jueves, marzo 15, 2018

Errantes



—Madre, ¿quiénes son esas personas que van por el medio del camino?
         —Son peregrinos: gente santa.
         —Pero, ¿por qué no van cantando? Los peregrinos siempre cantan, madre.
         —Éstos no.
         —¿No rezan tampoco? ¿No hablan?
         —No. Y baja la voz, que pueden oírte.
         —Se está haciendo de noche y hace frío. ¿Dónde van a dormir, madre?
         —Estos peregrinos no duermen.
         —¿Por qué no les damos unas manzanas? Traemos suficientes.
         —¿Para qué desperdiciarlas? Nadie de ellos come.
         —Pero, ¿de dónde son, madre?
         —De todas partes.
         —¿Dónde viven?
         —En ningún lado, hijo mío. Ninguno de ellos vive.

jueves, marzo 08, 2018

La mosca



La mosca no nos trae noticias de los dioses, como las aves, no es industriosa como las abejas ni bella como las libélulas ni sirve para metáfora de autosuperación como las mariposas. Tampoco la envuelve el glamour noir de las arañas capulinas. Bueno, ni siquiera tiene el oscuro halo bíblico de las langostas. Es sólo molesta y —dicen— sucia. Aunque hay quesos muy apreciados que se fermentan con larvas de mosca. Y sus huevecillos sirven en medicina forense para dictaminar cuánto tiempo lleva un cadáver de ser cadáver. Me temo que no se le conocen otras gracias. Aparece al inicio de un cuento de hadas, pero el héroe no es ella, es un sastre. Y hay una obra de teatro de un autor existencialista y una novela de un premio Nobel que prometen en su título hablar de la mosca, pero, oh decepción: jamás lo hacen. Fuera de eso, es verdad, está presente en poemas, cuentos, fábulas y minificciones memorables, pero nunca se le presenta como la beldad que ella quisiera ser. Para la mayoría de las personas, la mosca es impertinente, a juzgar por la expresión popular “hacer mosca”; es gorrona, por aquello de “viajar de mosca”. También la relacionan con problemas y aflicciones: “¿Qué mosca te picó?”. Tal vez por eso está tan sola. Sólo Belzebú, un dios ya casi olvidado, quiso convertir a la mosca en su protegida.

#AgustínCadena

jueves, marzo 01, 2018

Los dos anillos



Mi abuela Conchita y yo éramos los únicos mórbidos de la familia, tanto así que ella era la primera en llamarme o mandarme mensaje al teléfono cada vez que había una defunción en el barrio o sucedía algo digno de comentarse. Y es que ella pasaba mirando hacia la calle, oculta tras las cortinas semitransparentes de la ventana de su cocina. En su defensa hay que decir que, en esa cuadra de gente chismosa, no era la única que hacía eso.
         Por esa afinidad ella era mi parienta consentida y yo era su nieto consentido. A mí me dejó su herencia, incluyendo sus dos gatos. Y sus secretos.
         Desde niño, me acostumbré a ver dos anillos en la mano de mi abuela, dos anillos juntos en el mismo dedo. Con el tiempo llegué a entender que uno era de compromiso y el otro de boda. Nunca, ni por un momento que yo recuerde, se los quitó.
         Al abuelo no lo conocí. Murió antes de que yo naciera. Pero crecí oyendo anécdotas de cómo era: un tipo campechano, con sentido del humor, que no se dejaba agriar el día por quítame allá estas pajas. En las pocas fotos que había de él se le veía en la cara una expresión juguetona, como de esos hombres que no quieren madurar. Tal vez por eso murió joven. Dejó a mi abuela viuda con cuatro hijos y ella no volvió a casarse. Encontró consuelo para su soledad en el chisme que, como ya dije, compartía conmigo. Y nunca se quitó sus anillos. Cuando ya estaba desahuciada, pero todavía tenía lucidez, pidió que cuando muriera la enterraran con sus anillos puestos. Y así fue. Se los tuvimos que colgar con una cadena como medallas; la enfermedad la había enflacado tanto que se le caían de los dedos.
         Yo era el único ser en el mundo que conocía su secreto: sólo uno de esos dos anillos se lo había dado mi abuelo: el de bodas. El otro se lo dio un novio que tuvo antes. No se casaron. ¿Por qué? Ésa es otra historia y ésa sí le voy a cumplir la promesa de no contarla. El hecho es que hubo noviazgo formal, petición de mano y luego ya no hubo boda, pero ella no quiso deshacerse del anillo de compromiso. Luego se encontró al abuelo. Y el abuelo conocía la historia del anillo, pero no le dio importancia. Nada más se reía. Tal vez gracias a eso, al hecho de no haber sido un celoso típico, fue uno de los dos hombres que mi abuela Conchita se llevó a la tumba.