miércoles, noviembre 16, 2016

Volado





—Ándale, ¿sí?
         —Que no. Y ya sabes que no me gusta discutir en la calle.
         —Pues por eso: vamos a entrar y así ya no estamos en la calle.
         —No. No me presiones.
         —Dijiste que cuando cumpliéramos seis meses de andar.
        —Pues sí, pero no me siento lista y a fuerzas ni tú lo vas a disfrutar, ¿o sí?
         —Por favor, muñequita... de veras que ya no aguanto las ganas.
         —Ayúdate tú solo. Vas a ver que te relajas.
         —Ayúdame tú.
         —No. Con coacción, nada.
         —Ya vinimos hasta aquí. Vamos a entrar. Ándale, ven.
         —No me jales, güey. Nos está viendo la gente.       
         —Pues vamos.
         —Está muy feo este hotel. Ha de tener hasta pulgas.
         —Todos los hoteles son iguales.
         —En los que tú te has hospedado, tal vez.
         —Ay, sí. Tú puro cinco estrellas.
         —Entiéndeme, amor. Quiero conservar un recuerdo bonito de mi primera vez. Que se vaya dando solo, no así. Y que no sea en un lugar tan pinche. ¿Viste esa pareja que salió? Es como hotel de huilas. ¿No sientes feo de llevar a tu novia a un lugar así?
         —Bueno, vamos al que está por la escuela.
         —Cómo crees. Ahí cualquier conocido puede vernos. ¿Y luego?
         —¿Entonces, gordita?
         —Gorda la más vieja de tu casa. Yo estoy delgada. Pero eso no lo vas a ver hoy.
         —Ya no aguanto, de veras. Siento que si estornudo se me van a salir por la nariz.
         —Ni siquiera has de traer condones.
         —Los ando cargando desde hace tres meses.
         —¿Y te lo sabes poner?
         —Vamos, para que veas que sí.
         —No. Ya te dije: ayúdate tú solo.
         —¿Cuándo me vas a ayudar tú?
         —No te conformarías con eso.
         —Por ahora sí.
         —Por ahora.
         —Bueno, ni modo que te diga que para siempre.
         —De todas maneras no, güey. Ya te conozco. Vas a querer más.
         —Te juro que no. Nada más una manita. Ándale, ¿sí?
         —No. Ya te conozco.
         —Llegamos hasta donde tú quieras. De verdad.
         —¡Ay, ya no me confundas! No quiero. Y ya vámonos de aquí. Qué van a pensar, que estamos discutiendo en la puerta de un hotel.
         —¿Adónde vamos, pues?
         —Al Starbucks. Quiero un chai latte.
         —¡Al Starbucks!
         —¿Qué tiene?
         —Está bien caro.
         —¿Y con qué dinero ibas a pagar el hotel, si se puede saber?
         —El dinero del hotel nunca me lo gasto. ¿Qué tal si el día en que por fin quieras no tengo?
         —No te preocupes, no voy a querer pronto. Podemos ir al Starbucks.
         —Ni madres.
         —Ándale, Cochichi, ¿sí?
         —No. Y deja de inventarme apodos ridículos.
         —Entonces ya me voy a mi casa.
         —No. No te vayas.
         —¿Vamos al Starbucks?
         —¿Vamos al hotel?
         —Un volado.
         —Juega. Avienta la moneda.
         —Va.
         —¡Águila!
         —¡Sol!
         —Cayó águila. Lo sabía.
         —Te salvó la suerte. Vamos al Starbucks, pues.
         —Vamos, Cochichi.
         —Oye, ¿a poco si hubieras perdido sí ibas a ir conmigo al hotel?
         —¡Dale con el hotel! Estás obsesionado con eso. Me lo vuelves a mencionar y me voy a mi casa, ¿eh?
         —Está bien.
         —Pues apúrale, que todavía tengo que llegar a hacer tarea.

lunes, octubre 24, 2016

VENTANA A LA NOCHE



El chico estaba afuera, al otro lado de la calle, en la orilla del parque. No era fácil verlo, por la oscuridad, pero Arelia sabía que ahí estaba mirando hacia su ventana. No podía dormir pensando en eso. Desde hacía días no podía dormir. Su esposo sí. Él dormía a su lado a pierna suelta, satisfecho después de la relación sexual como un lechón que ha comido bien. Seguro el chico trataba de imaginar lo que hacían. Tal vez se masturbaba.
         ¿Por qué dejó Arelia que las cosas llegaran a ese punto? Era una mujer madura, que en pocos años sería vieja. Tenía dos hijos; el menor, de la misma edad que ese chico. No podía alegar inocencia. Además, él no disimuló nunca la fascinación que sentía por ella. Desde que la vio en el minisúper ya no pudo quitarle los ojos de encima. Ella se dio cuenta y no hizo nada por detener aquello. Se sentía halagada. A pesar de sus casi cincuenta años, todavía era frecuente que la admiraran los hombres. Pero este chico le pareció diferente: lindo. Y él nunca había hecho el intento de hablarle ni de acercarse. Se limitaba a contemplarla, arrobado. Al principio lo hacía sólo cuando se encontraban por casualidad, en la calle o en el minisúper, o cuando ella sacaba el perro a pasear. Pero luego empezó a buscarla. A acecharla. Arelia debió contárselo a su marido en ese momento. Él habría puesto un alto. ¿Por qué no lo hizo? Ahora ya era tarde. Su marido enfurecería con ella por no decirle a tiempo; luego querría golpear al chico y eso sí sería terrible. Era un hombre agresivo. Y fuerte. El chico en cambio parecía tan frágil... ¿Cómo iba a defenderse? Quizás era eso lo que a Arelia le gustaba de él: su indefensión. Y sí, había llegado a tener fantasías con ese chamaquito, a preguntarse qué pasaría si...
         Se volvió hacia su marido, que roncaba en la penumbra con la boca abierta y el cuello del pijama ya mojado de sudor.
         Se levantó sin hacer ruido y se acercó a la ventana. Sí, ahí estaba el chico, mirando. Esperando. ¿Qué esperaba? ¿Qué quería de ella?
         Arelia volvió a la cama y se durmió. Soñó que se arrojaba contra la ventana para huir de su casa; rompía el vidrio en muchos pedazos, con un ruido espantoso, y caía en la banqueta; caía feliz de haber escapado, pero empapada de sangre y cubierta de vidrios.
         Cubierta de miedo, despertó.

lunes, septiembre 12, 2016

Deseos secretos



A Viki, que me contó esta historia

H es un pueblo pequeño, pero muy antiguo, tan antiguo que aparece mencionado en los libros de historia porque ahí se libró una sangrienta batalla en el siglo xiv. Pero la edad no se le ve mucho porque la mayoría de sus construcciones son recientes. A las otras se las acabaron el tiempo, la falta de recursos para mantenerlas, el deseo de modernidad... lo más viejo que queda (y no es tan viejo) es la iglesia presbiteriana, que está en perpetua reparación. También hay una iglesia luterana, una católica, una ortodoxa y una sinagoga. Demasiadas opciones para tan pocos habitantes porque, de estos pocos, no todos practican alguna religión. A los jóvenes ya casi no les interesa. Y luego viene el Islam... aunque quién sabe, ¿a qué musulmán le interesaría establecerse ahí? Todo esto lo dice D, el pastor de la iglesia presbiteriana, la que nunca termina de repararse.
         D es un buen hombre: trata de vivir de acuerdo con lo que predica. Tiene 50 y tantos años y está solo: su esposa murió y sus hijos se fueron a vivir a otros países. No ha vuelto a casarse, dice él que porque no tiene tiempo. La verdad es que trabaja mucho. No sólo es ocuparse de la iglesia. Un pastor tiene que ayudar a su congregación en todo: hablar con los esposos que se han distanciado, estar pendiente de los chicos, visitar a los enfermos y hasta ayudar a algún campesino con una vaca parturienta.
         Pero D tiene un secreto muy secreto. Y es que secretamente desea que hubiera más defunciones en su congregación. No se piense mal de él. Lo que pasa es que la crisis económica ha golpeado duro por aquí. Y el sueldo de D está por debajo del mínimo. Claro, no paga renta ni servicios, pero aun así, ¿cómo sobrevive un hombre con ese dinero? D se acompleta con lo que le pagan los deudos por un servicio fúnebre, que es como lo de un mes de sueldo, a veces más, a veces menos: según el sapo es la pedrada. Sólo eso tiene extra: servicios fúnebres. Bautizos y bodas no se pagan, como acostumbran los católicos, porque eso se hace en la iglesia durante los servicios dominicales. Sólo la muerte causa honorarios porque la muy canalla llega a la hora que le da la gana. Qué bueno. Si no, la gente programaría sus decesos para los domingos y nadie gastaría un clavo.
         Por eso D, secretamente, se regocija cuando alguien del rebaño va al encuentro con su Creador. A largo plazo eso también es para preocuparse: cuanto más pequeña es la congregación, menos es el dinero que se paga al pastor. Pero bueno, eso a él ya no le tocará —piensa—. Ha oído que los musulmanes vienen en masa; pronto estarán en todas partes quemando iglesias y levantando mezquitas en su lugar. D no cree vivir para verlo: que se preocupe de ello su sucesor.
         Bueno, honestamente, D tiene un secreto más: le dan celos cuando oye doblar las campanas de la iglesia católica. O de cualquiera de las otras. No es que le desee la muerte a nadie, por supuesto, pero si de todas maneras alguien del pueblo tiene que felpar, ¿por qué no puede ser uno de su iglesia?

martes, septiembre 06, 2016

Una grieta del tiempo


Se mete a la cama cuando ya estoy por caer dormido. Siempre lo hace igual: se acerca despacio, como quien ya no tiene motivos para creer en el tiempo; me observa unos instantes y luego se acuesta a mi lado. Siento su frío. Siento la sed con que se bebe el calor de mi cuerpo.
         Ya no me da miedo. Al principio, sí. La primera vez que uno ve un fantasma es horrible. Hay gente que se enferma del susto. Otros corren a comer pan para que no les cale. Yo no lo hice ni la primera vez ni la segunda ni la tercera ni la cuarta, aunque el miedo era el mismo. Finalmente me acostumbré. Ella lo sabe.
         A veces, cuando llego a mi casa y me pesa el silencio, saludo:
         —Ya llegué.
         Manías de solitario. Sé que ella anda por aquí y me imagino que sonríe al oír mi saludo, contenta porque la he aceptado como compañera de casa. No sé quién haya sido en vida ni cómo o cuándo murió. No me incumben esas cosas: cada quien su penar. Lo único que sé de ella, porque a veces miro con el rabillo del ojo y la encuentro a mi lado, es que es mujer. Fue mujer. No debe de haber muerto muy vieja, porque su figura no está encorvada; tampoco enferma, porque se desplaza con soltura. Los rasgos de la cara no alcanzo a distinguirlos todavía, pero dicen que quien empieza a ver a los fantasmas, cada vez ve más. Yo sólo veo una figura desdibujada, como una luz que no llega a ser luz.
         Se acurruca tímidamente a mi lado, sí. Y ahí se queda quieta. No sé si duerme (¿necesita dormir un fantasma?). Tampoco sé si me acompaña hasta que me levanto o se marcha en algún momento de la madrugada.
         A veces sueño con llantos. Sé que es ella, que está llorando a mi lado, y despierto. Intento abrazarla, pero no siento entre mis brazos más que aire frío: un aire de otra época que ha logrado colarse a mi cuarto por alguna grieta del tiempo. También su olor hace ese largo viaje a través de los mundos: un perfume desvaído, marchito, de violetas que murieron hace muchísimos años. Se queda en mi almohada cuando ella se va.
         Me gustaría preguntarle tantas cosas... después de todo es mi compañera. Por ella fui dejando mi vida amorosa y mi vida social. Por ella no he vuelto a traer amigos, porque sé que no le gustan los extraños. ¿Ya dije que al último que vino le cerró la puerta del baño y no lo dejaba entrar?