lunes, septiembre 23, 2013

El huésped venezolano



—Entonces, ¿es seguro que está aquí, en Budapest?
       —Camarada, lo que te estoy diciendo es de buena fuente.
       Vicente y Olga se fueron caminando por la orilla del río. La nieve había tendido sobre las calles su alfombra blanca. El Danubio respiraba cansado, como un viejo enfermo de frío, moviendo apenas su pecho de crestas pardas. En las dos riberas, los edificios antiguos, de cuatro o cinco pisos altos, parecían mirar el paisaje con los ojos penumbrosos de sus balcones neogóticos, mientras las chimeneas se ahogaban y los tejados se venían abajo con el peso de tanta nieve. A lo lejos, sobre la cúpula del Parlamento, la estrella roja destellaba a la luz de la tarde.
       —Siempre he querido conocerlo —comentó el mexicano, y se quedó pensativo.
       —Ni se te ocurra buscarlo. Se supone que no estás enterado de nada.
       Eran amigos desde hacía muchos años, desde que se conocieron en Cuba, a principios de los años setenta. Los rusos se dejaron caer en parvadas: agentes de inteligencia, asesores militares, diplomáticos, ingenieros... todos vinculados de alguna manera con la kgb. Olga llegó entre ellos. Su misión era coordinar enlaces con América Latina. Y Vicente, que había debido huir de México cuando la crisis del 68, estaba allá haciendo lo mismo: coordinando enlaces entre el gobierno de Fidel Castro y los grupos revolucionarios mexicanos.
       —¿No me lo vas a presentar entonces, tovarish?
       —Por supuesto que no. Si te conté esto fue nada más para que no lo vayas a escuchar por otro lado y cometas una indiscreción.
       —Entonces fue por estrategia, no por confianza —Vicente se hizo el ofendido.
       —Fue por protegerte, si lo ves bien.
       —¿Sale a la calle?
       Olga se encogió de hombros:
       —No tendría por qué no. Además, a un hombre así no se le puede tener encerrado.
       —Tú ya lo conociste, ¿eh?
       Olga respondió sólo con una sonrisa. Era una mujer muy atractiva, al estilo de las rusas de esa época: alta, fuerte pero femenina, de pómulos definidos y ojos ligeramente oblicuos que hacían pensar en la tribus indómitas de las estepas, labios plenos, casi soeces de tan sensuales y una sonrisa que lo hacía a uno dudar de si se hallaba ante una joven inocente o ante una espía entrenada para matar sin un parpadeo. El abrigo blanco la hacía aún más atractiva, sobre todo sabiendo que debajo de éste iba armada.
       —Te gustó —la acusó Vicente.
       —¿Qué? ¿Quién?
       —El... huésped. Te gustó.
       —No es guapo.
       —Pero te gustó.
       Tovarish, ¿a qué vienen esta pregunta?
       —Simple curiosidad, tovarish.
       El auto de Olga —un Lada gris acero— se hallaba estacionado cerca. Subieron los dos y se fueron siguiendo la curva suave que dibujaba el Danubio hacia el norte. En la ribera opuesta, el sol comenzaba a descender tras las terrazas y la orgullosa cúpula del castillo de Buda, bañando de oro los muros ocres del Bastión de Pescadores y la esbelta torre de la iglesia Matías.
       Olga se metió por alguna calle. Parecía confundida.
       —¿Adónde vamos? —preguntó Vicente.
       —No creerás que te estoy secuestrando, ¿verdad? —le sonrió ella por el retrovisor.
       —No, no. Es sólo que me parece que estás dando vueltas.
       —Vamos al Café Gerbaud. Nada más que no recuerdo bien cómo llegar.
       —No está lejos. Estaciónate donde puedas y vámonos caminando.
       Lo que Vicente quería era salirse ya del coche, mover las piernas. Era un paseante compulsivo. Aunque ya llevaba ocho años viviendo en Budapest, seguía sintiéndose fascinado por la magia de esa ciudad llena de rincones misteriosos, palacios escondidos, vecindades abandonadas, pasajes secretos, puertas que se abrían a otro tiempo.
       —Vamos, pues, camarada.
     El Café Gerbaud se hallaba al final de la calle, al otro extremo de la pequeña plaza Vörosmarti. Era un lugar lleno de cristales y de luces viejas, de ese esplendor lánguido del imperio austrohúngaro que todavía podía sentirse en ciertos lugares. Sobre la alfombra de sus interminables salones tintineantes se arrastraban pasos ya idos, ecos sofocados, roces de crinolinas: los murmullos de la vieja burguesía que ahí se reunía, ahí charlaba y era frívola, ahí creía seducir a la historia, que un día iba a volverse contra ella, conducida por el proletariado triunfante del mundo socialista.
       Tomaron asiento en un rincón apartado. Olga le dio su abrigo al mesero y ordenó un café vienés y una rebanada de struddel de semillas de amapola. Vicente pidió sólo café.
    —Bueno, ¿y qué has sabido del cargamento para Nicaragua? —preguntó ella, a quemarropa.
       —Los compañeros lo entregan hoy. A más tardar, mañana.
       —Debía haber llegado la semana pasada, tovarish.
       —Son unos cuantos días de retraso.
     —Para los sandinistas, unos cuantos días pueden significar mucho. Estamos en guerra, camarada.
      Vicente se quedó callado. Casi toda la ayuda soviética para los sandinistas y para los salvadoreños del fmln se canalizaba a través de México. Él había tenido la idea de utilizar a Hungría como puente, diciendo que era más seguro, y se había responsabilizado de que todo saliera bien.
       —Moscú va a preferir volver a hacer todo como antes —le advirtió Olga—, y eso sólo daría la impresión de que no estás trabajando.
        Él seguía sin responder. No podía defenderse, pero había hecho todo lo posible porque el plan saliera bien. Sólo que los compañeros en México estaban acostumbrados a trabajar con los de la embajada de Yugoslavia. Desde la época de Echeverría, México había desarrollado una relación especial con ese país: era la vía más fluida para cualquier negocio con el bloque socialista. Pero por eso mismo la cia los tenía más vigilados.
        —No quiero que tengas problemas, Vicente —Olga cambió el tono: parecía sinceramente preocupada.
        —¿Qué puede pasar?
        —Ya lo sabes: que te manden a otro país.
        —¿Adónde?
        —A México no puedes regresar: eso sería enviarte al matadero. Pero pueden mandarte a Centroamérica. O a África.
        Vicente dejó escapar un suspiro. Aunque no tenía con Olga una relación de pareja —eso no era posible en un trabajo como el suyo— los unía algo más que una amistad de colegas. Sostenían relaciones sexuales desde que estaban en Cuba. Aquí mismo, en Budapest, dormían juntos una vez al mes, si era posible. La kgb seguramente lo sabía. Pero no habían dicho nada. Estarían guardando esa información para utilizarla cuando fuera necesario.
         —Llega mañana, a más tardar —repitió.
         Olga le hizo una caricia en la mano, por toda respuesta. Él prefirió cambiar la conversación:
         —Bueno, cuéntame, ¿qué tal estuvo la fiesta de la embajada brasileña?
         Olga se encogió de hombros.
         —Aburrida, como siempre.
         —¿No pasó nada interesante?
     —El cónsul de Chile llegó con una mujer nueva: una checa que iba vestida como si estuviera en el trópico. Todo el mundo habló de eso.
         —Los prejuicios burgueses del hombre socialista —ironizó Vicente.

Ya había oscurecido cuando salieron del café. Se fueron caminando por la avenida Király, hacia el estacionamiento donde Olga había dejado su automóvil.  La noche blanca resultaba seductora: la luz del alumbrado público hacía que la nieve brillara en las banquetas como si estuviese sembrada de diamantes.
         —¿Vamos a tu casa? —preguntó Olga, empezando a conducir.
         —¿No quieres ir primero a tomarte una copa?
         —Vamos. Así te cuento de mi vecino loco, que ahora ha adoptado un cuervo.
     El auto enfiló por esas calles oscuras del distrito vii, que a Vicente le resultaban perturbadoras porque no podía estar seguro de si ya las conocía, o las había soñado, o nunca había estado en ellas pero creía recordarlas. Es que eran esa clase de calles que aparecen en los sueños: abiertas como una herida, como un abismo de sombra entre edificios enfermos de cantera gris. Poca gente caminaba por ahí a esas horas y con ese frío: sólo algunos estudiantes, al parecer de la Universidad de Artes Musicales Ferenc Liszt, que llevaban sus instrumentos en estuches negros.
         —Entonces, ¿ya no te interesa saber si nuestro huésped venezolano me gusta?
           —No —mintió Vicente—. Ya no me interesa.
         —Pues por si acaso, te diré que siempre pensé que cuando lo conociera me iba a gustar. Pero no. Me desilusionó y me desagradó.
            —¿Tanto así?
            —Es un machista.
            —Como buen latinoamericano.
            —Éste sólo sabe dar órdenes.
           —Un hombre que se cree capaz de hacer una revolución él solo ha de tener su carácter. ¿Cuánto tiempo va a estar aquí?
           —Hasta que se meta en otra de sus espectaculares operaciones.
           —Dicen que no tuvo nada que ver con lo de los atletas de Israel.
         —Sí tuvo. Yo lo sé. Escuché una grabación de una de sus conversaciones con Ulrike Meinhof.
            —No me contaste nada.
            —¿Tengo que contarte todo? No eres mi jefe.
            —Bueno, ¿que decía?
            —Eso no es asunto tuyo. Basta con lo que acabo de decirte.
           La calle Akácfa, donde estaba el bar que les gustaba, se veía blanca. De suyo tan triste, tan arañada por el tiempo y la mala vida, esa angosta calle parecía de pronto vestida de inocencia. La nieve, auxiliada por el viento, trataba piadosamente de cubrir las cicatrices de los negros edificios, la sarna de las mamposterías, los ladrillos que asomaban desnudos de tanto en tanto en los muros descascarados, tal como las carnes blancas de una muchacha indigente asoman bajo la blusa en girones. Incluso los coches que se habían estacionado en las banquetas, porque la calle era tan estrecha que no había lugar debajo, lucían cubiertos con un mullido tapete blanco. Nadie andaba por ahí, excepto un borrachín que, sentado en el vano de una puerta vecina, canturreaba con una voz muy vieja: Jaj, de sokat áztam-fáztam katona koromban...: “¡Ay, cuánto padecí la lluvia y el frío cuando era soldado!”
        Estuvieron bebiendo durante un par de horas. Finalmente, después de bostezar, Olga dejó que sus labios dibujaran una sonrisa coqueta.
            —Entonces, ¿te llevo a tu casa y me das asilo político esta noche?
           —No sé —respondió Vicente, un poco tomado por sorpresa. Se había puesto melancólico pensando en el venezolano. Ese hombre había tenido el valor de llevar sus ideas hasta las últimas consecuencias; él no.
            —¿No sabes?
            —Perdón. Sí. Vamos.
      De pronto se le habían venido encima sus recuerdos de México: sus años en la universidad, su militancia en un pequeño grupo revolucionario, sus ansias de cambiar el país de manera radical y violenta, las marchas, las discusiones de madrugada en apartamentos llenos de humo y cerveza y carteles del Che Guevara, de Zapata, de Lenin... cómo nunca estuvo satisfecho, nunca sintió que estuvieran andando hacia ninguna parte. Por eso finalmente, aunque muy a su pesar, los abandonó para ponerse a salvo. Y ahora ya no le importaban ni quería saber de ellos, si seguían por ahí o estaban en los campos militares. Había logrado acomodarse, sacar provecho de su buena suerte.
            —No. Si no quieres, no.
            Vicente la oía desde muy lejos. Y desde esa distancia le respondió, ausente:
            —Sí quiero —intentó hacerle una caricia, que ella rechazó.
            —Creo que se te subieron las copas, tovarish.
           Sí, pensó Vicente, también debía ser eso: estaba borracho. El alcohol lo había puesto así.
            —Sí —aceptó—. Mejor lo dejamos para otro día, tovarish.
            —¿Por lo menos quieres que te lleve?
            —Puedo irme caminando. No está lejos. Sirve de que se me baja.
          Afuera estaba nevando otra vez cuando se despidieron, junto al coche de Olga. Era casi medianoche y Budapest se había vuelto lóbrega y silenciosa. Los automóviles pasaban lentamente detrás de las máquinas que retiraban la nieve.
          Vicente se fue caminando hacia su casa. Pensativo, se perdió entre las calles oscuras. Al día siguiente llamaría para ver qué había pasado con el cargamento de los sandinistas.