Conocí a Anton hará unos veinte años, en Praga.
En
los años 90, en las capitales de los países recién liberados del socialismo se
dio un gran auge de turismo sexual. Por todas partes se abrieron prostíbulos, sex shops, bares de lap dance, locales de peep
show... había para todos los gustos y presupuestos: algunos lugares eran
secretos y muy exclusivos, otros se anunciaban sin reserva en el periódico, en
los folletos que daban en las oficinas de turismo, en tarjetas que se
distribuían en hoteles y hasta en los mapas de la ciudad. También, por
supuesto, había mujeres que hacían la calle a la manera tradicional, en
pequeñas plazas, callejones, puentes...
El
turismo sexual, como cualquier otra clase de turismo especializado —el
gastronómico, el literario, el religioso— propicia la creación de lo que se
llama “círculos”: sociedades informales. Los licenciosos, como los arqueólogos
o los buscadores de casas embrujadas, traban amistad a fuerza de encontrarse en
los sitios del culto. Y no sólo eso: empiezan a reconocerse a simple vista,
aprenden a identificar los rasgos, los gestos, el lenguaje corporal que los
distinguen del profano. Un verdadero licencioso, como un revolucionario o un
catador de vinos, puede engañar a todos menos a los que son como él. A los
suyos. Y de la misma manera los reconoce al instante cuando los ve, así sea en
medio de una multitud. Pues esto fue lo que determinó o propició que Anton y yo
nos hiciéramos amigos.
Yo
estaba de viaje en Praga, buscando ya se sabe qué, y fui a tomarme una copa al
Big Sister, en aquel entonces el burdel más caro de la ciudad. Aunque lo
realmente caro eran los servicios; las bebidas costaban lo mismo que en la
mayoría de los bares. Pedí una cerveza de la casa y me puse a mirar alrededor.
Curiosamente, no había ninguna muchacha por ahí. En cambio, sobre la barra se
encontraban varias pantallas en las cuales era posible ver lo que estaba
ocurriendo en las 14 habitaciones. En efecto, una de las fantasías que el Big
Sister podía hacer realidad era la de convertirlo a uno en estrella porno. Las
pantallas mostraban mujeres bellas, de cuerpos esculturales, en distintas fases
de la relación con el cliente. La mayoría estaban ya desnudas, pero dos o tres
conservaban ligueros o tangas. Los clientes —por lo menos la mitad de ellos de
rasgos orientales— tenían una cara de felicidad que no podían ni querían
disimular.
Aquello
era como la Disneylandia de los libertinos. Tenía una habitación llamada Heaven (los nombres estaban en inglés),
que era un espacio blanco con algún detalle azul, todo mullido y encortinado en
manta de cielo, listo para el encuentro con los ángeles. Su antípoda era el Hell: una caverna con estalactitas
artificiales, cadenas de hierro y demás parafernalia dantesca y lámparas
ocultas que simulaban el fuego de los infiernos: el lugar ideal para condenarse
por la lujuria. Luego estaba el Sultan’s
Harem, como sacado de Las mil y una
noches, con brisas de aire caliente y perfume de jazmines. Seguía el Fetish, difícil de describir: si
hubieran puesto un prostíbulo en Blade
Runner habría sido como esa habitación: paredes con espejos negros, cojines
cilíndricos, luces como de galería de arte. En aquella primera visita al Big
Sister me pareció más simpático el Mountains,
un paisaje de fotomurales alpinos, con grandes rocas artificiales y la cama
encima de éstas: una mezcla de Los
Picapiedra y Heidi. Seguía el Girlish World, el sueño de toda
quinceañera: una alcoba rosa y blanca, con una cama enorme en forma de
madreperla con las valvas abiertas. Y por último estaba el Igloo: lleno de falsos témpanos de hielo y con un enorme oso blanco
de museo de historia natural al pie de la cama.
Esas
eran las habitaciones especiales. Aparte había otras más tradicionales, menos
caras. Y en otras áreas del edificio había una pista de baile para los strip shows, un sauna y un relax room con cómodos sillones para
sentarse a descansar, a reponer energías o a platicar con alguna de las
muchachas. En el sótano se hallaba un bar más pequeño con una piscina de cristal: una especie de tiburonera
donde uno podía sentarse a tomar una copa mientras miraba cómo las chicas
buceaban y retozaban desnudas en el agua.
Ahí,
en ese bar del sótano, conocí a Anton. Lo reconocí como uno de los nuestros
porque, mientras los orientales y demás turistas miraban todo como niños en
juguetería, él bebía y fumaba despacio, mirando hacia la tiburonera con la
expresión lánguida de un dandy victoriano.
Cuando
se dio cuenta de que lo estaba observando, me reconoció a su vez como a un
miembro de la hermandad aunque de menor jerarquía que él, hizo una leve
inclinación de cabeza y, con fuerte acento eslavo, me preguntó en inglés:
—¿Dónde
cree usted que se concentre la belleza de esa chica, la pelirroja?
—En
el cuello —le dije, luego de pensarlo unos instantes.
—Se
equivoca —me respondió en el tono con que un maestro francmasón de muy alto
grado se dirigiría a un joven aprendiz—. Está en los párpados.
—¿En
los párpados?
—Así
es. Obsérvelos: lánguidos, sutiles y al mismo tiempo grávidos, ligeramente
hinchados como si acabara de despertar o tuviera fiebre.
—Ha
de ser muy bella cuando está gozando —le dije, tratando de seguir el hilo de su
reflexión.
—No
—respondió, seguro de lo que decía—. Cuando está gozando ya no hay nada que
esperar. Dormida —concluyó, con tono de ensoñación—. Yo la tendría siempre
dormida. O drogada.
Nuestra
conversación continuó un par de horas en ese tenor. Esa es la maravilla de la
belleza: que fecunda a la inteligencia y la lleva a volar en alas de la
reflexión y la conversación.
Unos
días después, Anton y yo volvimos a encontrarnos, esta vez en el Darling’s.
Luego cada uno siguió su camino de libertinaje en distinta dirección: él se fue
a viajar por las islas del Caribe y yo me fui a Hungría. Durante varios años,
nuestro contacto fue a través del correo electrónico y de ocasionales envíos
hechos por mensajería. Compartíamos fotos de la más artística pornografía,
libros, curiosidades fetichistas.
Finalmente,
volvimos a encontrarnos. Él me envió un mensaje electrónico invitándome a
visitarlo con la promesa de mostrarme “un tesoro”. Esta palabra, escrita por un
hombre que, dándole la vuelta a la frase evangélica, afirmaba estar
construyendo sus tesoros en el Infierno, tenía un brillo irresistible.
Anton rentaba un piso elegante
pero muy discreto cerca de la estación de Hütteldorf, en Viena. Ahí tuvo lugar
el encuentro. Una mucama uruguaya, advertida de mi visita, me atendió en
castellano desde que abrió la puerta. Me condujo a un salón que, como parecía
ser el caso del resto del apartamento, estaba iluminado sólo con luz eléctrica.
En esa penumbra y ese silencio no perturbado por los ruidos de la calle, se
olvidaba fácilmente que afuera había sol.
—El
señor viene enseguida —me dijo la mucama, y desapareció al fondo de un pasillo
algodonado de sombras.
Mientras
tanto, me puse a observar el espacio. Los muebles eran antiguos, de la época de
Francisco José, y en los libreros, aparte de novelas licenciosas y álbumes de
arte erótico, había una interesante colección de objetos de procedencia
variopinta: una estatuilla hindú ilustrando una de las posiciones clásicas del
sexo sagrado, una figura mexicana de barro de una pareja en el acto sexual, una
Venus Afrodita de alabastro, una diosa africana de ébano, una serie de falos de
piedra de alguna región mediterránea, un oxidado cinturón de castidad, algunos
juguetes modernos...
—Bienvenido
a L’Enfer
—Anton apareció antes de que yo terminara de mirar sus cosas.
Venía
envuelto en una bata de baño rojo oscuro y se había teñido el pelo y el bigote
para ocultar sus canas. Me recordó a Dirk Bogard en el papel de Aschenbach, en
la adaptación de Visconti de Muerte en
Venecia.
Nos
dimos un abrazo y un apretón de manos, y luego Anton llamó a la mucama, que nos
trajo sendas tazas de espresso con su respectiva rebanada de sachertorte. Mientras se inclinaba para
poner los platos en la mesa de centro, mi amigo aprovechó para meterle la mano
bajo la falda y hacerle una caricia larga, soez, que pareció molestar mucho a
la mujer. Sin embargo, no protestó ni hizo gesto alguno de rechazo. Sólo yo
pude advertir la expresión de aborrecimiento que desfiguró su cara.
Conversamos
durante más de una hora sobre las más diversas trivialidades: viajes,
descubrimientos bibliográficos y cinematográficos, hallazgos que entraban en
nuestra particular especialidad...
—Bueno
—dijo él, por fin—, no te invité aquí para que me dieras una clase de
literatura. Te voy a mostrar el mayor de mis tesoros, el que seguramente me
dará el pase a la condenación eterna.
Hizo
sonar la campanita de plata que había llegado con los pasteles y, cuando la
mucama apareció, le dijo en alemán:
—Traiga
usted a la niña, si está lista para ser presentada.
—Está
lista, señor. En un momento.
La
mujer desapareció al fondo del pasillo y en un momento, ciertamente, regresó.
Llevaba del brazo a una jovencita que caminaba como enferma o ebria. No era que
no pudiera sostenerse en pie ni que tropezara de una manera lastimosa;
simplemente se movía como presa de una languidez invencible, pesada de
debilidad o de tristeza o de voluptuosidad. Iba vestida con sólo una túnica
transparente, que revelaba su cuerpo exquisitamente anémico y contrastaba con
lo oscuro de su cabellera. Su piel mostraba una palidez enferma, como de
azucena.
—Puedes
acercarte a ella —me dijo Anton, seguramente notando mi arrobamiento— y
observarla tan cerca como quieras. Para eso te hice venir.
Obedeciendo,
me puse de pie y me acerqué a “la niña”, como la había llamado su dueño.
Emanaba un sutil aroma de flores nocturnas, que me hizo confirmar lo
que había pensado del color de su piel. Y entendí por qué actuaba como ebria:
estaba dormida.
—Abre
los ojos, Schatzi —le ordenó Anton,
tronando los dedos como un hipnotista que despierta a su paciente.
La
niña obedeció . Tenía las pupilas completamente dilatadas, tanto que era
difícil apreciar el color de sus ojos: un delgado aro azul titilando débilmente
tras el espejo negro, como en un eclipse de sol. Los labios semiabiertos,
sedientos. Y babeaba un poco, pero no con ese efecto de fealdad un poco tierna
que tienen algunas niñas idiotas, sino de una manera inequívocamente erótica,
salvaje, maligna. No era una retrasada de babero y balbuceo, era la hembra de
un animal de presa destilando el espeso veneno de su estro.
—Hermosa,
¿verdad? —Anton interrumpió mi contemplación.
No
me atreví a contestarle. No estaba seguro de que le niña no entendiera el
diálogo. Como si leyera mi pensamiento, Anton me explicó:
—No
oye a nadie, excepto a mí. No ve nada ni se da cuenta de nada. No habla, no
pide, no reclama... sólo dos cosas sabe hacer: amarme y obedecerme.
—¡Es
bellísima! —me atreví, por fin, a decir.
—Pero
mírala bien —me dijo. Enseguida, dirigiéndose a ella, volvió a tronar los dedos
y ordenó:
—Quítate
todo, Schatzi.
La
niña obedeció con la misma morosa languidez. Ver su cuerpo surgiendo de entre
los pliegues de la túnica, en esa penumbra y con ese aroma de flores moribundas
que despedía, me hizo pensar en una versión gótica del nacimiento de Venus.
—¿Y
bien? —me interrogó Anton cuando terminé de contemplar su tesoro. Evidentemente
estaba orgulloso de él.
—Es...
es... —no se me ocurría la palabra que pudiera describir todas las emociones y
todas las impresiones que la niña me había provocado— Es... increíble.
Anton
llamó a la mucama.
—¿Señor?
—acudió ella.
Antes
de decirle para qué la quería, mi amigo le dirigió una mirada que me pareció
amenazante, como si ella no estuviera haciendo lo que debía hacer o hubiera el
peligro de que no lo hiciera. Y la mujer le devolvió la mirada sin dejarse
intimidar.
—Vístala
y llévesela —le ordenó Anton.
—Sí,
señor.
En
cuanto las dos mujeres desaparecieron, mi amigo me dio la explicación que
esperaba.
—La
idea se me ocurrió en Haití. En un prostíbulo de zombis al que fui en Puerto
Príncipe.
—¿Quieres
decir que ella es...? —un temor supersticioso me impidió completar la frase.
—Una
zombi. Una bella zombi. ¿No se le nota?
—Pero...
¿cómo la sacaste del prostíbulo?
—Amigo
mío, estás demasiado perturbado como para poner atención en lo que digo. Dije
que la idea se me ocurrió ahí, no que saqué a mi Schatzi de ahí.
—¿Entonces?
—La
niña es polaca. La rescaté de un muladar de inmigrantes heroinómanos en
Belfast. Ya tenía el plan y ella era exactamente lo que estaba buscando. Ya
tenía contactado al boko en Puerto
Príncipe. Lo llamé por teléfono, compré en línea su boleto de avión, le pagué
una pequeña fortuna por hacer el trabajo y una semana después... —Anton
concluyó la frase chasqueando la lengua.
“Lo
que le hiciste fue como matarla”, pensé, pero no tuve el coraje necesario para
dar voz al reproche. En lugar de eso, en mi cobardía, lo justifiqué:
—Supongo
que la vida que llevaba como drogadicta sería peor que esto.
—Así
es —confirmó mi amigo, en un tono más serio, casi piadoso—. Esa vida es un
infierno. Pero ya no más.
—¿Nunca...
volverá en sí?
—Según
el boko, lo único que podría
devolverle la conciencia es comer sal.
—¿Sal?
—Sí.
Una pizca de sal bastaría para destruir el efecto de las sustancias administradas
por el brujo. En el prostíbulo de Puerto Príncipe se contaba una historia: una
vez, un marinero llevaba en su bolsillo una bolsa de cacahuates con sal. Le
ofreció de ellos a la zombi que se llevó a la cama, ella recuperó la conciencia
y, cuando comprendió dónde estaba y todo lo que había pasado, se arrojó de
cabeza al mar.
No
comenté ya nada. Me quedé pensando en eso y en otras historias sobre zombis que
había escuchado. Y sentí que me asfixiaba en ese lugar, pero al mismo tiempo
experimenté un desesperado sentimiento de haberme enamorado de “la niña”.
—Tómate
una copa —me ofreció Anton, notando mi contradictorio estado de ánimo—. Te
ayudará a asentar la experiencia.
Al
día siguiente me fui de Viena. Durante los años que transcurrieron después, muchas
veces volví a pensar en mi amigo y en la horrenda belleza que tenía en su casa.
Deseaba y a la vez temía volver a verla. Soñaba con ella. Una noche la soñé o
la vi —no lo sé— sentada en la orilla de mi cama, observándome mientras se
comía a mordidas un enorme trozo de carne cruda, los labios escurriendo sangre.
No baba, como aquel día en el piso de Viena, sino sangre.
Me
alejé un poco de Anton para no sentirme obligado a volver a visitarlo. Y ya no
me sentía bien cuando pensaba en él. No era ninguna forma de rechazo moral;
creo que lo envidiaba, que le tenía celos. Él no insistió.
No
volvimos a vernos. Lo último que supe de él fue que había muerto. Salió en el
periódico. De acuerdo con el informe oficial, lo asesinó una joven que vivía
con él y que se hallaba bajo el efecto de una droga desconocida. Lo apuñaló
repetidamente con un cuchillo de cocina y luego se suicidó clavándose en el
vientre la misma arma. Eso era todo lo que decía la nota. Lo demás me vino a la
mente en una imagen clarísima: la mucama uruguaya dándole cacahuates salados a
la niña, sin saber. O tal vez, por descuido, dejó un salero al alcance de ella.
Y aun había una tercera posibilidad: lo hizo a propósito, para vengarse por
algo de Anton.
4 comentarios:
Y fue condenado a vivir... Saludos maestro Agustín! Le envío un abrazo
¡Gracias!
Horrendamente bello. Saludos Maestro Agustín.
Saludos, Pedro.
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