Monroe,
Marilyn. Deidad femenina con características ctónicas y
uranias cuyo culto floreció hacia el final del siglo ii a.A. Parece haber sido una figura de suma importancia para
los ritos de la sexualidad que se celebraban en la antigüedad moderna.
Relacionada directamente con el amor erótico y la belleza femenina, debió de
crecer en importancia tras su (¿voluntario?) descenso al inframundo,
sustituyendo a otras deidades lácteas de aquella era. Según Ürich, el culto de
Marilyn Monroe tuvo su origen en las ciudades-estado al oeste de las Montañas
Rocosas, hallándose vestigios de éste en numerosas ruinas, tablillas y objetos
de alfarería rústica. De allí, el culto habría irradiado hacia los territorios subtropicales del sur y
hacia las tierras civilizadas más allá de los océanos Atlántico y Pacífico.
Esta expansión tuvo lugar gracias a una forma primitiva de registro de la
realidad conocida como cine, la cual
consistía en la impresión químicomecánica de formas unidimensionales sobre
placas continuas de un material ya desaparecido llamado celuloide. Este medio de registro llegó a adquirir gran
popularidad, propiciando el desarrollo de importantes centros de culto llamados
salas de cine (cinemas). Algunos de sus artífices lograron llevarlo a un grado
avanzado de sofisticación y llegó a considerarse una de las bellas artes. La
iconografía de Marilyn Monroe muestra una figura femenina de raza blanca, con
cabellos cortos y rubios y características antropométricas de tipo opíparo. La
postura es variable, habiéndose encontrado imágenes que la muestran desnuda en
actitud yacente, así como cubierta con ropas de un material llamado tela,
supuestamente extraído de fibras vegetales. En la mitología de la antigüedad
moderna aparece protagonizando historias de amor y voluntarismo social (Lorch),
las cuales debieron ejercer gran impacto sobre la conducta colectiva de
aquellos seres, especialmente en las hembras, quienes trataron de adquirir por
imitación las características morfológicas y las actitudes del numen. Los
machos, por su parte, la convirtieron en un fetiche libidinal de primer orden,
a juzgar por los testimonios hallados en diferentes complejos arqueológicos.
Respecto a los sitios de culto, se sabe que el más importante estaba ubicado en
el distrito de Khölivuth; aunque no tenía funciones oraculares, el templo llegó
a ser un importante foco de irradiación cultural y objetivo de largas
peregrinaciones. El culto de Marilyn Monroe debió de desaparecer a finales del
siglo I a.A, durante una de las primeras tormentas ígneo sulfurosas que
acabaron con la antigüedad moderna (ürich,
lorch).
jueves, diciembre 04, 2014
miércoles, octubre 15, 2014
Material de la sombra 1
Foto: Tayfunes
Hace rato estoy oyendo el rechinar de un columpio que se mece. Pero aquí no hay columpios. Uno podría, sin embargo, imaginarlo. Basta con cerrar los ojos y poner atención al sonido que va y viene: para acá, para allá, criiiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... No tiene hora fija para columpiarse; a veces lo hace en la mañana, a veces en la tarde, a veces en la mañana y en la tarde. Lo hace incluso en invierno, cuando el columpio, si existiera, estaría cubierto de hielo. Criiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... es algo como para arrullarse y quedarse dormido. Lástima que no le guste columpiarse en las noches, cuando tanto silencio me produce insomnio.
Si ese jardín fuera mío, compraría un columpio. Pero aquí no hay jardín.
Hace rato estoy oyendo el rechinar de un columpio que se mece. Pero aquí no hay columpios. Uno podría, sin embargo, imaginarlo. Basta con cerrar los ojos y poner atención al sonido que va y viene: para acá, para allá, criiiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... No tiene hora fija para columpiarse; a veces lo hace en la mañana, a veces en la tarde, a veces en la mañana y en la tarde. Lo hace incluso en invierno, cuando el columpio, si existiera, estaría cubierto de hielo. Criiiiik riiiiik, criiiiik riiiiik... es algo como para arrullarse y quedarse dormido. Lástima que no le guste columpiarse en las noches, cuando tanto silencio me produce insomnio.
Si ese jardín fuera mío, compraría un columpio. Pero aquí no hay jardín.
miércoles, julio 02, 2014
LA TRISTEZA DEL RUSO
No era ruso, por supuesto, pero le apodaban así porque tenía el pelo
casi blanco de tan rubio y se parecía a Ivan Drago, el ruso gigantón que había
peleado contra Rocky en la película. Doce años de levantar pesas le habían dado
una musculatura impresionante.
Le gustaba el apodo. En
realidad, le parecía que cualquier apodo era preferible a su nombre. Se llamaba
Florentino. Y el problema no era el nombre en sí, sino el diminutivo, que se le
hacía poco masculino. En la secundaria había tenido que moler a golpes a los
pocos que se atrevieron a llamarlo “Flor”. Así fue como se le hizo costumbre
pelear. Flor. Odiaba ese nombre, aun en las mujeres. Por eso se presentaba así:
“Me dicen El Ruso”.
En el barrio todo el
mundo sabía que trabajaba para la policía. Así funcionan las cosas en una
comunidad pequeña: los secretos de uno son de todos. Nadie tenía por qué
traicionarlo: era un vecino callado y solitario, pero amable. Varias veces se
le veía ayudando a alguna señora a cargar su bolsa de comestibles o regañando a
los niños que jugaban en la cuadra sin fijarse de los coches. A la señorita de
la tienda le daba ternura que pasaba a hacer sus compras y, como no tenía perro
que le ladrara (sólo un gato que quién sabe si tendría nombre), se llevaba una
cosa de cada cosa: un pan, un jitomate, una cerveza, una manzana, etcétera.
Claro, y leche y una bolsita de croquetas para su gato. Como que no se le
ocurría que comprar las cosas al mayoreo podía ser más barato y más cómodo.
Pagaba y daba las gracias sin sonreír, como siempre. Tal vez quería ocultar que
la señorita le gustaba, porque con los otros vecinos llegaba a ser un poquitito
más expresivo.
En su trabajo era
distinto: ahí no podía ser amable. Sabía que era por su físico, más que por
otra cosa, que los demás policías habían hecho de él una leyenda negra. Lo
utilizaban para aterrar a los detenidos, muchas veces sin que fuera siquiera
necesaria su presencia: “Déjalo ya —decían, cansados de golpear a algún
sospechoso—. Si no canta, se lo dejamos al Ruso para que él lo interrogue”.
Así era. Pero esta
historia se trata de cuando se murió su gato, no de otra cosa. Nadie supo qué
le pasó. Parece que ya estaba muy viejo, nada más. El hecho es que, un día, El
Ruso se apareció por la tienda con cara de niño regañado y no compró una cosa
de cada cosa, sino varias, como haciéndose provisiones. Excepto croquetas.
—¿Y al gato no le va a
comprar nada? —le preguntó la señorita.
—Se me murió —respondió
él. Dejó el dinero en el platón de la báscula y se fue sin esperar el cambio.
No salió en todo el día.
La señorita les contó lo del gato a todos los vecinos que llegaron a comprar
algo y, para cuando se hizo de noche, el solitario duelo del Ruso era ya un
chisme grande. Los vecinos más metiches y desquehacerados estuvieron pendientes
de la puerta de su departamento y de la luz de la ventana, en la noche. Y El
Ruso siguió sin salir. No salió tampoco al día siguiente. Quién sabe qué le
haría al cuerpo del gato; tal vez lo estuvo velando. Los empleados del carro de
la basura dijeron que no les había llegado.
Al tercer día, la
curiosidad se había convertido en una angustia vaga, no declarada. El barrio se
sentía desprotegido sin su guardián. Alguien habló de ir a tocarle a la puerta
para preguntarle si estaba bien, pero nadie quería arriesgarse a hacerlo
enojar. Se echaron volados. Le tocó al de la tintorería, el más cobarde de
todos. No le sirvió de nada armarse de valor: El Ruso no quiso abrirle.
Finalmente, un chico de la escuela tuvo la idea que hacía falta: se puso a
gritarle “¡Flor! ¡Florecita!” desde la calle.
Sólo entonces salió el
Ruso. Salió en chinga, resuelto a castigar al insolente. Le pareció que muchos
pares de ojos lo observaban, disimulados detrás de las cortinas de las
ventanas, pero no encontró a quien se había atrevido a perturbar su duelo. Y el
duelo terminó ahí.
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