miércoles, diciembre 09, 2009

Los iluminados

Los iluminados, publicado por la editorial Progreso en su colección Rehilete, es una novela para niños que se desarrolla en los años 20, en algún lugar del occidente de México, en el contexto de la revuelta cristera. Es la continuación de La guerra de los gatos, publicada por la misma casa editorial. Como aquélla, es una obra que busca estimular en los niños el interés por la historia y la literatura y, por supuesto, entretenerlos. Ofrezco aquí un fragmento como botón de muestra:

Una calma extraña se respiraba en el pueblo. No era la calma de los días felices, como la que se sentía al día siguiente de la fiesta del santo patrón, cuando todo el mundo estaba desvelado y cansado por la procesión y luego los cohetes y la verbena. Esta calma era distinta: era como la que sobrevenía tras la muerte de una persona importante o cuando había granizado mucho y se habían perdido las cosechas. En la plaza municipal no se veía ni un alma. Lo único que parecía tener movimiento era una hoja seca que el viento llevaba de aquí para allá. Los portales se veían desiertos. La esbelta torre de la iglesia se recortaba contra un cielo blanco que presagiaba frío. Todo estaba en silencio. Ni siquiera los perros ladraban.

A un costado de la plaza se hallaba el negocio del señor Stefan Preiss, pastelero austriaco que habría podido hacer una fortuna en Colima o en Guadalajara, pero que, por un incomprensible capricho suyo había preferido venir a enterrarse a este pueblo olvidado del occidente de México donde sólo cuatro personas —el doctor, el boticario, el sacerdote y la esposa del alcalde— eran capaces de valorar sus creaciones. Por eso hacía sus pasteles muy de vez en cuando y sólo por encargo, y en cambio se dedicaba a hornear pan, un pan sabroso y llenador que los paisanos le compraban satisfechos de pagar el precio.

La casa era grande, con todo y que los señores Preiss vivían solos; es decir, sin compañía humana. No habían podido tener hijos, y tal vez por eso la señora Preiss había canalizado sus instintos maternales hacia sus mascotas: un gato, un sabueso viejo y una cotorra huasteca de lengua negra. Al perro lo llamaban Coronel porque lo habían heredado todavía pequeño de un soldado que murió en la Revolución y porque, según Stefan era valiente y disciplinado como un coronel de húsares a quien conociera hacía muchos años en el palacio de Schönbrunn; la guacamaya se llamaba Marlene, y al gato, como era negro, le habían puesto el nombre del pastel sacher hecho con chocolate oscuro de la mejor calidad, aristocrática tradición vienesa y orgullo de la casa Preiss.

Pues esa mañana de domingo estaba Sacher echado en el alféizar de la ventana, mirando hacia la desierta plaza municipal. De todos los habitantes de la casa, él fue el primero que se dio cuenta de que algo raro ocurría en el pueblo. Aunque al parecer los humanos ya lo esperaban. Seguramente habían estado hablando a espaldas de él y poseían información privilegiada. Esto era algo que un gato que se dice gato no podía tolerar. El mal humor de Sacher iba en aumento a medida que la mañana avanzaba hacia el mediodía y el pueblo seguía igual de muerto. Para colmo, Marlene no lo dejaba tomar su siesta en paz. Insistía en repetir a gritos las tonterías que le enseñaban sus dueños.

Aquí entre nos, Sacher miraba de arriba abajo a cualquier animal que no perteneciese a la familia de los felinos. Marlene le parecía irremediablemente estúpida, incapaz de pensar por sí misma, feliz en su jaula de oro como esas niñas mimadas que mientras tengan todos los lujos en casa no desean mirar nada del mundo. Así era ella: carente de curiosidad científica, de espíritu de aventura, de audacia. El Coronel sí tenía espíritu de aventura, pero era moralista, se tomaba todo demasiado en serio y eso exasperaba a Sacher. Si sus amos le encomendaban alguna tarea sencilla, al alcance de su limitado talento, era el perro más feliz del mundo. Y si luego de cumplirla bien recibía una caricia como recompensa, actuaba como si el emperador de Austria-Hungría le hubiese puesto en el pecho una condecoración. Qué cosa más patética, pensaba Sacher.

Con los que sí tenía buena relación era con los gatos de los vecinos, la gata gordita del cura y los gatos vagos que se reunían en las noches para tomar el fresco en la plaza y se contaban todos los chismes de sus respectivas casas: que si la niña mayor de los Sandoval recibió a escondidas una carta de su novio, que si la señora del alcalde llamó a su esposo “bruto” e “ignorante” en medio de una discusión, que si el doctor Solís se tomaba cada noche un jarro de tequila, que si doña Anita la que prestaba a rédito tenía una olla llena de dinero y la muy agarrada quería que sus gatos vivieran de puros ratones... en fin, que se pasaban en la chorcha hasta la madrugada, como cualquier persona que haya observado la vida de los gatos habrá de imaginarse. Pero Sacher no había escuchado ahora nada que pudiese relacionar con esa extraña quietud del pueblo.

Echado en el alféizar de la ventana, pretendía dormir mientras a su espalda el señor Preiss leía un periódico en el sofá y su esposa, sentada junto a él, hacía una labor de bordado. Cualquiera habría dicho que el gato, efectivamente, dormía, pero la verdad es que por lo menos dos de sus sentidos se hallaban bien despiertos: sus ojos en la plaza y sus oídos en la sala, en espera de cualquier comentario que le ayudase a develar el misterio.

Finalmente, como a eso de las 11 de la mañana, se rompió la inmovilidad de tarjeta postal del paisaje pueblerino. La señora del alcalde venía cruzando la plaza. A Sacher no le caía bien porque tenía la costumbre de querer acariciarlo cada vez que venía de visita. Por eso la otra vez que lo agarró de malas pulgas él no pudo ocultar su disgusto y le lanzó un rasguño. Pero esa mañana de domingo le dio gusto verla. Esperó un poco y, cuando vio que la señora ciertamente venía hacia la casa, se levanto de la ventana, fue a ronronearle a Eva Preiss y se echó en su regazo en espera de oír el llamador de la puerta.