, con aspecto de enfermo, era “El Pezuña” Galindo, el orgullo de mi pueblo hacía como veinte años. Yo todavía no nacía cuando él dejó de pelear, pero mi padre y mis tíos siempre que se ponían a chupar acababan hablando de ese gran boxeador que fue El Pezuña Galindo, campeón de peso gallo. Se contaban mil anécdotas, a cual más exagerada, y una de las cantinas del pueblo tenía las paredes cubiertas de recortes de periódico donde él aparecía, fotos y carteles anunciando sus peleas y, sobre la barra, unos guantes autografiados. Vivía en Los Angeles, hasta donde yo estaba enterado. ¿iba al pueblo? ¿De visita? Me dieron muchas ganas de preguntarle, pero lo que nos sobraba era tiempo. Ya lo haría después, con más confianza.
         —¿Y tú cómo te llamas? —me preguntó Diana.
         —Juan José.
         Se unió a nosotros el muchacho que iba sentado junto a El Pezuña, y así el grupo llegó a cuatro. Mejor: así me sería más fácil concentrarme en Diana. Y así lo hice: cuando terminamos de fumar y regresamos al autobús, me senté junto a ella.
         —Eres estudiante, ¿verdad? —me preguntó.
         —Sí, de la prepa uno. ¿Y tú?
         —De la tres.
         Y así se nos fue el tiempo: platicando. Al parecer, los otros pasajeros también se hicieron amigos. Confiábamos en que nadie estaba infectado y así debía ser: esa enfermedad era rápida para hacer su trabajo: el que la contraía iba a dar a la morgue dos días después. El gordo se puso de buenas y empezó a contar chistes que los demás le celebraban. Mientras tanto, el chofer seguía comunicándose con alguien por el radio.
         —No nos queda más que esperar —dijo finalmente a través de su máscara de dentista—. Las unidades no están saliendo por el mal tiempo.
         —¿Qué vamos a hacer? —el gordo volvió a ponerse de mal humor. Se le había acabado la risa.
         —Ustedes no se preocupen, señores. El Ejército ya está apoyando: viene en camino un vehículo militar.
         —Pues a ver si de veras.
         —Véanlo por el lado positivo: aquí no hay quien nos contagie.
         Seguimos esperando, ya todos con hambre. Las señoras chismosas llevaban galletas y las repartieron.
         Luego de un rato oímos que un camión grande se detenía al lado del autobús. Eran  soldados y venían con sus trajes blancos de guerra biológica. El chofer y el gordo se bajaron a hablar con ellos. Yo iba a ir también, por si había algún problema, pero pensé que me sería más caballeroso mantenerme al lado de Diana y protegerla.
         —¿Cuántos civiles hay en el vehículo? —alcancé a oír que preguntaba uno de los militares, a través de la visera del traje.
         —Nueve en total, mi jefe —le respondió el chofer.
         —Tenemos capacidad para seis. Los llevamos a Los Limones. Ahí han instalado un refugio en la escuela. Les darán alimentos y atención médica si es necesario.
         El chofer y el gordo volvieron al autobús y nos repitieron lo que ya habíamos oído
         —Mis hijas no han comido nada y están muy asustadas —argumentó la mamá gorda—. Denles prioridad. Entre ellas y yo somos tres. Y mi marido...
         —¡Nosotras somos del grupo más vulnerable, por nuestra edad! —gritó desde atrás una de las señoras— Y tampoco hemos comido. Los niños aguantan; nosotras ya no.
         —Niños y mujeres siempre van primero —dijo el chavo de mi edad, con un tono definitivo que no le había oído antes.
         —Yo tengo que inyectarme mi insulina —dijo El Pezuña sin mucha convicción, más bien como con tristeza.
         —Tengan lástima de los que ya estamos viejos —insistió otra de las señoras chismosas—. Ya no nos queda mucho de vida. En cambio para los niños, esto es una aventura.
         —¿No tiene usted nietos? —le reclamó Diana— ¿Qué les diría si estuvieran aquí: que disfrutaran su aventura?
         —Estaría orgullosa de verlos cederles el lugar a unos pobres ancianos.
         La niña más chiquita empezó a chillar:
         —¿No nos van a llevar, mami?
         —Claro que sí, nena. ¡No faltaba más!
         —Pero esta pinche vieja...
         —Sshhhh —la madre le tapó la boca.
         El sargento, capitán o lo que fuera paró la discusión:
         —Nos llevamos a las niñas con su mamá, a las abuelitas y a la señorita. Los demás esperan a la próxima unidad de auxilio.
         —¿Y mi esposo? ¿Qué va a pasar con él?
         —Las alcanza en el siguiente vehículo que podamos mandar, señora.
         Nadie dijo ya nada. Nada más se oyó el ruido de las bolsas y cosas que bajaban los pasajeros.
         —Nos vemos al rato en el refugio —me sonrió Diana, echándose su mochila a la espalda.
         Ya sin ella, sentí que se había agotado mi paciencia. Hubiera querido volver a ser niño y soltarme a llorar como las gorditas. Y no podía ni siquiera usar mi puto teléfono. Me dieron ganas de aventarlo al suelo y pisotearlo. Pero me levantó el ánimo lo que me dijo Diana: “Nos vemos al rato”. Era una promesa y supongo que también expresaba un deseo de su parte. Y bueno, tal vez tenía razón la viejita y todo esto sería una aventura. Tal vez pasaríamos la noche en el refugio... corriendo aún más peligro de infectarnos. Miré a los otros pasajeros que se habían quedado conmigo. El gordo parecía muy inconforme con la decisión de los militares de separarlo de su familia. Se puso a sermonearnos a los demás sobre cómo había que portarse en situaciones de crisis. El Pezuña ni lo oía; se veía mal. Entonces me di cuenta: bajo el cuello y los puños de la camisa se le veían los bordes de unos bultos enrojecidos: los bubones. ¿Era posible que nadie más que yo lo hubiera visto? Sentí terror. Creía que porque había películas y había tenido miedo de que me mordiera un perro conocía el terror. Pero no, aquello no lo era. Esto sí. Y ni siquiera podía decir nada: la gente se pondría histérica y querrían prenderle fuego al enfermo. Él se veía tan jodido... si además tenía diabetes, no iba a durar. Apenas y podía articular las palabras cuando dijo:
         —Cuando lleguemos al albergue, me voy a inyectar mi insulina.
         —¿Por qué no lo hizo antes? —le preguntó el chofer.
         —Llevo muchas horas viajando. No creí que tendría que esperar tanto.
         Yo me sentía mareado de miedo. ¿Me había tocado? ¿Tenía ya el virus yo también? ¿Estaríamos infectados ya todos los pasajeros? Me toqué los brazos, el cuello... no tenía molestias, pero... él sí se veía mal. Muy mal. ¿De verdad era ése el hombre que había noqueado quién sabe a cuántos, que se movía en el ring como un tiburón buscando su presa? ¿No se habían dado cuenta los demás pasajeros? ¿Era que el miedo les impedía ver lo que no soportarían ver?
         —¿Dijeron los soldados a qué hora vendrán por nosotros? —le pregunté al chofer.
         —Como en una hora, hijo. En lo que van a Los Limones y regresan.
         —Hace rato no se veía usted tan amolado —le espetó el gordo a El Pezuña—. ¿Qué le pasa?
         —Los nervios me ponen así. No es bueno para la diabetes.
         —¿Por qué no se inyecta ahorita?
         —No traigo jeringa. Allá en el albergue han de tener. El capitán dijo...
         —Pues no se angustie, don Isaías —le dijo el muchacho de mi edad—. ¿Por qué se angustia? No estamos en peligro ni nada aquí.
         —Nervioso había de estar yo, que no sé dónde estarán mi mujer y mis hijas. Quién me dice que no se las llevaron a otro lado los milicos. Capaz que ni siquiera existe el tal refugio. Ya ven lo que hicieron en Ayotzinapa.
         —Cómo cree, señor —trató de calmarnos el chofer, sin mucha convicción.
         —Hay que tranquilizarnos —dije en voz baja, creo que más para mí que para ellos.
         Nos bajamos a fumar. Pasó una hora. Hora y media. Me había invadido una angustia muy fea: sentí que mis neuronas empezaban a explotar como palomitas de maíz dentro de mi cabeza. No pude más.
         —Los Limones no está tan lejos —dije—. Yo me voy caminando.  Cualquier cosa es preferible a estar aquí, en esta espera.
         —Estás loco —me regañó el chofer—. Espérate aquí; ya no han de tardar los militares. Ahorita vuelvo a llamar, a ver qué pasa.
         —Pues si vienen, a fuerzas me tienen que ver en el camino. Para ellos es igual levantarme de la carretera que llevarme de aquí.
         Todos se me quedaron viendo como si realmente estuviera yo loco. El gordo hasta me sonreía.
         —¿Quién se va conmigo? —pregunté.
         Quien menos hubiera esperado, El Pezuña, levantó la mano.
         —Yo tampoco quiero seguir aquí sin hacer nada. Esto no es de hombres.
         —No, señor —lo detuvo el chofer—. Usted tiene diabetes. Ni siquiera debería haber salido de su casa. Regrese a su asiento y espere a que venga el auxilio y vengan a multarlo por irresponsable.
         —Escúcheme, joven —me dijo El Pezuña, sin molestarse en contestarle al chofer—, yo sé lo que necesito: necesito respirar aire fresco, estirar las piernas. Nadie de ustedes sabe quién soy o quién fui alguna vez, pero no soy de los que se quedan sentados.
         —Está muy lejos para usted —le dije, tratando de convencerlo de que no me siguiera. Me daba miedo. Y lástima. Respiraba como con esfuerzo, como si acabara de correr, y las manos le temblaban. Pero estaba decidido.
         —No me importa. Vámonos de aquí.
         Los demás se dieron cuenta de que no iban a detenernos y ya no dijeron nada. Abrí la cajuela y saqué mi mochila y el veliz de El Pezuña. ¿Qué llevaría ahí? Pesaba. Pero no me dejó ayudarle.
         —Yo puedo —dijo.
         Empezó a lloviznar, con viento. Un viento que cortaba, que chicoteaba entre los árboles del camino cargado de agua. Traté de ir despacio, por consideración al viejo. Ya para qué me cuidaba de él: si iba a haber daño, ya estaba hecho. Él comentó algo, pero no lo oí bien y no le contesté. No se podía hablar con ese clima. Como  tampoco oía sus pasos, de rato en rato volteaba hacia atrás para ver si aún me seguía: estaba empapado, más que yo porque él no traía ropa para la lluvia: un saco de pana y un sombrero viejo que ya ni forma tenía. Zapatos de ciudad. Me paré en seco y le grité para que me oyera:
         —Señor, regrese al autobús. Mire cómo está de mojado. Ya respiró aire fresco y ya estiró las piernas.
         —De ninguna manera. Vamos a llegar a Los Limones.
         —Pues sígale usted solo. Yo aquí me quedo parado hasta que lo vea que va usted de regreso al camión.
         —Nos quedamos aquí parados los dos.
         Y así lo hicimos unos minutos. Yo tenía ganas de decirle que ya sabía quién era, pero pensé que entonces menos me dejaría en paz. Me contenté con mirarlo a los ojos, tratando de dominarlo, pero finalmente cedí:
         —¿Por qué no dijo nada? ¿Por qué subió al autobús si ya tiene los bubones?
         —No sabía. Me empezaron a salir hace rato.
         —¿No sabe que puede habernos contagiado a todos? ¿No se siente mal por eso?
         El Pezuña asintió con la cabeza, inmensamente triste. Reanudamos la marcha.
         —Vamos a llegar a Los Limones a que me curen —dijo—. Es mi última pelea y tengo que ganarla.
         —Usted sabe que a su edad ya no se cura. Y con diabetes, menos. Y ya nos amoló a todos. Nocaut. ¿Esta satisfecho?
         No habíamos recorrido más de un kilómetro cuando se cayó. Fui a verlo. Dejé a un lado mi mochila y con todo y mi miedo y mi enojo me hinqué junto a él para ayudarle. El viejo estaba sudando frío y los bubones le habían crecido. Le ayudé a levantarse y le dije que se apoyara en mis hombros. Así seguimos andando un poco más.
         —Nada más tengo hambre —dijo—. En cuanto coma algo me voy a sentir mejor.
         Yo no sabía qué hacer. Íbamos muy despacio y empezamos a hacer pausas para descansar. La lluvia arreció.
         —Déjame sentarme tantito —se separó de mí y se arrimó al tronco de un pino, a unos tres metros de la orilla de la carretera.
         —Usted es El Pezuña Galindo: el campeón —le solté de golpe, para ver si sabiéndose reconocido sacaba fuerzas. Él me miró a los ojos como sonriendo.
         En ese instante oí un motor que se acercaba. Era un jeep.
         —¡Los soldados! —exclamé, y corrí a detenerlos.
         Eran sólo dos, pero llevaban el carro lleno de víveres. No había lugar para pasajeros. Les expliqué lo que había pasado y que venía conmigo un hombre enfermo que necesitaba insulina urgentemente.
         Los militares se miraron uno al otro.
         —Si tiene diabetes, no debía haber salido de su casa —dijo el que manejaba.
         Que se vaya encima de esos bultos —dijo el otro—. Pero nada más cabe él.
         Esta vez sentí otra clase de angustia. ¿Y si por mi culpa, por querer salvar a un hombre que de todos modos ya estaba acabado, provocaba el contagio de otros? Pero ellos eran jóvenes y se veían fuertes: podían curarse...
         —Está bien —acepté—. Ayúdenme a subirlo. Apenas y puede caminar.
         Cuando llegamos por él, ya estaba muerto. Los soldados lo comprobaron. Y vieron cuál había sido la causa. Uno de ellos fue al vehículo por gasolina.
         —Tenemos que quemarlo.
         —Pero... no es cualquier muerto. ¡Era Isaías El Pezuña Galindo! Boxeador famoso. ¿No sabe quién fue?
         —Y usted está detenido porque estuvo en contacto con él.
         —¿Adónde me van a llevar?
         —Al refugio, por lo pronto.
         —¿Al de Los Limones? ¿Es un refugio de emergencia sanitaria?
         —No hay de otra cosa.
         —Pensé que era por la lluvia.
         Se rieron. Se rieron tanto que la visera de su traje blanco se empañó por dentro. Por fuera reflejaba las llamas de la incineración.
         Cuando llegamos allá, los otros refugiados ya estaban enterados. No sé qué versión les dieron, pero sentí sobre mí las miradas incriminatorias de todos: la familia de gordos, el chofer del autobús, el muchacho de mi edad, las ancianas, Diana... incluso Diana me miraba como si hubiera sido yo un asesino. El asesino de todos ellos.

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