Hace tiempo tuve en mi
taller de narrativa a una muchacha muy bonita con aire de princesa árabe. La
llamaremos Luna. O Noche, sí, mejor Noche. Tendría 20 años más o menos, era
alta, como de 1.70 o más, y muy delgada; se vestía y se maquillaba con buen
gusto, a la moda, y casi siempre llegaba a clase con una maleta de cabina de
las que usan las azafatas. De ésta sacaba un termos que contenía un misterioso
brebaje en cuyo aroma pude reconocer algo de cardamomo, y, entre sorbo y sorbo,
se ponía a leer sus cuentos y a comentar los de sus compañeros, la mayoría
hombres. Escribía historias de esas que parecen infantiles pero no lo son, un
poco al estilo de El
Principito. No era especialmente talentosa, pero tenía un candor que daba a
sus textos una gracia innegable. Tampoco era muy buena para opinar: le faltaba
lo que llaman los académicos “un aparato crítico”. Y en todo esto era diferente
a sus compañeros, todos muy “jóvenes escritores”, muy “próximos becarios” y
blablablá. Por lo menos ya tenían los defectos típicos del medio, entre ellos
el desprecio disfrazado de cortesía y la espontaneidad para fraguar alianzas
subrepticias, alimentadas con críticas estratégicas y deudas sobreentendidas.
Sólo tres personas —de nueve— había en ese grupo que no participaban de tales
juegos: dos señoras despistadas y un joven demasiado inteligente como para
necesitar envilecerse. Este joven —lo platicamos años después él y yo— estaba
dispuesto a pelear contra todos los mafiosos si hubieran convertido a Noche en
blanco de sus inquinas. Pero nunca lo hicieron. Nunca lo hicieron porque
había algo en ella que los intimidaba. ¿Qué?, me he preguntado muchas veces
desde entonces. Era la belleza.
Y ahora que lo pienso a la distancia del tiempo, es sospechoso que nadie
intentara ligársela. Era evidente que les gustaba; eso se notaba hasta en las
cosas que escribían. Me gustaba también a mí y le gustaba al joven que estaba
dispuesto a defenderla. Su presencia hacía que el aire del salón se cargara de
electricidad, de feromonas. Pero era como un aparato de botones sin letreros;
nadie sabía cuál apretar o qué iba a pasar si tocaba éste o aquél.
Sencillamente olvidamos que, como se sabe desde que la Divina Comedia
fue revelada a los sueños del gran florentino, el talento debe caminar detrás
de la belleza, no adelante. ¿O sería que ahí no había talento?
El hecho es que aquel taller terminó sin que nadie lograra hacer amistad con
Noche ni resolver ninguno de los misterios que la rodeaban. Sólo una vez,
alguien se atrevió a preguntarle si era azafata. Ella dijo que no y eso fue
todo.
Años después nos enteramos de que era modelo. La vimos en unas revistas
femeninas de la época del taller, anunciando un perfume. O sea que mientras
ella posaba para esas fotos glamurosas, nosotros perdíamos el tiempo imaginando
que era espía, terrorista, experta en artes marciales, guardaespaldas de un
jeque árabe o algo así. Pero cómo íbamos a saber si nosotros leíamos literatura
de vanguardia, no revistas de modas. Lo más irónico de todo es que, mientras
ella ya era famosa y tenía tras sí a hombres de verdad poderosos, aquellos aspirantes
del taller la miraban con condescendencia y le decían: “Pues no está tan mal tu
cuentito”.
4 comentarios:
Sucede y mucho.ja
Saludos.
Saludos, Rosío.
Lindo.
:)
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