domingo, octubre 31, 2021

Anuncios clasificados

 


—Vamos a buscar en el tuyo —sugirió Oana.

         —¿Por qué en el mío? —Petru se rascó la cabeza bajo el gorro negro que llevaba puesto.

         —Yo ya no tengo datos. Me quedé sin saldo.

         —Está bien —respondió el muchacho, y empezó manipular su celular—. ¿Cómo se llama la página?

         Flash.

         Se hallaban sentados en una banca de la plaza Unirii, muy cerca de la Universidad Babes-Bolyai, en Cluj, Transilvania. Frente a ellos se erguía la catedral de San Miguel: un edificio imponente, de fachada gótica. Era octubre y otra vez, por la pandemia, las clases presenciales se habían mudado a las plataformas en línea. Sólo seguían abiertas las oficinas administrativas y las bibliotecas, aunque no se permitía estudiar ahí; era para recoger y devolver libros. Con ese pretexto, muchos de los estudiantes continuaban merodeando la universidad. Lo cierto es que extrañaban esos edificios viejos y sombríos, extrañaban reunirse. Como hacía frío, habían empezado ya a ponerse ropa de invierno: abrigos de lana, bufandas largas, gorros tejidos. Los jardines lucían cubiertos de hojas secas, y una niebla opaca velaba las distancias.

         —No es por desanimarte, pero no hay nada. Mira: no hay más de diez anuncios y todos son de departamentos caros, en el centro.

         —Hoy es martes, ¿no? Al rato actualizan la página.

         —¿Cómo sabes?

         Oana se encogió de hombros:

         —Conozco bien esa página.

         —De todas maneras, yo creo que no es buen momento para mudarnos. Por la pandemia.

         —Al contrario —respondió Oana, decidida—. Ahora es la oportunidad porque muchos estudiantes se han regresado a su pueblo. Están dejando su departamento y ya sabes: baja la demanda, bajan los precios.

         Pero Petru seguía reacio a sentir entusiasmo:

         —¿Qué hacemos entonces?

         —Vamos a la tienda a comprar cigarros y luego seguimos, ya que hayan actualizado la página.

         Tomaron sus mochilas y se levantaron de la banca. Cruzando la plaza estaba  el minisúper. Ahí se pusieron sus máscaras y compraron una cajetilla de cigarros Carpati, un chocolate y dos botellas de agua. Al salir volvieron a la banca de antes y se sentaron a fumar. La niebla se había levantado un poco y empezó a haber más transeúntes, muchos con máscara aunque todavía no era obligatorio usarla en la calle. A Oana le gustaba esa parte de la ciudad: edificios antiguos, umbrosos, muchos de estilo neoclásico. Era la más bonita de la ciudad.

         Fumaban en silencio, Oana observando el paisaje y Petru mirando en su celular los anuncios de computadoras de segunda mano. No pensaba comprar nada, pero le gustaba enterarse de los precios.

         Llevaban casi seis meses de novios y les parecía que ya era tiempo de mudarse juntos, además de que ninguno de los dos estaba satisfecho con el lugar donde vivía actualmente. Oana compartía con otras dos estudiantes un departamento en un edificio multifamiliar de la época del socialismo: un espacio muy pequeño, sin sala de estar ni comedor, sólo la cocina, el baño y dos recámaras. De éstas, ella compartía la más grande con una chica moldava de la Facultad de Odontología. Con frecuencia tenían clases por video a la misma hora y era muy difícil no estorbarse. Además, Oana no se sentía libre de encender la televisión ni de oír música, como no fuera con audífonos.

         Petru, por su parte, vivía en un edificio del mismo tipo con otros cuatro compañeros. Era muy lejos de la Universidad, en un barrio de obreros y pandillas de adolescentes, y ya estaba cansado de tener que tomar un autobús y luego un trolebús y perder más de una hora cada día, media de ida y media de regreso. Demasiado tiempo para una ciudad pequeña. Además, la calefacción no funcionaba bien y salía muy cara, así que sólo podían encenderla un rato en las noches.

         —Piden mucho dinero en todos —comentó él con desaliento, cuando ya estaban mirando otra vez los anuncios de apartamentos.

         Oana le quitó el celular y se puso a buscar ella también, mientras fumaba. Antes de llegar a la misma conclusión que Petru, pasó a la sección de “Amigos”. Ahí, entre las ofertas de “caballero sin vicios, de buen carácter, trabajador” y “dama de busto grande, bien conservada”, encontró un anuncio:

         —¡Mira esto! —dijo, exhalando una bocanada de humo azul que rápidamente se mezcló con la niebla— “Caballero de edad muy avanzada, sin familia, enfermo, busca persona o pareja que quiera darle compañía y cuidados sencillos. Ofrece a cambio planta alta de la casa, más la propiedad del inmueble a su deceso. 0670-538375, noches”. ¿Qué te parece?

         El muchacho se quedó pensando. Torció la boca:

         —¿Vivir con otra persona?

         —Así estamos, Petru. ¿O tú vives solo?

         —Pero es gente de nuestra edad.

         —¿Y?

         —No sé. No me gusta la idea de tener que cuidar a un enfermo. Quién sabe si no tendrá covid.

         —Si fuera eso, no diría que requiere sólo cuidados sencillos. Además al final nos quedaríamos con la casa, ¿te das cuenta? Tendríamos una casa propia sin haber gastado nada.

         —¿Y qué tal si un día tronamos?

         —Pues entonces uno de los dos se queda con la propiedad y le da al otro la mitad de lo que vale. ¿Se te hace justo?

         Petru seguía indeciso. El sol salió un poco, sin calentar, dándole a la niebla un brillo de seda, y luego volvió a desaparecer.

         —Tenemos de aquí a la noche para pensarlo —insistió Oana—. Pero yo creo que podríamos llamar y hacer una cita. Si no nos gusta nos olvidamos del asunto.

         —Está bien.

         Se levantaron otra vez de la banca y echaron a andar hacia la biblioteca de la Universidad.

 

+++

 La casa se encontraba en un barrio oscuro y muy venido a menos donde ya sólo vivían gitanos, gente de dudoso oficio y ancianos con pensiones miserables. Sin embargo poseía su encanto: no había mucho tráfico de automóviles, las banquetas tenían grandes árboles que daban sombra durante el día y las casas, aunque un poco deterioradas, conservaban el estilo de los buenos tiempos.

         Eran las siete de la noche cuando los muchachos empujaron la verja del jardín y entraron. No se veía ninguna luz en la casa. Las plantas parecían descuidadas, oprimidas por la hierba, como si nadie se hubiera ocupado de ellas en mucho tiempo. Sobre una rama de un durazno seco, un búho vigilaba.

         —Pasen ustedes —dijo una voz desde el interior, antes de que los jóvenes llamaran. Seguramente los habían visto por la ventana.

         En cuanto entraron hubo algo que deprimió a Oana: con todo y que llevaba puesto el cubreboca, sintió el olor a aire encerrado, a objetos viejos, a moho, a medicamentos. La única ventana se hallaba cubierta con una cortina gruesa, de modo que no entraba ni siquiera la poca luz del alumbrado público; la habitación estaba iluminada con una lámpara de gas, una de esas pesadas lámparas de la época socialista que irradiaban una luz azulescente, helada. Petru no se fijó en nada de eso; ni siquiera miró los aristocráticos retratos pintados al óleo que decoraban dos de las paredes. Se concentró en examinar el estado de los muros y del techo, de las puertas, la tubería... ¿no había calefacción? Se sentía frío ahí. Por eso los chicos no se habían quitado sus abrigos.

         —Llamamos por teléfono hace un rato —explicó Oana.

         —Sí, ya lo sé. Siéntense —la voz, fatigada pero todavía agradable, varonil,  venía de un anciano que los miraba desde un sillón, con una piel de carnero sobre las piernas—. Perdonen que no les ofrezca nada de tomar, pero tendrían que quitarse la máscara y en esta época uno no sabe de dónde puede venir el peligro.

         —No se preocupe.

         —Puedo darles unas galletas de gengibre para que se las lleven —el caballero ya hacía esfuerzos por levantarse, pero la muchacha lo detuvo.

         —No se moleste, por favor —se dio cuenta de que quien estaba frente a ella no era un ser humano normal: tenía un color malsano, como de pescado crudo, y los ojos rojos como de conejo.

         Oana volteó a ver a Petru, a ver si también él se había dado cuenta de esos detalles, pero el chico seguía distraído examinando el estado del inmueble.

         El piso se hallaba cubierto con retazos de alfombras de distintos colores y texturas, uno sobre otro, tratando de mantener algún calor en la habitación. Y junto al sillón donde el anciano estaba sentado había un librero lleno de libros y luego un anaquel con algunos juguetes de plástico, una caja de galletas, un par de platos pintados a mano con escenas de pastores enamorados, un reloj mecánico...

         —Entonces vienen por lo del anuncio.

         —Así es, señor.

         El anciano iba a responder algo, pero de pronto comenzó a toser. Un pájaro, hasta ese momento oculto en una repisa con libros, se asustó con su espasmódica tos y empezó a revolotear por toda la habitación buscando una salida.

         —Ha de haber entrado con ustedes —acusó el viejo, en cuanto pudo volver a hablar. Se quitó la máscara y se limpió con un pañuelo la saliva de la tos. Entonces Oana vio que, entre sus labios llenos de arrugas, asomaban dos colmillos, uno de oro, el otro normal pero con la punta rota.

         —No lo vi —se defendió la chica.

         —Ni yo —añadió Petru.

         —Ahora ayúdenme a sacarlo. No quiero que se muera aquí —mientras decía esto, el anciano volvió a ponerse el cubreboca, se levantó y fue a abrir la ventana. Entró el frío de la noche, haciéndolo toser otra vez—. Ahí, junto a la lámpara, está mi bastón. Ayúdenme a sacarlo.

         Petru tomó el objeto —un hermoso bastón de ébano— y empezó a perseguir al pájaro, que agitaba sus alas lleno de miedo, chocando contra los vidrios altos de la ventana, contra los libros, contra los retratos de siniestros aristócratas de siglos pasados. Oana lo miraba con angustia. Hubiera querido detener esa persecución, pero Petru, al contrario, trataba de darse prisa para poder cerrar la ventana lo más pronto posible y que el anciano no se soltara a toser otra vez. Corría y saltaba de un lado a otro dando bastonazos, y el pájaro chillaba y se golpeaba contra las cosas, hasta que por fin dio con la ventana abierta y se fue.

         Recuperada la calma, el anciano volvió a su lugar, se cubrió las piernas otra vez con su piel de carnero y empezó a hablar:

         —Parecen buenos muchachos ustedes. ¿Les gusta la casa? ¿Quieren verla toda? Vayan a mirarla. Yo los espero aquí. Llévense la lámpara.

         Oana iba a rehusar, pero Petru se levantó de inmediato.

         —Me gustaría ver la parte de arriba.

         —Vayan ustedes. Pero les advierto que, como ya no subo para allá, todo está hecho un desorden. Tendrán que limpiar.

         —Vamos —le dijo Petru a Oana, que seguía sentada.

         —Ve tú. Yo me quedo a acompañar al señor.

         —Vaya usted también, señorita. Necesita ir conociendo la casa.

         El hombre parecía dar por hecho que iban a quedarse. Pero Oana se sentía cada vez más angustiada, como que algo le oprimía el pecho y no la dejaba respirar. Siguió a Petru, no porque quisiera ver también el estado de la casa, sino para poder decirle que ya se fueran.

         —Espérate —le respondió él—. Mira esta habitación. Podría ser mi estudio.

         —Vámonos —insistió Oana.

         —¿Por qué?

         —¿No te has dado cuenta?

         Petru no respondió. Se quedó esperando a que ella se explicara.

         —¿No te has dado cuenta? —repitió Oana—. ¡Este hombre es un vampiro!

         —Y qué, ¿te da miedo?

         —No es eso. Tú no me entiendes. ¿No ves que ya casi no quedan vampiros en Transilvania? Éste ha de ser el último. ¡Y va a morirse!

         —¿Por qué habría de morirse, si es un vampiro? Los vampiros con inmortales.

         —¡Por el covid, idiota! —gritó ella en voz baja— ¿No sabes que es una enfermedad de los murciélagos? De ahí se pasó a los humanos.

         Petru recordó un artículo que había leído hacía tiempo acerca de la extinción de los vampiros en toda la cordillera de los Cárpatos. La persecución había empezado en la época del socialismo, cuando les confiscaron sus propiedades y los obligaron a trabajar. Todos sin excepción se negaron, demostrando con ello ser la última escoria de una aristocracia decadente que había vivido alimentándose de la sangre del obrero. Se creó un departamento especial dentro de la Securitate para rastrearlos: un cuerpo secreto dentro de la policía secreta, con autonomía para reclutar informantes. Funcionó bien. Muchos vampiros fueron ejecutados sin mayor juicio, pero, como las balas de plata le parecieron al gobierno de Ceausescu un lujo ridículo, a todos los demás los enviaron a los campos de trabajo. Unos cuantos sobrevivieron, escondiéndose. La gente los protegía: eran un símbolo nacional y el último vestigio de la pasada grandeza de Transilvania. Pero el proceso de extinción ya no podría detenerse; tras el cambio de sistema, se encargaron de completarlo factores tan diversos como la contaminación y el calentamiento global, con el consiguiente acortamiento de los periodos de apareamiento. Aunque la causa principal fue la criminalización de sus hábitos alimenticios, consecuente con el nuevo pensamiento democrático. Al perder acceso a la sangre humana, fuente de su eterna juventud, los vampiros  comenzaron a envejecer igual que los seres humanos comunes y corrientes. Una comisión especial de la Unión Europea investigaba fuentes alternativas, pero hasta ahora no habían tenido resultados. Y ahora la pandemia...

         —Va a morirse —repitió Oana, con una tristeza impotente.

         —Bueno, para eso vinimos, ¿no? Para cuidarlo y luego... pues luego nos quedamos con la casa. Es él quien propone el trato.

         —¡Vámonos ya, por favor!

         Oana bajó las escaleras de prisa y salió a la calle. No se sintió capaz de despedirse del vampiro. Petru entendió que más le valdría seguirla y eso quiso hacer, pero el anciano lo detuvo:

         —¿Se enojó la señorita?

         —Eh... no... no sé... creo que se sintió mal.

         —¿No quiere llevarse una galletas de gengibre? A la mejor así la contenta. Yo de todas maneras no puedo comer esas cosas. Me las trajo la vecina, que es...

         Petru llevaba prisa y tuvo que interrumpirlo:

         —No, señor. Gracias. Ya me voy.

         —¿Sí les interesó la casa?

         Esta última pregunta ya no la oyó el chico.

         Pensó que Oana estaría esperándolo en la calle, pero no fue así. Se había ido. Él pensó marcarle al celular, pero luego descartó la idea. La conocía: era mejor esperar que se calmara. De cualquier manera, revisó su teléfono por si tenía algún mensaje o llamada perdida de ella. Pero no, no había nada.

         Se fue andando hacia la parada del trolebús, despacio, un poco molesto porque no lograba entender qué había pasado. Al final de la cuadra vio un bar de mala muerte en el que ni él ni Oana habían reparado cuando llegaron. Dos muchachas gitanas, bajitas, habían salido a fumar; una de ella buscaba algo neuróticamente en su bolso de charol. Petru se imaginó al vampiro, muchos años atrás, rondando por ahí de madrugada en busca de jóvenes ebrios. Tal vez los seguía hasta que se despedían de sus compañeros de parranda y cada quien se iba por su lado. Entonces elegiría al más apetecible o al más vulnerable. Chicos como él, como Oana, como esas chicas que habían salido a fumar... ésos eran sus víctimas. ¿Por qué simpatizar con un criminal así? ¿Sólo porque eran una especie de símbolo nacional? Qué absurdo. Era como querer levantarle una estatua a Vlad Tepes.

         Reconoció desde lejos a Oana. Estaba sentada en la banca de hierro de la parada, esperándolo. ¿O esperando el trolebús nada más? Ella no lo vio venir, pero no se sorprendió.

         —¿Qué pasó, Chiquita? ¿Por qué te saliste así?

         —No me entiendes, ¿verdad, Petru? —le respondió ella sin voltear a mirarlo. Había una tristeza enorme en sus ojos.

         —¿Qué es lo que debo entender?

         —Yo no soportaría verlo morir. Estaba acabado ya, ¿te diste cuenta? ¿Cuánto tiempo hará que no bebe sangre? Y luego el pájaro... ¿cómo pudiste hacer algo así?

         —¿Qué hice?

         —¿Cómo pudiste? ¡Estaba aterrado! Igual que él. Ha de tener tanto miedo...

         Petru se quedó callado, observándola. No quiso insistir, pero sintió que estaban dejando ir una oportunidad. Ya habría otra. Sacó su celular y se puso a ver los anuncios de computadoras de segunda mano.

         —No soportaría verlo morir —repitió Oana.

         —¿Vamos a perder esta oportunidad por un símbolo nacional?

         —Eso del símbolo no lo dije yo. Yo detesto esas cosas que sólo dividen a la gente.

         —¿Entonces?

         —Es que los vampiros son seres tan mágicos, tan bellos... —todo esto lo decía Oana sin mirarlo. Sus ojos parecían enfocados al oscuro fondo de la calle, por donde vendría el trolebús, pero no miraba nada realmente.

         Petru la abrazó porque hacía frío y porque no quería verla triste. No le hizo falta entender sus sentimientos para abrazarla con todo su corazón. “Ya habrá otra oportunidad”, se repitió.

jueves, abril 22, 2021

Recuerdos de Amparo Dávila


El único taller de cuento al que he ido como alumno fue el de Amparo Dávila. Fue en 1979 y yo tenía 16 años de edad. Me llevó un amigo que, siendo mayor y ya con un libro de poesía publicado, conocía el medio literario: Juan Galván Paulín.

         El taller era los sábados a las 10 de la mañana, en las instalaciones de la ya desaparecida Asociación de Escritores de México (aemac), en la planta alta del edificio del Club de Periodistas, calle de Filomeno Mata, centro histórico de la Ciudad de México. En aquella época, Amparo Dávila todavía no era tan valorada como ahora, así que el taller tenía pocos integrantes y muchos iban una o dos veces y no volvían. Yo siempre fui el mas joven y además provinciano: creía que escribir literatura era usar palabras engoladas y arcaicas y toneladas de miel. Así que, como era de esperarse, recibí tremendas palizas por parte de mis compañeros. La maestra nunca fue dura, ni conmigo ni con nadie. Dando ejemplo de paciencia, me ayudó mucho a superar mis desventajas en poco tiempo, al grado de que ella misma envió un cuento mío a un periódico de San Luis Potosí que se llamaba Momento. Fue mi primera publicación y todavía tengo guardado un ejemplar. Otro ejemplo de su generosidad: en esa época, yo hacía separadores de lectura para vender. Eran gatitos pintados al óleo. Tuve el atrevimiento de ofrecerle uno sin saber todavía que su ex marido era un artista famoso, hermano de otro igual, y una de sus dos hijas pintaba como terapia. Y Amparo (que así la llamaba ya a esas alturas) me compró uno y lo guardó por muchos años.

         Fue una época muy buena, muy fecunda la de ese taller. Ahí, en esos salones umbrosos, conocí personas que todavía son entrañables amigas, como la artista escénica Berenice Camacho y algunas figuras que estaban en el centro de la vida literaria de entonces: Arturo Azuela, Elena Poniatowska, Héctor Azar, Juan de la Cabada, Manuel Mejía Valera, Carlos Eduardo Turón... en un salón al lado del nuestro estaba el taller de poesía de Isabel Fraire. Ahí conocí a Darío Galicia, personaje que volvería a encontrar años después, en la Facultad de Filosofía y Letras.

         El taller nunca tuvo más de diez alumnos, y los pocos que asistían al principio empezaron a dispersarse. A pocas personas de esa época les interesaba la literatura fantástica; eran los años de oro de la novela de “la onda”, y en esa dirección iban los intereses de los jóvenes. ¿Qué fue de todos aquellos compañeros? No lo sé. Los talleres literarios están llenos de personas que no van a ser escritores. En el transcurso de un par de años, Amparo Dávila se quedó sólo con dos: Galván Paulín y yo. Luego Juan empezó a alejarse también, aunque siguió cultivando la amistad de la maestra y visitándola cada vez que podía. Al final, me quedé yo solo con ella en aquel fresco y ya solitario salón con sus ventanas a la hermosa calle de Filomeno Mata.

         Y el final, ciertamente, llegó pronto. La sogem, que tenía pocos años de fundada, hizo que la aemac saliera sobrando. Desapareció nuestra Asociación. Se devolvieron los salones al Club de Periodistas y se finiquitaron los talleres. La gente lo tomó con calma. Yo no. Amparo comprendió que eso sería un golpe duro para mí y, en un enorme gesto de generosidad, me ofreció seguir enseñandome a mí solo, en su casa, sin cobrarme un centavo.

         Así conocí el departamento donde vivía en ese entonces, en la calle de Atlixco. Y conocí a sus dos hijas —una encantadora, la otra un signo de interrogación—, a su mucama ya vieja y maniática y sus gatos, que todavía no eran muchos porque el departamento no lo permitía. En el mismo edificio vivía o había vivido otra grande, Inés Arredondo. Amparo me la presentó (aunque eso no fue ahí sino en la Capilla Alfonsina) y me contó que eran tan amigas que se corregían sus cuentos una a la otra y se casaron el mismo día con sus respectivos maridos. Otra persona interesante que conocí gracias a ella fue María Teresa Retes, viuda de José Revueltas. Ciertamente, como aquellas visitas semanales ya tenían más de charla que de taller, la  maestra me contó muchas cosas de su propia vida y de otras: recuerdos de su infancia, de su padre a quien siempre adoró, de su amistad con Julio Cortázar. Yo también le contaba cosas de mi vida y recibía sus consejos y sus ocasionales regaños. Me hice amigo de su hija Loren, que siempre se acercaba a platicar y a mostrarme alguna cosa que había hecho; de Jaina no, porque ella parecía vivir muy ocupada y rara vez se detenía con nosotros.

         En 1983 entré a la Universidad y ya no me fue posible seguir asistiendo cada semana. Mis visitas se espaciaron. Luego, con la muerte de Pedro Coronel, el ex esposo de Amparo, ella heredó la casona de San Gerónimo y se fue para allá. Eso me hizo todavía más difícil ir a verla, pero trataba de ir. Y mi querida maestra tenía admiradoras que no sabían cómo contactarla, así que yo empecé a actuar un poco de intermediario. Llevé a San Gerónimo a varias amigas, entre ellas a mi querida Edmée Pardo. Amparo nos recibía siempre contenta, siempre pródiga; nos ofrecía café en tacitas de porcelana con cucharas de plata y nos presentaba a sus ya como veinte gatos, todos con nombres de ríos o de dioses egipcios. El momento más entrañable para mí era cuando sacaba el separador de gatito que me había comprado hacía ya tanto tiempo y se lo mostraba muy contenta a la visitante, como si la estrella del encuentro fuera yo y no ella.

         Con el exilio en Europa, ya no pude acompañarla en su vejez, pero me da alegría ver que nuestro país ha empezado a pagar la deuda que tenía con ella. Porque una cosa que la entristecía, en la época en que aún salía a la calle, era que sus libros no estaban en las librerías. Ahora ya están, y si no están, sus lectores los exigen.

jueves, marzo 11, 2021

Mi historia con los teléfonos

 


Tuve mi primer teléfono celular en el año 2011, como quince años después que la gran mayoría de mis amistades. Y de ser por mí habría seguido posponiéndolo, pero me lo regalaron. Me parecía y me sigue pareciendo un collar de perro que traigo al cuello. No es que tenga aversión a la tecnología: me gustan las computadoras y las teorías sobre inteligencia artificial. Lo mío es contra los teléfonos, por algún motivo que desconozco.

En mi casa tuvimos línea fija mucho después que nuestros vecinos. No nos hacía demasiada falta y no teníamos dinero. En los años 60, Ixmiquilpan era un pueblo chico y para qué llamar si era más divertido apersonarse y chismear con todos los condimentos del lenguaje corporal. Había señoras que hacían diariamente su ronda de visitas, a veces cargando una canasta o una bolsa de mandado para despistar. Si algo urgía, era tarea de los chicos ir corriendo a dar una noticia o a preguntar por la salud de alguien.

El único tío que llegaba a tener necesidad de llamarnos por teléfono, porque vivía en la capital, lo hacía a la tienda de abarrotes o a la veterinaria; una la teníamos a la derecha, la otra a la izquierda. Y esos vecinos, siempre amables, nos avisaban y ahí iba mi madre, corriendo para no molestar demasiado y para que el tío no pagara tanto de larga distancia. Ahora, si nosotros necesitábamos hacer la llamada, íbamos a la oficina de teléfonos que se encontraba en nuestra misma calle. A mi hermana y a mí nos fascinaba ir y ver ese enorme tablero lleno de cables que una señorita guapa enchufaba y desenchufaba según intrincadas combinaciones numéricas. Eran las operadoras. Cuando jugábamos con telefonitos de esos que se hacían con hilo y cartón, siempre decíamos: “Operadora, ¿me comunica por favor al número 311?” Nos sentíamos importantes diciendo eso con voz de adultos.

Para cuando tuvimos nuestra primera línea, ya no había operadoras y los números ya no eran de tres dígitos sino de cinco, en nuestro pueblo. Luego tuvimos dos aparatos en casa y ya era posible, como lo habíamos visto en las telenovelas, levantar la bocina de uno y oír la conversación del otro. Había que ser muy cuidadoso para que no nos traicionara ni el más leve clic. Y no era que se tratara de nada interesante; lo interesante era la emoción de sentirse espía.

Años después, los teléfonos me darían otras experiencias, más agridulces: la de llamar a la novia y colgar si contestaba el papá o armarse de valor, carraspear y saludar con mucha gentileza: “Ehem. Buenas tardes, señor, ¿se encuentra fulanita-mi-desesperado-amor?” Y luego, la emoción de las emociones: hablar con ella. Me encerraba en la recámara, luego de gritar la amenaza de siempre: “Si alguien levanta la bocina, lo pagará muy caro”. Los suspiros, las imágenes que la voz provocaba, la sensación del auricular caliente en la oreja… la frustración al oír: “Ya tengo que colgar. Me toca calentar la cena”. Y luego había que ver el inútil esfuerzo porque, después de la llamada, no se le notaran a uno ni el rubor, ni la sonrisa de oreja a oreja, ni los latidos de corazón con bocina, ni la erección a todo lo que daban las hormonas.

Claro, esto tenía su lado oscuro: el dolor de cuando venían las peleas y uno oía la voz amada por allá lejos: “Dile que no estoy.” O, todavía más aterrador: “Dile que sí estoy pero no quiero hablar con él”. Era real, y no sólo real sino también frecuente, esa escena típica de las telenovelas de la chica que colgaba el teléfono y se tiraba a llorar en la cama. Y no sólo las chicas lo hacían, me consta. La educación sentimental de mi generación está ligada al teléfono y al audio cassett.

Ya viviendo en la Ciudad de México, los teléfonos me mostraron su lado realmente oscuro. En aquella época, la policía secreta mexicana empleaba diversos métodos para reprimir los movimientos estudiantiles. Uno de ellos consistía en seguir al objetivo con un coche sin placas, a cualquier hora y en cualquier rumbo de la ciudad, un rato, lo suficiente para sembrar inquietud. En cuanto el objetivo llegaba a casa, sonaba el teléfono: uno o dos timbrazos nada más, sólo para dar el mensaje: “Sabemos quién eres, sabemos dónde vives, sabemos qué haces”. Suficiente para crear miedo. Supongo que los del coche se comunicaban por banda civil con una oficina de las cual salían las llamadas.

Otro reto eran los teléfonos públicos, pero eso ya es el mester de callejería y amerita dejarlo para otro episodio.

Era otra época ésa de antes de los celulares. No era tan fácil como ahora comunicarse. La primera vez que viví fuera del país, cuando estuve en Austin College, de 1993 a 1994, llamaba a mi familia una vez al mes, por diez minutos, no dos veces al día y por dos hora como lo hacen ahora muchas personas aun viviendo en continentes distintos. Todavía, esté yo donde esté, conservo esa sana costumbre de las llamadas cortas y al grano. Y tal vez sea por eso, por lo fácil que se da en este siglo la garrulería telefónica, que les tengo ojeriza a los celulares.

sábado, enero 16, 2021

La granada

De las cosas que puedo hacer en la cocina solo, ninguna me da tanto placer como desgranar una granada. Es su delicadeza lo que me hechiza, su repulsión a todo lo que sea fuerza bruta. Porque si uno no tiene cuidado con ella, sangra. La granada no es como la naranja, que se desnuda a cuchillo y se desgaja con fuerza, ni como la manzana o la ciruela, a las que hay que quitar el corazón. Mucho menos como el coco, que se abre de un machetazo certero y sonoro. Tampoco las uñas tienen nada que hacer aquí. Todo se hace con las yemas de los dedos, despacio, acariciando cada grano como si supiera que va a ponerse erecto, como puliendo el rubí que es. Y cuando detecta uno el que ya está flojo, listo para dejarse llevar, empieza a rozarlo desde su base suplicándole en silencio, ordenándole en silencio; lo remuele uno con suavidad, girándolo entre las yemas de los dedos, hasta que se viene solito. Y así con el que sigue y el que sigue.

         Uno avanza palpando, viendo con la piel, dejando que la granada misma nos diga por dónde va a dejarse. Y efectivamente, llega un momento en que esos rubíes como que se hacen a la idea de entregarse y se dejan separar ya sin esfuerzo. Es como si la fruta clamara: “Desgráname. Desgráname toda.”

         Por supuesto, no es posible pasar inadvertida esa delgada piel blanca que tiene la granada, translúcida, adherida a sus contornos. Es como su ropa interior.

         La granada es ruda y suave y usa chamarra de cuero y lencería de encaje.

viernes, diciembre 11, 2020

Für Elise

 


Tenía once años cuando terminé la primaria. Como me gradué con honores y de “premio” me llevaron a la Ciudad de México a saludar al presidente, algunas personas notables se interesaron en mí. Una de ellas fue un prócer local que tenía un primo rico en la capital.  Este primo llamó por teléfono a mis padres, no a nuestra casa porque nosotros no teníamos una línea, sino a la tienda de al lado. Era para ofrecerme hospedaje en su casa a mi llegada a la Ciudad de México, sólo la primera noche porque ya luego la Secretaría de Educación Pública se encargaría de mí. En aquella época uno no desconfiaba de las personas.

         Así que me encontré, por primera vez en mi vida, en una casa rica. Todo me dejó boquiabierto: la escalera alfombrada con su barandal de madera, el piano de cola, el despacho lleno de libros, la enorme cocina donde una mucama en uniforme me hizo un sandwich delicioso. Y aún me faltaba lo más bello, que llegó después de la cena. Era la hija menor de los señores, una niña como de mi edad a quien llamaron para que tocara el piano. Bajó por la elegante escalera. Tenía el pelo largo, castaño claro, y un vestido de color pastel que ahora, viendo la escena en perspectiva, me doy cuenta de que no era un vestido sino un camisón para dormir. Y me sonrió y se presentó y enseguida se sentó al piano. Yo nunca había visto un piano de cola, mucho menos una niña capaz de tocarlo. Tocó Para Elisa.

         A mi edad he llegado a saber que Para Elisa es una pieza relativamente fácil, para estudiantes que empiezan. Pero en ese entonces me conmovió como la música más sublime en la ejecución más virtuosa del mundo.

         La niña no tocó más que eso. Y yo me fui a dormir ya sin poner atención a los lujos de la casa. Ni siquiera recuerdo cómo era la recámara que me dieron. Estaba en éxtasis por la música.

         Al día siguiente me despertaron temprano para llevarme en coche a la Secretaría de Educación Pública. Nunca volví a ver a aquella familia. Ni siquiera recuerdo el nombre de la niña. Han pasado más de cuarenta años y ya no queda nadie a quien preguntarle qué fue de esas personas. Pero cada vez que escucho Para Elisa, vuelvo a ver en mi mente los cabellos castaños, el “vestido” color pastel, los bellos ojos concentrados en el cuaderno de partituras. Quizá no eran bellos. No importa. Quizá la niña no tocaba bien y no siguió haciéndolo; se casó y se olvidó del piano. Tal vez aquélla no era una casa rica; sólo era diferente a las casas de mi pueblo. Nada de eso es asunto mío. La memoria es otra cosa. La memoria sabe decir mentiras que parecen verdad y eso es suficiente.

jueves, noviembre 26, 2020

Fantasmafilia

 

Como bien sabe todo el que ha puesto un altar en Día de Muertos, hay que ofrecer algo a los fantasmas si uno quiere que vengan. Algo que apele a los sentidos. Por alguna razón que todavía estoy descifrando, no les mueve mucho el sentido de la vista. Será que finalmente aprendieron a desconfiar de las apariencias, de las engañosas formas del mundo físico. Por razones obvias, tampoco el tacto funciona con ellos. Los otros tres sentidos, sí. Son golosos y de verdad los hacen felices esos banquetes caseros que les ofrecemos cada 2 de noviembre. Con el gusto va el olfato, por supuesto. Yo les tengo su mesa especial —una mesita de madera de cerezo— y ahí les pongo sus golosinas: bombones de chocolate, lágrimas de azúcar con licor de anís, dulces de regaliz, una copa de absenta o algún licor de hierbas amargas. No, no es lo que me gusta a mí. Mi menú depende en realidad de la clase de fantasmas que me interesa invitar a mi casa. Vamos, ¿qué clase de presencias etéricas vendrían si ofrezco uno de esos platillos que halagan a la gente sin modales? Mi oferta está dirigida a espíritus sensibles que vivieron en esa época dichosa en que aún había respeto por los prejuicios y murieron dignamente de tuberculosis o de sífilis.

         Últimamente he detectado una que me tiene entusiasmado. No le interesa la comida y eso ya la eleva por encima de todos los demás. Puedo ordenar los más exquisitos chocolates de Suiza o de Bélgica y me los desprecia. Si acaso se acerca a la absenta. En cambio, ciertos olores le arrancan suspiros que llegan a mecer mis cortinas. Le gustan los perfumes, en especial los cítricos y los florales. Abrir una botella de esas fragancias en mi mesa de ofrendas es como abrir una lata de arenque donde hay gatos.  Mi fantasma toma ante mis ojos la forma de una tenue niebla opalina. Sabe recompensarme: más tarde, ya en la cama, gozaré hasta la ebriedad ese soplo helado que viene a rizar los vellos de mi pecho con retozos de chicuela.

jueves, octubre 08, 2020

Memoria de Ixmiquilpan. Parte 1

 


Nací en 1963. Eso quiere decir que los primeros siete años de mi infancia me tocaron en los años sesenta. Una década de mucho ajetreo: las luchas revolucionarias latinoamericanas, Fidel Castro y el Che, la crisis de los misiles, los hippies, los Beatles, María Sabina, el boom latinoamericano, la primavera de Praga, la masacre de Tlatelolco, la llegada del hombre a la luna... era otro el mundo de entonces. México era otro. Ixmiquilpan era otra, tan diferente que hoy apenas y es posible reconocerla en las imágenes de las fotos antiguas.

         Ciertamente, esa ciudad de calles sucias y llenas de agujeros, atravesada por un río y un arroyo ya muertos, no se parece nada al tranquilo y un poco adormilado pueblo que todas las primaveras lucía alfombrado por las jacarandas. Miro las fotos que publica la revista Cactus: imágenes de los años 50, 60, 70… reconozco algunas caras y casi todos los nombres. Ixmiquilpan era tan pueblo que todo el mundo se conocía. Debía su identidad a algunos viejos apellidos: López, Vázquez, Rocha, Núñez, Monter, Ramírez, Trejo, Romero, Pedraza, Velázquez, Regalado, Salomón, Martínez, Morales, Hernández, Olguín, Bravo, Rangel, Sandoval, Roa, Alcántara, Durán, Cadena… esos y otros que de momento no recuerdo eran los apellidos de los personajes de esas fotos antiguas en blanco y negro, los de los primeros equipos de futbol y las primeras reinas de la belleza.

Ixmiquilpan todavía no tenía ínfulas de ciudad. Era un pueblo tan pequeño que, desde la parte de atrás de mi casa, se veía el arroyo, luego el mercado y, más allá, sólo tierras de labranza y un área despejada donde se ponían las carpas del circo. Allá me escapaba yo con mis hermanas y mi hermano, los chicos de los vecinos y a veces mis primos. Íbamos a ver los animales, con la sensación de aventura que daba llegar a las afueras del pueblo. En las otras direcciones era más o menos lo mismo; no se necesitaba tomar peseros para ir de un lado a otro. No había zonas residenciales ni supermercados ni casas de cambio ni pizzerías ni tiendas de computadoras ni nada de esas cosas modernas que nos han invadido. Eso sí, había muchas misceláneas y talleres de todo tipo. Bueno, creo que de sastrería sólo había tres: el de mi papá y mi tío Beto, el de Marcelo y Luis y el de Juan. Los cinco maestros ya se fueron de este mundo, pero dejaron discípulos que ahora siguen. También había pocos balconeros, pocos carpinteros, pocos zapateros y en general eran honrados y bien hechos, aunque a veces tardados.

Lugares de reunión también había pocos, pero muy queridos: La fuente de sodas Alcántara, adonde muchas veces íbamos saliendo de la secundaria y después de los desfiles; la cafetería El Minuto, ideal para citas amorosas porque tenía una sección a media luz donde uno podía platicar a salvo de miradas indiscretas. Y por supuesto, las cantinas a las que uno podía ir directamente en busca de los borrachos locales. En esa época no había teléfonos celulares y no todos tenían línea fija, así que era común ir a buscar a los hombres (jóvenes y viejos) a esa especie de despacho que era la cantina. Yo, por ejemplo, tenía una amiga que me llamaba a mi casa para que fuera al bar de la cuadra a buscar a su novio, que seguro estaba ahí, y le dijera que ella quería hablarle. Y ahí iba yo de obediente, lo llamaba y me lo llevaba a mi casa a que se pasara un buen rato oyendo regaños perfectamente justos. Estos entrañables templos dedicados al ocio y el vicio tenían nombres como Billares Alcántara, El Paraíso, El Atorón, El Jacalito, Haz de venir… aunque el lugar de reunión favorito de todos era el portal oriente, por las noches. Se llenaba de puestos de antojitos (chalupas, flautas, enchiladas, etcétera) y ahí se encontraban las familias, a veces aunque no quisieran. El otro portal, el del poniente, tenía más vida en las mañanas, cuando había un bolero en cada columna y era casi cuestión de estatus dejarse ver ahí sentado, leyendo el periódico, mientras esos chicos hacían rechinar las franelas.

¿Tiendas? Ya había muchas, pero no todas eran de tradición y no todas sobrevivían. Recuerdo algunas, las del centro, para no ir más lejos: La botica La Gloria, La Casa Venus (nombre más que promisorio para una perfumería), las ferreterías Casa Regalado, Casa San Pedro y El Zepelín (donde los hombres hacendosos nos sentíamos como niños en juguetería), La Alcántara (precursora de los minisúper), la mercería de don Marquitos, adonde tantas veces me mandaron a comprar botones, cierres, elásticos y cosas de ésas; y esa otra mercería que se llamaba La Vencedora y estaba en mi calle. Recuerdo también La Pasadita, donde vendían esas bebidas alcohólicas de colores que tenían el bello nombre de “espíritus”; la papelería El Venadito, atendida por un señor muy amable que se llamaba Bartolo y platicaba con los niños; y luego esa mezcla de juguetería y tienda de deportes que se llamaba El Trébol y estaba mero enfrente de donde paraban los autobuses a Pachuca y a la Ciudad de México; las farmacias Cruz Blanca e Hidalgo; esta última también era papelería y ahí compraba yo mis monografías y todas esas cosas que se usaban entonces. Por cierto, fue ahí donde una vez oí que un muchacho preguntaba si no tenían la biografía de la ballena. Tal vez se refería a alguna de esas ballenas famosas, como Mobby Dick o la que se comió a Jonás o la de Pinocho, pero yo no pensé en ésas y me dio risa.

            Es que había poca cultura entonces, y eso que la desgracia de la televisión apenas empezaba. Creo que empezó con cuatro canales nada más, pero ustedes me corregirán. Eran el 2 (telenovelas), el 4 (películas del año de la canica), el 5 (caricaturas y series gringas) y el 8 que ya no me acuerdo de qué era. Eso sí, muchas de las películas más emocionantes de mi vida (y algunas eran películas de arte) las vi en los dos cines que teníamos: el Del Valle y el Aries. Qué emoción era entrar ahí. Eran mis lugares favoritos en todo el pueblo. En el Del Valle me eché todas las de ficheras, metiéndome de contrabando. Bueno, también había aún carpas de cine en la feria, pero ya no me acuerdo de ésas. Creo que pasaban puras pelis de charros y canciones rancheras. Y había unas carpas con enanitos y esas otras tradiciones de la cultura de feria, como la carpa de la mujer lagarto.

            De música, pues qué querían: nadamás la banda municipal de tambora y trombón, y los tríos de huapangos de los lunes. No se habían inventado los Cds ni los formatos digitales, y los casets eran la gran novedad, aunque la mayoría de la gente seguía presumiendo sus discos de acetato. Me acuerdo de las portadas. Me acuerdo también de que en algunas casa tenían una consola; es decir, un mueble de madera con patas, especial para tocar música. Le ponían una carpetita de gancho encima con un elefante de yeso y era el orgullo de la familia, junto con la foto de XV años y el título de la universidad, que normalmente se colgaban en la pared, sobre la consola. ¿Quién no recuerda casas así?

            Ciertamente, tener un título universitario era cosa respetada y se consideraba que ya con eso tenía uno su fortuna hecha (ya habría tiempo para el desencanto). Ser llamado “doctor”, “licenciado” o “ingeniero” era cosa de mucho prestigio y mucho brillo: era uno un profesionista. ¡Las mamás estaban tan orgullosas de sus hijos profesionistas! Es que además no era tan fácil como ahora. No teníamos universidad, ni siquiera prepa. Lo más que se podía estudiar, saliendo de la secundaria, era la academia comercial (Villa o Lux).  Esas academias eran el destino de las señoritas de buena familia antes de casarse. Porque éramos una sociedad patriarcal, y, si la familia no podía sufragar los estudios universitarios de hijos e hijas, pues se daba la preferencia a los hijos. Las hijas para qué; nada más se iban a echar a perder allá en la ciudad juntándose con hippies y comunistas, y además qué necesidad había si su futuro estaba hecho con que se casaran bien. Mientras tanto iban a la academia comercial. Esas academias me encantaban porque las muchachas se veían muy bonitas con sus uniformes y además los salones de clase tenían ventanas a la calle y uno podía echarse su taco de ojo cada vez que pasaba por ahí.

            Otras muchachas se iban a estudiar la Normal, que en esa época se podía hacer sin preparatoria. Aunque muchos hombres también lo hacían, se consideraba una profesión de mujeres. Y en Ixmiquilpan llegaba a ser una tradición familiar. Así teníamos a las maestras Rocha, las maestras Domínguez, las maestras Chávez... tal vez otras que en este momento no me vienen a la memoria.

            En cambio, ser doctor o licenciado (más aún ingeniero) se consideraba cosa de hombres. Será por eso que cuando trato de recordar a los médicos de mi infancia, sólo se me ocurren hombres. La gente se refería a ellos por su apellido, con mucho respeto: Alisedo, Armenta, Lemus, López, Absalón, Luque, Valdivieso...

            De otras profesiones se sabía poco y a nadie le importaban. Eran un exotismo de los intelectuales. Y los “intelectuales” eran algo así como un montón de herejes que atentaban contra las buenas costumbres y los valores de la patria y la familia, pero afortunadamente vivían lejos; en Ixmiquilpan no teníamos ni uno. Tan se sigue dando por hecho esto que, una vez, hará unos veinte años, escuché un diálogo muy chistoso. Estaba una pareja joven mirando unos lentes en un puesto del portal. La muchacha intentaba convencer a su novio de que se comprara los que ella quería. “¿Por qué estos?”, le preguntó él, aferrado a otros más feos. “Es que con éstos te ves como intelectual”, le contestó ella. La respuesta de él fue contundente: “¿Y tú cómo sabes cómo son los intelectuales si nunca has visto uno?”.

            Pues ya me cansé. He escrito estas cosas un poco al azar, sin seguir un plan y sin ser exhaustivo en nada. He mencionado cosas, lugares y nombres, y seguramente habrá quien me reclame que me faltó esto o me faltó lo otro. Culpa de mi memoria o de que siempre fui muy distraído, tanto que de niño se me olvidó muchas veces pedir el vuelto en los mandados y mi mamá me mandó de regreso a la tienda o a la tortillería, con toda la pena. Así que si se me olvida algo, no se enojen y de todos modos recuérdenmelo, por si un día se me antoja hacer crecer estos recuerdos.

martes, abril 07, 2020

La lluvia





Desde mi ventana se veía la bandera toda escurrida, húmeda por la lluvia, en el patio de la primaria de la unidad habitacional. El verde, supongo, representaba la carne echada a perder de los miles de muertos; el rojo, los bubones inflamados. ¿Y el blanco? ¿Qué decían los maestros que representaba el blanco? Tal vez ese cielo lechoso de septiembre. Porque no había parado de llover desde hacía un mes. Todo se veía húmedo a lo lejos; en las azoteas, los tendederos cayéndose de ropa que no se secaría nunca. El paisaje me trajo el recuerdo de aquella última tarde que pasé en mi pueblo antes de la pandemia, cuando saqué al Káiser a dar una vuelta por la plaza. Éramos los dos únicos seres vivientes que andaban por ahí mojandose. No es que fuera un aguacero aquella vez; la verdad sólo era chipi-chipi, pero la gente ya había empezado a encerrarse. Ya había empezado el miedo.
         Desde las ventanas del departamento, en el octavo piso de la unidad, la ciudad no se veía tan desierta como estaban diciendo en la televisión. Encendí la laptop para ver qué comentaban mis contactos del Face. Los hospitales estaban saturados, y los alarmistas ya estaban posteando fotos de enfermos agonizantes y médicos en traje de guerra biológica. ¿Por qué les gustaba crear miedo? Iba a hacer un comentario al respecto cuando sonó mi celular. Era mi madre:
         —Hola, má. ¿Cómo tás? ¿Está lloviendo en el rancho?
         —¿No has visto las noticias? ¡Está horrible, hijo! Qué bueno que no vas a venir al pueblo. No salgas si puedes evitarlo, por favor.
         —¿Quién te dijo que no voy a ir?
         —¿A qué vienes? Nada más a emborracharte con tus amigos. Pues ya ni eso vas a poder hacer.
         —Todavía no prohíben las reuniones en casa. ¡Además yo quiero ir! Es el cumple de Minerva y le van a hacer fiesta.
         —¿Es tu novia?
         —No, es mi amiga, pero...
         —Celebras su próximo cumpleaños. No le ha de faltar compañía... así como tiene de fama...
         Mi madre no se imaginaba por qué tenía yo tantas ganas de ir al rancho. La verdad es que ya no me quedaba nada de dinero. Me lo había gastado ordenando comida por internet ahora que había tanta oferta. Al final de la discusión telefónica, mi mamá se quedó con la idea de que yo iba a hacerle caso, y yo con la decisión de ir al rancho. Cuando colgué, me di cuenta de que la batería del celular ya estaba en amarillo, pero no quise entretenerme en cargarla. Junté mi ropa sucia y la zambutí en mi mochila, junto con la laptop. ¿Qué podía pasar? ¡Nada! Yo nunca me enfermaba. A veces, en la escuela, todo el mundo andaba moqueando y tosiendo, contagiándose unos a otros, y a mí no me pasaba nada. Ni un estornudo.
         Estaba lloviendo leve cuando salí del edificio. El impermeable no servía de mucho porque había viento y la lluvia pagaba de lado, fría, cortando la cara y las manos. Así llegué a la parada del micro. Un letrero avisaba que el servicio se había interrumpido hasta nuevo aviso: tendría que caminar. La estación de autobuses estaba lejos: cuatro kilómetros de acuerdo con Google maps, pero por lo menos ya estaba parando de llover. Recorrí esa distancia entre calles vacías, silenciosas. Parecía que nunca hubiera vivido nadie ahí. Ni siquiera salía ningún ruido de las ventanas cerradas a piedra y lodo. A cierta distancia vi humo, no el humo bucólico que sale de la chimenea de alguna cabaña anidada entre flores; no, yo sabía demasiado bien lo que era: estaban quemando a los muertos junto con todas sus pertenencias. En todo el trayecto vi sólo seis personas: las conté. Eran jóvenes todas. No traían cubrebocas ni ninguna protección. Los habitantes de la ciudad nos dividíamos en dos grupos: los que creíamos que todo eso era una falsa alarma creada por los medios y en realidad no ocurría nada, y los que ya no creían en la eficacia de nada. En cualquiera de los dos casos, las máscaras sobraban.
         Así llegué a la terminal. En el andén que me tocaba había como diez personas nada más y eso que las corridas de autobuses se habían reducido a una por día. Cuatro iban juntos, supongo que eran una familia; en todo caso lo parecían porque todos estaban gordos. La menos gorda era una niña como de once años; otra, más chica, era una verdadera lechoncita: hasta la voz tenía de cochinito. La madre estaba callada, seguramente llena de miedo. En cambio el padre se veía contento: un puerco grandote, prieto, de bigotes como de escobetilla pero negros, con una chamarra de cuero. Entre los otros pasajeros había tres o cuatro señoras y dos chicas, una de ellas lindísima y buenísima. Me puse a pensar en cómo podía hacerle la plática, pero luego decidí mejor no molestarla. Hacer caso de las recomendaciones oficiales de no acercarse a nadie. Justificación para mi inseguridad, lo reconozco. Mientras pensaba en eso, la gente pasaba hacia otros andenes, y más pasajeros vinieron a formarse en nuestra fila. El autobús no llegaba y ya eran las once y media de la mañana; se suponía que salía a las once.
         Dejé de pensar. Mi mochila estaba pesada con toda la ropa sucia que me llevaba al rancho para que mi mamá me la lavara. Pero ni modo de ponerla en el piso lodoso del andén. Recomendaban no hacer eso: el suelo era otro hervidero de virus.
         El gordo bigotón empezó a despotricar porque no llegaba el camión. “Cálmate, papá, por favor”, le suplicó la niña relativamente delgada. “Aquí amontonados corremos más peligro de infectarnos”, respondió él. Ni modo, iba yo a tener que aguantar la piara todo el camino. Ya quería llegar a casa. Tenía hambre y no tenía dinero ni para una torta; con trabajos había completado lo del pasaje.
         Finalmente llegó el autobús. Yo estaba a la mitad de la cola y de repente todos empezaron a empujarse para subir, a pesar de las advertencias sanitarias. Nunca he podido entender eso: si los boletos están numerados, ¿para qué se avientan? ¿No que tenían mucho cuidado de guardar Susana Distancia? Ah, claro, los que tenían ese cuidado se quedaban en casa y no viajaban a ninguna parte.
         —La mochila va abajo —me dijo el chofer con tono autoritario. Él sí traía su cubrebocas azul de dentista. No sé por qué pensé en un dentista, uno de esos que a uno le da asco que le metan en la boca sus dedos regordetes y peludos.
         —Siempre me dejan subirla.
         —No cabe en el portabultos. Además puede estar contaminada.
         —Me la llevo en las piernas.
         —Molesta al pasajero de al lado.
         —Pero si ni se van a ocupar todos los asientos —insistí.
         El chofer dejó de mirarme y meneó la cabeza, aferrado a su actitud.
         —Va abajo.
         —¿Por qué?
         —Es el reglamento y ya, hijo. Te subes o te quedas.
         Comprendí que no iba a lograr nada:
         —Está bien. Ábrame la cajuela.
         —Jálale nomás.
         Hasta eso tuve que hacer. Con la lata de que iba a tener que ponerme a las vivas en cada parada, no fueran a robarse mi mochila. Nada más saqué la laptop.
         Me fui viendo el paisaje: la ciudad empapada tras la cortina gris de la lluvia, que había vuelto. Lentamente, parando cada tanto, pasamos los últimos barrios de la ciudad, la zona industrial, la caseta de cobro... el chofer iba hablando por su radio de banda civil, probablemente con sus colegas que iban por otros rumbos. No alcancé a oír lo que decían ni me interesó.
         Saliendo de la ciudad vimos el primer accidente: dos autos destruidos, un carro de bomberos, un hombre empapado haciendo señales con una franela roja... la turba llena de miedo le había prendido fuego a una casa. Luego ya todo fue más rápido. El chofer dejó su juguetito y puso música o lo que él entendía como tal. Para cuando terminamos de remontar la sierra, ya habíamos contado otros cuatro desastres y linchamientos de enfermos. Entendí que ni mi madre ni mis contactos del Face habían exagerado: la situación estaba grave. En mi teléfono, la señal de batería baja no dejaba de flashear. “Creo que mejor me hubiera quedado”, me dije. “Pero bueno, gracias a Dios no ha pasado nada hasta ahorita”.
         Nos detuvimos en Los Limones, donde bajaron dos pasajeros. Quedamos como ocho, yo creo. El chofer se tardó un poco platicando en la oficina de la línea y luego volvió con un café en un vaso de unisel y reanudamos la marcha. Atrás de mí iba la familia de gordos. Adelante, junto a la puerta, la muchacha bonita. Luego dos señoras que iban secreteándose. Cerca de mí, del otro lado del pasillo, un señor ya viejo que se me hizo conocido y un muchacho como de mi edad. Pensé que viajaban juntos porque iban platicando muy animados, como si les valiera un cacahuate lo que pasaba allá afuera con la pandemia. Se reían.
         Bajando hacia los valles no llovía, pero el lodo y los montones de hojas verdes arrancadas de los árboles indicaban que eso era sólo una tregua. De cualquier manera, dejé de estar preocupado: era ya la mitad del camino a mi pueblo. Saber esto me llenó de tranquilidad. Cerré los ojos y poco a poco, arrullado por el rumor de las conversaciones y la música tropical del chofer, empecé a cabecear. Como entre sueños, sentí que el autobús dejaba de moverse hacia adelante y en cambio descendía en una lenta y suave caída. Quién sabe qué me hizo despertar. Yo creo que los gritos de las niñas gordas. El hecho es que abrí los ojos sólo para darme cuenta de que estábamos atascados en una cuneta. Las señoras chismosas exclamaron algo y las niñas gordas se soltaron a llorar. El chofer se puso de pie y dijo:
         —Todos están bien, ¿verdá? Tranquilos. Tuvimos una falla mecánica y yo no puedo arreglarla. En cuanto pase otra unidad de la línea, le digo que los lleve.
         —¿Y a qué horas va a ser eso? —preguntó desde atrás el gordo de la chamarra de cuero.
         —Eso sí no sé decírselo, señor. Puede ser una hora, puede ser más.
         La más chica de las niñas gorditas empezó gritar:
         —¡Mami, tengo miedo!
         Y la madre se puso a acariciarle los cabellos tratando de consolarla. Ha de haber sido una de esas señoras aguerridas, porque sin duda todos estábamos nerviosos y sin embargo ella se aguantaba para no asustar más a sus hijas. Pensé en mi mamá y en lo que ella habría hecho en este caso, y me cayó el veinte de que esto era precisamente de lo que había querido salvarme. Me sentí triste, no alarmado como los otros pasajeros. Intenté llamar a mi casa, pero el teléfono ya no respondió. A nadie le importó, por supuesto. Ni siquiera se dieron cuenta. Cada quien estaba en su onda, reaccionando a su manera. Unos le echaban la culpa al chofer, otros hacían lo posible por mantener la calma, las señoras chismosas se pusieron a rezar. Nadie me miraba, nadie miraba a nadie más. La única que volteó hacia mí fue la muchacha bonita. Era mi última oportunidad para acercármele. Y otra vez me quedé paralizado, pensando.
         El chofer se quitó su cubrebocas de dentista y se bajó a fumar. Siguieron su ejemplo el viejo que se me hacía conocido y el muchacho que iba con él, y luego la bonita. Se pararon del lado de la cuneta, donde quedaban protegidos del viento húmedo, y ahí encendieron sus cigarros. Yo sabía fumar, como todos los de mi banda de la prepa, pero no me gustaba. Sin embargo me di cuenta de que ahí sí era mi última oportunidad. Me bajé corriendo con mi laptop en la mano, como estúpido nerd:
         —¿Tendrás un cigarro que me regales? —le pregunté a la bonita. La voz me salió entre tartamudeos, como si nunca en la vida le hubiera hablado a una chica. Ella se me quedó viendo y sonrió. Iba a responder algo, pero en eso el viejo se metió en nuestra conversación:
         —No te pases de gandul. ¿Cómo le pides cigarros a una señorita? Eso no es de caballeros. Yo te doy los que quieras. Toma —y me extendió su cajetilla.
         Me le quedé viendo con una mezcla de odio y vergüenza. La bonita se dio cuenta y acudió en mi ayuda.
         —Yo se lo doy, señor. No se preocupe —dijo, y siguió sonriendo. Era el momento de demostrar mi caballerosidad:
         —No la voy a despreciar, ¿verdad, amigo?
         —Como quieran —gruñó el viejo con una voz ronca de fumador—. Para mí, mejor. Me dura más la cajetilla.
         Fue así como, fumando, comenzamos a platicar los tres. Yo hubiera querido que nada más fuéramos dos, pero ni modo de hacer una grosería; para empezar, me hubiera visto muy lanzado. Definitivamente se me hacía conocido el viejo. ¿De dónde?
         —¿Cómo se llama, señorita? —hizo la pregunta que yo quería hacer.
         —Diana. ¿Y usted?
         —Isaías Galindo, para servirle.
         En ese momento se hizo la luz en mi memoria. Claro: ese viejo disminuido, encorvado, con aspecto de enfermo, era “El Pezuña” Galindo, el orgullo de mi pueblo hacía como veinte años. Yo todavía no nacía cuando él dejó de pelear, pero mi padre y mis tíos siempre que se ponían a chupar acababan hablando de ese gran boxeador que fue El Pezuña Galindo, campeón de peso gallo. Se contaban mil anécdotas, a cual más exagerada, y una de las cantinas del pueblo tenía las paredes cubiertas de recortes de periódico donde él aparecía, fotos y carteles anunciando sus peleas y, sobre la barra, unos guantes autografiados. Vivía en Los Angeles, hasta donde yo estaba enterado. ¿iba al pueblo? ¿De visita? Me dieron muchas ganas de preguntarle, pero lo que nos sobraba era tiempo. Ya lo haría después, con más confianza.
         —¿Y tú cómo te llamas? —me preguntó Diana.
         —Juan José.
         Se unió a nosotros el muchacho que iba sentado junto a El Pezuña, y así el grupo llegó a cuatro. Mejor: así me sería más fácil concentrarme en Diana. Y así lo hice: cuando terminamos de fumar y regresamos al autobús, me senté junto a ella.
         —Eres estudiante, ¿verdad? —me preguntó.
         —Sí, de la prepa uno. ¿Y tú?
         —De la tres.
         Y así se nos fue el tiempo: platicando. Al parecer, los otros pasajeros también se hicieron amigos. Confiábamos en que nadie estaba infectado y así debía ser: esa enfermedad era rápida para hacer su trabajo: el que la contraía iba a dar a la morgue dos días después. El gordo se puso de buenas y empezó a contar chistes que los demás le celebraban. Mientras tanto, el chofer seguía comunicándose con alguien por el radio.
         —No nos queda más que esperar —dijo finalmente a través de su máscara de dentista—. Las unidades no están saliendo por el mal tiempo.
         —¿Qué vamos a hacer? —el gordo volvió a ponerse de mal humor. Se le había acabado la risa.
         —Ustedes no se preocupen, señores. El Ejército ya está apoyando: viene en camino un vehículo militar.
         —Pues a ver si de veras.
         —Véanlo por el lado positivo: aquí no hay quien nos contagie.
         Seguimos esperando, ya todos con hambre. Las señoras chismosas llevaban galletas y las repartieron.
         Luego de un rato oímos que un camión grande se detenía al lado del autobús. Eran  soldados y venían con sus trajes blancos de guerra biológica. El chofer y el gordo se bajaron a hablar con ellos. Yo iba a ir también, por si había algún problema, pero pensé que me sería más caballeroso mantenerme al lado de Diana y protegerla.
         —¿Cuántos civiles hay en el vehículo? —alcancé a oír que preguntaba uno de los militares, a través de la visera del traje.
         —Nueve en total, mi jefe —le respondió el chofer.
         —Tenemos capacidad para seis. Los llevamos a Los Limones. Ahí han instalado un refugio en la escuela. Les darán alimentos y atención médica si es necesario.
         El chofer y el gordo volvieron al autobús y nos repitieron lo que ya habíamos oído
         —Mis hijas no han comido nada y están muy asustadas —argumentó la mamá gorda—. Denles prioridad. Entre ellas y yo somos tres. Y mi marido...
         —¡Nosotras somos del grupo más vulnerable, por nuestra edad! —gritó desde atrás una de las señoras— Y tampoco hemos comido. Los niños aguantan; nosotras ya no.
         —Niños y mujeres siempre van primero —dijo el chavo de mi edad, con un tono definitivo que no le había oído antes.
         —Yo tengo que inyectarme mi insulina —dijo El Pezuña sin mucha convicción, más bien como con tristeza.
         —Tengan lástima de los que ya estamos viejos —insistió otra de las señoras chismosas—. Ya no nos queda mucho de vida. En cambio para los niños, esto es una aventura.
         —¿No tiene usted nietos? —le reclamó Diana— ¿Qué les diría si estuvieran aquí: que disfrutaran su aventura?
         —Estaría orgullosa de verlos cederles el lugar a unos pobres ancianos.
         La niña más chiquita empezó a chillar:
         —¿No nos van a llevar, mami?
         —Claro que sí, nena. ¡No faltaba más!
         —Pero esta pinche vieja...
         —Sshhhh —la madre le tapó la boca.
         El sargento, capitán o lo que fuera paró la discusión:
         —Nos llevamos a las niñas con su mamá, a las abuelitas y a la señorita. Los demás esperan a la próxima unidad de auxilio.
         —¿Y mi esposo? ¿Qué va a pasar con él?
         —Las alcanza en el siguiente vehículo que podamos mandar, señora.
         Nadie dijo ya nada. Nada más se oyó el ruido de las bolsas y cosas que bajaban los pasajeros.
         —Nos vemos al rato en el refugio —me sonrió Diana, echándose su mochila a la espalda.
         Ya sin ella, sentí que se había agotado mi paciencia. Hubiera querido volver a ser niño y soltarme a llorar como las gorditas. Y no podía ni siquiera usar mi puto teléfono. Me dieron ganas de aventarlo al suelo y pisotearlo. Pero me levantó el ánimo lo que me dijo Diana: “Nos vemos al rato”. Era una promesa y supongo que también expresaba un deseo de su parte. Y bueno, tal vez tenía razón la viejita y todo esto sería una aventura. Tal vez pasaríamos la noche en el refugio... corriendo aún más peligro de infectarnos. Miré a los otros pasajeros que se habían quedado conmigo. El gordo parecía muy inconforme con la decisión de los militares de separarlo de su familia. Se puso a sermonearnos a los demás sobre cómo había que portarse en situaciones de crisis. El Pezuña ni lo oía; se veía mal. Entonces me di cuenta: bajo el cuello y los puños de la camisa se le veían los bordes de unos bultos enrojecidos: los bubones. ¿Era posible que nadie más que yo lo hubiera visto? Sentí terror. Creía que porque había películas y había tenido miedo de que me mordiera un perro conocía el terror. Pero no, aquello no lo era. Esto sí. Y ni siquiera podía decir nada: la gente se pondría histérica y querrían prenderle fuego al enfermo. Él se veía tan jodido... si además tenía diabetes, no iba a durar. Apenas y podía articular las palabras cuando dijo:
         —Cuando lleguemos al albergue, me voy a inyectar mi insulina.
         —¿Por qué no lo hizo antes? —le preguntó el chofer.
         —Llevo muchas horas viajando. No creí que tendría que esperar tanto.
         Yo me sentía mareado de miedo. ¿Me había tocado? ¿Tenía ya el virus yo también? ¿Estaríamos infectados ya todos los pasajeros? Me toqué los brazos, el cuello... no tenía molestias, pero... él sí se veía mal. Muy mal. ¿De verdad era ése el hombre que había noqueado quién sabe a cuántos, que se movía en el ring como un tiburón buscando su presa? ¿No se habían dado cuenta los demás pasajeros? ¿Era que el miedo les impedía ver lo que no soportarían ver?
         —¿Dijeron los soldados a qué hora vendrán por nosotros? —le pregunté al chofer.
         —Como en una hora, hijo. En lo que van a Los Limones y regresan.
         —Hace rato no se veía usted tan amolado —le espetó el gordo a El Pezuña—. ¿Qué le pasa?
         —Los nervios me ponen así. No es bueno para la diabetes.
         —¿Por qué no se inyecta ahorita?
         —No traigo jeringa. Allá en el albergue han de tener. El capitán dijo...
         —Pues no se angustie, don Isaías —le dijo el muchacho de mi edad—. ¿Por qué se angustia? No estamos en peligro ni nada aquí.
         —Nervioso había de estar yo, que no sé dónde estarán mi mujer y mis hijas. Quién me dice que no se las llevaron a otro lado los milicos. Capaz que ni siquiera existe el tal refugio. Ya ven lo que hicieron en Ayotzinapa.
         —Cómo cree, señor —trató de calmarnos el chofer, sin mucha convicción.
         —Hay que tranquilizarnos —dije en voz baja, creo que más para mí que para ellos.
         Nos bajamos a fumar. Pasó una hora. Hora y media. Me había invadido una angustia muy fea: sentí que mis neuronas empezaban a explotar como palomitas de maíz dentro de mi cabeza. No pude más.
         —Los Limones no está tan lejos —dije—. Yo me voy caminando.  Cualquier cosa es preferible a estar aquí, en esta espera.
         —Estás loco —me regañó el chofer—. Espérate aquí; ya no han de tardar los militares. Ahorita vuelvo a llamar, a ver qué pasa.
         —Pues si vienen, a fuerzas me tienen que ver en el camino. Para ellos es igual levantarme de la carretera que llevarme de aquí.
         Todos se me quedaron viendo como si realmente estuviera yo loco. El gordo hasta me sonreía.
         —¿Quién se va conmigo? —pregunté.
         Quien menos hubiera esperado, El Pezuña, levantó la mano.
         —Yo tampoco quiero seguir aquí sin hacer nada. Esto no es de hombres.
         —No, señor —lo detuvo el chofer—. Usted tiene diabetes. Ni siquiera debería haber salido de su casa. Regrese a su asiento y espere a que venga el auxilio y vengan a multarlo por irresponsable.
         —Escúcheme, joven —me dijo El Pezuña, sin molestarse en contestarle al chofer—, yo sé lo que necesito: necesito respirar aire fresco, estirar las piernas. Nadie de ustedes sabe quién soy o quién fui alguna vez, pero no soy de los que se quedan sentados.
         —Está muy lejos para usted —le dije, tratando de convencerlo de que no me siguiera. Me daba miedo. Y lástima. Respiraba como con esfuerzo, como si acabara de correr, y las manos le temblaban. Pero estaba decidido.
         —No me importa. Vámonos de aquí.
         Los demás se dieron cuenta de que no iban a detenernos y ya no dijeron nada. Abrí la cajuela y saqué mi mochila y el veliz de El Pezuña. ¿Qué llevaría ahí? Pesaba. Pero no me dejó ayudarle.
         —Yo puedo —dijo.
         Empezó a lloviznar, con viento. Un viento que cortaba, que chicoteaba entre los árboles del camino cargado de agua. Traté de ir despacio, por consideración al viejo. Ya para qué me cuidaba de él: si iba a haber daño, ya estaba hecho. Él comentó algo, pero no lo oí bien y no le contesté. No se podía hablar con ese clima. Como  tampoco oía sus pasos, de rato en rato volteaba hacia atrás para ver si aún me seguía: estaba empapado, más que yo porque él no traía ropa para la lluvia: un saco de pana y un sombrero viejo que ya ni forma tenía. Zapatos de ciudad. Me paré en seco y le grité para que me oyera:
         —Señor, regrese al autobús. Mire cómo está de mojado. Ya respiró aire fresco y ya estiró las piernas.
         —De ninguna manera. Vamos a llegar a Los Limones.
         —Pues sígale usted solo. Yo aquí me quedo parado hasta que lo vea que va usted de regreso al camión.
         —Nos quedamos aquí parados los dos.
         Y así lo hicimos unos minutos. Yo tenía ganas de decirle que ya sabía quién era, pero pensé que entonces menos me dejaría en paz. Me contenté con mirarlo a los ojos, tratando de dominarlo, pero finalmente cedí:
         —¿Por qué no dijo nada? ¿Por qué subió al autobús si ya tiene los bubones?
         —No sabía. Me empezaron a salir hace rato.
         —¿No sabe que puede habernos contagiado a todos? ¿No se siente mal por eso?
         El Pezuña asintió con la cabeza, inmensamente triste. Reanudamos la marcha.
         —Vamos a llegar a Los Limones a que me curen —dijo—. Es mi última pelea y tengo que ganarla.
         —Usted sabe que a su edad ya no se cura. Y con diabetes, menos. Y ya nos amoló a todos. Nocaut. ¿Esta satisfecho?
         No habíamos recorrido más de un kilómetro cuando se cayó. Fui a verlo. Dejé a un lado mi mochila y con todo y mi miedo y mi enojo me hinqué junto a él para ayudarle. El viejo estaba sudando frío y los bubones le habían crecido. Le ayudé a levantarse y le dije que se apoyara en mis hombros. Así seguimos andando un poco más.
         —Nada más tengo hambre —dijo—. En cuanto coma algo me voy a sentir mejor.
         Yo no sabía qué hacer. Íbamos muy despacio y empezamos a hacer pausas para descansar. La lluvia arreció.
         —Déjame sentarme tantito —se separó de mí y se arrimó al tronco de un pino, a unos tres metros de la orilla de la carretera.
         —Usted es El Pezuña Galindo: el campeón —le solté de golpe, para ver si sabiéndose reconocido sacaba fuerzas. Él me miró a los ojos como sonriendo.
         En ese instante oí un motor que se acercaba. Era un jeep.
         —¡Los soldados! —exclamé, y corrí a detenerlos.
         Eran sólo dos, pero llevaban el carro lleno de víveres. No había lugar para pasajeros. Les expliqué lo que había pasado y que venía conmigo un hombre enfermo que necesitaba insulina urgentemente.
         Los militares se miraron uno al otro.
         —Si tiene diabetes, no debía haber salido de su casa —dijo el que manejaba.
         Que se vaya encima de esos bultos —dijo el otro—. Pero nada más cabe él.
         Esta vez sentí otra clase de angustia. ¿Y si por mi culpa, por querer salvar a un hombre que de todos modos ya estaba acabado, provocaba el contagio de otros? Pero ellos eran jóvenes y se veían fuertes: podían curarse...
         —Está bien —acepté—. Ayúdenme a subirlo. Apenas y puede caminar.
         Cuando llegamos por él, ya estaba muerto. Los soldados lo comprobaron. Y vieron cuál había sido la causa. Uno de ellos fue al vehículo por gasolina.
         —Tenemos que quemarlo.
         —Pero... no es cualquier muerto. ¡Era Isaías El Pezuña Galindo! Boxeador famoso. ¿No sabe quién fue?
         —Y usted está detenido porque estuvo en contacto con él.
         —¿Adónde me van a llevar?
         —Al refugio, por lo pronto.
         —¿Al de Los Limones? ¿Es un refugio de emergencia sanitaria?
         —No hay de otra cosa.
         —Pensé que era por la lluvia.
         Se rieron. Se rieron tanto que la visera de su traje blanco se empañó por dentro. Por fuera reflejaba las llamas de la incineración.
         Cuando llegamos allá, los otros refugiados ya estaban enterados. No sé qué versión les dieron, pero sentí sobre mí las miradas incriminatorias de todos: la familia de gordos, el chofer del autobús, el muchacho de mi edad, las ancianas, Diana... incluso Diana me miraba como si hubiera sido yo un asesino. El asesino de todos ellos.