lunes, abril 26, 2010

M y L

M y L eran mis alumnos en un taller de narrativa. M es un hombre de 47 años, dado a la vida bohemia, lo que se dice un libertino, divorciado dos veces y lleno de historias de aventuras amorosas que quería escribir (por eso estaba en el taller). L es una muchacha de 22 años, provinciana, inexperta e ingenua. Son estereotipos y, antes de que el lector me lo reprochen, le diré que por eso no escribí un cuento sobre ellos: habrían sido malos personajes de ficción precisamente porque son estereotipos. Pero la vida real no es tan escrupulosa: hay gente así.

Pues desde las primeras clases del semestre me di cuenta de que L hacía todo lo posible por llamar la atención de M. Y además quería pasar por muy liberal, cuando todo el mundo se daba cuenta de que no lo era. M llevaba alguno de sus cuentos sicalípticos, que tenían el poder de causar náuseas morales a varios miembros de la clase, y L se lo celebraba como si fuera una obra maestra y además como si lo que contaba fuera del todo normal para ella. M empezó a disfrutar con el juego. A mí no me gustaba lo que estaba pasando. A mi edad no me escandaliza la mayoría de las cosas, pero aquella situación se me hacía sencillamente tonta y me daba un mal presentimiento. Al final del semestre ya se tomaban de las manos en plena clase. Nunca quise preguntar nada ni meterme en el asunto.

Terminó el curso y vinieron las vacaciones. Un día me topé con L en la universidad. Extrañamente, ella no quiso saludarme. Ni siquiera me miró.

Después me encontré con M, que se había mudado a mi barrio y me preguntó si había ahí algún buen lugar para comer. Era la hora del almuerzo y, justamente, yo iba a mi restaurante favorito. Le propuse que comiéramos juntos y él aceptó contento.

No voy a aderezar este relato con descripciones del lugar ni de los platillos, ni refiriendo las cosas intrascendentes de las que platicamos antes de llegar al meollo. Así que me salto todas esas cuestiones que si estuviera escribiendo un cuento no podría saltarme y vamos directo al diálogo:

—Por cierto —empecé—, ¿tienes idea de qué mosca le ha picado a L? El otro día nos encontramos en la universidad y no quiso saludarme.

—Mmj —resopló M—, ésa la ha agarrado contra todo el mundo. No te extrañe.

—¿Por qué?

—Nunca se me ha dado mucho la psicología. Pero diría que odia a todos porque no funcionó nuestra relación.

—¿Tuviste una relación con ella? —me hice el inocente.

—Sí así le quieres llamar... no me digas que no te enteraste.

—Bueno —acepté, porque tampoco quería parecer un idiota—, algo sospechaba.

—Pues te voy a contar. Pero mira, tú tienes la misma edad que yo, ¿no? Más o menos. ¿Crees que a estas alturas yo iba a andar de novio con una jovencita de 22 años? No me jodas, Agustín. ¿De qué podríamos hablar? Porque, por más que digas que a las mujeres no las quiere uno para filosofar, de algo tienes que platicar entre uno y otro, ¿no?

—Eso sí.

—Pues así se lo dije, hombre. “¿Te das cuenta de que, por nuestra diferencia de edad, para empezar, un noviazgo entre tú y yo sería, por decir lo menos, indecente?”

—Bueno —le respondí, bromeando—, hay algunas muchachas en la universidad por las que no me importaría perder un poco de decencia.

—Ella estaba aferrada. “Mira, mi amor”, le dije: “tú estás chiquita, tiernita, y yo ya estoy viejo y rolado. Te haría daño. Ya le he hecho daño a muchas mujeres y esa etapa de mi vida está terminada. No voy a empezar otra vez contigo”.

—¿Y qué te dijo?

—“¿No podemos ser amigos?” —M adelgazó su voz de fumador para remedar a L—. Yo no tengo amigas, Agustín. Yo a las mujeres las amo o las ignoro; no hay nada en medio para mí.

—¿Se lo dijiste así?

—No, claro. No soy un misógino. Le dije nada más que no podíamos ser amigos. Pero como siempre hay manera de arreglar las cosas cuando se quiere, al final le añadí un matiz a la frase: “Ahora que si lo que tú entiendes por ser amigos es ser compañeros sexuales... pues bueno”.

—¿Aceptó?

—No de inmediato, Agustín. Se quedó pensando. Estaba muy nerviosa. Me tomó la mano con su manita toda sudada y me dijo: “Tendrás que tener paciencia conmigo: soy virgen”. Carajo, pensé. Sólo eso me faltaba. Tú sabes la lata que son las nuevitas: siempre esperan que su primera vez sea romántica y maravillosa. Y yo ya no estoy en edad de hacerla de Pedro Infante. Además quiero divertirme lo más posible los últimos años de mi juventud. Le dije: “Te queda claro que la condición de amigos sexuales no compromete a la fidelidad a ninguno de los dos, ¿verdad?” “Como tú quieras”, me contestó.

—¿Y qué pasó?

—Pues lo que tenía que pasar. Los detalles no te los voy a contar porque soy un caballero, pero no fue ni romántico ni maravilloso. A mí no me gustan las máscaras: para qué le iba a mostrar una cara que no es la mía. Además quería que se desilusionara lo antes posible y me dejara en paz. Porque con todo y que ya estaba advertida, empezó a celarme, ¿tú crees? Un día me armó la bronca en plena calle, en el centro. Yo iba con una amiga, y de repente que se aparece. Me hizo pasar una vergüenza... le dije que mejor ahí la dejáramos. Y de verdad que ésa era mi intención.

—Me imagino que no lo aceptó.

—No, pues no. Yo estaba dispuesto a no ceder, a terminar definitivamente esa relación. Por lo sano. Y cada vez que nos vemos, me hago otra vez el propósito. Pero, ¿sabes qué hace? Llega a mi casa y se pega al timbre hasta que le abro. Se mete a fuerzas y, sin decir nada, empieza a quitarse la ropa. Y mira, no soy de palo. Puedo estar todo lo decidido que quieras, pero a la vista de esas tetas ya no sé de mí.

—Pero, ¿ella qué dice? Supongo que no ha de estar muy contenta.

—No —suspiró M—. El otro día me dijo: “Puedo ser tu puta, si quieres. Veme así: como una prostituta gratis a la que puedes hacerle lo que quieras. Eso te prende, ¿no?” “No”, le contesté. Y es verdad, Agustín. Yo nunca he pagado por tener sexo: me dan asco las prostitutas. L ha empezado a darme asco.

Me dio la impresión de que hasta ahí llegaba la historia. Hasta el momento. Tal vez L tenía razón de estar molesta conmigo. Porque comprendió que yo había visto lo que estaba pasando y no hice nada por evitarlo.

M y yo nos quedamos callados largos instantes, pensando cada uno en sus cosas. Al otro lado de la ventana, la calle brillaba con el sol de la tarde. Era una calle angosta, de casas antiguas, sin muchos transeúntes. En ese instante, M se veía mucho más viejo de lo que era: cansado, crónicamente desvelado. Sus manos grandes y nudosas descansaban sin fuerza a los lados de una copa de vino tinto. Pero de pronto la figura cobró vida: algo al otro lado de la ventana lo hizo reaccionar.

—¡Mira esa belleza! —me dijo, los ojos brillantes. Era una jovencita de 20 años cuando mucho, rubia, de pelo largo, delgada, alta—. Es amiga de L.

Y se levantó y salió a la calle, corriendo para alcanzar a la muchacha.