Cuadro: Sandro Botticelli, La Natividad.
Una mañana de Enero, oscura y malsana como la sombra
del signo Capricornio que en esos días había extendido sus alas por sobre todo
el territorio de Piero de Medici El Gotoso, nació en Florencia un niño endeble
y curiosamente hediondo, que no lloró al nacer. Vio la luz en una taberna cerca
del Arno, de la cual sus padres eran dueños, y desde antes que el primer dolor
de parto se presentara, una cigüeña entró a la casa con el viento de los
Apeninos y se paró sobre un tonel. Se veía vieja y maltratada y empezó a
graznar mientras en la recámara gritaba la parturienta. Su graznido era tan
triste que, para cuando el niño nació, ya se había vuelto una especie de llanto
humano. Pero nadie se atrevió a espantarla; un frío de superstición había
paralizado al tabernero y a sus sirvientes. La cigüeña se marchó sola cuando se
fue la partera. Salió caminando detrás de ella, como un gallina mansa, y una
vez en la calle levantó el vuelo.
Así
reconstruyó un cronista anónimo el nacimiento de Jacopo Ridolfi, en parte con
la ayuda de testigos presenciales: un par de clientes de la taberna, una
cocinera y la madre del divino loco, quien habría de sobrevivirle por varios
años. Y en parte —testimonio acaso de más responsabilidad— gacias a un dibujo
de Sandro Botticelli, que conoció al orate ya en la época de su predicación. Se
trata de un boceto en carbón, realizado muy probablemente después del año 1500,
en donde aparece la cigüeña meditando sobre un tonel de vino.
El año
1491 la primavera volvió a retrasarse. El cielo de Florencia emblanqueció y
como que se hizo líquido. Algunas aves, pocas, se abrían paso a través de él,
lentas y entorpecidas, y se tenía la impresión de caminar en el fondo de un
estanque, con palacios sumergidos y renacuajos que nadaban en lo alto buscando
la superficie. El viento del norte descendía en oleadas ácidas.
Aquella
mañana de Cuaresma, en el atrio de Santa María del Fiore, el ingente profeta
Geronimo Savonarola arrojaba un venablo a la corrupción de Florencia. Para él,
había vuelto a instaurarse en el mundo la maligna civilización de las ciudades,
monumentos a la soberbia y a la mercadería. En su predicación de entonces, que
versaba sobre las Lamentaciones de
Jeremías, Savonarola profetizaba tribulaciones inminentes. La gente lo
escuchaba absorta, arrebatada por sus palabras. Funcionarios, mercaderes y esa
masa cada vez más abyecta que formaba el popolo
minuto, bebían las palabras del profeta como un cáliz de necesaria hiel.
Entre ellos, nuestro cronista anónimo reconoció a dos figuras: una, un
adolescente de dieciséis años con un prodigioso don en las manos: Miguel Ángel
Buonarrotti. La otra, un joven exactamente de la misma edad, pero cuya aura no
era de luz inspirada como la del primero, sino de ardor oscuro y expectante:
Jacopo Ridolfi, discípulo insatisfecho del famoso Marsilio Ficcino.
Miguel
Ángel se fue pronto, pues no era muy alto y no podía ver bien al profeta. Su
sensibilidad hacia las formas de la materia determinaba que no le bastase oír:
su alma asía la verdad por medio de los ojos o de las manos. Pero Jacopo
Ridolfi sí se quedó. A él le interesaba mucho lo que ese hombre tenía que
decir. Ya lo había escuchado antes, lo había seguido. No se perdió ninguno de
los diecinueve sermones sobre el Apocalipsis
que Savonarola rugió en San Marcos, de Todos Santos al día de Reyes, para
denunciar los vicios que estaban pudriendo a la ciudad. El profeta ejercía
sobre él una fascinación vigorosa y sobre todo vitalizante: era hombre de
acción, y el joven Jacopo, enclenque y avergonzado, creía en el valor de la
acción. Por eso dejó al sacerdote Ficcino.
Llegado
a este punto, quiero enderezar lo que me parece una injusticia por parte del
cronista. Dice éste que Marsilio Ficcino no tuvo más importancia en la vida del
orate que la de determinar su adhesión a la vía de Savonarola. Por mi parte,
considero que si el loco hubiera conocido a Savonarola antes de recibir
enseñanza de su primer mentor, le habría tenido miedo y lo habría rechazado.
Porque el espíritu de Ridolfi antes de Ficcino era tan cobarde como su cuerpo.
Ya había tenido visiones (cada vez que le pasaba, el graznido de la cigüeña
volvía a sonar en sus oídos) pero le habían producido temor porque no las
comprendía: no eran visiones proféticas, no hablaban de lo que iba a suceder en
este mundo, sino de lo que ya estaba ocurriendo en un mundo imposible. Y el
cobarde Jacopo temía estar cometiendo el pecado de dejarse visitar por el
Demonio. Ficcino, cuya primera audacia había consistido en afirmar que la
filosofía peripatética no era scientia
sino malitia, inició a su discípulo
en el platonismo y en las enseñanzas de Hermes Trismegisto. Así lo infectó con
el humor prometéico de la osadía de la inteligencia. Y esto, en honor de
Ficcino, no es poco.
Jacopo
Ridolfi esperaba una señal para empezar su predicación, y sabía que esa señal
tendría que venir de la cigüeña. Si el pájaro había llorado su nacimiento era
que conocía su destino. Mientras tanto miraba con arrobo los enérgicos ademanes
del viril Savonarola, y lo seguía de una iglesia a otra, de una a otra plaza,
en su carrera de fuego que iba hacia el fuego. Y mientras tanto a él lo seguían
dos misteriosas figuras: un cronista oscuro y un gran pintor que sabía que el
loco sabía.
La época
en que Ridolfi aún no estaba autorizado a revelar sus visiones coincide con los
años de más intensa predicación del profeta. Ciertamente, unos meses depués que
Savonarola, en su sermón de Adviento de 1492, le advirtiera al Papa Alejandro
VI sobre la inminecia del Huracán y de la venganza divina, una cigüeña negra
amaneció muerta en la casa del loco. Era la señal. Jacopo Ridolfi, el orate del
Arno, abandonó su casa y se fue a vivir a las calles profetizando horrores que
sólo hacían sonreír a quienes lo escuchaban. Reside ahí su miseria y, tal vez,
también su grandeza. Ridolfi no pasó a la azarosa vida de la historia porque no
fue un hereje superdotado de novecientas tesis, como Picco della Mirandola, ni
un visionario luminoso como Botticelli, ni un profeta de sangre y fuego como
Geronimo Savonarola. Ridolfi no tuvo ni siquiera la tenebrosa gloria del
hereje; a él nadie lo acusó, nadie lo torturó; fue simplemente, para los niños
de Florencia, el pobre loco al que la cigüeña más vieja de Europa se arrepintió
de haber traído.
Lo
primero que hizo fue pararse en mitad de una plaza y decir que cuatrocientos
setenta y seis mundos habían existido antes que éste. Nadie se detuvo a oírlo;
nadie, excepto dos figuras misteriosas, se enteró siquiera de qué hablaba. Una gentil donna hasta tuvo la insolencia de
mandar una criada a que le diera de comer.
Pasó así
un año terrible, de negro pesimismo generalizado. Hasta los taberneros repetían
las dos canciones que estaban de moda: De
ruina mundi y De ruina ecclesiae.
En Abril de 1498 comenzó el proceso contra Fray Geronimo Savonarola. Y el 23 de
Mayo, según consta en las crónicas, fue ahorcado y quemado muerto en la plaza
pública. Botticelli vio. El loco del Arno vio.
Lenta,
pero eficazmente, la desazón gangrenó sus fuerzas y su entusiasmo. Si Dios
quería hablar por su boca, ¿a quién se dirigía? ¿Por qué no decía algo que los
demás entendieran, algo que por lo menos los llevara a hacerse la pregunta de
si creer o no creer? ¿Por qué lo humillaba Dios así? ¿Por qué lo había
convertido en un bufón? El orate Jacopo Ridolfi comenzó a tener pesadillas
donde cigüeñas negras le sacaban los ojos. Y un día, por fin, decidió
rebelarse: no dejaría que nadie hablara más por su boca, sería dueño absoluto
de ella.
Esa
noche se fue a buscar una taberna y bebió hasta caer dormido. Cuando despertó,
estaba acostado en el suelo, entre mantas piojosas y al lado de una prostituta
cuyos olores de estro casi podían masticarse. Se quedó a vivir con ella y trató
de olvidar el pasado.
Fue en
ese año cuando Sandro Botticelli pintó sus cuadros más apocalípticos: La Natividad y La Crucifixión. Pero el loco del Arno nunca más abrió la boca en
sentido inspirado. Lo que llegó a nosotros se conserva sólo gracias a su
cronista y a algunas notas del gran pintor de los turbiones.
Entre
sus advertencias figura una, especialmente notable por la violencia con que el
loco volvía y volvía a elaborarla, según la cual, durante la época que él en
sus visiones llamaba del Penúltimo Ciro,
la simiente de los hombres comenzaría a pudrirse. Los niños nacerían sin
galladura, y las razas del mundo se dividirían en dos: las vesánicas y las
despreciables, perros y cerdos, jaurías contra piaras. Y nadie tendría rostro.
El loco veía enjambres de seres todos iguales entre sí, ejércitos que
oscurecían los campos y las aguas y la luz del día, muchedumbres que hervían
como larvas en ciudades de plomo. Pero todos eran iguales unos a otros, sin
nombres.
Después,
en el tiempo que el orate llamaba ya del
Último Ciro, los humanos descubrían el secreto de cómo distintos males se
pasan de padres a hijos y empezaban a utilizarlo para el bien de su codicia. Y
por sus iniquidades la tierra entera empezaba a calentarse como una piedra al
sol y al final aparecía el jinete llamado Peste. Y el jinete llamado Peste
disparaba sus flechas negras y miles de seres humanos caían presa de fiebre y
sofoco, no podían respirar el aire y eran recogidos para que no esparcieran su
mal. Se les quemaba en piras altas como torres y aún así el aire de su veneno
seguía corriendo. Bajo la noche de su historia, una corona de fuego frío iba de
un extremo a otro del cielo, señalando el radio de lo muerto.
Entonces,
de la sima de la hembra más envilecida salía un ángel. No nacía niño sino
hombre. Las piernas de la ramera se abrían hasta descoyuntarse para dar a luz
un animal de sangre negra y piel resbalosa como de pez, sordo y mudo, y que
tenía los ojos iguales a los de Dios Padre: blancos. Avanzaba por los desiertos
sin vida de las naciones, apagando con sus manos quemadas las estrellas.
El ángel
que vendría a hacer justicia llegaría por el cielo, volando con lumbre. A la
vista de la ciudad que no tendría fronteras, daría nueve vueltas en torno de
una espira y de lo alto le llegarían indicaciones, inaudibles para todas las
creaturas, sobre cómo y en qué momento descender. Desde su carro de fuego el
ángel contemplaría esa ciudad inmensa que imperaba sobre la noche, más
rutilante que el cofre de un usurero favorito del Demonio. Y tendría un momento
de tristeza por lo que iba a hacer.
Ya en la
tierra, el loco lo veía correr desnudo, con el aguijón desenvainado, sobre
largos caminos aéreos como listones de plata, entre árboles rectos y
blanqueados que no tenían hojas ni daban frutos sino una luz helada y
necrofílica. El ángel seguía su carrera a lo largo de una valla de palacios que
no terminaba; unos eran bermejos, otros parecían hechos de vidrio, otros se
veían deformes como ruinas de bárbaros, otros más tenían en sus muros figuras
gigantescas que poseían movimiento.
Así se
abría paso hasta las bóvedas de los mercaderes y las cunas de sus hijos, hasta
los guettos de los infectados con el mal de Sidón, hasta los baños donde
echaban sus abortos las falsas vírgenes. Así pintó con sangre los umbrales de
las puertas.
Una clave le faltaba al loco, que murió privado de fe
y sin comprender lo que había visto. La recibió la noche de su borrachera, pero
no quiso tomarla en serio y dejó pasar el tiempo. Hasta que la cigüeña llegó a
graznar en la cabecera de la cama de su mujer.
Jacopo
Ridolfi se emasculó al día siguiente de saber que había puesto en la entraña de
su concubina un hijo de Satán. Y murió desangrado como un perro, sin gloria y
sin hoguera.
6 comentarios:
Los locos son los poetas, como bien lo sabía Nietzsche, un caso parecido al de este italiano Ridolfi. NUR NARR, NURR DICHTER!!! Bien, Agustín, un relato premonitorio no sabemos todavía de qué.
Luciano
Gracias, Luciano. Saludos.
Excelente narración Agustin, llegue fortuitamente a tu blog, esta interesante, te visitare seguido, saludos.
Gracias, Hernán. Saludos.
Inquietas con maestría. Todo está bién por dentro hasta que el terror se observe y se represente con tanto acierto ;)
Gracias, querida Dalma. ¡Abrazo!
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