martes, marzo 16, 2010

La espiral y la trenza


Al momento de realizar estos apuntes, el Ulises acaba de cumplir ochenta y ocho años. Joyce mostró el original a sus amigos el día de su cumpleaños número cuarenta, el 2 de febrero de 1922. Se había llevado diez años en escribirlo, dijo, pero para leerlo se necesitarían setenta. El plazo se ha cumplido y las diferentes lecturas de la obra, puestas una sobre otra, arrojan un saldo de varios miles de páginas. Ante la imposibilidad de una lectura individual con carácter de suficiente, la historia literaria ha recurrido a interpretaciones acumulativas, construidas piramidalmente cada una sobre la base de las otras. Sólo así ha sido más o menos posible dar cuenta de los capitales de la obra joyceana. El expediente crítico que nos permite desmontarla con relativa precisión, tras los setenta años de indagaciones calculados por el autor, reúne textos de T.S. Eliot, Ezra Pound, Stuart Gilbert, Don Gifford, Robert J. Seidman, Harry Levin, Dorrit Cohn y Salvador Elizondo, entre otros muchos. Cada quien ha comentado aspectos diferentes, cuestiones de procedimiento, ciertos capítulos. Ulises es una de esas obras especialmente interpretables, como El Proceso o La muerte en Venecia, que tanto incomodaban a Susan Sontag; una obra para que los exégetas siempre tengan algo que vender. Como quiera que sea, se ha acumulado tanto material en estos casi noventa años que pronto se necesitarán otros tantos para leerlo; Ulises ha quedado en el centro del laberinto de sus propias radiaciones. A Joyce le habría gustado saber esto porque le gustaban los laberintos. De hecho, el capítulo en el que se centran estos apuntes, “Las rocas errantes”, utiliza una técnica “laberíntica”. Sabiendo, pues, que todo nuevo trabajo complace al espíritu del finado, agrego sin remordimientos otra hebra a la madeja de lo escrito.

Comenzaré por recordar algunos lugares comunes que se refieren a la dimensión humana del Ulises. Sus personajes se presentan como seres solitarios cuyo drama consiste en no tener dramas aparentes, cuyo heroísmo radica en la supervivencia de una íntima vocación mítica —secreta hasta para ellos mismos— en un mundo que ya no acepta héroes. Su lectura entre líneas revela la existencia de profundidades insondables en la vida, de dimensiones superpuestas, sospechadas. La obra totalizadora, la lección monumental de arte narrativo no es más que una coartada para mostrar esto. Por eso, por más intelectual o metafísica que parezca una secuencia, la estatura humana, terrena, de los personajes no disminuye. James Joyce era una indagador de la condición humana; su obra no es simplemente una desacralización de los fetiches burgueses, sino una defensa de la dimensión mítica de la vida cotidiana y de la dimensión cotidiana de la vida mítica. No se debe olvidar esto.

Hecha la advertencia, paso a otro punto. “Las rocas errantes”, décimo capítulo de Ulises, se encuentra a la mitad de la novela y es un modelo en miniatura de la misma. Relata, a través de una curiosa variedad de montaje, el recorrido por Dublín de la cabalgata virreinal, junto con incidentes ocurridos a algunos personajes que a veces también se hallan en tránsito. Son dieciocho episodios, cada uno dedicado a uno o dos personajes principales, con interpolaciones que los conectan entre sí. Al final hay una coda que funciona como rèprise de todo el capítulo y de la novela en general.

Las rocas errantes, recuerda Stuart Gilbert, aparecen en la Odisea cuando Circe le advierte a Ulises de los peligros que lo aguardan. Son rocas que se mueven en el mar chocando entre sí, de modo que cualquier cosa que intente pasar entre ellas, hasta la paloma de Zeus, cae triturada por una mandíbula gigante. El aspecto mecánico de esta leyenda es lo que la une con el capítulo de Ulises que estamos estudiando.

La mecánica, dice cualquier enciclopedia, es la ciencia que trata de los efectos de las fuerzas sobre cuerpos en estado de reposo o movimiento. Los personajes de “Las rocas errantes” se dividen en móviles y fijos, los que van hacia algún lado y los que están en algún lado. Si nuestra primera aproximación a la obra es a través de la mecánica, tendremos que vérnoslas con los efectos de las fuerzas sobre estos personajes, y efecto significa influencia sensible, perceptible.

El movimiento de un cuerpo, dice otra vez cualquier manual científico, no es una propiedad intrínseca, sino una condición relacionada con su posición respecto a otros cuerpos. En “Las rocas errantes” percibimos que los cuerpos “se mueven” sólo gracias a que cambian de posición respecto a otros personajes y a ciertas calles, edificios y demás puntos de referencia. La representación del movimiento requiere el despliegue de una dimensión espacial, la instalación de una decorado que la signifique y luego la ubicación en él de elementos fijos; los cambios de posición de otros elementos con respecto a éstos serán los responsables por la ilusión de movimiento. Lograr esto no es una innovación de Joyce; de hecho ni siquiera es privativa de los procedimientos realistas. Hasta el arte más primitivo puede decir “El arquero dispara su flecha y acierta en mitad del blanco”. La ilusión de movimiento es efectiva gracias a la ecuación que permiten los contratos de inteligibilidad propuestos desde las bases mismas del lenguaje. Me explico: los sustantivos “arquero” y “blanco” son suficientes para proporcionar un decorado. Al ponerlos en contacto, el narrador significa el espacio que los separa. Si aceptamos que tanto arquero como blanco son elementos fijos, será el cambio de posición de la flecha con respecto a uno y otro lo que nos dé la ilusión de movimiento.

A primera vista, entonces, no hay mayor misterio en la representación joyceana de lo móvil; se realiza por medio de verbos dinámicos que implican objetos fijos y móviles y dirección: “The superior, the very reverend John Conmee S.J. reset his smooth watch in his interior pocket as he came down the presbitery steps” (JOYCE, pág.216). Los procedimientos de significación del espacio son tradicionales. Joyce ha trazado su sistema de relaciones espaciales sobre un modelo ya existente en la realidad extratextual: las calles y puntos de referencia cartográficamente verificables de la ciudad de Dublín. Con ellos sus esquemas de movimiento son también verificables y hasta mensurables según los valores mecánicos de tiempo o velocidad. Así la dimensión metafísica del capítulo (que por ser un microcosmos de la novela en general irradia a toda ésta) se ve apoyada en una ilusión de acatamiento a la realidad física (mímesis) tanto más fuerte cuanto más alto es el valor referencial de los procedimientos en juego.

El principal entre ellos es el que Luz Aurora Pimentel estudia en su libro El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos bajo el subtítulo “El nombre propio: referente extratextual”.

El nombre de una ciudad —dice Pimentel ampliando lo expresado por Barthes—, como el de un personaje, es un centro de imantación semántica al que convergen toda clase de significaciones arbitrariamente atribuidas al objeto nombrado, de sus partes y semas constitutivos y de otros objetos e imágenes visuales metonímicamente asociados. De este modo la ciudad de Londres, por ejemplo, en tanto que objeto visual y visualizable, ha sido instaurado por otros discursos: desde el cartográfico y fotográfico, hasta el literario que ha producido una infinidad de descripciones detalladas de la ciudad (PIMENTEL, pág.41).

Lo mismo sucede con el Dublín de Joyce: el nombre propio ha fijado a tal grado una realidad visualizable, gracias a los diferentes discursos que atestiguan por él, que su sola mención en un nuevo discurso basta para montar instantáneamente un decorado (algo que valdría la pena comentar de pasada es el fenómeno de la intratextualidad joyceana: la mayoría de los discursos que avalan la realidad del Dublín de “Las rocas errantes” procede del propio Joyce, desde Dublineses. De hecho, el grado de referencialidad de este mundo ficcional es tan alto que el discurso joyceano actualmente sostiene a otros con más reputación de verdaderos que el literario, como el fotográfico y el turístico).

Obsérvese lo infalible de la coartada joyceana: una ciudad con calles y puntos de referencia que coincidimos en aceptar como reales, una ubicación temporal precisa —entre 3 y 4 de la tarde—, una constelación de objetos que hace mucho ingresaron de manera verificable a la realidad: personajes históricos, tiendas comerciales, canciones y chistes, noticias de la época... y una serie de personajes dotados de suficientes “detalles concretos” que los autentifican como reales (BARTHES, pp. 15-16).

Desconfiemos del realismo de Joyce. Dublín no le importa tanto como parece, no en el sentido en que Londres le importaba a Dickens o San Petersburgo a Dostoiewsky. De hecho no le importa. El espacio en “Las rocas errantes” no está ahí significado para aludir a Dublín sino para aludir a sí mismo; es autorreferencial, una mera construcción geométrica. La ciudad es, por así decirlo, la escala que permite apreciar las líneas trazadas no en términos de metros o centímetros sino de calles y puntos de referencia. Detrás de la pantalla realista, la proyección del espacio no es icónica: los nombres propios y los deícticos no crean la ilusión de un espacio diegético sino la construcción lógico-geométrica de un espacio relativo, einsteniano. Explico esto. En la primera secuencia, el padre Conmee se mueve de norte a noreste. En el camino se encuentra al funerario Corny Kelleher, que es un punto fijo, y luego a una pareja de jóvenes que se estaban acariciando y que funcionan como indicador temporal. A esta trayectoria se superpone otra, analéptica, en la que el sacerdote se recuerda moviéndose en otra dirección. Y un par de interpolaciones nos indican que, mientras él se encontraba en el punto X, los personajes A y B iban en los puntos M y N de sus respectivas trayectorias. Luego, en otras secuencias, el movimiento real, diegético que se sigue es el del personaje A o el del B, mientras el Padre Conmee continúa su tránsito en el nivel de interpolación de la diégesis, revelando en qué punto se encuentra cuando B ya va en el punto O de su camino.

Hasta aquí ya es suficientemente complicado. El capítulo empieza a configurarse como un sistema mecánico donde las secuencias funcionarían como engranes y las interpolaciones como los ejes que las unen. Cada personaje se relaciona como engrane con unos personajes y como eje con otros. Pero existen también personajes fijos, que no se mueven pero que ayudan a percibir sincrónicamente el funcionamiento de otros que nunca se relacionan de manera directa. Por ejemplo, en la secuencia 1, el padre Conmee sorprende a una pareja de enamorados que se están acariciando; la muchacha se separa del galán y se desprende de la falda una ramita que se le ha quedado pegada. El radio de movimiento de la muchacha se reduce a esto; es decir, es un punto relativamente fijo, así como otros son relativamente móviles. En la secuencia 8 la misma muchacha se está desprendiendo la misma rama, por lo que de una manera implícita, que ya no depende de su actualidad diegética, el padre Conmee acaba de descubrirla. Ahora bien, la muchacha aparece como interpolación en la secuencia número 8, donde nada importante acontece ni siquiera en términos de movimiento: Ned Lambert y J.J. O’Molloy platican de historia en la Abadía Mariana. La secuencia es una especie de pieza fija que sin embargo permite que dos pequeñas varillas coincidan en ella para unir engranes independientes; es una secuencia puente. Así, antes de la interpolación de la muchacha está otra donde captamos al hermano de Parnell justo en el momento en que se inclina sobre un tablero de ajedrez. Luego, en la secuencia 16, vemos que Haines y Mulligan captan a este personaje en el mismo instante que nosotros mientras se toman una mèlange. Y aquí el sistema de ejes y engranes se torna una maraña verdaderamente laberíntica, de la que no parece fácil salir. Hay que tomar los diferentes caminos de uno en uno, y eso significa intentar cada vez diferentes puntos de partida, diferentes combinaciones. No importa. Se puede seguir así hasta el final, hasta saber con precisión quién se movió junto con quién, quién antes que quién, dónde estaba cada uno en un momento dado. Pero eso no puede ser todo el premio, debe haber algo más.

Los laberintos sirven para proteger algo, esconden siempre un secreto ante el cual la salida tiene un valor secundario. Quien penetra en ellos no busca la salida sino el centro, que es el sitio del enigma, el lugar de la iniciación. ¿Pero cuál es el centro de este laberinto? ¿No se hallará, como especulaba Borges, en el laberinto entero, que es el centro de un laberinto más grande, a su vez el centro de otro? Todo artífice constructor de laberintos es un cuestionador de hábitos racionales, un defraudador profesional de expectativas lógicas. Teniendo eso en cuenta, sería demasiado pueril o demasiado presuntuoso por parte de Joyce esconder el secreto del laberinto en la solución de un puzzle. Y buscarlo ahí sería ingenuo de parte nuestra, sobre todo cuando el capítulo está lleno de señales que nos advierten del peligro de espejismos, como el póster de Mr. Eugene Stratton o la ventana del dentista Bloom. Boody Dedalus y el joven Dignam son víctimas de percepciones erróneas.

Por nuestra parte, hemos caído en la misma trampa que los marineros de la leyenda: nos dejamos engañar por la apariencia de movimiento de las rocas “errantes”. Dice Stuart Gilbert:

La explicación más probable de esta leyenda es que el “errar” o chocar de las rocas era una ilusión óptica. A los ojos de aquellos marineros, apartados de su curso por una corriente rápida aunque imperceptible, estas rocas, al proyectarse sobre la superficie del mar, debieron dar la apariencia de que cambiaban de posición todo el tiempo. Uno puede imaginarse un archipiélago, un laberinto de rocas, un mar en calma y una brisa favorable. Nada se les haría más sencillo a los remeros, ayudados por un Eolo de buen humor, que pasar por entre las rocas. Pero éstas pronto parecerían moverse hacia ellos, cerrárseles encima, cuando era la corriente la que llevaba el barco hacia ellas (GILBERT, pág. 333).

El universo real, del que Ulises es un microcosmos, coincide en sus leyes con esta explicación: todo movimiento es aparente porque ningún punto es fijo en sentido absoluto y ninguno es más fijo que los demás. No existen dos entidades separadas, el tiempo y el espacio, sino una sola, el espacio-tiempo, que es estático, circular. Así una línea recta, como podría serlo la progresión de un personaje, es en realidad curva, y en virtud de esta curvatura, si se prolonga al infinito se convierte en una rueda que gira sobre sí misma. La simultaneidad aparente de ciertos hechos es una ilusión más; depende de la combinación de una estructura de ejes. El espacio-tiempo, entonces, no es más que la imagen móvil de una eternidad estática.

Llegados a esto, recordemos otra vez que Ulises es un modelo a escala del universo. Y desde los primeros capítulos hay insistentes alusiones a la concepción joyceana del tiempo como estructura cíclica. “Proteo”, el capítulo que proporciona el germen esotérico para toda la metafísica de Ulises, tiene como símbolo a la marea, el ir y venir del tiempo sensible, el periplo de la vida que ha de atravesar la muerte para reencontrarse en el punto de donde partió: “The cords of all link back, strandentwining cable of all flesh. That is why mystic monks. Will you be as gods? Gaze in your omphalos. Hello. Kinch here. Aleph, alpha: nought, nought one” (JOYCE, pág. 216).

Unas páginas antes, en “Néstor”, Stephen declara: “History is a nightmare from which I am trying to awake”(Ibidem, pág. 35). Este carácter de pesadilla proviene de la circularidad del tiempo, de la repetición ad absurdum de la historia tal como Joyce-Stephen la entendía: no hay destino, sólo hay retorno. La búsqueda de Stephen reproduce, por lo tanto, la peregrinación del alma tratando de emanciparse de la rueda de sus reencarnaciones. Pero ni uno ni otra consiguen el “despertar” que buscan porque la estructura del espacio-tiempo es el laberinto más grande que existe, es el laberinto maestro que contiene a todos los otros. ¿Cómo entenderlo? Existe una rueda pero también existe, al menos en teoría, la posibilidad de escapar de ella. ¿Hacia dónde se escapa? ¿Hacia otro espacio-tiempo?

El secreto que esconde el laberinto de “Las rocas errantes” está escrito en su dintel. Es la asociación de dos palabras aparentemente inconexas: laberinto, mecánica. Otro enigma. La mecánica conduce al problema del espacio-tiempo, lo cual demuestra que “Las rocas errantes” es un microcosmos de Ulises, a su vez modelo microcósmico del universo. Y el laberinto se dirige a la solución de este problema, aunque hasta aquí parece ser el problema mismo.

Existen, en la pesadilla de la historia, enseñanzas que dormitan antes de haberse manifestado totalmente; que están ahí, completas, pero esperan a que alguien las active, las despierte. Es éste un proceso largo donde cada respuesta es un nuevo enigma que al ser resuelto lleva a otro. Al poner en contacto el laberinto con la mecánica, Joyce despertó una de estas enseñanzas, dormida durante quinientos años en una ciudad hermosa y lejana a la casa entre la niebla donde él redactaba Ulises. En un empolvado manuscrito del genio italiano Leonardo da Vinci se lee lo siguiente:

El laberinto puede verse como una combinación de dos elementos: la espiral y la trenza, y en tal caso expresa una voluntad muy evidente de figurar lo indefinido en sus dos aspectos principales para la imaginación humana, es decir, el perpetuo devenir de la espiral, que, teóricamente al menos, puede imaginarse sin término, y el perpetuo retorno figurado por la trenza (CHEVALIER, pág. 622).

Para ilustrar esto, da Vinci realizó un dibujo donde el santuario central del laberinto quedaba en blanco, como un misterio, pues “no deseaba explicar demasiado” (loc.cit.).

Joyce entendió que ese misterio era el del espacio-tiempo y que el laberinto funcionaba como su propio hilo de Ariadna. También lo entendió así un sucesor de Einstein, Kurt Gödel, cuando afirmó “Los acontecimientos pueden ordenarse en círculo y sin embargo ocurrir una sola vez” (cf. The Encyclopaedia Britannica, “Tiempo”).

Es poco lo que queda por concluir. Ulises es un compendio narrativizado (con técnica laberíntica) de las especulaciones de Stephen Dedalus acerca de la historia. Por eso su símbolo rector podría ser la marea: es el registro del ir y venir de los personajes a través de un día, del ir y venir de los pensamientos de Leopold, los recuerdos de Molly Bloom y las preguntas de Stephen. Todo en su interior se mueve y no se mueve, es mágico: no se lee dos veces el mismo Ulises. Y el capítulo de “Las rocas errantes” ocupa ciertamente el centro del libro; es la imagen móvil de un laberinto estático, así como Ulises es la imagen móvil de la vida estática de los hombres modernos.


BIBLIOGRAFIA

—BARTHES, Roland, “The Reality Effect”, en French Literary Theory Today (ed. T. TODOROV) (trad. R. CARTER). Cambridge University Press, 1982.
—CHEVALIER, Jean, Diccionario de los símbolos. Barcelona, Edit. Herder, 1988.
—GILBERT, Stuart, James Joyce's Ulysses. Nueva York, Vintage Books, 1960.
—JOYCE, James,Ulysses. Nueva York, Random House, 1946.
—PIMENTEL, Luz Aurora, El espacio ficcional: modos de proyección y significación del espacio en textos narrativos. En prensa.