jueves, octubre 15, 2009

Breve nota sobre los vinos húngaros

En estos días de octubre se celebra la vendimia en las regiones vitivinícolas húngaras: tradición muy antigua, cargada de simbolismo telúrico y dionisíaco. Pero también entrañable y familiar. Ciertamente, es costumbre que todos los miembros de la familia, aun los que se han ido a vivir lejos, vengan a casa para ayudar a cortar las uvas. Es un trabajo arduo, no por lo de cortar racimos, que eso hasta los niños pueden hacerlo, sino por lo de estar acarreando los canastos llenos. Sin embargo se disfruta porque es una ocasión de reunión familiar y de compartir los frutos de la tierra. Ahora son sólo las uvas, pronto será el vino.

En Hungría hay varias regiones vitivinícolas de fama legendaria. Una es la que se encuentra en el norte del país, cerca de la frontera con Eslovaquia. A ésta pertenece la población de Tokaj, famosa por su producción de vino blanco, del cual dijo el rey Luis XIV de Francia: “Es el rey de los vinos y el vino de los reyes”. En época más reciente aparece mencionado como algo muy especial en la Trilogía de la materia oscura, de Philip Pullman. Es el vino que Lord Azriel está a punto de beber al inicio de La brújula dorada. Hay varios tipos de vino de Tokaj, seco y dulce. El sárgamuskotály tiene un hermoso color dorado y un sabor exquisito. El ászú está hecho de pasas, y su grado de calidad se estima en puttonyos, siendo el más elevado de seis.

Estos son vino blancos. En cuanto a tintos, mis favoritos son el de Villány y el de Eger, sobre todo el primero. Tiene mucho cuerpo y un sabor suave y profundo al mismo tiempo, de fruta y madera. De Eger, el más tradicional es el Bikavér, de hermoso color sangre. Vale la pena ir a probarlo en la misma ciudad de Eger; ahí, arropado por las montañas, hay un pequeño valle lleno de cuevas que por su frescura y su humedad óptimas se usan para guardar el vino. Le llaman Valle de las Muchachas Bonitas, nombre que tiene muy merecido, y es un lugar encantado, como se imagina uno el Shire de El Señor de los Anillos. Ahí las bodegas están abiertas al público, con sus techos redondos y bajos, sus añejos barriles, su profundo olor de hongos, de tierra, de fruta madura. Uno se sienta a la mesa y pide un vaso de vino, que es muy bueno y barato. Cada bodega pertenece a una familia distinta, y en cada una el vino tiene un sabor diferente. Por eso vale la pena tomarse solo una copa en cada sitio y luego emigrar al siguiente. Y luego al siguiente y al siguiente. Es parte de la magia del lugar. En las noches de verano, los gitanos se aparecen por el bosque circundante y acompañan la degustación con esa música melancólica y apasionada que tocan en el violín. Y a veces hay quienes encienden una fogata y se ponen a asar tocino, no del de estilo inglés, que tiene mucha carne, sino del de por acá, que es casi pura grasa. Lo dejan escurrir sobre trozos de pan y con este pan se saborean el vino. La primera vez que estuve ahí, haciendo todo eso, me sentía como en un cuento de hadas.

Así como hay paisajes para todos los estados de ánimo, así hay vinos. Ciertos vinos te dan cosquillas en la lengua y te hacen hablar como perico; otros, se te van a las piernas y sientes que necesitas moverte: son los vinos de bailar. También hay vinos de cantar, vinos de hacer el amor, vinos de llorar. Una vez, en el lago Balaton, al oeste de Hungría, probé un exquisito vino de llorar; era una bebida tan conmovedora que me senté en la playa a tomarme la botella y me puse a mirar el horizinte sintiendo que todo yo me deshacía en lágrimas, unas lágrimas dulces que no paraban de correr. Estuve moqueando hasta que se hizo de noche. La botella había desaparecido, tal vez en la profundidad del lago.