Nací en
1963. Eso quiere decir que los primeros siete años de mi infancia me tocaron en
los años sesenta. Una década de mucho ajetreo: las luchas revolucionarias
latinoamericanas, Fidel Castro y el Che, la crisis de los misiles, los hippies,
los Beatles, María Sabina, el boom latinoamericano, la primavera de Praga, la
masacre de Tlatelolco, la llegada del hombre a la luna... era otro el mundo de
entonces. México era otro. Ixmiquilpan era otra, tan diferente que hoy apenas y
es posible reconocerla en las imágenes de las fotos antiguas.
Ciertamente, esa ciudad de calles
sucias y llenas de agujeros, atravesada por un río y un arroyo ya muertos, no
se parece nada al tranquilo y un poco adormilado pueblo que todas las
primaveras lucía alfombrado por las jacarandas. Miro las fotos que publica la
revista Cactus: imágenes de los años
50, 60, 70… reconozco algunas caras y casi todos los nombres. Ixmiquilpan era tan pueblo que todo el mundo se conocía. Debía su identidad a
algunos viejos apellidos: López, Vázquez, Rocha, Núñez, Monter, Ramírez, Trejo,
Romero, Pedraza, Velázquez, Regalado, Salomón, Martínez, Morales, Hernández,
Olguín, Bravo, Rangel, Sandoval, Roa, Alcántara, Durán, Cadena… esos y otros
que de momento no recuerdo eran los apellidos de los personajes de esas fotos
antiguas en blanco y negro, los de los primeros equipos de futbol y las
primeras reinas de la belleza.
Ixmiquilpan todavía no tenía ínfulas de ciudad. Era un pueblo
tan pequeño que, desde la parte de atrás de mi casa, se veía el arroyo, luego
el mercado y, más allá, sólo tierras de labranza y un área despejada donde se
ponían las carpas del circo. Allá me escapaba yo con mis hermanas y mi hermano,
los chicos de los vecinos y a veces mis primos. Íbamos a ver los animales, con
la sensación de aventura que daba llegar a las afueras del pueblo. En las otras
direcciones era más o menos lo mismo; no se necesitaba tomar peseros para ir de
un lado a otro. No había zonas residenciales ni supermercados ni casas de
cambio ni pizzerías ni tiendas de computadoras ni nada de esas cosas modernas
que nos han invadido. Eso sí, había muchas misceláneas y talleres de todo tipo.
Bueno, creo que de sastrería sólo había tres: el de mi papá y mi tío Beto, el
de Marcelo y Luis y el de Juan. Los cinco maestros ya se fueron de este mundo,
pero dejaron discípulos que ahora siguen. También había pocos balconeros, pocos
carpinteros, pocos zapateros y en general eran honrados y bien hechos, aunque a
veces tardados.
Lugares de reunión también había pocos, pero muy queridos: La
fuente de sodas Alcántara, adonde muchas veces íbamos saliendo de la secundaria
y después de los desfiles; la cafetería El Minuto, ideal para citas amorosas
porque tenía una sección a media luz donde uno podía platicar a salvo de miradas
indiscretas. Y por supuesto, las cantinas a las que uno podía ir directamente en
busca de los borrachos locales. En esa época no había teléfonos celulares y no
todos tenían línea fija, así que era común ir a buscar a los hombres (jóvenes y
viejos) a esa especie de despacho que era la cantina. Yo, por ejemplo, tenía
una amiga que me llamaba a mi casa para que fuera al bar de la cuadra a buscar
a su novio, que seguro estaba ahí, y le dijera que ella quería hablarle. Y ahí
iba yo de obediente, lo llamaba y me lo llevaba a mi casa a que se pasara un
buen rato oyendo regaños perfectamente justos. Estos entrañables templos
dedicados al ocio y el vicio tenían nombres como Billares Alcántara, El
Paraíso, El Atorón, El Jacalito, Haz de venir… aunque el lugar de reunión favorito de
todos era el portal oriente, por las noches. Se llenaba de puestos de antojitos
(chalupas, flautas, enchiladas, etcétera) y ahí se encontraban las familias, a
veces aunque no quisieran. El otro portal, el del poniente, tenía más vida en
las mañanas, cuando había un bolero en cada columna y era casi cuestión de
estatus dejarse ver ahí sentado, leyendo el periódico, mientras esos chicos
hacían rechinar las franelas.
¿Tiendas? Ya había muchas, pero no todas eran de tradición y
no todas sobrevivían. Recuerdo algunas, las del centro, para no ir más lejos: La
botica La Gloria, La Casa Venus (nombre más que promisorio para una
perfumería), las ferreterías Casa Regalado, Casa San Pedro y El Zepelín (donde
los hombres hacendosos nos sentíamos como niños en juguetería), La Alcántara
(precursora de los minisúper), la mercería de don Marquitos, adonde tantas
veces me mandaron a comprar botones, cierres, elásticos y cosas de ésas; y esa
otra mercería que se llamaba La Vencedora y estaba en mi calle. Recuerdo
también La Pasadita, donde vendían esas bebidas alcohólicas de colores que
tenían el bello nombre de “espíritus”; la papelería El Venadito, atendida por
un señor muy amable que se llamaba Bartolo y platicaba con los niños; y luego
esa mezcla de juguetería y tienda de deportes que se llamaba El Trébol y estaba
mero enfrente de donde paraban los autobuses a Pachuca y a la Ciudad de México;
las farmacias Cruz Blanca e Hidalgo; esta última también era papelería y ahí compraba yo
mis monografías y todas esas cosas que se usaban entonces. Por
cierto, fue ahí donde una vez oí que un muchacho preguntaba si no tenían la
biografía de la ballena. Tal vez se refería a alguna de esas ballenas famosas,
como Mobby Dick o la que se comió a Jonás o la de Pinocho, pero yo no pensé en
ésas y me dio risa.
Es que había poca cultura entonces,
y eso que la desgracia de la televisión apenas empezaba. Creo que empezó con
cuatro canales nada más, pero ustedes me corregirán. Eran el 2 (telenovelas),
el 4 (películas del año de la canica), el 5 (caricaturas y series gringas) y el
8 que ya no me acuerdo de qué era. Eso sí, muchas de las películas más
emocionantes de mi vida (y algunas eran películas de arte) las vi en los dos
cines que teníamos: el Del Valle y el Aries. Qué emoción era entrar ahí. Eran
mis lugares favoritos en todo el pueblo. En el Del Valle me eché todas las de
ficheras, metiéndome de contrabando. Bueno, también había aún carpas de cine en
la feria, pero ya no me acuerdo de ésas. Creo que pasaban puras pelis de
charros y canciones rancheras. Y había unas carpas con enanitos y esas otras
tradiciones de la cultura de feria, como la carpa de la mujer lagarto.
De música, pues qué querían:
nadamás la banda municipal de tambora y trombón, y los tríos de huapangos de
los lunes. No se habían inventado los Cds ni los formatos digitales, y los
casets eran la gran novedad, aunque la mayoría de la gente seguía presumiendo
sus discos de acetato. Me acuerdo de las portadas. Me acuerdo también de que en
algunas casa tenían una consola; es decir, un mueble de madera con patas,
especial para tocar música. Le ponían una carpetita de gancho encima con un
elefante de yeso y era el orgullo de la familia, junto con la foto de XV años y
el título de la universidad, que normalmente se colgaban en la pared, sobre la
consola. ¿Quién no recuerda casas así?
Ciertamente, tener un título
universitario era cosa respetada y se consideraba que ya con eso tenía uno su
fortuna hecha (ya habría tiempo para el desencanto). Ser llamado “doctor”,
“licenciado” o “ingeniero” era cosa de mucho prestigio y mucho brillo: era uno
un profesionista. ¡Las mamás estaban tan orgullosas de sus hijos profesionistas!
Es que además no era tan fácil como ahora. No teníamos universidad, ni siquiera
prepa. Lo más que se podía estudiar, saliendo de la secundaria, era la academia
comercial (Villa o Lux). Esas academias
eran el destino de las señoritas de buena familia antes de casarse. Porque
éramos una sociedad patriarcal, y, si la familia no podía sufragar los estudios
universitarios de hijos e hijas, pues se daba la preferencia a los hijos. Las
hijas para qué; nada más se iban a echar a perder allá en la ciudad juntándose
con hippies y comunistas, y además qué necesidad había si su futuro estaba
hecho con que se casaran bien. Mientras tanto iban a la academia comercial.
Esas academias me encantaban porque las muchachas se veían muy bonitas con sus
uniformes y además los salones de clase tenían ventanas a la calle y uno podía
echarse su taco de ojo cada vez que pasaba por ahí.
Otras muchachas se iban a estudiar
la Normal, que en esa época se podía hacer sin preparatoria. Aunque muchos
hombres también lo hacían, se consideraba una profesión de mujeres. Y en
Ixmiquilpan llegaba a ser una tradición familiar. Así teníamos a las maestras
Rocha, las maestras Domínguez, las maestras Chávez... tal vez otras que en este
momento no me vienen a la memoria.
En cambio, ser doctor o licenciado
(más aún ingeniero) se consideraba cosa de hombres. Será por eso que cuando
trato de recordar a los médicos de mi infancia, sólo se me ocurren hombres. La
gente se refería a ellos por su apellido, con mucho respeto: Alisedo, Armenta,
Lemus, López, Absalón, Luque, Valdivieso...
De otras profesiones se sabía poco
y a nadie le importaban. Eran un exotismo de los intelectuales. Y los
“intelectuales” eran algo así como un montón de herejes que atentaban contra
las buenas costumbres y los valores de la patria y la familia, pero
afortunadamente vivían lejos; en Ixmiquilpan no teníamos ni uno. Tan se sigue
dando por hecho esto que, una vez, hará unos veinte años, escuché un diálogo
muy chistoso. Estaba una pareja joven mirando unos lentes en un puesto del
portal. La muchacha intentaba convencer a su novio de que se comprara los que
ella quería. “¿Por qué estos?”, le preguntó él, aferrado a otros más feos. “Es
que con éstos te ves como intelectual”, le contestó ella. La respuesta de él
fue contundente: “¿Y tú cómo sabes cómo son los intelectuales si nunca has
visto uno?”.
Pues ya me cansé. He escrito estas
cosas un poco al azar, sin seguir un plan y sin ser exhaustivo en nada. He
mencionado cosas, lugares y nombres, y seguramente habrá quien me reclame que
me faltó esto o me faltó lo otro. Culpa de mi memoria o de que siempre fui muy
distraído, tanto que de niño se me olvidó muchas veces pedir el vuelto en los
mandados y mi mamá me mandó de regreso a la tienda o a la tortillería, con toda
la pena. Así que si se me olvida algo, no se enojen y de todos modos
recuérdenmelo, por si un día se me antoja hacer crecer estos recuerdos.
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