Tuve mi primer teléfono celular en el año 2011, como quince años después que la gran mayoría de mis amistades. Y de ser por mí habría seguido posponiéndolo, pero me lo regalaron. Me parecía y me sigue pareciendo un collar de perro que traigo al cuello. No es que tenga aversión a la tecnología: me gustan las computadoras y las teorías sobre inteligencia artificial. Lo mío es contra los teléfonos, por algún motivo que desconozco.
En mi casa tuvimos línea fija mucho después que nuestros
vecinos. No nos hacía demasiada falta y no teníamos dinero. En los años 60,
Ixmiquilpan era un pueblo chico y para qué llamar si era más divertido
apersonarse y chismear con todos los condimentos del lenguaje corporal. Había
señoras que hacían diariamente su ronda de visitas, a veces cargando una
canasta o una bolsa de mandado para despistar. Si algo urgía, era tarea de los
chicos ir corriendo a dar una noticia o a preguntar por la salud de alguien.
El único tío que llegaba a tener necesidad de llamarnos por
teléfono, porque vivía en la capital, lo hacía a la tienda de abarrotes o a la
veterinaria; una la teníamos a la derecha, la otra a la izquierda. Y esos
vecinos, siempre amables, nos avisaban y ahí iba mi madre, corriendo para no
molestar demasiado y para que el tío no pagara tanto de larga distancia. Ahora,
si nosotros necesitábamos hacer la llamada, íbamos a la oficina de teléfonos
que se encontraba en nuestra misma calle. A mi hermana y a mí nos fascinaba ir
y ver ese enorme tablero lleno de cables que una señorita guapa enchufaba y
desenchufaba según intrincadas combinaciones numéricas. Eran las operadoras.
Cuando jugábamos con telefonitos de esos que se hacían con hilo y cartón,
siempre decíamos: “Operadora, ¿me comunica por favor al número 311?” Nos
sentíamos importantes diciendo eso con voz de adultos.
Para cuando tuvimos nuestra primera línea, ya no había
operadoras y los números ya no eran de tres dígitos sino de cinco, en nuestro
pueblo. Luego tuvimos dos aparatos en casa y ya era posible, como lo habíamos
visto en las telenovelas, levantar la bocina de uno y oír la conversación del
otro. Había que ser muy cuidadoso para que no nos traicionara ni el más leve
clic. Y no era que se tratara de nada interesante; lo interesante era la
emoción de sentirse espía.
Años después, los teléfonos me darían otras experiencias, más
agridulces: la de llamar a la novia y colgar si contestaba el papá o armarse de
valor, carraspear y saludar con mucha gentileza: “Ehem. Buenas tardes, señor,
¿se encuentra fulanita-mi-desesperado-amor?” Y luego, la emoción de las
emociones: hablar con ella. Me encerraba en la recámara, luego de gritar la
amenaza de siempre: “Si alguien levanta la bocina, lo pagará muy caro”. Los
suspiros, las imágenes que la voz provocaba, la sensación del auricular
caliente en la oreja… la frustración al oír: “Ya tengo que colgar. Me toca
calentar la cena”. Y luego había que ver el inútil esfuerzo porque, después de
la llamada, no se le notaran a uno ni el rubor, ni la sonrisa de oreja a oreja,
ni los latidos de corazón con bocina, ni la erección a todo lo que daban las
hormonas.
Claro, esto tenía su lado oscuro: el dolor de cuando venían las peleas y uno oía la voz amada por allá lejos: “Dile que no estoy.” O, todavía más aterrador: “Dile que sí estoy pero no quiero hablar con él”. Era real, y no sólo real sino también frecuente, esa escena típica de las telenovelas de la chica que colgaba el teléfono y se tiraba a llorar en la cama. Y no sólo las chicas lo hacían, me consta. La educación sentimental de mi generación está ligada al teléfono y al audio cassett..
Ya viviendo en la Ciudad de México, los teléfonos me
mostraron su lado realmente oscuro. En aquella época, la policía secreta
mexicana empleaba diversos métodos para reprimir los movimientos estudiantiles.
Uno de ellos consistía en seguir al objetivo con un coche sin placas, a
cualquier hora y en cualquier rumbo de la ciudad, un rato, lo suficiente para
sembrar inquietud. En cuanto el objetivo llegaba a casa, sonaba el teléfono:
uno o dos timbrazos nada más, sólo para dar el mensaje: “Sabemos quién eres,
sabemos dónde vives, sabemos qué haces”. Suficiente para crear miedo. Supongo
que los del coche se comunicaban por banda civil con una oficina de las cual
salían las llamadas.
Otro reto eran los teléfonos públicos, pero eso ya es el
mester de callejería y amerita dejarlo para otro episodio.
Era otra época ésa de antes de los celulares. No era tan fácil
como ahora comunicarse. La primera vez que viví fuera del país, cuando estuve
en Austin College, de 1993 a 1994, llamaba a mi familia una vez al mes, por
diez minutos, no dos veces al día y por dos hora como lo hacen ahora muchas
personas aun viviendo en continentes distintos. Todavía, esté yo donde esté,
conservo esa sana costumbre de las llamadas cortas y al grano. Y tal vez sea
por eso, por lo fácil que se da en este siglo la garrulería telefónica, que les
tengo ojeriza a los celulares.