lunes, enero 26, 2009

El mejor invento de la civilización

Para compartir los cuerpos.

(Foto de Amélie Oláiz)

Clinofilia se llama la adicción a la cama; clinofílicos, los millones de seres humanos que la amamos. Es que, ¿quién está exento de este amor? Cervantes siempre quiso tener una buena cama y muy pocas veces pudo disfrutarla. Y Shakespeare, en su testamento, le dejó a su esposa la segunda mejor de sus camas. ¿Para quién era la mejor? Nadie lo sabe: se quedó para siempre como uno de los muchos misterios de la historia literaria.

La cama es mudo testigo de los sucesos más importantes del individuo, que en ella nace, se reproduce y muere. Pero no nada más eso, en ella se puede hacer todo: leer, ver la televisión, escuchar música, fumar, escribir, dibujar, jugar, estudiar, discutir, emborracharse, recibir a los amigos, mirar las estrellas, ganar dinero... ahí es uno feliz y ahí se refugia cuando se siente desdichado. Baste recordar la típica escena de la adolescente que corre a su habitación, cierra la puerta con llave y se echa a llorar. Tal vez la mayor parte de las lágrimas que una persona llora en su vida las derrama sobre la almohada. Es el lugar de la depresión, de la resaca alcohólica, de muchos intentos de suicidio. De los crímenes pasionales. ¿No es en la cama donde Otelo mata a Desdémona?

Los romanos tenían lechos especiales para comer, para hacer el amor y para estudiar. Y se dice que Luis XI y después otros reyes de Francia tenían una cama en la sala del trono y ahí atendían los asuntos de Estado. Es que el catálogo de las camas recorre toda la escala social, desde las camas de varas de los campesinos, las camas de piedra de los presos y los catres de campaña de los soldados hasta las suntuosas yacijas de bronce o de maderas preciosas con doseles e incrustaciones de perlas y gemas.

Todo esto es sin contar su función principal, la que anuncian los fabricantes: la cama es para dormir. ¿Cuánto tiempo pasa uno en ella entonces? Una persona que duerme ocho horas diarias, a los sesenta años de edad se ha pasado veinte años durmiendo. Veinte años en la cama.

Es cierto que la odian los cuáqueros y los enfermos, pero en cambio la aman los lascivos, los abúlicos, los poetas y los gatos. Y el enamorado o enamorada que, tras la partida del amante, se pone a oler las sábanas con ensoñación. Es que aquel que se ha ido ya de la casa aún perdura un poco en la cama. Y el aroma de su cuerpo está ahí para asegurarnos que lo vivido fue real, que aquello no fue un sueño, y también para apuntalar la promesa del retorno. “¡Volverá!”, dice el olor a besos que guardan las sábanas. “¡Volverá!”, grita el vello púbico que se quedó escondido en algún pliegue de la sábana.

La cama tiene el aliento marino de las mujeres que duermen satisfechas. Huele a sol en la mañana; y en la noche, a luna, a la brisa de flores nocturnas que entra por la ventana abierta meciendo las cortinas sobre los cuerpos entrelazados.

Odiseo debe volver a Ítaca. Ítaca es el nombre de su isla, pero el héroe no quiere simplemente arribar a la costa. Eso no tendría sentido. Él se propone llegar a su casa: una Ítaca dentro de otra Ítaca. Y dentro de esta Ítaca que es su casa hay otra más: la alcoba de su mujer. Y dentro de ésta se halla la última, la verdadera Ítaca: la cama que él construyó con el tronco de un corpulento olivo. Se trata de un simbolismo prodigioso: la cama es el árbol, que es el puente entre el cielo y la tierra. La cama nos conecta con nuestras raíces, pero también con esas ramas nuestras que aspiran a lo Alto.

miércoles, enero 14, 2009

El músculo de la escritura

Así como existe un músculo para dar patadas y uno para jalar poleas, así hay un músculo de la escritura. Funciona con la misma lógica de los otros: cuanto más se ejercita, más fuerza y resistencia es capaz de desarrollar. Y en consecuencia, si nunca o casi nunca se utiliza, se atrofia. En circunstancias tales, lo que uno puede producir es poco, deficiente y cuesta mucho trabajo. Todo el mundo ha experimentado lo difícil que es componer el primer párrafo de un escrito. Es la famosa angustia de la página en blanco de la que hablan muchas personas, incluyendo escritores profesionales. Y también hemos experimentado, aunque quizás sin pensar en ello, que, una vez que el músculo de la escritura se calienta, el trabajo resulta más fácil. Llega un momento en que ya no cuesta esfuerzo: se empieza a escribir como por dictado. Se alcanza ese estado de armonía con el quehacer creativo que algunos llaman “inspiración”.

Hay que escribir, entonces, con tanta asiduidad como sea posible, tratando de cultivar sistemáticamente el músculo de la escritura. Esto significa que, al mismo tiempo que crece, debe ir disciplinándose, aumentando la calidad del entrenamiento. Quienes lo hacen profesionalmente han pasado por este proceso y pueden dar cuenta de sus distintas fases y de cómo, al paso del tiempo y gracias al entrenamiento, la técnica se vuelve instintiva, al grado de que uno deja de pensar en ella. Pregúntese a un futbolista cómo da tal patada, o a un boxeador cómo logra determinado golpe. Dirá que no sabe. Es algo que “sale” cuando es necesario. De la misma manera, hay poetas que escriben endecasílabos sin contar las sílabas con los dedos. Les “salen” así. Y es entonces cuando empieza a hablarse de virtuosismo, de duende.

El espectador que presencia una función de ballet tiene la ilusión de que el cuerpo de la bailarina está sujeto a leyes físicas diferentes de las que nos rigen al resto de los mortales. Y esto es porque lo que hace da la impresión de no costarle ningún esfuerzo. Lo mismo sucede con toda gran obra de la literatura, sea poesía, novela, relato, ensayo. Las palabras en ella parecen tan ingrávidas como el cuerpo de la danzante; se elevan en el aire sin esfuerzo, sin sufrimiento, sin técnica. Es que la técnica ya no se ve: se ha vuelto naturaleza. Pero cuánto debió trabajar el autor, como cuánto debió trabajar la bailarina para llegar a eso. Qué formidable músculo de la escritura se necesita desarrollar para llegar a parecer “natural”.