jueves, diciembre 04, 2014

Del Diccionario Enciclopédico de la Antigüedad Moderna




Monroe, Marilyn. Deidad femenina con características ctónicas y uranias cuyo culto floreció hacia el final del siglo ii a.A. Parece haber sido una figura de suma importancia para los ritos de la sexualidad que se celebraban en la antigüedad moderna. Relacionada directamente con el amor erótico y la belleza femenina, debió de crecer en importancia tras su (¿voluntario?) descenso al inframundo, sustituyendo a otras deidades lácteas de aquella era. Según Ürich, el culto de Marilyn Monroe tuvo su origen en las ciudades-estado al oeste de las Montañas Rocosas, hallándose vestigios de éste en numerosas ruinas, tablillas y objetos de alfarería rústica. De allí, el culto habría irradiado  hacia los territorios subtropicales del sur y hacia las tierras civilizadas más allá de los océanos Atlántico y Pacífico. Esta expansión tuvo lugar gracias a una forma primitiva de registro de la realidad conocida como cine, la cual consistía en la impresión químicomecánica de formas unidimensionales sobre placas continuas de un material ya desaparecido llamado celuloide. Este medio de registro llegó a adquirir gran popularidad, propiciando el desarrollo de importantes centros de culto llamados salas de cine (cinemas). Algunos de sus artífices lograron llevarlo a un grado avanzado de sofisticación y llegó a considerarse una de las bellas artes. La iconografía de Marilyn Monroe muestra una figura femenina de raza blanca, con cabellos cortos y rubios y características antropométricas de tipo opíparo. La postura es variable, habiéndose encontrado imágenes que la muestran desnuda en actitud yacente, así como cubierta con ropas de un material llamado tela, supuestamente extraído de fibras vegetales. En la mitología de la antigüedad moderna aparece protagonizando historias de amor y voluntarismo social (Lorch), las cuales debieron ejercer gran impacto sobre la conducta colectiva de aquellos seres, especialmente en las hembras, quienes trataron de adquirir por imitación las características morfológicas y las actitudes del numen. Los machos, por su parte, la convirtieron en un fetiche libidinal de primer orden, a juzgar por los testimonios hallados en diferentes complejos arqueológicos. Respecto a los sitios de culto, se sabe que el más importante estaba ubicado en el distrito de Khölivuth; aunque no tenía funciones oraculares, el templo llegó a ser un importante foco de irradiación cultural y objetivo de largas peregrinaciones. El culto de Marilyn Monroe debió de desaparecer a finales del siglo I a.A, durante una de las primeras tormentas ígneo sulfurosas que acabaron con la antigüedad moderna (ürich, lorch).

miércoles, octubre 15, 2014

Material de la sombra 1

Foto: Tayfunes



Hace rato estoy oyendo el rechinar de un columpio que se mece. Pero aquí no hay columpios. Uno podría, sin embargo, imaginarlo. Basta con cerrar los ojos y poner atención al sonido que va y viene: para acá, para allá, criiiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... No tiene hora fija para columpiarse; a veces lo hace en la mañana, a veces en la tarde, a veces en la mañana y en la tarde. Lo hace incluso en invierno, cuando el columpio, si existiera, estaría cubierto de hielo. Criiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... es algo como para arrullarse y quedarse dormido. Lástima que no le guste columpiarse en las noches, cuando tanto silencio me produce insomnio.

Si ese jardín fuera mío, compraría un columpio. Pero aquí no hay jardín.

miércoles, julio 02, 2014

LA TRISTEZA DEL RUSO





No era ruso, por supuesto, pero le apodaban así porque tenía el pelo casi blanco de tan rubio y se parecía a Ivan Drago, el ruso gigantón que había peleado contra Rocky en la película. Doce años de levantar pesas le habían dado una musculatura impresionante.
          Le gustaba el apodo. En realidad, le parecía que cualquier apodo era preferible a su nombre. Se llamaba Florentino. Y el problema no era el nombre en sí, sino el diminutivo, que se le hacía poco masculino. En la secundaria había tenido que moler a golpes a los pocos que se atrevieron a llamarlo “Flor”. Así fue como se le hizo costumbre pelear. Flor. Odiaba ese nombre, aun en las mujeres. Por eso se presentaba así: “Me dicen El Ruso”.
          En el barrio todo el mundo sabía que trabajaba para la policía. Así funcionan las cosas en una comunidad pequeña: los secretos de uno son de todos. Nadie tenía por qué traicionarlo: era un vecino callado y solitario, pero amable. Varias veces se le veía ayudando a alguna señora a cargar su bolsa de comestibles o regañando a los niños que jugaban en la cuadra sin fijarse de los coches. A la señorita de la tienda le daba ternura que pasaba a hacer sus compras y, como no tenía perro que le ladrara (sólo un gato que quién sabe si tendría nombre), se llevaba una cosa de cada cosa: un pan, un jitomate, una cerveza, una manzana, etcétera. Claro, y leche y una bolsita de croquetas para su gato. Como que no se le ocurría que comprar las cosas al mayoreo podía ser más barato y más cómodo. Pagaba y daba las gracias sin sonreír, como siempre. Tal vez quería ocultar que la señorita le gustaba, porque con los otros vecinos llegaba a ser un poquitito más expresivo.
          En su trabajo era distinto: ahí no podía ser amable. Sabía que era por su físico, más que por otra cosa, que los demás policías habían hecho de él una leyenda negra. Lo utilizaban para aterrar a los detenidos, muchas veces sin que fuera siquiera necesaria su presencia: “Déjalo ya —decían, cansados de golpear a algún sospechoso—. Si no canta, se lo dejamos al Ruso para que él lo interrogue”.
          Así era. Pero esta historia se trata de cuando se murió su gato, no de otra cosa. Nadie supo qué le pasó. Parece que ya estaba muy viejo, nada más. El hecho es que, un día, El Ruso se apareció por la tienda con cara de niño regañado y no compró una cosa de cada cosa, sino varias, como haciéndose provisiones. Excepto croquetas.
          —¿Y al gato no le va a comprar nada? —le preguntó la señorita.
          —Se me murió —respondió él. Dejó el dinero en el platón de la báscula y se fue sin esperar el cambio.
          No salió en todo el día. La señorita les contó lo del gato a todos los vecinos que llegaron a comprar algo y, para cuando se hizo de noche, el solitario duelo del Ruso era ya un chisme grande. Los vecinos más metiches y desquehacerados estuvieron pendientes de la puerta de su departamento y de la luz de la ventana, en la noche. Y El Ruso siguió sin salir. No salió tampoco al día siguiente. Quién sabe qué le haría al cuerpo del gato; tal vez lo estuvo velando. Los empleados del carro de la basura dijeron que no les había llegado.
          Al tercer día, la curiosidad se había convertido en una angustia vaga, no declarada. El barrio se sentía desprotegido sin su guardián. Alguien habló de ir a tocarle a la puerta para preguntarle si estaba bien, pero nadie quería arriesgarse a hacerlo enojar. Se echaron volados. Le tocó al de la tintorería, el más cobarde de todos. No le sirvió de nada armarse de valor: El Ruso no quiso abrirle. Finalmente, un chico de la escuela tuvo la idea que hacía falta: se puso a gritarle “¡Flor! ¡Florecita!” desde la calle.
          Sólo entonces salió el Ruso. Salió en chinga, resuelto a castigar al insolente. Le pareció que muchos pares de ojos lo observaban, disimulados detrás de las cortinas de las ventanas, pero no encontró a quien se había atrevido a perturbar su duelo. Y el duelo terminó ahí.
          La vida del barrio volvió a la normalidad.