miércoles, abril 26, 2006

Salvador Elizondo

Hace ya un mes que murió Salvador Elizondo. Lo supe tarde, porque me encuentro lejos. Estaba leyendo el correo en mi oficina de la universidad y, cuando vi la noticia, pensé: Se están yendo ya todos los grandes. Me vinieron a la mente la poderosa imaginería de Farabeuf, el deslumbrante manejo de tramas y personajes en los cuentos de El retrato de Zoe y Narda o el verano. Muy pocos escritores —y no hablo sólo de México— han tenido ese talento para ser inteligentes sin dejar de ser sensuales, y para ser emotivos sin dejar de ser inteligentes.

Pero no sólo como escritor recuerdo a Salvador Elizondo. Lo recuerdo también como maestro. Lo fue en dos ocasiones, en la Facultad de Filosofía y Letras de la unam. La primera vez se trataba de un seminario en el cual él nos daría una historia panorámica de las poéticas desde Aristóteles hasta Ezra Pound. Era una cosa desmesurada, que sin embargo el maestro resolvió muy bien gracias a su dominio de los temas. Una regla nos puso desde el principio: estaba prohibido tomar notas en clase. Así era: nunca confió en los registros, en las diversas formas en que la gente apuntala sus recuerdos. De eso, precisamente, trata Farabeuf.

En aquel entonces —a mediados de los ochenta— yo tendría 22 o 23 años: esa edad en la que uno es capaz de admirar apasionadamente. Creo que yo admiraba apasionadamente a Salvador Elizondo. Un día, en el pasillo, le dije que Farabeuf era una novela difícil. “No es una novela”, me contestó con esa voz gangosa que algunos de sus alumnos imitarían tan bien. “Es un manual de cirugía en amputaciones”.

Años después, ya en la maestría en literatura comparada, tomé con él un seminario en el cual íbamos a estudiar a James Joyce y a Céline. A pesar de lo atractivo que sonaba, habíamos sólo dos alumnos inscritos: una muchacha haitiana que se llamaba Marie Line y yo. Y en la primera clase nos dijo el maestro: “Di el título del seminario de manera un tanto irreflexiva, pensando en dos autores que me interesan mucho. Luego, viéndolo bien, me di cuenta de que Joyce y Céline no se parecen en nada. Si acaso en su idea de experimentar con el lenguaje. Pero su manera de hacerlo es distinta y con eso no se puede llevar un seminario. Así que no hay nada que hacer”. Marie Line y yo nos quedamos mudos, mirándonos uno al otro. “Yo no estudié literatura comparada”, continuó el maestro. “Ustedes sí. Así que ustedes deben ser capaces de encontrar los vasos comunicantes entre los dos autores. Háganlo y al final del semestre nos vemos para que me digan qué encontraron y me den su trabajo”.

Y así fue: dos clases tuvo ese semestre para nosotros, la primera y la última. No más. Sufrimos mucho y al final entregamos algo no muy bueno. Gracias al maestro Elizondo, Marie Line y yo nos hicimos muy amigos y, gracias a él, aprendimos que uno debe estudiar lo que le gusta, sin pensar en si será viable en términos académicos o no.

Pero no sólo en los salones de clase llegamos a encontrarnos. Algunas veces coincidimos en otros lugares, pudimos conversar un poco más. A Marie Line y a mí nos gustaba observar al maestro y escucharlo hablar de él más aún que de literatura. Así supimos que le gustaban los toros —una vez dijo que eso y el idioma era lo único bueno que había dejado la conquista española en México— y que tenía la costumbre de volverse a mirar el trasero de las muchachas que le gustaban en los pasillos de la Universidad.

Hace muchos años que no sé de Marie Line. Hacía ya muchos años que no tenía noticias del maestro. Sirvan estas líneas para recordar a los dos.