jueves, agosto 28, 2008

EL TIEMPO DESTROZADO DE AMPARO DÁVILA


Nacida en 1928, Amparo Dávila ha sido tradicionalmente estudiada como parte de la llamada Generación de Medio Siglo (cf. Wigberto Jiménez Moreno) Esto ha tenido el inconveniente que se observa siempre que un escritor es clasificado como parte de un grupo: se enfatizan más sus semejanzas con los otros miembros de la cofradía que sus rasgos individuales. Cuando mucho, estos últimos se comentan como “diferencias” y se analizan con una dependencia excesiva del contexto generacional.

En cierto sentido, estudiar a Medio Siglo como grupo es traicionarlo un poco. Cierto que fue una generación llena de búsquedas y de vacilaciones comunes, de intentos por delimitar un espacio ideológico y una poética narrativa, pero —me atrevería a decir que en todos los casos— esta empresa tuvo finalmente un carácter más individual que colectivo. Su desarrollo determinó la conformación de ciertos estilos y procedimientos literarios que, al oponerse unos a otros, se convirtieron en formas de personalidad notablemente definidas. Paradójicamente, esto permite ahora encontrar con más facilidad sus puntos de contacto y, al hacerlo, estimula entre los estudiosos la moda a la que me he referido arriba.

Es cierto: son comunes a toda la generación las características más visibles de la narrativa de Amparo Dávila: su insaciable curiosidad técnica y su fascinación por lo insólito, los personajes misteriosos y las situaciones límite. Cierto también que, al igual que sus coetáneos, parece haber tenido como regla personal dominar esa unidad de efecto que Poe estimaba por encima de cualquier otra virtud literaria. Sin embargo, las bases de la autonomía de cada uno de ellos han de verse más allá de las diferencias de grado.

De las lecciones que la obra de Amparo Dávila tiene que ofrecernos, una de las más importantes es su absoluta vocación de cuentista. En su bibliografía hay seis títulos: tres de poesía (Salmos bajo la luna, 1950; Perfil de soledades, 1954; y Meditaciones a la orilla del sueño, 1954) y tres de cuentos (Tiempo destrozado, 1959; Música concreta, 1964; y Árboles petrificados, 1977). A los veintidós años publicó su primer libro y a los veintiséis vio salir de la imprenta el último de poesía. Cinco años le llevó madurar la que sería acaso la decisión más importante de su vida literaria: la de dedicarse al cuento. Una vez consagrada a este género, Amparo Dávila parece haber dejado atrás toda vacilación, toda distracción. Convirtió la ficción breve en un fin en sí misma, no —como sucede muchas veces— en un medio, en una especie de disciplina preparatoria para llegar a la novela. Al asumir así esta vocación genérica, comprometió todos sus recursos literarios en un desarrollo de la obra hacia adentro de sí misma. Al mismo tiempo, la tensión necesaria a cualquier proyecto creativo de envergadura se conseguía gracias a la fuerza centrífuga de la exploración técnica. Dicho de otro modo, al renunciar a cualquier devaneo literario con otros géneros, Amparo Dávila sometió al cuento a una presión tremenda que acabó por reventar sus moldes, tanto los tradicionales como los que la autora misma fue construyendo para luego volver a rebasarlos. De ahí la audacia formal que se revela en el seguimiento cronológico de su obra: ningún cuento de Amparo Dávila reensaya una receta ya explorada en otro. Su evolución formal sigue una línea ininterrumpida, casi díría carrera febril, desde un relato impecablemente canónico como “El huésped” hasta el delirante y autárquico universo narrativo de “Árboles petrificados”.

Decía William Faulkner que el escritor debía vivir coqueteando con el fracaso, intentando hacer algo superior a sus fuerzas, algo que no hubiera logrado ya con éxito. Este buscador profesional de riesgos literarios, este insaciable aventurero, se opone al literato altamente rentable y mercadológicamente ideal que encuentra una receta afortunada y no hace en el resto de su carrera más que ajustar, de obra en obra, detalles mínimos.

Acaso esto explicaría el relativamente bajo éxito comercial de los libros de Amparo Dávila. Sus lectores se ven forzados a aprender a leerla en cada relato. No existe un código —o este no es visible en una lectura superficial— aplicable a toda la obra. Se trata de una escritora enormemente compleja y —así lo demuestran relatos como “Tiempo destrozado” o “El patio cuadrado”— esto no se deba únicamente a sus pirotecnias experimentales, sino también a la intrincada simbología de su mundo ficcional, del cual la angustia técnica es un reflejo inevitable. No es el artificio como fin en sí mismo ni como juego de ilusionismo destinado a impresionar a los críticos: se trata de la expresión orgánica e insoslayable de una percepción obsesiva de la realidad. Esta organicidad, esta decisión —tomada desde las bases mismas de la vocación literaria— de hacer de la letra sangre, tan rara en los escritores de ambos sexos y de cualquier generación, es una de las cualidades que hacen la obra de Amparo Dávila extraordinariamente viva. Fondo y forma son en ella una sola cosa, y si la forma resulta audaz es porque en el fondo hay una apasionada apuesta personal. Si la forma parece enroscarse sobre sí misma, contraerse en un espacio agobiado y claustrofóbico es porque el fondo se encuentra sometido a la intensa presión de sus discordancias con la realidad real. Entre otras cosas, esto podría explicar el énfasis en lo “fantástico” que la crítica ha observado con insistencia en la obra de esta escritora.

Ciertamente, lo fantástico —materia a simple vista central en sus tres libros de cuentos— se convierte en un instrumento estético cuyo objetivo es poner en duda lo real de la realidad. Lo fantástico deja de ser, así, un conjunto de recursos destinados a producir ese efecto del que hablaba Edgar Poe y se convierte en un estado permanente de percepción del mundo, en ese “estado intermedio entre la pesadilla y la vigilia”, del que habla Martha Robles (cf. Martha Robles, “Amparo Dávila”, en La sombra fugitiva. Escritoras en la cultura nacional). En los cuentos de Amparo Dávila, no es lo insólito lo que invade el territorio de lo real cotidiano, sino que ocurre un fenómeno inverso: habitamos un oscuro mundo desquiciado que a veces —sólo a veces— nos sorprende con fugaces momentos de cordura. Los personajes —Tina Reyes, la señorita Julia, Angelina, Griselda— hurtan sus pasos por los laberintos de este mundo que no parece ser el suyo, pero al cual finalmente se han adaptado de una manera perversa.

La obra de Amparo Dávila es “moderna” en el sentido más estricto de la palabra. Al llevar a sus personajes de la provincia a la ciudad, ilustra el proceso de inmersión de una conciencia de por sí lábil en un espacio enajenado, emocionalmente inerte y lleno de densidades simbólicas. En la casa provinciana, los personajes poseen todavía un centro de fuerza, un eje vertical en torno del cual pueden sostenerse ante la invasión de lo caótico. La narradora-protagonista de “El huésped” es capaz de devolver a su mundo la coherencia momentáneamente resquebrajada. En la ciudad, en cambio, como en una especie de cirugía sin anestesia, los personajes ven el proceso de desintegración de sus propias defensas. Esta lucidez hace más terrible la pesadilla. Lo que vulnera a Tina Reyes es la ciudad entera, el espacio urbano y nocturno constelado por la atroz mitología de los periódicos de nota roja. Se trata de un enemigo múltiple y ubicuo, capaz de tomar cualquier disfraz, incluso el de la amabilidad, el de la galantería. Sobre todo ese. Los signos son equívocos y el lenguaje no revela la realidad sino la oculta; se convierte en un elemento aislante más. Todo tiene otro sentido, todo dice otra cosa. Una realidad amenazante existe paralelamente a la realidad cotidiana. Tina Reyes sube al camión que debe llevarla a su casa, pero luego se da cuenta de que se ha equivocado. Como en la visión de Franz Kafka, al perder su centro, una parte de sí misma se ha convertido en cómplice del mundo en contra de sí misma. Y esta escisión —representada por la ausencia de ese elemento integrador de la escritura que es la puntuación— adquiere las proporciones de la fatalidad:


Ella había cruzado el umbral de su destino había traspuesto la puerta de un sórdido cuarto de hotel y se precipitaba corriendo calle abajo en frenética carrera desesperada chocando con las gentes tropezando con todos como cuerpos a solas a oscuras que se encuentran se entrecruzan se juntan se separan se vuelven a juntar jadeantes voraces insaciables poseyendo y poseídos bajando y subiendo cabalgando en carrera ciega hasta el final de un desplome un caer de golpe en la nada fuera del tiempo y del espacio. (3Amparo Dávila, “Tina Reyes”, en Tiempo destrozado y música concreta. México, F.C.E., 1978. Pp. 211-227 (Colección Popular 174).

El agente externo es sólo un elemento disparador. En el fondo de la angustia se encuentra el tiempo destrozado, el tiempo cúbico, el tiempo simultáneo que es el verdadero protagonista de las más notables expresiones de la cultura moderna, desde “El hombre de la multitud”, de Edgar Allan Poe hasta La tierra baldía, de T.S. Eliot; Las olas, de Virginia Woolf; la pintura cubista y el ensamblaje cinematográfico de secuencias discontinuas. Desde luego, Amparo Dávila no fue la única narradora de Medio Siglo que incorporó la conciencia moderna a su producción narrativa. De otro modo, con diferentes recursos y a partir de visiones igualmente personales, también lo hicieron Salvador Elizondo, Sergio Pitol, Juan García Ponce y otros. Pero, si nos mantenemos dentro de los límites del cuento como género, no podría pensar en una obra más moderna que la suya. Y, en el conjunto de toda la producción literaria de Medio Siglo, destaca por su desgarramiento y su poder perturbador.