jueves, noviembre 12, 2009

LA VIEJA CINETECA NACIONAL

Tenía quince o dieciséis años cuando empecé a ir a la Cineteca Nacional, la que estaba en Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, la que se acabó en un incendio en circunstancias sospechosas.

En aquellos años —finales de los setenta, principios de los ochenta— yo acababa de llegar de mi pueblo y me parecía que toda la inteligencia del mundo se hallaba concentrada en el Distrito Federal. Sólo ahí la gente podía hablar de literatura, de psicoanálisis, de materialismo histórico, de cine. Los jóvenes que conocía, universitarios ya cuando yo acababa de salir de la secundaria, hacían malabares con libros y películas como los cirqueros los hacen con pelotas: ahí iban Einsenstein, Marx, Fromm, Revueltas, Jodorowsky, Benedetti, Marcuse, Visconti, Sartre, Lezama Lima, Bergman, Adorno, Buñuel, Cazals, Brecht... eso era lo que leía y veía la gente culta, los intelectuales con quienes yo me sentía tan en desventaja.

En mi pueblo no había ni una librería, la gente que leía se había quedado con Ignacio Manuel Altamirano y en los dos cines que teníamos sólo daban películas del Santo, de Chabelo o de John Wayne. Y he aquí que estando todavía en tercero de secundaria empecé a frecuentar malas amistades, “hippies” como los llamaban mis padres: los malabaristas de libros, que eran provincianos también pero estaban estudiando en el CCH o en la UNAM y viajaban cada semana a la capital. Los veía los domingos en la tarde en la estación de autobuses con sus morrales de cuero, sus huaraches y sus greñas. Tomaban cerveza y discutían dividiendo a la humanidad en “revolucionarios” y “reaccionarios”. Y citaban a éste y a aquel autor y se referían a ésta y a aquella película y a un lugar legendario que llamaban “la Cineteca”. Yo no decía nada para no quedar en vergüenza, pero quería ser como ellos. Quería llegar a ser uno de ellos. Era una época en que muchas cosas se hacían con pasión: se pensaba, se discutía, se leía con pasión, se veía cine con pasión.
En cuanto pude viajar con cierta libertad al Distrito Federal, a visitar a mis tíos que vivían allá, me puse a averiguar dónde estaba la Cineteca. No quería preguntarle a ninguno de mis amigos para que no se dieran cuenta de que no sabía, y me tomó cierto tiempo llegar. Pero finalmente llegué. Y me encantó. Al paso del tiempo me volví tan adicto que me aparecía por ahí desde en la mañana, compraba cuatro boletos de una vez y me disponía a pasar el día viendo películas. Recuerdo que las colas eran larguísimas, sobre todo los fines de semana. Pero incluso eso me gustaba porque para mí era un espectáculo observar a toda esa gente que sacaba sus libros y se ponía a leer mientras avanzaba la fila. Los que iban en pareja o en grupo se ponían el libro en la axila y mejor platicaban. De ellos aprendí muchas palabras que no se usaban en mi pueblo. Aprendí que no era necesario que alguien supiera mucho para llamarlo “maestro”, por ejemplo. Y que creer en Dios era algo muy estúpido, tan estúpido como escribir o leer poesía rimada. Aunque no sólo esa clase de gente iba; también iban fresas, pero los “revolucionarios” fueron siempre la mayoría.

Sí, esas horas que pasé haciendo cola en la Cineteca se quedaron en mi memoria tanto como las películas que fui a ver y que me enseñaron cómo había sido la Guerra Civil española o cómo era la vida al otro lado de la Cortina de Hierro. Cuando al pasar el tiempo me acostumbré a la gente que iba ahí y perdí el interés en sus conversaciones —tal vez porque sin darme cuenta había realizado mi sueño de convertirme en uno de ellos—, empecé a mirar a las muchachas y a tratar de hacerles la plática. Nunca fue fácil, un poco por mi timidez de provinciano y otro poco porque ellas mismas parecían encerradas en una cápsula invisible. Las que iban acompañadas quedaban fuera de consideración, y las que iban solas sacaban su libro y se ponían a leer, como ya he dicho, y no les gustaba que las interrumpieran. Apenas si levantaban los ojos cuando el de atrás les decía que la cola ya había avanzado.

Algunas personas hacían lo mismo que yo: llegaban desde temprano, compraban boletos para todas las películas y se pasaban el día en la Cineteca. Es que había todo lo necesario allí; estaban las tres salas de proyección: la Fernando de Fuentes, que tenía 700 butacas, me parece; el Salón Rojo, como la cuarta parte de grande, y una sala muy pequeña cuyo nombre ya no recuerdo y que no siempre estaba abierta al público. Aparte había un restaurante donde los fumadores podían hacer todo el humo que quisieran sin que nadie los molestara, y una librería pequeña pero fascinante: no sólo vendían libros sino también música, pósters europeos y tarjetas postales que no se conseguían en ninguna otra parte de la ciudad. Y bueno, si uno se aburría de estar ahí tantas horas podía salir a comer a media jornada. Al lado se encontraba un Wings y, un poco más lejos, cerca del metro General Anaya, había varias fondas.

Algunas personas tenían una sala favorita. Yo no. Me gustaba la Fernando de Fuentes por grande y el Salón Rojo por pequeña. Para llegar a una de las dos —o tal vez a las dos, ya no recuerdo— había que subir una escalera en cuyo descanso había un mural. He olvidado los detalles del mismo, pero me gustaba. Además ahí comenzaba el momento esperado, el inicio del ritual: ese instante de emoción en que avisaban que ya se podía pasar y uno desfilaba hacia la sala en medio de una multitud igualmente ávida, caminando despacio porque todo se volvía entonces lento, lento. Terminaba de subir la escalera, cruzaba la puerta con sus cortinas rojas y, una vez dentro, ubicaba su lugar favorito con la esperanza de que estuviera libre.

Un cambio misterioso operaba en los espectadores en cuanto tomaban asiento: las tensiones y las miserias de la vida cotidiana quedaban fuera, en el mundo de los espacios soleados y los volúmenes reales, y venía en cambio el sueño de las tierras lejanas. Se sumergía uno en esa noche artificial que iba cayendo poco a poco, a medida que las luces se apagaban. Y en el momento en que la oscuridad era invadida por el resplandor azulescente de la pantalla, todo se transformaba por el arte de esa magia que era la magia del cine: las parejas dejaban de hablar o de besarse y se tomaban de la mano, los solitarios respiraban hondo, se relajaban y se quitaban las máscaras que usaban en su vida real, esas máscaras de seriedad o de inteligencia. Es que sólo en el cine el rostro se libera totalmente y uno es capaz de hacer las caras más tontas, caras de sorpresa, de terror, de ternura, de lujuria, de tristeza sin siquiera darse cuenta de ello. Y sin temer que otros lo estén mirando.

Esa libertad duraba hasta después de que aparecían en la pantalla los créditos secundarios y se encendían las luces. Porque si la película era buena —y casi siempre lo era— los espectadores salían sonriendo, con una expresión de satisfacción que se reflejaba de uno a otro.

La vieja Cineteca fue destruida por un incendio en 1982, en circunstancias que nunca quedaron claras. Había durado menos de diez años. Se hizo otra después, en otro lugar. Pero ya no fue lo mismo: una época había concluido.