lunes, julio 03, 2006

Avenida Revolución (Ciudad de México)

Me enorgullezco de ser un buen caminador y haber recorrido varias veces la Avenida Revolución a pie, desde Tacubaya hasta Plaza Loreto. Sólo me falta hacerlo de noche, pero esto me lo ha impedido la triste fama que todavía tiene el rumbo de ser territorio de los Panchitos. Así que el aspecto nocturno de esta avenida —la más viva y la más bonita del poniente defeño— lo conozco sólo desde la seguridad aislante de un coche. De cualquier manera y sea la hora que sea, Revolución cambia de cara de un tramo a otro.

Andándola de norte a sur, es una especie de itinerario social de México que, por supuesto, ofrece la escala completa de la belleza femenina de la ciudad. Y eso que no es tan larga como otras y que apenas cinco estaciones del metro alcanzan a correr a lo largo de ella. Empezando por las cercanías del mercado de Tacubaya, vemos muchachas jóvenes, trabajadoras, todavía muy al estilo de los barrios populares, que son quienes dan al rumbo su aspecto de incesante actividad. Se les encuentra cruzando las calles y los puentes peatonales, vendiendo fritangas o baratijas de Taiwan o esperando el microbús que viene de Chapultepec.

Un poco al sur, hay una zona de restaurantes chinos y hoteles de paso que constantemente anuncian promociones para los fines de semana: suites con jacuzzi por el precio de una habitación sencilla y cosas así. Por aquí casi no camina la gente; los que van a los hoteles llegan en coche. Pero a pocas cuadras las banquetas vuelven a animarse con el tránsito femenino. Se trata de las ninfetas que estudian en la escuela militarizada de San Pedro de los Pinos; desde las ocho de la mañana hasta ya cayendo la noche se les ve con su uniforme azul y blanco, marchando con las piernas mejor plantadas de la colonia. Sólo algunas, sin duda las menos disciplinadas, se detienen a fumar o a echar novio en las entradas del metro. Este tramo de la avenida se caracteriza también porque tiene varios edificios de oficinas y en ellos trabajan algunas de las secretarias más bonitas de todo el poniente. Si uno no se levanta tan temprano como para verlas pasar en la mañana rumbo al trabajo, puede toparse con ellas a eso de las tres de la tarde en alguna fonda de comida corrida; ahí las verá, a través de esos cristales que reciben todo el golpe del sol vespertino, comiendo arroz con huevos estrellados o plátanos con crema. Y si no, todavía queda la esperanza de encontrárselas en la noche, saliendo de los cines cercanos o comprando comestibles en Gigante o en la Mega Comercial.

Llegando al mercado de Mixcoac, un elemento exótico agrega su olor de especias orientales al banquete de bellezas: las mujeres de los cafés de chinos. Hay una que llama especialmente la atención: es alta, delgada, dueña de una larga y azulescente cabellera negra, y suele ponerse vestidos rojos o de colores tornasolados, untados al cuerpo, como auténtica mujer dragón de película de espionaje o de artes marciales. Lo indigesta que es la comida en esos lugares se ve compensado de sobra por el espectáculo.

Las calles que siguen, hasta después de Barranca del Muerto, no tienen ningún chiste; parecen transitadas por gente que sólo va de paso, hacia algún consultorio. La avenida vuelve a ser interesante en Tlacopac, a la altura del asilo Mundet. Entonces las calles planas son sustituidas con callejuelas empedradas y arboladas, y bajo los follajes se ven pasar mucamas de uniforme con niños de la mano. En los jardines del asilo, las enfermeras asolean a los ancianos, que parecen disfrutar con todas sus ganas ese sol de la mañana.

Adelante de Tlacopac comienzan a abundar los artistas: jóvenes con cierto aire de anarquía y muchachas de cintura frágil y caderas acorazonadas que van al Museo Carrillo Gil, al Helénico, al centro comercial de Altavista o, los sábados, al tianguis de arte de San Ángel. Sin duda, aquí empieza la parte más bonita de Revolución. La avenida va en ascenso y desde muchas cuadras de distancia alcanzan a verse las cúpulas de azulejos del convento del Carmen y, al fondo, la cresta azul del Ajusco. La sensación de hallarse en una ciudad distinta, más amable, más dulce, se ve reforzada por los perfumes de las miles de flores que se venden allí, perfumes que se extienden a todos los rincones cercanos muy temprano en la mañana, cuando las flores van llegando todavía húmedas de rocío, o ya en la tarde, cuando las que no se vendieron son puestas en cubetas de agua.

Confluyen ante la iglesia las viejas calles llenas de jacarandas que van dar a la plaza de San Jacinto, hacia el lado poniente y, hacia el oriente, la activa calle de La Paz con sus cafés y esos restaurantes que confirman la sabia frase de Marx: “De la burguesía, sus mujeres y sus vinos”. Luego, hacia el mercado Melchor Músquiz, que todas las mañanas se llena de olor a tamales fritos y a atole de arroz, el pueblo vuelve a reclamar su sitio. En las paradas de los microbuses aguardan estudiantes que van a la Ciudad Universitaria, enfermeras que se dirigen a los hospitales de Tlalpan o del Pedregal, jóvenes novicias en tránsito hacia alguna de las instituciones religiosas que hay más al sur. Y aquí, donde toda la gente está de paso hacia otro lugar, termina la Avenida Revolución.

Hasta aquí llega el micro Chapultepec-San Ángel.