jueves, diciembre 17, 2015

LA FRONTERA ES UN BUEN LUGAR PARA VIVIR



A todos los que vienen de paso y me preguntan, les digo que la frontera es un buen lugar para vivir. Hay empleo, les digo. Además las casas son baratas, los coches son baratos y uno nunca se aburre: cuando es ley seca de este lado, se va al otro; cuando es ley seca del otro lado, la gente se viene para acá. Todo eso y más les dije a aquéllos, a la pareja que estuvo casi dos semanas aquí.
          Es un hotel viejo éste, como la mayoría de los hoteles de paso que hay en la frontera. Es bonito, digo yo: tiene su estacionamiento lleno de palmeras y platanares, su alberca grande. Bueno, la alberca no puede utilizarse de momento, pero ahora que haya dinero la vamos a componer. Los cuartos tienen televisión y aire acondicionado. Es que aquí hace mucho calor: en verano es raro estar a menos de treinta y cinco grados. Por eso tanta gente viene al restaurante sólo a tomarse una Corona o una Budweiser: gringos que cruzan a México por un rato, mexicanos que van de compras al otro lado y se detienen aquí, braceros en busca de alguien que los pase para allá. El restaurante es agradable: tiene su puerta de madera y sus ventanas con marcos también de madera, con el menú escrito en los cristales en letras rojas y verdes. A veces siento que hablo de este lugar como si fuera el dueño. Pero sólo soy el administrador. Trabajo aquí desde hace veinticinco años, desde cuando tenía diecisiete. En este tiempo he visto muchas cosas, muchas historias. La mayoría ya se me olvidaron, no eran importantes. Recuerdo unas cuantas, como la de la gringa que venía huyendo de la policía desde Nueva York y estaba feliz de encontrarse ya en México, tan feliz que dejó una propina de veinte dólares. También recuerdo a un tipo con una pierna de hierro, que a los tres días de estar aquí se suicidó: se dio un balazo en su cuarto después de escribirle a su ex esposa una carta como de veinte páginas. Ésas son historias de gringos, las de los mexicanos son todas iguales: gente que está aquí esperando cruzar. Por eso sólo recuerdo una: la de Irene y su marido.
          Llegaron en abril, por los días en que ya empezaba a sentirse fuerte el calor de la primavera. Traían poco equipaje y poco dinero, según pude ver. Cuando se registraron me fijé en el nombre de ella; el de él lo olvidé en ese momento. Venían de un pueblo en Colima y habían hecho todo el viaje en autobús, seguramente transbordando porque yo no sé de ninguna línea que vaya de aquí hasta allá. Les di una de las habitaciones del primer piso, en el corredor que da al estacionamiento. Subieron a dejar sus cosas y yo creo que a bañarse y a descansar, y en la noche bajó ella a comprar en la recepción una botella de agua y un champú de bolsita. Entonces pude verla bien. Tendría poco menos o poco más de veinte años ya bien macizos en el cuerpo: llenita, como de uno cincuenta, cadera grande, blanca. Pero lo que más me gustó de ella fue su cara. Era muy lisa, muy limpia, como la de esas mujeres que se ponen muchas cremas. Se me hizo demasiado fina para el marido que traía. Y estaba contenta. Sonreía. Le pregunté si todo estaba bien en su cuarto. Me contestó que no salía agua caliente, pero no la habían necesitado porque hacía mucho calor.
          —Mañana a primera hora mando a que le arreglen eso —le dije.
          Ya iba de salida pero ha de haber sentido que yo le estaba mirando el trasero y se volvió. Sus ojos muy serios silenciaron lo que los míos le estaban diciendo.
          Me quedé pensando en ella y más tarde, cuando llegó el encargado a hacer su turno, no pude aguantarme las ganas de acercarme a su cuarto. No había más huéspedes en ese pasillo, así que nadie, excepto ellos, podía sorprenderme. Llegué sin hacer ruido, agachado para que la luz del estacionamiento no fuera a echar mi sombra sobre la ventana. Las cortinas estaban cerradas, pero había un espacio entre ellas. Por ahí me asomé: no se alcanzaba a ver la cama; sólo se veía un trozo de pared iluminado por la luz cambiante de la televisión. Eso sí, se podía oír. Y lo que oí fue a Irene gimiendo bajito, como una niña enferma. Y la oí decir cosas, esas cosas que a todos los hombres nos gusta que nos digan en esos momentos. El ruido de la televisión no alcanzaba a ahogarla. Me quedé ahí hasta cuando se me entumieron las piernas de estar agachado.
          A la mañana siguiente bajaron temprano a almorzar. Se sentaron juntos y pidieron lo mismo. Se veían enamorados, me pareció. El marido le preguntó a la mesera dónde podía contactar a alguien que los pasara al otro lado. Ella lo mandó conmigo. Yo le dije al principio que no sabía nada de eso. Pero luego, por Irene y no por él, le dije que fuera a la cantina Los Dorados y ahí se esperara a que alguien se le acercara y le ofreciera sus servicios. Me preguntó como cuánto cobraban por pasarlos a los dos. Le dije que eso sí no lo sabía. Irene nos observaba desde la mesa, esperando.
          No volví a verlos en el día. Quién sabe dónde comieron, si comieron. En la noche volví a subir a su cuarto y otra vez oí sus ruidos, los de ella.
          Ya en el almuerzo no quise preguntarle al marido cómo le había ido: nunca me ha gustado ayudar en esas cosas, es peligroso. Pueden pensar que uno es cómplice. Él sólo me contó que no había visto al pollero pero ya sabía cuándo y a qué horas iba a Los Dorados. Esa mañana la pasaron juntos, ahí en el hotel, mirando el agua sucia de la alberca inservible. Yo los observaba desde la ventana de la recepción sin que ellos me vieran. Irene llevaba una blusa ligera por la cual asomaban los tirantes rosas de su brasier. En algún momento se sentó en las piernas de él, ella tan pequeña, y empezaron a besarse.
          En la tarde pidieron en el restaurante unos burritos de chicharrón y de chorizo para llevar y los subieron a su cuarto. Luego lo vi bajar a él, solo, y salir a la calle. Yo pensaba en ella. Me hubiera gustado poder hacerle la plática, saber un poco de su vida. Pero no quería hacerme fantasías con una mujer ajena. Para ver si así me despejaba un poco y aprovechando que casi no había huéspedes, le dejé todo encargado a la cajera y me salí a dar la vuelta. Fui a caminar por la parte vieja de la ciudad y me senté un rato en una banca de la plaza a sentir la frescura de los álamos y las palmeras. Un paisano se acercó a pedirme dinero. Andaba descalabrado, todavía sangrando porque lo habían correteado al tratar de pasarse al otro lado. No le di nada: no llevaba dinero. Regresé al hotel.
          Esa noche no quise espiarlos: me daban celos. Me daba envidia. Además ya estaba muy prendido por lo de las dos noches anteriores. Ya me dolían los huevos. Estuve en la administración hasta que llegó el encargado y, en cuanto él tomó mi lugar, salí a buscar un taxi. Fui a la zona de tolerancia. Allá tengo una amiga: es limpia y amable y, aunque ya cobra doscientos cincuenta pesos, a mí me sigue cobrando los doscientos que cobraba cuando empecé a ir con ella. Volví fresco y relajado al hotel y ni siquiera se me ocurrió subir al pasillo.
Al día siguiente no los vi, pero me dijo la camarera que seguían en el hotel. También me dijo que el marido había llegado borracho de la cantina y se habían peleado.
          Entonces hoy habrá reconciliación, pensé, y subí otra vez a ver si los escuchaba. No hubo nada. Sobre el pedazo de pared blanca que alcanzaba a ver por la ventana bailaban las luces de la televisión. Se oían disparos, relinchos de caballos. Fuera de eso, silencio.
Así pasaron dos semanas. Ya casi no tenían dinero. Pagaban diario el alquiler del cuarto, pero ya no iban al restaurante. Compraban cosas en la tienda y se las comían en su cuarto. Yo sufrí junto con Irene todos esos días. La vi perder su sonrisa, la vi llorar. Una mañana lloró porque habían comprado un frasco de mayonesa y el marido lo soltó y se rompió en el piso. Así era ella. He visto hacer drama a muchas mujeres y puedo asegurar que el llanto de Irene no era drama: era sincero, real. Así de simple: era un alma demasiado fina para este mundo jodido; no lo soportaba.
          Un día, finalmente, el marido cruzó al otro lado. Solo. Irene se veía serena cuando fue a comunicármelo.
          —¿Usted quiere ir a mi cuarto? —me preguntó. Me tomó por sorpresa. No supe qué contestar. Ella debió ayudarme:
          —Le gusto, ¿no?
          —Sí —dije por fin.
          —No tengo dinero para irme —aclaró—. El pasaje hasta mi pueblo cuesta como ochocientos pesos.
          —Comprendo —le respondí. No sé por qué me dio vergüenza.
Irene subió a su cuarto. Yo junté el dinero que tenía en la caja —cuatrocientos sesenta pesos— y diez minutos más tarde la alcancé allá arriba.
          Sé que debí haberme sentido afortunado, feliz como un niño al recibir un juguete que sus padres nunca habrían podido comprarle. Pero estaba triste cuando Irene apagó la luz y se quitó la ropa.
          No pude dormir en toda la noche, pensando. Sentía a Irene junto a mí, la tenía abrazada, podía oler cuanto quisiera ese perfume de su cuerpo que sólo de lejos me había llegado. Y sin embargo no lograba sentirme bien. No podía dejar de pensar en que las cosas habrían sido más bonitas si se hubieran dado en otra forma. Pero luego me decía que, después de todo, ésa no había sido una mala manera de obtenerlas: Irene no me había dicho “Te cobro tanto”: no era una prostituta. Estaba necesitada de momento, yo la apoyé económicamente y ella quiso demostrarme su agradecimiento de la única forma en que podía. Así fue. Así fue pero de todos modos yo no podía dejar de estar triste. La sentía respirar a mi lado, dándome la espalda, y veía en mi mente su cara y nos veía juntos.
          En la mañana, en cuanto ella abrió los ojos, le hice la proposición que había estado amasando toda la noche:
          —Quédate a vivir conmigo. No te faltará nada.
          Se me quedó viendo. De pronto me dio la espalda y se puso a llorar, unos instantes. Luego se levantó a bañarse. Yo le grité desde la cama lo que ya antes les había dicho a ella y a su marido:
          —La frontera es un buen lugar para vivir.
          Cuando salió, envuelta en su toalla, Irene estaba sonriendo.
          Se quedó conmigo.
          Se quedó conmigo y cada día y cada noche de los cuatro meses que estuvo aquí supo hacerme feliz. Me ayudaba en el hotel, me hacía de comer cosas de su tierra. En las noches sus pezones de maíz morado llenaban mi boca y mis sueños.
          Al mes de estar juntos le conseguí una visa provisional y la llevé a comprarse ropa al otro lado. Después volvimos otras veces. Recuerdo su cabello despeinado por el viento del río cuando cruzábamos el puente internacional. Se veía contenta, tal vez no dichosa, pero sí contenta, en paz. Ya no miraba con ojos de angustia todo lo que había allá. Aprendió algunas palabras en inglés. Parecía que íbamos a estar juntos siempre y que siempre sería así.
          Pero una mañana volvió el marido. Traía buenas noticias: había conseguido empleo y papeles. Venía por ella. Irene se me quedó viendo un momento, quiero pensar que dudando. Comprendí. Nos dijo a los dos:
          —Voy a arreglar mis cosas.
          El marido pasó al restaurante a esperarla y pidió una cerveza. Yo no quería que me viera: se iba a dar cuenta de que me temblaban las manos y la tristeza estaba a punto de ganarme.
          Irene fue a despedirse, ya con sus cosas.
          —Gracias por todo —me dijo.
          Parecía sentirse mal ella también, apenada tal vez. Pero se le notaba más la alegría, el amor por el hombre.
          —Llévate dinero —le dije.
          —Ya me has dado mucho.
          —Llévate esto por lo menos —era lo que había en la caja: doscientos pesos. Se los puse en la mano y le cerré los dedos sobre los billetes. Luego me puse a hacer unas cuentas. No quería ver cuando se fueran.
          En la tarde salí a caminar. Llegué hasta el puente internacional y me quedé un rato mirando a la gente que pasaba de un lado a otro. El agua reflejaba con fuerza el sol. A lo lejos, en la parte gringa, unos niños jugaban en columpios y resbaladillas.

lunes, noviembre 23, 2015

Nostalgia




(De mi libro de minicuentos Dibujos a lápiz, publicado en octubre de 2015 por el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo y la Editorial Puente)


Treinta años después de su matrimonio con Jane, Tarzán era un cincuentón calvo y con sobrepeso.
            Habían tenido dos hijos y ya no vivían con ellos.
            Tarzán trabajaba en un periódico, poniendo en orden alfabético los anuncios clasificados. Era un trabajo que nadie quería hacer, pero a él le parecía entretenido.
            En las tardes llegaba cansado a su apartamento y, después de comer con su amada Jane, se ponía sus pantuflas de zarpas de tigre, se sentaba en su sillón reclinable y buscaba el control remoto de la televisión para mirar los documentales de Animal Planet. Apenas si podía creer que alguna vez él hubiera estado cerca de todo aquello.
            Los viernes iba a un bar a jugar dominó con sus amigos, y los sábados los pasaba con su mujer en el centro comercial. Llegaban por la mañana y se ponían a mirar las tiendas, compraban alguna cosita que estuviera de oferta. Luego se sentaban a comer una pizza, y en la tarde se metían a una sala de cine. No había para qué salir del edificio.
            A veces hacían el amor al llegar casa, pero Tarzán ya no tenía los bríos de la juventud; ya no era el salvaje hipersexual de quien Jane se enamorara un lejano día, en una igualmente lejana selva africana. Ya ni siquiera le salía su grito. En realidad siempre le había costado trabajo excitarse con el cuerpo lampiño y relativamente inodoro de su mujer. Extrañaba a sus antiguas amantes, las hirsutas gorilas de la selva. Ésas —se decía lleno de nostalgia— sí que eran hembras.

lunes, junio 01, 2015

El símbolo del héroe



El miércoles pasado, 27 de mayo de 2015, dejó su cuerpo físico mi maestro y amigo José Luis Ontiveros. Como una manera de recordarlo y de mostrar cómo su pensamiento sigue válido a través de las décadas, reproduzco esta entrevista que le hice algún día de 1995 y que apareció publicada originalmente en el suplemento Sábado de Uno más Uno.


AC. A lo largo de las  diferentes lecturas de tu obra se han mostrado de manera relevante tres temas o tres áreas de reflexión que son la literatura, la política y las ciencias ocultas. ¿Cuál es la relación que planteas y cómo crees que pueden fusionarse en el quehacer literario?

JLO. Me propongo sustentar una cosmovisión, lo que se decía una Weltanschauung, pero fundamentalmente a través de medios estéticos y literarios, no a través de un sistema de pensamiento sino de imágenes que se revelen como en una aparición, como en la función que cumple la oración para el creyente. Ahora, en el Hotel de las Cuatro Estaciones es un propósito conservar un carácter crítico y ambiguo y, por el mismo tema, que puede considerarse maldito, abominable o polémico como es el personaje trágico que encarna Rudolf Hess, llamado en  un momento por un autor italiano “La máscara de hierro de Spandau”. Yo creo entonces que el lector debe esforzarse en el desciframiento, en el sistema de pistas oníricas desde una lectura  del símbolo y del mito. Creo que más que ciencias ocultas sería el propósito de una vía iniciática tal como la comprenden en la tradición Julius Evola y René Guenon. Ahora,  creo que el tema tiene antecedentes en la literatura mexicana cuando por ejemplo José Emilio Pacheco, desde otro ángulo muy  interesante, crea esa atmósfera en su novela Morirás lejos. Y por otra parte creo que sería afín en cierto sentido maldito o de desafío estético al Farabeuf de Salvador Elizondo, mas siendo la mía una escritura más pasional cuando Farabeuf es producto de una literatura abstracta y cerebralista. Yo creo entonces que esa trilogía que tú marcas está definida a través de una concepción de valor estético donde es fundamental la influencia del “Deutsches Requiem”, de Jorge Luis Borges.

AC. Desarrollando esta primera pregunta un poco más, si en un momento dado tu narrativa parece un instrumento político o de reflexión espiritual, ¿de que manera se da esto? ¿Es mas importante que lo estético o solamente lo enriquece o lo matiza? ¿Hay una relación jerárquica entre tus indiferentes intenciones autorales?

JLO. Yo creo que sí, que mis intenciones son fundamentalmente literarias. Si no, hubiera pensado en escribir más bien un tipo de reflexión política que está muy lejos de mis intereses. A mí se me ubica más bien como un valor estético, estrictamente estético-literario y metapolítico, lo cual resulta muy anómalo, es cierto, respecto a lo que se acostumbra escribir en el trillado repertorio costumbrista y sociológico, que es al que tiende una parte importante de mi generación. Es un tipo de literatura light  donde no hay propósitos estéticos. Al contrario, yo diría que mi literatura exige una concepción difícil del quehacer literario, a contracorriente de todo ese tipo de literatura bombón, chewing gum, ¿no? Y en ese sentido resulta una revuelta desde una posición artística contra el mundo de la trivialización y banalización de la existencia, que es la subliteratura del consumo mercadotécnico.

AC. En El Hotel de las Cuatro Estaciones, como en tus primeras obras de ficción breve, hay una técnica de contrastes y claroscuros, en virtud de la cual algún personaje destaca sobre o ante otros personajes ¿Esto podría hacernos pensar en una recuperación del culto del hombre extraordinario?

JLO. Yo creo que es cierto, es real esa concepción tuya de mi obra. Hay en ella un culto al héroe en el sentido de las virtudes de la caballería. Es lo que dice Bioy Casares precisamente en un epígrafe que elijo para El Hotel de las Cuatro Estaciones, precisamente que en un momento determinado uno debe abandonar todo por un principio, por una idea, un sueño o una obsesión; es decir, existe esta recuperación del sentido del aventurero y del héroe que se sobrepone a la figura invertebrada, en gran parte senil y muchas veces agusanada de un tipo de antihéroe ya desgastado por una porción importante de la literatura contemporánea. De este héroe hablaba Max Weber, y en el mismo sentido El Hotel de las Cuatro Estaciones es una metáfora de cómo los reinos del mundo son efímeros y luminosos. Entonces yo diría que aquí existe una reconquista del símbolo del héroe y de la gesta de caballería a través de una concepción trágica de la existencia, la cual se plasma naturalmente en la literatura y en el símbolo del personaje que encarna lo que puede ser, o bien en una serie de relatos sobre un personaje que tiene esas características formales o en una novela que  algunos han calificado de gótica y que puede leerse de las dos maneras. Entonces yo diría que sí, efectivamente, hay un propósito de afirmación de los valores del héroe sobre el mundo del tendero, del vender y comprar telas, y sobre el tonel del ciudadano grasiento.

AC. ¿Esta recuperación de valores arcaicos elementales, incluso solares, y esta crítica a la trivialización contemporánea nos lleva a una postura del escritor ante su sociedad o a una función del escritor en la sociedad?

JLO. Yo creo que sí. Y esta función es la del sentido propio de la revelación profética, en donde el escritor no es más que un medio de las fuerzas de lo alto, no del inconsciente ni del humus ni de las represiones del paleofreudianismo, sino de una presencia activa del númen, del daimon, del yin, del Espíritu Santo, del ángel de la guarda en la literatura, que es el que te dirige y se manifiesta; yo creo que en ese sentido profundo la literatura es la recuperación del sentido del mito, de la religión y de lo sagrado en un mundo deslizable, posmoderno, superficial y sin arraigo ni convicciones,  un mundo donde dominan el placer indomado y la muerte del espíritu.

AC. Al llegar a este punto da la impresión de que el culto del hombre extraordinario se convierte también en una idea del escritor extraordinario.

JLO. Bueno, creo que no se puede escribir nada que no forme parte de la existencia y, en un sentido profundo, de la experiencia espiritual. Entonces sí hay una afinidad entre esa inmensa búsqueda del personaje trágico, que encarna en sí el destino, y del escritor que es poseedor de una verdad superior a la de del contrato social del totalitarismo democrático o a la ya enterrada del gulag soviético, a la uniformidad, a la homologación cultural. Es una visión en donde el escritor es un hombre más bien de capa y espada, como decía Drieu La Rochelle:  dispuesto a dar y recibir golpes, no un simple amanuense, chupatintas, literato, gacetero, funiculario o pensador entre comillas, no.

AC. Todas estas características, esta organicidad en tu obra, esta convicción que es evidente al leer cualquier cosa tuya han ido formando una personalidad literaria muy diferente de las otras que se fueron desarrollando en la misma época. Hablo concretamente de la generación de los nacidos en los cincuenta. Los narradores de esta generación supuestamente han compartido lecturas, maestros, un contexto histórico y social y, dentro de este contexto, tú eres una figura muy aislada, diferente, que quizás haya sido adelantada puesto que estos temas que tú empezaste a abordar hace ya más de una década ahora están siendo recuperados por las nuevas generaciones. ¿Cómo te ubicas en relación con tus contemporáneos?

JLO. Sería difícil que estableciera yo correspondencias en un sentido orteguiano, incluso con esta generación que —dice el pensador español y traductor de La decadencia de Occidente  comprende quince años. Fuera de ese lapso, yo pienso que en la literatura mexicana se presenta un tipo de ruptura que yo encarno, en cuanto que no correspondo ni al establecimiento de la derecha ni al de la izquierda en el sentido de la formación intelectual. Yo diría que represento una posición transgresiva, inconformista, que puede ser muy diabolizada y que por eso mismo también puede ser muy atractiva. Siento que de alguna manera me sobrepuse a la influencia del medio en una actitud de reacción creativa, de violencia espiritual creadora. Esa sería mi posición.

AC. Te planteaba esta afinidad mayor con escritores más jóvenes porque, ahora que las utopías se han visto desacreditadas, parece renacer en los autores, y ya ni siquiera en los de mi generación sino digamos en los nacidos en la década de los setenta, una nostalgia por la aventura y por la violencia y un gusto por ciertos ambientes góticos. En ese sentido, como observador que has sido de los procesos de la evolución estética, ¿cuál camino crees que vaya a seguir la literatura mexicana?

JLO. Creo que afortunadamente hay un tipo de reacción, un movimiento a contracorriente contra el predominio de las tendencias costumbristas de la pseudoliteratura. Es una reacción de revelación del ser, y siento también que, dadas las condiciones del mundo, no solamente en la literatura mexicana de esta generación que emerge de los setenta, sino en todas, se observa un retorno al sentido del misterio y de revuelta contra este mundo desmaravillado, dominado por un estado mundialista, este mundo de la usura, las finanzas, el aniquilamiento de los sueños. Entonces creo que los escritores quieren ser otra vez de alguna manera los caballeros andantes de su estirpe y en este sentido hay todo un campo, podríamos decir, de la fantasía heroica, de una ficción metahistórica, de una presencia del héroe en cuanto símbolo, en cuanto hombre que se atreve a romper con las reglas sociales y que en ese sentido es un bárbaro y no corresponde a la normalidad de la civilización. La literatura se anticipa naturalmente a la política en este mundo de las utopías racionales que se desploman, desde el comunismo hasta este neoliberalismo agónico y opresor. Yo creo también que la morfología de la cultura presenta entonces una respuesta en donde lo fantástico que guarda en sí el sentido del misterio se rebela contra la miseria de un mundo del que se ha tratado de extirpar el sentido de lo sagrado. Yo creo entonces que la literatura de estos jóvenes que encuentran en Kipling, en Lovecraft, en Borges nuestra tradición literaria, está contraatacando a este mundo de la muerte del alma, de los muertos vivos.

AC. Paralelamente con una concepción apocalíptica del mundo extraliterario se advierte cierto optimismo en  tu idea de la literatura, ¿Tú crees que la literatura pueda salvar al mundo?

JLO. Bueno, yo naturalmente que no soy optimista, soy partidario más bien de un realismo heroico en términos de Jünger o de un pesimismo trágico como decían Evola o Vasconcelos, pero yo creo que cuando en el mundo avanza el desierto, como decía Nietzsche, es en la literatura donde podemos encontrar el refugio de la plegaria, y que cuando las religiones en Occidente se han vaciado de contenido, la literatura puede ser la manera de religar con las esferas sutiles, con los poderes superiores, con las fuerzas de lo alto. Esta sería una aspiración apocalíptica en el sentido de revelación como de final de un ciclo.