jueves, junio 02, 2011

Una insaciable sed de vivir


La idea del buen vivir ha cambiado de una época a otra y de una cultura a otra. Se asocia generalmente con el poder económico, pero, al margen de éste, existe un tipo de bon vivant que en todas las épocas ha sido capaz de dictar modas. Se trata precisamente de aquel que, por su casi ilimitada movilidad dentro de la escala de lo humano, transita de la opulencia a la miseria, de los palacios a las cloacas: el artista. Su relación en este sentido con el hombre de sociedad podría explicarse de acuerdo con la interpretación nietzscheana de lo apolíneo y lo dionisiaco. Es apolíneo aquel que, siguiendo la tradición de Epicuro, disfruta las cosas buenas de la vida y ha logrado convertir este disfrute en una virtud. Es dionisiaco aquel que, como Ernest Hemingway, Baudelaire, Rimbaud, Picasso y muchos otros, sufre por exceso de energía y trata de aliviar éste en el ejercicio de los placeres.

El primer tipo de hombre toma lo que le gusta, desechando lo que no, y se detiene allí donde rebasar un límite podría amenazar la continuidad de la vida. Sabe siempre hasta donde ir. Piensa que está bien disfrutar pero que no es necesario excederse.

El dionisiaco, en cambio, es un insaciable. A causa de su honda herida narcisista, ningún placer será suficiente para él. No ofrece ni acepta las sensaciones pequeñas porque todas lo han dejado insatisfecho. Apura la vida con la avidez de un náufrago y en esta búsqueda de sensaciones no le importa salir al encuentro de aquello que, aparentemente, debería contradecir el principio del goce: el dolor, el peligro, la violencia, la extinción.

El primer tipo de bon vivant es un producto puro del siglo XVIII, época de oro de las aristocracias decadentes, de la diversión como credo de vida, del juego, de las emociones civilizadas y del buen gusto. El segundo, es la encarnación misma del romántico espíritu decimonónico, época de claroscuros, de actos de voluntad, de rebeldía social, de búsqueda de lo titánico y de culto a la personalidad y a la transgresión.

En vista de lo anterior, la figura de Ernest Hemingway, y aunque este juicio podría sorprender a muchos de sus lectores, aparece como la más romántica de la Generación Perdida y acaso de todo el siglo XX. En efecto, tanto en su obra como en esa gran historia de pasión vital que fue su vida misma, Hemingway logró conformar un credo estético tan orgánico que pudo rebasar los terrenos de la literatura y convertirse en credo de vida. Sus ejes: el impulso de la aventura y el culto del coraje y del hombre extraordinario.

Como Byron y otros grandes románticos, acorraló la vida hasta extraer de ella la última gota de sensación. Tuvo una infancia tranquila, una adolescencia inquieta y, en cuanto pudo levantar el vuelo, se dedicó a vivir profesionalmente el peligro. Sobre todo el peligro de la guerra. Hay quienes huyen de la vida para vivir más, porque creen que vivir es perdurar. Hemingway —y así lo demostró con ese último gesto titánico que fue su muerte— quería sentir, no permanecer. Por eso buscó la vida incluso en aquellas experiencias —o especialmente en ellas— que habrían podido amenazarla: el encuentro con el peligro y con la violencia, el culto de la energía, la búsqueda de la sensación extrema.

Gracias a su permanente ansia de ver el mundo en sus más ocultos matices, conoció todas las escalas sociales y viajó por casi todo el mundo. Con el tiempo, esto le permitió hacerse de un gusto exquisito, perfecto complemento de su espíritu dionisiaco. Ciertamente, Ernest Hemingway era un gourmet capaz de seducir a la mujer más exigente aderezándole él mismo una cena exótica acompañada con bebidas a un tiempo suaves y fuertes, seductoras y misteriosas.

Tuvo muchas mujeres, cuatro matrimonios. Nunca fue totalmente feliz. Siempre le faltó algo; la vida fue siempre insuficiente para él, que deseaba más amor, más placer, más emoción, más movimiento, más... Por eso no hubo nadie que pudiera seguirle el paso. El amor más grande parecía pequeño ante su impulso de beberse la vida en un trago. Y alguien así se convierte inevitablemente en un vampiro: Hemingway se chupó a todas las mujeres que lo amaron. Como Byron, habría podido exclamar después de cada relación: “La amaba y la destruí”.

Cazador de leones en África, pescador en la más honda soledad de las montañas, Ernest Hemingway fue capaz de llevar a cabo tremendos actos de voluntad. Cada uno de sus protagonistas —personajes duramente masculinos, héroes de la voluntad— ilustra alguna cara de él, alguna de las múltiples formas en que su personalidad salvaje podía manifestarse. Ciertamente, sólo un hombre así pudo llegar a la conclusión voluntarista —desde luego en el estricto sentido de Schoppenhauer— de que un hombre puede ser destruido pero no derrotado. Precisamente en esta dimensión soberbia, byroniana, titánica, es que Hemingway fue sin duda el escritor más romántico de la Generación Perdida, el grupo de escritores más romántico del siglo XX. Y por eso mismo, con esa larga y fascinante aventura que fue su vida, con toda la serie de sus tormentosos amores, con ese gesto impecablemente suyo que fue su muerte, podemos decir que Hemingway encarnó de manera incontrastable la idea de Nietzsche del conflicto moderno: una guerra entre querer vivir y desear vengarse de la vida.

Al final, como en todas la grandes historias de pasión, venció esta última tendencia. Ernest Hemingway se suicidó con un arma de fuego el 2 de julio de 1961. Iba a cumplir 62 años de edad. Acaso moría con él el último de los grandes espíritus románticos. Como quiera que fuera, su muerte misma fue un gesto digno de una vida como la suya. Y aprendemos de ella que hay dos clases de suicidas: los que quieren morirse y los que buscan vivir más. Éstos, los últimos, no se suicidan: nos matan porque no les bastamos.