lunes, abril 29, 2013

Un fragmento de la novela juvenil Operación Snake

No hay pasatiempo más vigorizante ni más saludable que el de hacer enemigos. Es una expresión de poder, un marcaje de territorio, como cuando los perros mean lo que es suyo. Equivale a decir: “De aquí no pasas, imbécil”. Los tipos duros como yo, que lo han experimentado, me entienden. Los conejitos, no. Y en esta escuela todos son conejitos y dedican el primer día de clases a conocerse, ubicar a sus posibles aliados, medir a sus posibles rivales y adelantarse a hacer las paces con ellos o empezar a segregarlos, y ver hasta dónde van a aprovecharse unos de otros... empiezan a formar grupitos y a crear estructuras de poder pretendiendo que todo es camaradería y buena onda. Y mientras tanto van por la vida sonriéndole hipócritamente al que pasa, tal como les enseñaron sus padres. Que hagan lo que quieran. No me importa. Me mantengo fiel a mis principios: todavía no termina mi primer día de clases y ya me di el lujo de ahuyentar a cinco que querían venir a untarme su amabilidad.

—Hola —me dijo el primero. No le contesté. Me limité a barrerlo con la mirada. Pero siguió adelante—. Me llamo Sebastián. ¿Y tú?
 

—Rosales —se lo dije en voz baja para que aprenda a hacer un esfuerzo de atención cuando yo hablo.
 

—Ése es tu apellido —me informó.
 

—¿De verdad? Gracias.
 

—De nada.
 

“Éste no tiene remedio”, pensé y me quedé mirándolo en espera de la aberración siguiente.
 

—¿Cuál es tu nombre? —insistió.
 

—Rosales.
 

—Ése es tu apellido —volvió a ilustrarme el peque—. Yo me llamo Sebastián Enríquez, y los profesores pueden llamarme Enríquez, pero para los cuates soy Sebastián. O Seb, si quieres.
 

—Yo soy Rosales para ti y para tus cuates —le dije, me di la vuelta y lo dejé ahí papando moscas. Me sacan ronchas los tipos sociables.
 

A mediodía fue una fulana con todo su gang la que vino a jorobarme. Había terminado la clase de filosofía, más soporífera que una tarde de hamaca en el trópico. Presintiéndolo en cuanto entré al salón, me senté en la última fila, cerca de la puerta por si debía huir antes de tiempo. El maestro —un molusco de maestro, vestido de gris como corresponde— empezó a dictar cosas que le venían a la mente sin decir agua va, como si la musa de la inspiración pedagógica lo hubiera poseído de pronto: “¿Qué sería de la humanidad sin la filosofía, jóvenes? ¿Cómo podríamos entender nuestro paso por la tierra sin la filosofía?”
 

Al principio no veía a nadie, pero, en cuanto la musa le dio un respiro, bajó la vista a los mortales: se me quedó viendo con odio porque yo era el único que no estaba apuntando lo que tosía; le devolví la mirada con una compasión infinita. El molusco no se atrevió a decirme nada. Terminó la clase, tomé mi mochila, que no había abierto, y fui el primero en salir. En un intento por olvidar la traumática experiencia, me fui a caminar por los jardines de atrás del edificio, donde la neblina parecía mantener las últimas hojas pegadas a las ramas ya casi desnudas de los castaños. Los romanos eran hijos del sol. Yo no. A mí me disgusta, me cansa, me jode la vista, me da comezón en la piel... no lo soporto. Por eso soy feliz en esta ciudad de bruma eterna que a los conejitos les parece deprimente.
 

Pues ahí fue donde sufrí el ataque. Estaba parado en el sendero que va del edificio administrativo a la cafetería, cruzado de brazos, distraído en observar cómo un cuervo martirizaba un escarabajo entre los montones de hojas secas que los trabajadores habían acomodado para llevárselas al bosque. De pronto apareció esta rubia de minifalda y suéter color de rosa con su grupito de recién adquiridas amigas. Me hicieron recordar un almohadón que me bordó mi abuela cuando era niño, que mostraba una niña holandesa con zuecos y gorro de tres picos arreando una parvada de gansos. Sólo que aquí faltaba la niña.
 

—Qué entripado le hiciste pegar al tícher de filosofía, ¿eh? ¡No supo ni cómo regañarte!
 

Me le quedé viendo a las tetas. Eso no falla para hacer que se ofendan y se larguen, normalmente. Pero con ella no resultó.
 

—Está bonita tu sudadera. ¿Me dejas ver lo que dice? —me pidió con la mayor dulzura de que era capaz.
Efectivamente tengo una sudadera, pero jamás me habían dicho que fuera bonita. Es muy simple, es negra y tiene una inscripción en letras amarillas: “Life is about kicking ass, not kissing it”.
 

—¿Sabes inglés? —le pregunté sin descruzar los brazos, esperando ofenderla con mi pregunta, ya que no la ofendí con mi mirada.
 

—¿Oíste eso? —exclamó una voz de bruja enana detrás de ella— ¡Que si sabes inglés! Mi vida...
 

—Seguramente lo habla mejor que tú —me informó otra de la parvada, una que tiene la cara llena de barros y se pinta los labios de azul como muerta por envenenamiento—. Su mamá es británica.
 

—Sé decir “amor” en diez idiomas —la gansa alfa me sonrió con tono de perdonavidas; había olvidado todo interés en mi sudadera.
 

—Búscame cuando sepas hacerlo en diez posiciones —le contesté.
 

Se largaron por fin. Alcancé a oír “Te dije que era un megapatán”, y luego las vi perderse hacia Keats, la cafetería.