jueves, abril 22, 2021

Recuerdos de Amparo Dávila


El único taller de cuento al que he ido como alumno fue el de Amparo Dávila. Fue en 1979 y yo tenía 16 años de edad. Me llevó un amigo que, siendo mayor y ya con un libro de poesía publicado, conocía el medio literario: Juan Galván Paulín.

         El taller era los sábados a las 10 de la mañana, en las instalaciones de la ya desaparecida Asociación de Escritores de México (aemac), en la planta alta del edificio del Club de Periodistas, calle de Filomeno Mata, centro histórico de la Ciudad de México. En aquella época, Amparo Dávila todavía no era tan valorada como ahora, así que el taller tenía pocos integrantes y muchos iban una o dos veces y no volvían. Yo siempre fui el mas joven y además provinciano: creía que escribir literatura era usar palabras engoladas y arcaicas y toneladas de miel. Así que, como era de esperarse, recibí tremendas palizas por parte de mis compañeros. La maestra nunca fue dura, ni conmigo ni con nadie. Dando ejemplo de paciencia, me ayudó mucho a superar mis desventajas en poco tiempo, al grado de que ella misma envió un cuento mío a un periódico de San Luis Potosí que se llamaba Momento. Fue mi primera publicación y todavía tengo guardado un ejemplar. Otro ejemplo de su generosidad: en esa época, yo hacía separadores de lectura para vender. Eran gatitos pintados al óleo. Tuve el atrevimiento de ofrecerle uno sin saber todavía que su ex marido era un artista famoso, hermano de otro igual, y una de sus dos hijas pintaba como terapia. Y Amparo (que así la llamaba ya a esas alturas) me compró uno y lo guardó por muchos años.

         Fue una época muy buena, muy fecunda la de ese taller. Ahí, en esos salones umbrosos, conocí personas que todavía son entrañables amigas, como la artista escénica Berenice Camacho y algunas figuras que estaban en el centro de la vida literaria de entonces: Arturo Azuela, Elena Poniatowska, Héctor Azar, Juan de la Cabada, Manuel Mejía Valera, Carlos Eduardo Turón... en un salón al lado del nuestro estaba el taller de poesía de Isabel Fraire. Ahí conocí a Darío Galicia, personaje que volvería a encontrar años después, en la Facultad de Filosofía y Letras.

         El taller nunca tuvo más de diez alumnos, y los pocos que asistían al principio empezaron a dispersarse. A pocas personas de esa época les interesaba la literatura fantástica; eran los años de oro de la novela de “la onda”, y en esa dirección iban los intereses de los jóvenes. ¿Qué fue de todos aquellos compañeros? No lo sé. Los talleres literarios están llenos de personas que no van a ser escritores. En el transcurso de un par de años, Amparo Dávila se quedó sólo con dos: Galván Paulín y yo. Luego Juan empezó a alejarse también, aunque siguió cultivando la amistad de la maestra y visitándola cada vez que podía. Al final, me quedé yo solo con ella en aquel fresco y ya solitario salón con sus ventanas a la hermosa calle de Filomeno Mata.

         Y el final, ciertamente, llegó pronto. La sogem, que tenía pocos años de fundada, hizo que la aemac saliera sobrando. Desapareció nuestra Asociación. Se devolvieron los salones al Club de Periodistas y se finiquitaron los talleres. La gente lo tomó con calma. Yo no. Amparo comprendió que eso sería un golpe duro para mí y, en un enorme gesto de generosidad, me ofreció seguir enseñandome a mí solo, en su casa, sin cobrarme un centavo.

         Así conocí el departamento donde vivía en ese entonces, en la calle de Atlixco. Y conocí a sus dos hijas —una encantadora, la otra un signo de interrogación—, a su mucama ya vieja y maniática y sus gatos, que todavía no eran muchos porque el departamento no lo permitía. En el mismo edificio vivía o había vivido otra grande, Inés Arredondo. Amparo me la presentó (aunque eso no fue ahí sino en la Capilla Alfonsina) y me contó que eran tan amigas que se corregían sus cuentos una a la otra y se casaron el mismo día con sus respectivos maridos. Otra persona interesante que conocí gracias a ella fue María Teresa Retes, viuda de José Revueltas. Ciertamente, como aquellas visitas semanales ya tenían más de charla que de taller, la  maestra me contó muchas cosas de su propia vida y de otras: recuerdos de su infancia, de su padre a quien siempre adoró, de su amistad con Julio Cortázar. Yo también le contaba cosas de mi vida y recibía sus consejos y sus ocasionales regaños. Me hice amigo de su hija Loren, que siempre se acercaba a platicar y a mostrarme alguna cosa que había hecho; de Jaina no, porque ella parecía vivir muy ocupada y rara vez se detenía con nosotros.

         En 1983 entré a la Universidad y ya no me fue posible seguir asistiendo cada semana. Mis visitas se espaciaron. Luego, con la muerte de Pedro Coronel, el ex esposo de Amparo, ella heredó la casona de San Gerónimo y se fue para allá. Eso me hizo todavía más difícil ir a verla, pero trataba de ir. Y mi querida maestra tenía admiradoras que no sabían cómo contactarla, así que yo empecé a actuar un poco de intermediario. Llevé a San Gerónimo a varias amigas, entre ellas a mi querida Edmée Pardo. Amparo nos recibía siempre contenta, siempre pródiga; nos ofrecía café en tacitas de porcelana con cucharas de plata y nos presentaba a sus ya como veinte gatos, todos con nombres de ríos o de dioses egipcios. El momento más entrañable para mí era cuando sacaba el separador de gatito que me había comprado hacía ya tanto tiempo y se lo mostraba muy contenta a la visitante, como si la estrella del encuentro fuera yo y no ella.

         Con el exilio en Europa, ya no pude acompañarla en su vejez, pero me da alegría ver que nuestro país ha empezado a pagar la deuda que tenía con ella. Porque una cosa que la entristecía, en la época en que aún salía a la calle, era que sus libros no estaban en las librerías. Ahora ya están, y si no están, sus lectores los exigen.

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