sábado, junio 28, 2008

Diarios del Infierno

No me interesa el arte por el arte ni la técnica por la técnica, mucho menos la moda por la moda. Los autores y obras que admiro son aquellos que pueden enseñarme algo sobre el ser humano: sus pasiones, sus miedos, su poder o su impotencia, sus límites. Sobre todo sus límites. ¿Hasta dónde podemos decidir, hasta dónde podemos soportar, hasta dónde estamos dispuestos a llegar por algo o por alguien? ¿Hasta dónde somos dueños de nuestra vida?

En este sentido, un tema que me parece fascinante es el del dolor, no sólo por sus implicaciones teológicas, metafísicas y éticas, sino también como un hecho fundamental de la experiencia humana. Han dicho los científicos que el dolor juega un papel en los mecanismos de autodefensa del organismo viviente. Nos indica que algo está amenazando nuestra vida. Se habla también de umbrales de tolerancia. Los médicos y los torturadores saben que, pasado cierto límite, la conciencia se bloquea y deja de registrar el estímulo nervioso. Pero, ¿qué pasa con el dolor psicológico? A mí me parece que con éste sucede algo semejante a los récords olímpicos: cada vez que nos enteramos de un caso extremo, cada vez que contemplando cierta expresión del mismo, pensamos que ya no es posible sufrir más, viene una nueva historia a demostrarnos que aún se puede ir más lejos. Los umbrales del dolor psicológico parecen ser insondablemente más elásticos que los del físico. Y muchos de los documentos más reveladores —y más atroces— que tenemos sobre esto provienen del arte. Cuánto no hemos aprendido leyendo a Dostoyevsky, a Kafka, a César Vallejo, a André Malreaux, o mirando los cuadros de Edward Münch o de Frida Kahlo.

Llego a estas reflexiones luego de una discusión con una amiga acerca de la obra del gran escritor húngaro Géza Csáth. Su verdadero nombre era József Brenner. Nació en 1887 y murió en 1919. Además de escritor era violinista y crítico y teórico musical, aunque la profesión de la cual vivía era la de psiquiatra. Como tal, trabajó un tiempo en el Hospital Psiquiátrico de Moravcsik en esa época en que los métodos de tratamiento de los enfermos mentales tenían aún mucho de medievales: baños de agua fría, inmersiones, jaulas, choques eléctricos, etcétera. En ese lugar Csáth comenzó a interesarse, como médico y como artista, en los efectos de ciertas drogas, particularmente la morfina. Pronto se volvió adicto. De su experiencia en ese infierno surgió la que podría considerarse su obra mayor: Diario de una enferma mental. Llevada magistralmente al cine por el director János Szász, con el título de Opium, cuenta la historia de Giselle, una interna que se cree poseída por el Demonio y cuya locura se manifiesta como una necesidad compulsiva de escribir. En los más de diez años que lleva en el manicomio ha llenado gruesos y numerosos volúmenes en los que vuelve una y otra vez sobre la historia de cómo el Maligno entró en ella. Y cuando el director de la institución prohíbe que se le dé papel, empieza a escribir en las paredes. Seducida por un psiquiatra opiómano —personaje autobiográfico—, Giselle logra vislumbrar una pequeña ventana abierta hacia la vida: el amor. Pero esta ventana se cierra casi inmediatamente hundiendo a la enferma en un abismo definitivo.

Muy semejante a esta historia, aunque con más elementos tomados directamente de su experiencia personal y más énfasis en su otra adicción, la adicción al sexo, la segunda gran obra de Csáth es su Diario.

Más que un artista, Géza Csáth fue un visionario en una línea que va hasta Orfeo y pasa por Dante, Rimbaud, Baudelaire. Ciertamente, el gran escritor maldito de las letras húngaras encarna una vez más el arquetipo del hombre que fue al Infierno y vio y regresó a la tierra para contar lo que había visto. Su obra, tanto en los dos diarios como en su libro de relatos (Cuentos que acaban mal, en la traducción española) explora los límites humanos: ¿Hasta dónde es posible sufrir? ¿Hasta dónde es posible hacer sufrir a otros? El dolor, la crueldad, el sadismo, la desesperación, la adicción, la violación, el estupro, el abandono, el fratricidio... todos estos temas se encuentran presentes en la obra de este autor considerado “dark” por la crítica moderna, este autor que acabó internado en un manicomio, asesinando a sus esposa y luego suicidándose. Terrible final para un hombre que fue músico precozmente dotado (empezó a tocar el violín desde niño), crítico iluminado (fue de los primeros en reconocer el talento de Bartók y Kodály), médico eminente, seductor compulsivo e implacable explorador de las profundidades humanas.

En esta época en que se han puesto de moda en América Latina los escritores húngaros, el maldito Géza Csáth, de ninguna manera inferior a Márai o a Kertész, merece toda nuestra atención.