lunes, octubre 07, 2013

El misterio de la noche



Hace tiempo tuve en mi taller de narrativa a una muchacha muy bonita con aire de princesa árabe. La llamaremos Luna. O Noche, sí, mejor Noche. Tendría 20 años más o menos, era alta, como de 1.70 o más, y muy delgada; se vestía y se maquillaba con buen gusto, a la moda, y casi siempre llegaba a clase con una maleta de cabina de las que usan las azafatas. De ésta sacaba un termos que contenía un misterioso brebaje en cuyo aroma pude reconocer algo de cardamomo, y, entre sorbo y sorbo, se ponía a leer sus cuentos y a comentar los de sus compañeros, la mayoría hombres. Escribía historias de esas que parecen infantiles pero no lo son, un poco al estilo de El Principito. No era especialmente talentosa, pero tenía un candor que daba a sus textos una gracia innegable. Tampoco era muy buena para opinar: le faltaba lo que llaman los académicos “un aparato crítico”. Y en todo esto era diferente a sus compañeros, todos muy “jóvenes escritores”, muy “próximos becarios” y blablablá. Por lo menos ya tenían los defectos típicos del medio, entre ellos el desprecio disfrazado de cortesía y la espontaneidad para fraguar alianzas subrepticias, alimentadas con críticas estratégicas y deudas sobreentendidas.
            Sólo tres personas —de nueve— había en ese grupo que no participaban de tales juegos: dos señoras despistadas y un joven demasiado inteligente como para necesitar envilecerse. Este joven —lo platicamos años después él y yo— estaba dispuesto a pelear contra todos los mafiosos si hubieran convertido a Noche en blanco de sus inquinas.  Pero nunca lo hicieron. Nunca lo hicieron porque había algo en ella que los intimidaba. ¿Qué?, me he preguntado muchas veces desde entonces. Era la belleza.
            Y ahora que lo pienso a la distancia del tiempo, es sospechoso que nadie intentara ligársela. Era evidente que les gustaba; eso se notaba hasta en las cosas que escribían. Me gustaba también a mí y le gustaba al joven que estaba dispuesto a defenderla. Su presencia hacía que el aire del salón se cargara de electricidad, de feromonas. Pero era como un aparato de botones sin letreros; nadie sabía cuál apretar o qué iba a pasar si tocaba éste o aquél. Sencillamente olvidamos que, como se sabe desde que la Divina Comedia fue revelada a los sueños del gran florentino, el talento debe caminar detrás de la belleza, no adelante. ¿O sería que ahí no había talento?
            El hecho es que aquel taller terminó sin que nadie lograra hacer amistad con Noche ni resolver ninguno de los misterios que la rodeaban. Sólo una vez, alguien se atrevió a preguntarle si era azafata. Ella dijo que no y eso fue todo.
            Años después nos enteramos de que era modelo. La vimos en unas revistas femeninas de la época del taller, anunciando un perfume. O sea que mientras ella posaba para esas fotos glamurosas, nosotros perdíamos el tiempo imaginando que era espía, terrorista, experta en artes marciales, guardaespaldas de un jeque árabe o algo así. Pero cómo íbamos a saber si nosotros leíamos literatura de vanguardia, no revistas de modas. Lo más irónico de todo es que, mientras ella ya era famosa y tenía tras sí a hombres de verdad poderosos, aquellos aspirantes del taller la miraban con condescendencia y le decían: “Pues no está tan mal tu cuentito”.